23

De vuelta al viejo corazón

El viento llevó la lluvia a sus rostros mientras corrían hacia el este a través de la oscuridad, en dirección a las ocultas colinas. El clamor del campamento de Isgrimnur fue apagándose, embozado en el manto de los truenos.

Mientras maldecía al atravesar la mojada llanura, el miedo que Simón sentía iba disminuyendo; la sensación de energía, el sentir que podía correr y correr a través de la noche como un ciervo, se iba enfriando por la lluvia y por un caminar sin descanso. Al cabo de media legua su carrera había dado lugar a un paso rápido, pero un poco después se convirtió en algo cansino. La rodilla que le habían agarrado se le iba poniendo rígida, como un gozne oxidado, y sentía oleadas de dolor en la garganta cada vez que respiraba hondo o tragaba saliva.

—¿Te envió… Morgenes? —gritó.

—Después, Simón —boqueó Binabik—. Todo dicho después.

Corrieron y corrieron, tropezaron y se metieron en charcos que se habían formado en la empapada hierba.

—Entonces… —empezó el muchacho, respirando con dificultad—, ¿qué… eran esas… cosas?

—¿Las… cosas que atacaban? —Mientras corrían, el gnomo hizo un extraño gesto al llevarse la mano a la boca—. Bukken, «cavadores» son… también llamados.

—¿Qué es lo que son? —preguntó Simón, y casi resbaló sobre un montón de fango.

—Malos. —Binabik hizo una mueca—. No hay necesidad de decir ahora.

Cuando ya no pudieron correr más, se pusieron a andar, hasta que el sol surgió tras las nubes, como una vela tras una sábana gris. Las Wealdhelm aparecieron ante ellos, con sus contornos iluminados por el pálido amanecer, como las espaldas encorvadas de los monjes al rezar.

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En el escaso refugio que ofrecían un grupo de piedras graníticas redondeadas, situadas en un mar de hierba como una imitación de las colinas que se veían a lo lejos, Binabik montó una especie de campamento. Después de caminar entre las rocas para encontrar el lugar que estuviese más a cubierto de las lluvias, ayudó a Simón a echarse en un pequeño espacio que había entre dos piedras inclinadas una contra otra, formando un ángulo en el que el muchacho pudo echarse con una mínima comodidad. Simón cayó pronto en un profundo sueño causado por la extenuación.

Algunas gotas de agua procedentes de la lluvia caían por las aberturas de las piedras cuando Binabik se echó sobre la capa del muchacho —que el gnomo había traído junto con sus otras cosas todo el camino desde San Hoderund—; después rebuscó en su bolsa algo de pescado seco para masticar y sus tabas. Qantaqa regresó de su exploración de los alrededores para acurrucarse junto a las espinillas de Simón. El gnomo cogió los huesos y los lanzó, usando su bolsa como mesa.

El Camino de las Sombras. Binabik sonrió con amargura. Después, El Carnero y otra vez El Camino de las Sombras. Maldijo; sólo un tonto desdeñaría un mensaje tan claro. El hombrecillo sabía que él era muchas cosas, y a veces también tonto, pero aquí, y ahora, no había lugar para ello.

Se puso la capucha que reposaba sobre su espalda y se acurrucó junto a Qantaqa. Para cualquiera que pasase por allí —si es que llegaba a ver algo con aquella débil luz y con la lluvia sobre el rostro— los tres compañeros no le hubieran parecido nada más que un inusual y apagado grupo de liquen al socaire de las rocas.

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—¿A qué has estado jugando conmigo, Binabik? —preguntó hoscamente Simón—. ¿Cómo conociste al doctor Morgenes?

Durante las horas que había dormido, el pálido amanecer se había convertido en una fría y lóbrega mañana, no compensada ni por la hoguera ni por el desayuno. El cielo, lleno de nubes, colgaba cercano a sus cabezas, como un techo raso.

—No he jugado a nada, Simón —replicó el gnomo.

Binabik había limpiado y vendado las heridas del cuello y la pierna del muchacho, e inspeccionaba pacientemente a Qantaqa. Sólo una de las heridas de la loba parecía revestir alguna seriedad; se trataba de un profundo corte en una pata. Cuando el hombrecillo limpió la herida de tierra, el animal le olisqueó los dedos, confiado como un niño.

—No me arrepiento de no habértelo dicho; si no me hubiera sentido forzado a explicártelo, continuarías ignorándolo. —El gnomo frotó un dedo lleno de ungüento contra el corte y dejó libre a su montura, que pronto empezó a estirarse y a olisquearse la pierna—. Sabía que haría eso —dijo en tono de reproche, para después sonreír con cariño—. Al igual que tú, Qantaqa no creo que conozca mi oficio.

Simón, que se dio cuenta de que había estado tocando inconscientemente sus vendajes, se aproximó al gnomo.

—Venga, Binabik, dímelo. ¿Cómo conociste a Morgenes? ¿De dónde eres realmente?

—Soy de donde te he dicho —replicó indignado—. Soy un qanuc. Y no conozco a Morgenes, sólo nos vimos una vez. Es un buen amigo de mi maestro. Son… colegas, como creo que dicen los aprendices.

—¿Qué quieres decir?

Binabik reclinó la espalda contra la roca. Aunque en aquel momento no había lluvia de la que resguardarse, el cortante viento que soplaba era suficiente razón como para permanecer cerca de las piedras. El hombrecillo consideró cuidadosamente sus palabras. A Simón le pareció que estaba cansado y su piel aparecía algo más floja y pálida de lo normal.

—En primer lugar —dijo finalmente el gnomo—, debes saber algo acerca de mi maestro. Se llamaba Ookequk. Era el… «cantor», lo llamaríais vosotros, de nuestra montaña. Cuando nosotros decimos «cantor», nos referimos no a alguien que sólo canta, sino a alguien que recuerda las viejas canciones y la vieja sabiduría. Como un doctor y un sacerdote a la vez, me parece.

»Ookequk fue mi maestro a causa de algunos indicios que los más ancianos creyeron ver en mí. Representaba un gran honor poder compartir su sabiduría. Cuando me lo dijeron estuve tres días sin comer para presentarme con la pureza debida. —Binabik sonrió—. Cuando le anuncié ese logro mi nuevo maestro me golpeó en la oreja. “Eres demasiado joven y estúpido para privarte a ti mismo de comer”, me dijo. “Eso es una presunción. Sólo debes dejar de comer por accidente”.

La sonrisa del gnomo se transformó en carcajada; cuando Simón pensó en ello unos momentos, también sonrió un poco.

—Bueno —continuó el hombrecillo—, algún día te explicaré mis años de aprendizaje con Ookequk: era un gnomo grande y gordo, Simón; pesaba más que tú y sólo tenía mi estatura. Pero ahora debemos reanudar el hilo de nuestra conversación.

»No sé con exactitud dónde se conocieron Morgenes y mi maestro, pero fue mucho antes de que yo fuese a su cueva. Eran amigos y mi maestro le enseñó el arte de hacer que los pájaros transportasen mensajes. Intercambiaron mucha correspondencia, mi maestro y tu doctor. Compartieron muchas… ideas acerca del mundo.

»Al cabo de dos veranos fallecieron mis padres. Su muerte les llegó en la nieve de la montaña que llamamos Nariz Pequeña, y, cuando ya no estuvieron, dirigí todos mis pensamientos…, bueno, casi todos…, a aprender de mi maestro Ookequk. Cuando en aquel deshielo me dijo que lo acompañaría en un largo viaje hacia el sur, me llenó de emoción. Se me hacía evidente que aquélla iba a ser mi prueba de méritos.

»Lo que ignoraba —prosiguió el gnomo, revolviendo entre la húmeda hierba que había ante él con su bastón, casi rabioso, pensó Simón, pero sin rencor en su voz cuando continuó hablando—, lo que no se me dijo, era que Ookequk tenía razones más importantes para viajar hacia el sur que finalizar mi aprendizaje. Había recibido un mensaje del doctor Morgenes… y de algunos otros… sobre cosas que lo intranquilizaron, y sintió que había llegado la hora de devolver la visita que el anciano le había hecho hacía muchos años.

—¿Qué cosas? —preguntó Simón—. ¿Qué le dijo Morgenes?

—Si todavía no lo sabes —replicó Binabik con seriedad— es que tal vez puedes pasar sin esas verdades. En ello debo pensar, pero por ahora déjame decir lo que puedo…, lo que debo.

Simón asintió, rígido y sintiéndose reprendido.

—No te cansaré explicando todo el largo viaje hacia el sur. Yo me iba dando cuenta de que mi maestro no me había explicado toda la verdad. Estaba preocupado, y cuando consultaba los huesos o leía ciertos signos en el cielo y el viento todavía se preocupaba más. Algunas de nuestras experiencias fueron muy desagradables. Como ya sabes, yo he viajado mucho, la mayor parte del tiempo como servidor de mi maestro Ookequk, pero nunca he visto épocas tan malas como ésta para los viajeros. Una experiencia como la tuya durante la última noche la tuvimos cerca del lago Drorshullvenn, en la Marca Helada.

—¿Te refieres a esos… bukken? —preguntó Simón. Aunque la luz del día lo invadía todo a su alrededor, el recordar las viscosas manos se le hacía terriblemente vivido.

—Eso es —asintió Binabik—, y eso fue…, es…, un mal augurio, que ataquen así. Mi pueblo no guarda ningún recuerdo de que los boghanik, ése es el nombre que nosotros les damos, asaltasen a un grupo de hombres armados. Es preocupante. Su forma normal de actuar es hacer presa en animales y viajeros solitarios.

—¿Qué es lo que son?

—Después Simón, hay muchas cosas que aprenderás si tienes paciencia conmigo. Mi maestro no me lo dijo todo, lo que no quiere decir, por favor, date cuenta, que yo sea tu maestro, pero estaba muy preocupado. Durante todo nuestro viaje a través de la Marca Helada no lo vi dormir. Cuando yo me dormía él seguía despierto, y por la mañana lo encontraba de pie ante mí. No era joven, ya era viejo la primera vez que me presenté ante él, y con él estudiando estuve varios años.

»Una noche, cuando cruzábamos la zona norte de Erkynlandia, me indicó que permaneciese atento porque iba a caminar por el Sendero de los Sueños. Nos encontrábamos en un lugar parecido a éste. —Binabik señaló a la desolada llanura que se extendía bajo las colinas—. La primavera había llegado, pero todavía no había estallado. Eso sería, ah, tal vez alrededor de vuestro Día de Todos los Locos, o el día antes.

«La víspera de Todos los Locos… —Simón trató de retroceder, de recordar—. La noche en que aquel terrible ruido despertó a todo el castillo. La noche anterior… a la llegada de las lluvias…».

—Qantaqa había salido a cazar, y el viejo carnero Un-Ojo, una gorda, grande y paciente cosa que llevaba a Ookequk, dormía cerca del fuego. Estábamos solos, con la única presencia del cielo. Mi maestro comió de la corteza de los sueños que le traían del pantanoso Wran, en el sur, y cayó en una especie de letargo. No me explicó por qué lo hacía, pero creo adivinar que buscaba respuestas que no podía encontrar de otra forma. Los boghanik lo habían asustado, porque sus acciones eran impropias.

»Pronto se puso a hablar entre dientes, como hacía normalmente cuando su corazón caminaba por el Sendero de los Sueños. La mayor parte de lo que decía no podía entenderse, pero una o dos cosas dijo que también fueron luego dichas por el hermano Dochais; por ello me viste mostrar sorpresa.

Simón tuvo que reprimir una amarga sonrisa. ¡Y pensar que había creído que era su propio miedo el que se hizo obvio, azuzado por las delirantes palabras del hernystiro!

—De repente —continuó el gnomo, que seguía moviendo la hierba húmeda con el bastón—, me pareció que algo había atrapado a mi maestro, otra vez igual que al hermano Dochais. Pero él era fuerte, más fuerte en su interior que nadie, hombre o gnomo, y luchó. Peleó y peleó durante toda la tarde y la noche, mientras yo permanecía junto a él sin poder serle de otra ayuda más que de humedecerle la frente. —Binabik arrancó un puñado de hierba y lo arrojó al aire para tratar de golpearlo con el bastón—. Luego, poco después de la medianoche, me dijo algunas palabras con tranquilidad, como si estuviese bebiendo con los demás ancianos en la cueva del clan, y murió.

»Creo que para mí fue peor que la muerte de mis padres, porque ellos se perdieron, desaparecieron en un alud, sin dejar ningún rastro. Enterré a Ookequk en la falda de la colina. Ninguno de los rituales adecuados fueron correctamente llevados a cabo, y ello es una vergüenza para mí. Un-Ojo no quería marcharse sin su amo, y, por lo que sé, tal vez todavía permanezca allí.

El gnomo se mantuvo en silencio durante unos instantes, mirando fijamente el bulto de sus rodillas bajo las calzas. Su dolor era tan parecido a la pena del propio Simón que el muchacho no pudo pensar en palabras que tuviesen un significado para alguien aparte de él mismo.

Momentos después Binabik abrió su saco en silencio y extrajo un puñado de nueces. El muchacho las cogió, junto con la bota de piel llena de agua.

—Después —volvió a empezar el hombrecillo, como si no hubiese hecho ninguna pausa—, sucedió algo extraño.

Simón se arrebujó en el manto y observó el rostro del gnomo mientras éste hablaba.

—Dos días permanecí junto al lugar en que había enterrado a mi maestro. Era un bonito sitio, bajo un cielo despejado, pero mi corazón estaba triste porque sabía que hubiera sido más feliz enterrado en las montañas. Pensé en lo que debía hacer, si continuar para ver a Morgenes en Erchester o regresar junto a mi pueblo y decirle que el cantor Ookequk había muerto.

»En la tarde del segundo día decidí que debía regresar a Qanuc. No había comprendido la importancia de las conversaciones de mi maestro con Morgenes, tristemente tengo que reconocer que todavía no la entiendo, y además tenía otras… responsabilidades.

»Llamé a Qantaqa, y acaricio por última vez a Un-Ojo entre los cuernos, cuando un pajarito de color gris se posó sobre el túmulo de Ookequk. Lo reconocí como uno de los pájaros mensajeros de mi maestro; parecía muy cansado, llevaba un mensaje y…, y otra cosa. Cuando me acerqué para capturarlo, Qantaqa salió disparada de los arbustos y el ave se asustó, lo cual no es sorprendente, y se elevó en el aire. Apenas pude cogerlo. Por muy poco, Simón, pero lo cogí.

»Era un mensaje escrito por Morgenes, y el objeto de la nota eras tú, amigo mío. Explicaba al que lo leyera, que debería haber sido mi maestro, que podías estar en peligro, y viajando solo desde Hayholt a Naglimund. Le pedía a Ookequk que te ayudase, sin que tú lo supieses, si era posible. También decía algunas cosas más.

Simón estaba fascinado: aquélla era una parte de su propia historia que desconocía.

—¿Qué otras cosas? —preguntó.

—Cosas que eran sólo para los ojos de mi maestro. —El tono de Binabik era amable, pero firme—. No hace falta decir que eso cambiaba las cosas. Mi maestro era requerido para hacerle un favor a su viejo amigo…, pero sólo yo podía realizarlo. Eso también era difícil; sin embargo, desde el momento en que leí la nota de Morgenes, supe que debía acudir a su llamada. Antes del anochecer de ese mismo día me encaminé hacia Erchester.

«La nota decía que viajaría solo. Morgenes nunca creyó que podría escapar». Simón se sintió invadido por las lágrimas, y trató de suprimirlas con una pregunta.

—¿Cómo se supone que ibas a encontrarme?

Binabik sonrió.

—A través del duro trabajo qanuc, amigo mío. Tuve que buscar tu rastro, los signos que indicasen el paso de un hombre joven, sin destino aparente, cosas por el estilo. La proverbial obstinación qanuc y mucha suerte me llevaron hasta ti.

Un recuerdo se abrió paso en el interior de Simón, gris y tenebroso a pesar de la distancia que lo separaba de ello.

—¿Me seguiste a través del cementerio, el de las afueras de la ciudad? —No todo había sido un sueño, como bien sabía. Algo lo había llamado por su nombre.

El redondeado rostro del gnomo aparecía totalmente plano.

—No, Simón —respondió pensativo—. No descubrí tu rastro hasta, creo, el camino del Viejo Bosque. ¿Por qué?

—No tiene importancia. —El muchacho se levantó y miró la mojada llanura. Volvió a sentarse, y cogió la bota de agua—. Bueno, creo que entiendo, ahora…, pero tengo mucho en que pensar. Parece que tendremos que continuar hacia Naglimund. ¿Tú qué crees?

Binabik pareció turbado.

—No estoy seguro, Simón. Si los bukken vuelven a estar activos en la Marca Helada, la ruta hacia Naglimund será demasiado peligrosa para un par de viajeros solitarios. Debo admitir que me preocupa lo que tenemos que hacer ahora. Desearía tener aquí a tu doctor Morgenes para que nos aconsejase. ¿Tanto peligro corres que no podemos arriesgarnos a enviarle un mensaje, Simón? No creo que quiera que de lleve a través de todos esos terribles peligros.

Al chico le llevó unos instantes darse cuenta de que Binabik hablaba como si Morgenes continuase vivo. Un segundo después lo asaltó una asombrosa revelación: el gnomo no sabía lo ocurrido.

—Binabik —empezó a decir, y mientras hablaba tuvo la sensación de que estaba infligiendo una especie de herida—, ha muerto. El doctor Morgenes ha muerto.

Los ojos del hombrecillo parecieron vaciarse de vida durante un instante, y el blanco se hizo visible alrededor del castaño por primera vez. Un segundo después la expresión de Binabik pareció congelarse en una desapasionada máscara.

—¿Muerto? —preguntó al final, con la voz tan helada que Simón se sintió desnudo y sin defensa, como si hubiera sido culpa suya, ¡él, que tantas lágrimas había derramado por el doctor!

—Sí. —El chico decidió proseguir y se arriesgó a asegurar—: Murió al sacarnos del castillo al príncipe Josua y a mí. El rey Elías lo mató… Bueno, tuvo a Pryrates para hacerlo.

Binabik lo miró a los ojos, y después apartó la vista.

—Sabía lo de la captura de Josua. Se mencionaba en la carta. El resto son… noticias muy malas. —Se levantó y el viento jugueteó con su negro cabello—. Voy a caminar un rato, Simón. Debo pensar en lo que significa todo esto…, tengo que pensar.

Su rostro no denotaba ningún tipo de emoción. El hombrecillo se alejó del grupo de rocas y Qantaqa se incorporó para seguirlo de inmediato, pero él empezó a decirle algo para alejarla, aunque luego se encogió de hombros. La loba daba círculos alrededor de su amo, que caminaba con la cabeza baja y las pequeñas manos metidas en las mangas. Simón pensó que parecía demasiado pequeño para las pesadas cargas que llevaba.

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Simón abrigaba la esperanza que cuando regresara el gnomo trajese una gorda paloma o algo parecido, pero sus esperanzas se vieron frustradas.

—Lo siento, Simón —dijo el hombrecillo—, pero no hubiera servido de nada. No podemos hacer un fuego sin humo con nada de por aquí: sólo hay arbustos mojados, y no creo que hacer señales de humo sea una buena idea, de momento. Come algo de pescado seco.

El pescado, del que quedaba ya poco, ni lo llenó ni tenía sabor, pero Simón lo masticó con ganas; ¿quién sabía cuándo podrían volver a comer en aquella miserable aventura?

—He estado pensando, Simón. Tus noticias, y tú no tienes la culpa, son dolorosas. Tan pronto después de la muerte de mi maestro, oír el fin del doctor, ese buen anciano… —Binabik se detuvo, se agachó y empezó a meter las cosas en su bolsa, después de haber separado algunos objetos—. Éstas son tus cosas, mira. Las traje para ti. —Le alargó dos familiares bultos cilíndricos.

—Éste… —dijo Simón, al coger los paquetes—, no la flecha, el otro… —se lo volvió a ofrecer a Binabik—, está escrito por el doctor Morgenes.

—¿De verdad? —El gnomo desenvolvió una esquina de la tela que lo cubría— ¿Cosas que nos ayudarán?

—No lo creo —respondió el muchacho—. Se trata de la vida del Preste Juan. He leído algo…, trata sobre todo de batallas y esas cosas.

—Ah, ya. —Binabik se lo volvió a alargar a Simón, que lo metió en su cinturón—. Demasiado malo, todo esto es. Si pudiéramos usar palabras más específicas en este momento… —El hombrecillo siguió metiendo cosas en la bolsa—. Morgenes y Ookequk, mi maestro, pertenecían los dos a un grupo muy especial.

Rebuscó entre sus pertenencias y le alargó algo a Simón para que lo viese. El objeto brillaba débilmente a la luz encapotada del atardecer; se trataba de un medallón en el que aparecía un rollo de pergamino y una pluma para escribir.

—¡Morgenes tenía uno de éstos! —exclamó el joven, acercándose para verlo mejor.

—Así es —asintió Binabik—. Éste era de mi maestro. Es una especie de señal que pertenece a todos los que se unen a la Liga del Pergamino. Hay, según me dijo, no más de siete miembros. Tu maestro y el mío han muerto, y ahora no deben de ser más de cinco. —Limpió el medallón con su manita y lo volvió a meter en la bolsa.

—¿La Liga del Pergamino? —preguntó Simón— ¿Qué es eso?

—Un grupo de gente instruida que comparte conocimientos, le oí decir a mi maestro. Tal vez sea algo más, pero nunca me lo explicó. —Acabó de empaquetar y se levantó—. Siento tener que decirlo, Simón, pero creo que tendremos que volver a caminar.

—¿Ahora?

Los dolores que había olvidado volvieron de repente a hacerse presentes en sus músculos.

—Me temo que es necesario… Como te he dicho, he pensado mucho; he pensado en esas cosas… —Cogió el bastón y silbó a Qantaqa—. Primeramente, debo llevarte a Naglimund. Eso no ha cambiado, pero mi determinación parecía haberse dormido. El problema es el siguiente: no confío en la Marca Helada. Ya viste a los bukken, y me parece que preferirás no volverlos a ver, pero tenemos que dirigirnos hacia el norte. Pienso, entonces, que debernos volver a Aldheorte.

—Pero Binabik, ¿cómo estaremos seguros allí? ¿Qué hará que esas cosas no nos sigan por el bosque, donde ni siquiera podemos correr?

—Una buena pregunta. Una vez ya te hablé del Viejo Bosque, de su edad y…, y… No puedo encontrar la palabra en tu lengua, Simón, pero «alma» y «espíritu» pueden darte una idea.

»Los bukken pueden pasar bajo el Viejo Bosque, pero no les resulta fácil. Hay poder en las raíces de Aldheorte, poder que esas criaturas no están dispuestas a desafiar. También hay alguien allí a quien debemos ver, alguien que debe escuchar lo que les ha ocurrido a nuestros maestros.

Simón estaba cansado de oírse hacer preguntas, pero a pesar de ello continuó haciéndolo.

—¿De quién se trata?

—Su nombre es Geloë. Es una mujer sabia, conocida como una valada, una palabra rimmeria, ésta. También puede que nos ayude a llegar a Naglimund, ya que tenemos que cruzar el bosque desde la parte oriental por encima de Wealdhelm, una ruta no conocida para mí.

El muchacho se colocó la capa y se abrochó el cierre bajo la barbilla.

—¿Debemos partir ahora mismo? —preguntó—. Es ya muy tarde.

—Simón —dijo Binabik a la vez que aparecía Qantaqa, con la lengua fuera—, por favor, créeme. Aunque hay cosas que todavía no puedo decirte, debemos ser compañeros que confíen uno en el otro. Necesito tu confianza. No sólo es el reinado de Elías lo que está en juego. Hemos perdido, ambos, a gente a la que queríamos, a un anciano y a un viejo gnomo que sabían mucho más que nosotros. Ambos estaban asustados. El hermano Dochais, creo, murió de miedo. Algún mal se ha despertado, y seremos unos idiotas si seguimos al descubierto durante más tiempo.

—¿Qué es lo que se ha despertado, Binabik? ¿Qué maldad es ésa? Dochais pronunció un nombre, yo lo oí. Antes de morir dijo…

—¡No necesitas decir…! —Binabik trató de interrumpirlo, pero Simón no le prestó atención. Estaba cansado de consejos y sugerencias.

—… Rey de la Tormenta —añadió resueltamente.

El gnomo miró a su alrededor con rapidez, como si esperase la aparición de algo terrible.

—Ya lo sé —siseó—. Yo también lo oí, pero no sé mucho. —Un trueno retumbó más allá del distante horizonte; el hombrecillo hizo una mueca—. El Rey de la Tormenta es un nombre que causa espanto en el oscuro norte, Simón: un nombre para atemorizar, para conjurar. Todo lo que poseo son pocas palabras que a veces me enseñaba mi maestro, pero son suficientes como para preocuparme.

Binabik se colgó la bolsa al hombro y empezó a caminar por la pradera llena de barro, hacia la masiva y apretada línea de las colinas.

—Ese nombre —dijo, con la voz extrañamente apagada en un lugar tan vacío— es por sí mismo una cosa que marchita las cosechas y atrae la fiebre y los malos sueños.

—¿Lluvia y mal tiempo…? —preguntó Simón, alzando la vista hacia el cielo, que ofrecía un feo aspecto.

—Y otras cosas —replicó su compañero, y con la palma de la mano se tocó la chaqueta, justo encima del corazón.