Viento del norte
—¡No, no quiero nada!
Guthwulf, conde de Utanyeat, escupió zumo de citril sobre las baldosas del suelo, y el paje, con los ojos desencajados, se escurrió hacia afuera. Al verlo irse, Guthwulf sintió haber sido tan impetuoso, no porque experimentara simpatía por el chico, sino porque no fue hasta aquel momento cuando al muchacho se le ocurrió que podía querer algo. Llevaba casi una hora esperando fuera de la sala del trono sin una gota de nada para beber, y sólo Aedón podía saber cuánto tiempo tendría que seguir allí, pudriéndose.
Volvió a escupir. El fuerte olor del citril le impregnaba la lengua y los labios, y maldijo cuando la saliva cayó por su larga barbilla. Al contrario que muchos de los hombres que tenía bajo su mando, Guthwulf no estaba acostumbrado a masticar aquella amarga raíz sureña, pero durante aquella extraña primavera —en la que se había encontrado confinado durante días en Hayholt, esperando las órdenes del rey— había pensado que cualquier distracción, incluso la de quemarse el propio paladar, sería bienvenida.
Además, y sin duda a causa del tiempo tan húmedo, los pasillos de Hayholt parecían apestar a moho, a moho y…, no, corrupción era una palabra demasiado melodramática. Por todo ello, y a pesar del sabor, el aromático citril parecía ser una ayuda.
Justo cuando Guthwulf se había puesto en pie y abandonaba el taburete para continuar con el frustrante paseo que había ocupado la mayor parte de su tiempo de espera, la puerta de la sala del trono crujió y se abrió hacia adentro. La rapada cabeza de Pryrates apareció en la entrada, con ojos planos y brillantes como los de un lagarto.
—¡Ah, buen Utanyeat! —dijo, mostrando los dientes—. ¡Cuánto tiempo habéis esperado! El rey está listo para veros. —El sacerdote abrió más la puerta, mostrando su ropa escarlata y una ligera visión de la alta sala que se extendía tras él—. Por favor —añadió.
Guthwulf tuvo que pasar muy cerca de Pryrates al entrar, y estrechó el pecho para minimizar el contacto. ¿Por qué se acercaba tanto el sacerdote? ¿Quería hacerlo sentir incómodo —no existía ninguna simpatía entre el Heraldo del Rey y el consejero—, o trataba de mantener la puerta tan cerrada como pudiese? El castillo estaba frío aquella primavera, y si alguien gustaba de mantenerse caliente, ése era Elías. Tal vez Pryrates sólo trataba de conservar el calor en la espaciosa sala del trono.
Pues si eso era lo que esperaba encontrar, se equivocó por completo. En el mismo instante en que Guthwulf pasó el umbral de la puerta sintió descender el frío sobre él y se le puso la carne de gallina. Al mirar más allá del trono vio que varias de las ventanas superiores permanecían abiertas, sujetas con palos. El frío del norte se colaba a través de ellas y hacía temblar las llamas de las antorchas.
—¡Utanyeat! —exclamó Elías, medio levantándose del trono de hueso amarillento. El inmenso cráneo del dragón sonreía malicioso por encima del hombro del rey—. Me avergüenzo de haberte hecho esperar. ¡Acércate!
Guthwulf se adentró por el suelo embaldosado, tratando de no temblar.
—Tenéis demasiadas cosas que atender, majestad. No me importa esperar unos minutos más.
Elías volvió a sentarse en el trono, y el conde se arrodilló sobre una pierna ante él. El rey vestía una camisa negra con encajes verdes y plateados; sus botas y pantalones eran igualmente negros. La corona de hierro de Fingil reposaba sobre su pálida frente, y a su lado, enfundada, descansaba la espada con aquella extraña empuñadura cruzada. Al monarca no se lo veía sin ella desde hacía semanas, pero Guthwulf no tenía ni idea de su procedencia. Elías nunca la había mencionado, y había algo demasiado misterioso e incómodo en la espada como para que Utanyeat se permitiese preguntar sobre ella.
—No te importa esperar —sonrió Elías—. Siéntate. —El rey le indicó un banco a uno o dos pasos de donde se arrodillaba el conde—. ¿Desde cuándo no te importa esperar, Wolf? Sólo porque soy el rey no debes pensar que me he vuelto ciego y estúpido a la vez.
—Estoy seguro de que cuando tengáis algo para vuestro Heraldo del Rey, me informaréis.
Las cosas habían cambiado entre él y su viejo amigo Elías, y al conde Utanyeat no le gustaba. El monarca nunca se había mostrado reservado, pero Guthwulf sentía que ahora vastas y ocultas corrientes se movían bajo la superficie de los eventos diarios, corrientes que el rey pretendía que ni siquiera existían. Las cosas habían cambiado, y el conde estaba seguro de que era para peor. Miró a Pryrates, que se mantenía a la espalda del soberano y lo observaba fijamente. Cuando sus miradas se encontraron, el sacerdote de hábito rojo enarcó una despoblada ceja, como con sorna.
Elías se acarició las sienes durante unos instantes.
—Pronto tendrás trabajo más que suficiente, te lo prometo. ¡Ah, mi cabeza! Una corona es en verdad una cosa pesada, amigo. A veces desearía dejarla caer y marcharme a alguna parte, como solíamos hacer antes. ¡Compañeros de los caminos! —El rey apartó la vista de la sonrisa de Guthwulf para mirar a su consejero—. Sacerdote, me vuelve a doler la cabeza. ¿Podéis traerme un poco de vino?
—Ahora mismo, mi señor.
Pryrates fue hasta la parte de atrás de la sala del trono.
—¿Dónde están vuestros pajes, majestad? —preguntó Utanyeat.
El monarca tenía un aspecto de horroroso cansancio, pensó. Los pelos de sus mejillas sin afeitar se erguían negros contra su pálida piel.
—¿Y por qué, con el debido respeto, estáis encerrado en esta especie de cueva helada? Está más fría que el negro culo del diablo, y además huele a moho. Dejadme encender un fuego en el hogar.
—No. —Elías movió la mano como si no considerase la posibilidad—. No quiero calentar nada. Ya tengo suficiente calor. Pryrates dice que se trata de una fiebre intermitente. Sea lo que sea, el aire frío me sienta bien, y corre lo suficiente como para que no os preocupéis por la mala ventilación o los malos humores.
El consejero regresó con la copa del rey; Elías la vació de un trago y se secó los labios con la manga.
—Mucha corriente, en efecto, majestad —sonrió amargamente Guthwulf—. Bien, mi rey, vos… y Pryrates… sabréis lo que hacéis, y sin duda no tenéis nada que aprender de lo que os diga un guerrero. ¿Puedo serviros de alguna otra forma?
—Creo que sí que puedes, aunque el trabajo quizá no sea de tu agrado. Dime, primero, si ha regresado el conde Fengbald.
El señor de Utanyeat asintió.
—He hablado con él esta mañana, sire.
—Lo he convocado aquí. —El monarca mostró la copa vacía y Pryrates trajo una jarra y escanció algo más—. Pero ya que lo has visto, dime si las noticias que trae son buenas.
—Me temo que no sire. El espía que buscáis, el secuaz de Morgenes, sigue libre.
—¡Que Dios lo maldiga! —Elías se rascó justo bajo la ceja—. ¿Es que no llevó los mastines que le di y el rastreador?
—Sí, majestad, y los ha dejado sobre la pista, pero en favor de Fengbald debo deciros que le habéis encomendado una tarea casi imposible.
El rey entrecerró los ojos y lo miró. Guthwulf sintió que se encontraba frente a un extraño. El escanciar de la jarra sobre la copa del rey rompió la tensión, y Elías se relajó.
—Bien —dijo—, debes de estar en lo cierto. Debo tener cuidado en no descargar mi frustración sobre Fengbald. Él y yo… compartimos una pena.
El conde asintió y observó al rey.
—Sí, sire, me preocupó oír que vuestra hija se encontraba enferma. ¿Cómo está Miriamele?
El monarca miró brevemente hacia el sacerdote, que acabó de escanciar y retrocedió.
—Es muy amable por tu parte el preocuparte por ella, Wolf. No creemos que corra ningún peligro, pero Pryrates opina que la brisa marina de Meremund podría ser el mejor remedio para sus males. A pesar de que ello signifique aplazar el matrimonio.
El rey miró el interior de la copa de vino como si fuese la boca de un pozo en el que hubiese caído algo muy valioso. El viento silbó a través de las ventanas abiertas.
Tras unos instantes de silencio, el conde de Utanyeat se sintió impelido de hablar.
—¿Dijisteis que teníais una tarea que encomendarme, mi señor?
Elías lo miró.
—Ah, sí, claro. Deseo que vayas a Hernysadharc. Desde que me vi obligado a aumentar los impuestos para poder hacer frente a la maldita y miserable sequía, esa vieja ardilla de Lluth me desafía. Envió al afectado Eolair para ablandarme con dulces palabras, pero el tiempo de las palabras se ha terminado.
—¿Terminado, mi señor? —Guthwulf enarcó una ceja.
—Terminado —gruñó Elías—. Deseo que cojas a doce caballeros y que corras a Taig para desafiar al viejo tacaño en su guarida. Dile que rechazarme en mi derecho es como abofetearme…, como escupir en el Trono del Dragón. Pero sé sutil, y no le comentes nada en presencia de sus caballeros que le haga inclinarse hacia la resistencia. No obstante, deja lo suficientemente claro que seguir negándome lo que me pertenece puede acarrearle el riesgo de que sus muros caigan sobre su cabeza. Mételes el miedo en el cuerpo, Guthwulf.
—Lo haré, señor.
Elías sonrió afectado.
—Bien. Mientras estés allí, mantén los ojos bien abiertos para detectar cualquier signo que pueda indicarnos el paradero de Josua. No hay noticias de Naglimund, aunque mis espías la recorren de arriba abajo. Es posible que mi traicionero hermano haya ido a ver a Lluth. ¡Puede que incluso sea él el que azuce la obstinación hernystira!
—¿Puedo decir algo, rey Elías? —Pryrates posó un dedo sobre el codo del monarca.
—Hablad, sacerdote.
—Me gustaría sugerir a nuestro señor de Utanyeat que se mantenga alerta sobre el paradero del chico, el espía de Morgenes. Sería una ayuda suplementaria a los esfuerzos de Fengbald. Necesitamos a ese muchacho, majestad. ¿De qué sirve matar a la serpiente si las crías quedan libres?
—Si encuentro a la joven víbora —gruñó Guthwulf—, me complacerá aplastarla bajo mi bota.
—¡No! —gritó el soberano, asustando al conde con su vehemencia—. ¡No! El espía debe vivir, al igual que sus compañeros, hasta que los tengamos aquí en Hayholt, sanos y salvos. Hay muchas preguntas que queremos hacerles. —Elías, como si se avergonzase por su salida de tono, dirigió una extraña mirada de súplica a su viejo amigo—. ¿Estás seguro de haberlo entendido?
—Desde luego, majestad —respondió rápidamente Guthwulf.
—Sólo necesitamos que nos los traigan y que puedan respirar hasta llegar aquí —dijo Pryrates, tan tranquilo como si fuese un panadero hablando de harina—. Después nosotros descubriremos todo lo que nos interesa saber.
—Es suficiente —concluyó Elías, y se acomodó en su asiento de huesos.
El conde de Utanyeat se sorprendió al observar gotas de sudor en la frente del rey, cuando él temblaba de frío.
—Ahora, vete, viejo amigo. Vuelve con el total sometimiento de Lluth; si no es así, te volveré a enviar para que traigas su cabeza. Vete.
—Quédate con Dios, majestad.
Guthwulf bajó del banco y se arrodilló sobre una pierna, después se puso en pie y se retiró por el pasillo. Los gallardetes que había por encima de su cabeza oscilaban, movidos por el viento; en las sombras producidas por la temblorosa luz de las antorchas, los animales representativos de los clanes y las bestias heráldicas parecían inmersos en una mágica y fantasmal danza.
Guthwulf se encontró con Fengbald en la antecámara de la sala del trono. Desde su encuentro por la mañana el conde de Falshire había lavado de su rostro y cabello el polvo del camino, y vestía unos justillos de terciopelo rojo con el águila plateada de su familia bordada sobre el pecho, cuyas alas se extendían de forma caprichosa.
—Hola, Guthwulf, ¿lo habéis visto? —preguntó.
El conde de Utanyeat asintió.
—Sí, y vos también lo haréis. Maldita sea, él debería ser el que tomase la brisa marina de Meremund en lugar de Miriamele. Tiene un aspecto…, no sé, da la impresión de estar muy enfermo. Y la sala del trono está helada.
—¿Así que es cierto? —preguntó hoscamente Fengbald—. Lo de la princesa. Esperaba que hubiese cambiado de opinión.
—Se ha ido al oeste, hacia la costa. Parece que vuestro gran día tendrá que esperar un poco —sonrió afectadamente el conde—. Estoy seguro de que encontraréis algo con lo que entreteneros hasta el regreso de la princesa.
—Ése no es el problema. —Falshire torció los labios como si comiese algo amargo—. Temo que esté tratando de echarse atrás en su promesa. He descubierto que nadie sabía que estaba enferma hasta que se marchó.
—Os preocupáis demasiado —dijo Guthwulf—. Son cosas de mujeres. Elías necesita un heredero. Debéis estar agradecido por satisfacer sus expectativas como hijo político, no como yo. —Mostró la dentadura al reírse burlonamente—. Yo iría a buscarla a Meremund.
El señor de Utanyeat se despidió en tono de burla y se marchó, dejando a Fengbald frente a las altas puertas de roble de la sala del trono.
Desde el otro lado del pasillo ella pudo adivinar que se trataba del conde Fengbald y que se hallaba de mal humor. Su caminar, agitando los brazos, como un joven al que hubieran echado de la mesa, y el estrépito intencionado de sus pisadas sobre las piedras del suelo anunciaban el humor en que se hallaba.
Se adelantó y cogió a Jael por el codo. Cuando la chica de mirada vacuna la vio, casi segura de que había hecho algo mal, Raquel hizo un gesto hacia el cada vez más próximo conde de Falshire.
—Será mejor que apartes ese cubo de ahí, muchacha —dijo.
La mujer le quitó a Jael la escoba de las manos. El balde de agua jabonosa estaba en medio del pasillo, justo en el centro del camino que seguía el noble.
—¡Deprisa, estúpida! —susurró Raquel, con un nervioso timbre de alarma en la voz.
En el momento en que decía aquellas palabras supo que no debería haberlas pronunciado. Fengbald iba maldiciendo, con el rostro cruzado por una mueca petulante. Jael, en un frenesí de movimientos mal coordinados, dejó resbalar el cubo de sus húmedos dedos. El balde golpeó contra el suelo produciendo un sonido sordo, y unas gotas de agua espumosa se asomaron por encima del borde para acabar salpicando el pasillo. Fengbald, ya a la altura de las dos mujeres, apenas tuvo tiempo de saltar para evitar el charco, y por un momento pareció perder el equilibrio; agitó los brazos mientras resbalaba y se agarró a un tapiz de la pared para no caer, mientras Raquel lo observaba sin poder hacer nada y con una sensación desolada y de anticipado horror. Fue una suerte que el tapiz aguantase el peso del conde hasta que éste recuperó el equilibrio; no obstante, un momento después el tejido se soltó de una esquina y cayó suavemente por la pared para acabar sobre el espumoso charco.
Raquel miró la enrojecida cara del conde de Falshire durante un instante antes de dirigirse a Jael.
—Desaparece, torpe vaca. Vete de aquí. ¡Ahora mismo!
La muchacha dirigió una mirada de desolación a Fengbald, se dio la vuelta y corrió, con su grueso trasero balanceándose lastimosamente.
—¡Vuelve aquí, guarra! —gritó el noble, con la mandíbula temblando a causa de la rabia. Su largo cabello negro, desordenado ahora a causa de todo el jaleo, le colgaba frente al rostro—. ¡Te daré lo que mereces, lo que mereces por…, por este…, por esto…!
Raquel, con un ojo puesto sobre el conde, se agachó y levantó la empapada esquina del tapiz, para apartarla del charco. No había manera de que pudiera colgarlo; así que continuó sujetándolo, observando cómo goteaba mientras Fengbald dejaba escapar su rabia.
—¡Mira! ¡Mira mis botas! ¡Le cortaré el cuello a esa sucia perra por esto! —El conde miró a Raquel—. ¿Cómo te has atrevido a decirle que se fuera?
La mujer bajó los ojos, lo que no le resultó demasiado difícil ya que el joven noble era al menos un pie más alto que ella.
—Lo siento, señor —dijo, y su miedo puso una nota de respeto en su voz—. Es una chica estúpida, señor, y será castigada por ello; pero yo soy la responsable de las sirvientas y por ello debo cargar con la culpa. Lo siento, lo siento mucho, señor.
Fengbald la miró durante unos instantes, y sus ojos se entrecerraron. Después, tan rápido como una flecha, se acercó y abofeteó a Raquel en el rostro. La mano de la mujer tocó las marcas rojas que aparecieron sobre su mejilla, tan esparcidas como el charco sobre las losas del suelo.
—Entonces dale esto a esa vaca guarra —gruñó—, y dile que si me la vuelvo a encontrar le romperé la cabeza.
El conde miró a la encargada de las sirvientas durante unos instantes y después siguió andando pasillo abajo, dejando una huella de botas a lo largo de las brillantes losas recién fregadas.
«Seguro que lo hará», pensó Raquel para sí, cuando más tarde se sentó en su lecho con un paño de cocina mojado sobre la ardiente mejilla. En la sala del dormitorio de las doncellas, Jael sollozaba. La encargada no había tenido ni siquiera ganas de gritarle, pero el ver el hinchado rostro de la mujer había sido suficiente castigo como para hacer que la gorda y sensible muchacha se abandonase a un paroxismo de lágrimas.
—¡Dulces Rhiap y Pelippa! Preferiría ser abofeteada otra vez antes que oírla lloriquear.
Raquel se dio la vuelta en el duro jergón —bajo el que tenía una tabla de madera a causa de sus dolores de espalda— y se puso la manta por encima de la cabeza para amortiguar el sonido de los sollozos de Jael. Envuelta en la manta sintió su propia respiración sobre el rostro.
«Así es como se debe de estar en la cesta de la ropa sucia —pensó, y luego se recriminó por tener una idea tan estúpida—. Te estás haciendo vieja…, vieja e inservible». De repente se encontró llorando, por primera vez desde que se enteró de lo de Simón.
«Estoy muy cansada. A veces pienso que me voy a caer de donde estoy, como una escoba vieja a los pies de esos jóvenes monstruos, que no hacen más que pisotear mi castillo y tratarnos como si fuéramos basura, y que probablemente me apartarán y barrerán junto con el polvo. Tan cansada… Si pudiera…, si…».
El aire bajo la manta estaba caliente. Acabó de llorar —¿de qué servían las lágrimas?— y sintió que le llegaba el sueño, que sucumbía a su fuerza como si se ahogase en agua caliente y pegajosa.
En su sueño Simón no estaba muerto, no había muerto en el terrible incendio que se había cobrado la vida de Morgenes y de algunos de los guardias que habían corrido a apagarlo. Decían que incluso el conde Breyugar había perecido en la catástrofe, aplastado por la caída del techo en llamas… No, Simón estaba vivo, y gozaba de buena salud. Pero había en él algo que lo hacía diferente, aunque Raquel no sabía decir qué —¿la mirada de sus ojos, la mandíbula más firme?—, pero no importaba. Era Simón, y estaba vivo, y mientras soñaba su corazón parecía volver a la vida. La mujer lo veía, veía al chico muerto —su chico, en realidad. ¿Acaso no lo había criado como si fuese su madre hasta que desapareció?—, y éste aparecía en un lugar de una inmaculada blancura, mirando a un árbol blanco que se elevaba hacia el cielo como si fuese una escala que condujese al trono de Dios. Y aunque lo veía de espaldas, pues sus ojos miraban hacia arriba, Raquel no sintió que su cabello, aquella espesa y rojiza mata de cabello, necesitase un corte… Bueno, bueno, pronto vería si realmente era así…, el muchacho necesitaba una mano firme que…
Cuando se despertó, apartó la sofocante manta a un lado, y tuvo miedo al encontrar más oscuridad a su alrededor —en esta ocasión, la oscuridad de la noche—; el peso de la pérdida y la pena volvieron a abrirse camino en ella y la cubrieron como un tapiz mojado. Se incorporó y poco a poco se puso en pie; el paño de cocina cayó de su rostro, seco como una hoja en otoño. No había ninguna razón para que siguiese acostada, como una niña asustada. Había trabajo que hacer, se recordó Raquel, y no existía el descanso en aquel lado del paraíso.
El tamboril repicó, y el intérprete de laúd rasgueó un acorde antes de empezar el último verso.
¿… y así llegáis, mi bella dama,
con ropas y sedas de Khandery?
¡Si queréis mandar en mi corazón,
venid y seguidme a la Sala de Emettin!
El músico terminó con unas delicadas notas e hizo una reverencia mientras el duque Leobardis aplaudía.
—¡La Sala de Emettin! —dijo el duque a Eolair, conde de Nad Mullach, quien seguía su ejemplo a través de sus aplausos.
En secreto, el hernystiro estaba seguro de que así se sentía mejor, pues no era muy aficionado a las baladas de amor que tan populares eran allí, en la corte de Nabban.
—Me gusta mucho esa canción —sonrió el duque.
El largo y blanco cabello de Leobardis, junto con sus rosadas mejillas, le conferían el aspecto de un viejo tío preferido, de la clase de los que beben demasiada cerveza durante las celebraciones aedonitas y luego tratan de enseñar a silbar a los niños. Sólo los ropajes blancos, con encajes azules y dorados, y el círculo amarillo que cruzaba su frente con el martín pescador de nácar lo hacían diferente de un hombre normal.
—Venid, conde Eolair; creo que esta música es la savia de Taig. ¿No es Lluth el más grande mecenas de los arpistas de Osten Ard, y vuestro Hernystir el hogar natural de los músicos?
El duque se inclinó por encima del brazo de su silla de color azul para palmear la mano de Eolair.
—Es cierto que el rey Lluth siempre está rodeado de arpistas —asintió el conde—. Por favor, duque, si os parezco preocupado, no es por vuestra causa. Vuestra amabilidad es algo que siempre recordaré. No, debo admitir que estoy preocupado por las cuestiones de que hablamos antes.
Una mirada de desvelo, se posó en los azules ojos del duque.
—Ya os he dicho, Eolair, que habrá tiempo para tratar esos asuntos. Resulta muy aburrido esperar, pero aquí estáis.
Leobardis se acercó al intérprete, que esperaba pacientemente con una rodilla en tierra. El músico se levantó, hizo una reverencia y se marchó. Su fantásticamente guarnecido ropaje se hizo patente cuando se reunió con un grupo de cortesanos de similar vestimenta, con trajes suntuosamente bordados. Las damas complementaban sus ropas con exóticos sombreros alados, o coronados como brillantes aletas de pescado. Los colores de la sala del trono, al igual que los vestidos de los cortesanos, eran suaves: elegantes azules, beiges, rosas, blancos y verdes de tenues tonos. La impresión general era la de un palacio construido con delicadas piedras de mar, todo uniforme y suavizado por el contacto del océano.
Más allá de los caballeros y damas de la corte, ocupando toda la pared a la izquierda del trono del duque, se extendían unas altas y arqueadas ventanas que daban sobre el activo y verde océano, brillante a causa de la luz del sol. El agua, que se lanzaba sin violencia contra la base sobre la que reposaba el castillo ducal, formaba un vibrante y vivo tapiz. Observando a lo largo del día cómo la luz danzaba en la superficie, o viendo fragmentos de mar tan profundo y translúcido como el jade, a menudo Eolair deseaba barrer a los cortesanos de su paso y enviarlos fuera de la habitación para que nadie pudiese turbar su visión.
—Tal vez tengáis razón, duque Leobardis —dijo Eolair—. Uno debe dejar de hablar de vez en cuando, aunque se trate de algo de vital importancia. Supongo, aquí sentado, que debería aprender algo del mar. El no necesita esforzarse mucho para conseguir lo que quiere; de vez en cuando se traga las piedras, las playas… e incluso las montañas.
Leobardis gustaba de aquel tipo de conversaciones.
—Ah, sí, el mar nunca cambia, ¿verdad? Y, sin embargo, siempre es cambiante.
—Eso es cierto, mi señor. Y no siempre se muestra en calma. En ocasiones hay tormentas.
Mientras el duque acercaba la cabeza hacia el hernystiro, no muy seguro de si el comentario quería decir algo más que lo obvio, su hijo Benigaris entró en la sala, inclinando la cabeza brevemente para saludar a algunos de los cortesanos que habían hecho lo propio cuando se dirigía hacia el trono del duque.
—Padre; conde Eolair —dijo, haciendo una reverencia a cada uno de ellos.
Eolair sonrió, y adelantó un brazo para estrechar a Benigaris.
—Me alegro de veros —añadió el hernystiro.
Benigaris estaba más alto desde la última vez que lo había visto, pero entonces el hijo del duque sólo tenía diecisiete o dieciocho años. Casi habían transcurrido dos décadas, y a Eolair no le disgustó observar que a pesar de ser algo más de ocho años mayor, era Benigaris el que se había ensanchado en la cintura, y no él. No obstante, el joven era alto y de anchas espaldas, y poseía unos ojos oscuros bajo pobladas y negras cejas. Tenía una impresionante figura enfundada en su túnica y en el vestido acolchado: un enérgico contraste comparado con su afable padre.
—Sí, ha pasado mucho tiempo —asintió el muchacho—. Hablaremos durante la cena. —A Eolair le pareció que Benigaris no se sentía demasiado entusiasta ante la idea. El hijo del duque se dirigió a su padre—. Sir Fluiren ha venido para verte. En estos momentos está con el chambelán.
—¡Ah, el bueno de Fluiren! Es una ironía para vos, Eolair. Se trata de uno de los más grandes caballeros salidos de Nabban.
—Sólo vuestro hermano Camaris ha sido más grande —interrumpió el conde, contento de que salieran a flote las memorias del más marcial Nabban.
—Sí, mi querido hermano. —Leobardis sonrió con tristeza—. Bien, ¡y pensar que Fluiren debe de haber venido a verme como emisario de Elías!
—Sí, hay una cierta ironía en ello —dijo Eolair.
Benigaris se mordió el labio inferior, lleno de impaciencia.
—Te espera. Creo que deberías ir a su encuentro de inmediato, en un gesto de respeto hacia el Supremo Rey.
—¡Vaya, vaya! —Leobardis le dirigió una sonrisa divertida al conde—. ¿Habéis oído a mi hijo dándome órdenes? —Cuando el duque se volvió a dirigir al muchacho, Eolair pensó que en su mirada había algo más que divertimiento: ¿rabia?, ¿preocupación?—. Sí, de acuerdo. Dile a mi viejo amigo Fluiren que lo veré… Déjame pensar…, sí, en la sala del consejo. ¿Os uniréis a nosotros, Eolair?
Benigaris se adelantó.
—¡Padre, no creo que debas invitar ni siquiera a un amigo tan sincero como el conde a oír una comunicación secreta del Supremo Rey!
—¿Puedo preguntar qué clase de secretos hay que mantener ocultos a Hernystir? —preguntó el duque, con la voz llena de rabia.
—Leobardis, por favor. No os preocupéis; yo también tengo cosas que resolver. Me acercaré más tarde a saludar a Fluiren —intervino Eolair; luego se incorporó e hizo una reverencia.
Cuando se detuvo a la salida de la sala del trono para admirar una vez más la espléndida vista, oyó elevarse tras él las voces de Leobardis y de su hijo, en sorda discusión.
«Las olas producen más olas, como dicen los nabbanos —pensó—. Tengo la impresión de que el equilibrio en que se encuentra Leobardis es más delicado de lo que yo había llegado a creer. Sin duda es por ello por lo que se niega a hablar conmigo con más franqueza acerca de sus problemas con el rey. Es una buena cosa que sea más duro de lo que aparenta».
Oyó que los cortesanos murmuraban tras él y se dio la vuelta para ver a varios de ellos que miraban en su dirección. Sonrió y saludó con una ligera inclinación de la cabeza. Las mujeres se ruborizaron y cubrieron sus bocas con sus mangas; los hombres también inclinaron la cabeza y desviaron la mirada. Sabía lo que debían de estar pensando. Él les resultaba una curiosidad, un rústico y salvaje occidental, aunque fuese amigo del viejo duque. No tenía importancia si vestía y hablaba perfectamente, seguían pensando lo mismo. De repente, Eolair sintió una profunda nostalgia de su hogar en Hernystir. Hacía mucho tiempo que viajaba por cortes extranjeras.
Las olas se precipitaron contra las rocas de abajo, como si el mar no estuviese satisfecho hasta que con su monstruosa paciencia no hubiese derribado el castillo.
Eolair pasó el resto de la tarde paseando por los ventilados pasillos y por los cuidados jardines de Sancellan Mahistrevis. Aunque ahora era el palacio del duque y el capitolio de Nabban, una vez fue la sede de todo el imperio del hombre en Osten Ard; y aunque su importancia había decrecido, sus glorias seguían siendo muchas.
Asentado en una protuberancia rocosa de la colina Sancelline, los muros occidentales del palacio se encontraban orientados hacia el mar, que siempre había sido la savia de Nabban. En todas las casas nobles de allí se usaban pájaros como símbolos de poder; el martín pescador Benidrivine del linaje del actual duque, el águila pescadora Prevan y el albatros Ingadarine, incluso la garza de Sulis, que una vez, aunque por poco tiempo, ondeó sobre Hayholt, en Erkynlandia.
Al este del palacio se extendía la misma ciudad de Nabban, a través del cuello de la península; una ciudad muy poblada, asentada sobre la colina y llena de atestados barrios, que se estrechaban cuando la península se ensanchaba para dar paso a los campos y granjas de las Tierras de los Lagos. Desde el mundo conocido hasta el ducado peninsular y las posesiones insulares, las perspectivas de Nabban se habían ido reduciendo y sus gobernantes se habían ido encerrando en su mundo. Pero una vez, no hacía demasiado tiempo, el manto de los emperadores nabbanos había cubierto el mundo, desde el nauseabundo Wran hasta las más lejanas extensiones de la helada Rimmersgardia; en esos días, las luchas de las águilas pescadoras, pelícanos y los esfuerzos de garzas y gaviotas habían conseguido un poder por el que valía la pena correr cualquier riesgo.
Eolair entró en la Sala de las Fuentes, donde chorros de brillante agua pulverizada se elevaban hacia el techo para después caer como una fina cortina en medio del suelo de piedra; se preguntó si a los nabbanos los había abandonado ya la voluntad de pelear o si sólo se trataba de que habían llegado a un acuerdo sobre su propia y gradual pérdida de importancia, y si las provocaciones de Elías sólo servirían para conducirlos a encerrarse todavía más en su delicada y hermosa concha. ¿Dónde estaban aquellos hombres de inmensa grandeza, los que habían levantado el imperio nabbano con las ásperas rocas de Osten Ard, hombres como Tiyagaris o Anitulles…?
«Claro —pensó—, estaba Camaris», un hombre que, aunque en su interior se sentía más llamado a servir que a ser servido, podía haber tenido el mundo a su merced. Camaris había sido un individuo muy poderoso.
«¿Y quiénes somos nosotros, los hernystiros, para poder hablar? —se preguntó—. Desde la muerte de Hern el Grande, ¿qué hombres poderosos han surgido en nuestras tierras occidentales? ¿Tethtain, que conquistó Hayholt a Sulis? Tal vez, ¿pero quién más? ¿Dónde está la Sala de las Fuentes hernystira? ¿Dónde están nuestros grandes palacios e iglesias?
»Pero claro, en eso estriba la diferencia. —Eolair miró más allá de las fuentes, a la aguja de la catedral de Sancellan Aedonitis, el palacio del lector de la Madre Iglesia—. Nosotros, los hernystiros, no miramos a los torrentes de las montañas y decimos: ¿cómo puedo llevarme esto a mi casa? Nosotros construimos nuestros hogares junto a los torrentes. No tenemos a un Dios sin rostro al que glorificar con torres más altas que los árboles de Circoille. Sabemos que los dioses viven en los árboles y en las entrañas de la tierra, y en ríos que caen más altos que cualquier fuente, por las laderas de las montañas Grianspog.
»Nunca hemos querido dominar el mundo. —Se rió para sí, al recordar la Taig de Hernysadharc, un castillo no de piedra, sino de madera: el corazón de roble, al igual que los corazones de su pueblo—. La verdad es que todo lo que deseamos es que nos dejen tranquilos. Aunque, tal vez, con todos esos años de conquistas, esta gente nabbana haya olvidado que a veces también tienes que luchar por ello».
Cuando dejó la Sala de las Fuentes, Eolair de Nad Mullach se cruzó con dos guardias legionarios.
—Maldito montañés —oyó que decía uno de ellos, al mirar su cabello recogido en una trenza.
—Bueno, ya sabes —replicó el otro—, de vez en cuando los pastores necesitan bajar y ver lo que es una ciudad.
—… ¿Y cómo está mi sobrinita Miriamele, conde? —preguntó la duquesa Nessalanta.
Eolair estaba sentado a su izquierda, cerca de la cabecera de la larga mesa. Fluiren, en su condición de recién llegado y de hijo distinguido de Nabban, se sentaba en el lugar de honor, a la derecha del duque Leobardis.
—Parece que se encuentra muy bien, señora.
—¿La veíais a menudo cuando estabais en la corte del Supremo Rey?
La duquesa Nessalanta se acercó a él, alzando una ceja exquisitamente dibujada. A pesar de su edad, todavía conservaba una gran hermosura, aunque qué parte de esa belleza correspondía a las hábiles manipulaciones de su peluquero, sus costureras o sus doncellas era algo que Eolair no podía adivinar. Nessalanta era exactamente la clase de mujer que hacía que el conde —que no era reacio a la compañía del bello sexo— se sintiese completamente incómodo.
La duquesa era más joven que su esposo el duque, pero era la madre de un hombre hecho y derecho. ¿Qué era lo que quedaba de su belleza real y qué parte de ella se debía a los artificios? ¿Pero eso qué importancia tenía, al fin y al cabo? Nessalanta era una poderosa mujer, y sólo el mismo Leobardis poseía más control que ella sobre los asuntos de la nación.
—No tuve la ocasión de estar mucho tiempo en compañía de la princesa, duquesa, aunque tuvimos oportunidad de hablar durante las cenas. Estaba tan deliciosa como siempre, pero creo que seguía sintiendo mucha añoranza de Meremund.
—Ya. —La dama se introdujo un trozo de pan en la boca y luego se frotó los dedos delicadamente—. Es muy interesante que mencionéis eso, conde Eolair. Acaban de llegar noticias de Erkynlandia sobre su regreso al castillo de Meremund. —La duquesa elevó la voz—. ¿Padre Dinivan?
Unos cuantos asientos más allá un joven sacerdote levantó la mirada de su comida. Aunque la cabeza aparecía afeitada a la manera de los monjes, su cabello continuaba siendo tan rizado como largo.
—¿Sí, mi señora? —preguntó.
—El padre Dinivan es el secretario privado de Su Santidad el lector Ranessin —explicó Nessalanta.
El hernystiro puso cara de estar impresionado y Dinivan rió.
—No creo que se deba a ningún mérito o talento por mi parte —dijo—. El lector también acoge a perros extraviados. El escritor Velligis se enfadó mucho. «El Sancellan Aedonitis no es una perrera», le dijo al lector, pero Su Santidad sonrió y le respondió: «Tampoco Osten Ard es una guardería, pero el Señor Benevolente permite que sus hijos sigan ahí, a pesar de sus equivocaciones». —Dinivan se frotó las pobladas cejas—. Es duro discutir con el lector.
—¿No es cierto —preguntó la duquesa mientras Eolair reía— que cuando visteis al rey os dijo que su hija había marchado a Meremund?
—Sí, así es —contestó Dinivan, ahora más serio—. Dijo que se había puesto enferma, y que los médicos de la corte le habían recomendado el aire del mar.
—Siento oír eso.
Eolair miró al duque y al viejo sir Fluiren, que conversaban en voz baja en medio del vocerío de la cena. Para ser un pueblo refinado, reflexionó, los nabbanos disfrutan hablando en voz alta cuando están a la mesa.
—Bueno —añadió Nessalanta, volviendo a sentarse en la silla después de que un paje pasase con un aguamanil para lavarse los dedos—, eso prueba que no se puede forzar a las personas a ser lo que no son. Miriamele lleva sangre nabbana y, claro, nuestra sangre es salada como el mar. No se nos puede pedir que abandonemos la costa. La gente debe permanecer en el lugar al que pertenece.
«¿Y qué —se preguntó el conde— tratáis de decirme, graciosa dama? ¿Que me quede en Hernystir y deje a vuestro esposo, y a vuestro ducado, en paz? ¿Que regrese con los míos?».
Eolair observó con tristeza la conversación entre Leobardis y Fluiren. Sabía que estaba allí manipulado; no había forma de que pudiese olvidar a la duquesa y tratar de introducirse en la conversación. Mientras tanto, el viejo Fluiren le transmitía al duque las lisonjas de Elías. ¿Y las amenazas? No, probablemente, no. Elías no hubiera enviado al digno Fluiren para eso. Disponía de Guthwulf, el lord mayor, preparado para cualquier eventualidad de ese tipo.
Resignado, reemprendió su superficial charla con la duquesa, pero su atención no estaba allí. Estaba seguro de que ella conocía la verdadera naturaleza de su misión y que no le parecía bien. Benigaris era la niña de sus ojos, y había evitado a Eolair durante toda la noche. Nessalanta era una mujer ambiciosa, y sin duda creía que la fortuna de Nabban permanecería más segura atada al poder de Erkynlandia —aun de una dominante y tiránica Erkynlandia— que unida a los paganos de Hernystir.
«Y —Eolair cayó en la cuenta— también es cierto que ella tiene una hija en edad de ser casada, lady Antippa. Tal vez su interés por la salud de Miriamele no sea de la clase que debe sentir una tía por su sobrina».
La hija del duque, Antippa, ya había sido prometida al barón Devasalles, un joven noble currutaco que en aquel preciso momento estaba disputando un pulso con Benigaris en medio de un charco de vino, al otro extremo de la mesa. Pero tal vez Nessalanta hubiera puesto su mirada sobre objetivos mayores.
«Si la princesa Miriamele no quiere, o no puede, casarse… —pensó Eolair—, entonces, tal vez la duquesa haya puesto sus ojos sobre Fengbald para casar a su hija. El conde de Falshire sería una presa mucho más codiciada que un barón nabbano de segunda fila. Y el duque Leobardis estaría ligado a Erkynlandia mediante vínculos de acero».
Así que ahora no sólo había que preocuparse por el paradero de Josua, sino también por el de Miriamele. ¡Vaya enredo!
«¡Habría que ver lo que el viejo Isgrimnur diría sobre todo esto, después de quejarse de tantas intrigas! ¡Seguro que se le incendiaría la barba!».
—Decidme, padre Dinivan —dijo el conde, volviéndose hacia el sacerdote—, ¿qué es lo que dice vuestro libro sagrado sobre el arte del politiqueo?
—Bueno —una mirada de concentración nubló momentáneamente el apacible e inteligente rostro de Dinivan—, el Libro de Aedón habla a menudo del juicio de las naciones. —Pensó durante un instante más—. Uno de mis pasajes favoritos dice: «Si tu enemigo viene a hablar con una espada en las manos, ábrele la puerta y habla con él, pero mantén tu propia espada cerca. Si viene a ti con las manos vacías, recíbelo de la misma forma. Pero si llega trayendo regalos, mantente tras los muros y tírale piedras». —El sacerdote se limpió los dedos en el hábito negro.
—Un libro muy sabio, en verdad —asintió Eolair.