Fríos consuelos
El duque Isgrimnur de Elvritshalla apretó demasiado contra la hoja. El cuchillo saltó de la madera y le hirió el dedo, liberando una fina línea de sangre justo bajo el nudillo. Maldijo, dejó caer la pieza de madera y se llevó el pulgar a la boca.
«Frekke tiene razón —pensó—, maldito sea. Nunca conseguiré ser mañoso con esto. Todavía no sé por qué lo intento».
Lo sabía; había convencido al viejo Frekke para que le enseñase los rudimentos del grabado durante su virtual encarcelamiento en Hayholt. Cualquier cosa, había razonado, era preferible a pasear por las salas y almenas del castillo como un oso encadenado. El viejo soldado, que también había servido bajo las órdenes del padre del duque, Isbeorn, había enseñado pacientemente a Isgrimnur cómo escoger la madera, cómo adivinar el espíritu natural que se ocultaba en el interior y cómo liberarlo, trozo a trozo, de su prisión. Observando a Frekke trabajar —sus ojos casi cerrados, sus labios cortados en los que descansaba una inconsciente sonrisa—, los demonios, el pez y los animales que salían a la vida de su cuchillo le habían parecido la inevitable solución a las preguntas que ponía el mundo, cuestiones de aleatoriedad y confusión en la forma de una rama de árbol, la posición de una roca, los caprichos de las nubes de lluvia.
Mientras se chupaba el dedo herido, el duque jugueteó desordenadamente con pensamientos como aquéllos; a pesar de todo lo que dijese Frekke, a Isgrimnur se le hacía terriblemente duro pensar en algo mientras tallaba madera; el cuchillo y la madera estaban reñidos entre sí, en una continua batalla que podía eludir su vigilancia en cualquier momento y deslizarse hacia la tragedia.
«Como ahora», pensó, chupando y probando la sangre.
Isgrimnur envainó el cuchillo y se puso en pie. A su alrededor sus hombres trabajaban duro, limpiaban un par de conejos y preparaban el campamento para pasar la noche. El duque se dirigió hacia la hoguera, se dio la vuelta y permaneció allí, dando sus anchas espaldas a las llamas. El anterior pensamiento sobre tormentas volvió a él cuando miró al cielo, que estaba adquiriendo con rapidez un tono gris.
«Éste es el mes de maya —meditó—. Y aquí estamos nosotros, a menos de veinte leguas al norte de Erchester… ¿Y de dónde vendrá esta tormenta?».
Hacía ya unas tres horas, él y sus hombres habían perseguido a los canallas que les salieron al paso en la abadía. El duque todavía no se imaginaba de quiénes podría tratarse —algunos de ellos eran de su propio país, pero ningún rostro le pareció familiar— o el porqué de lo que habían hecho. Su líder llevaba un yelmo en forma de un rostro de mastín ladrando, pero Isgrimnur nunca había oído nada sobre un emblema como aquél. Podría no haber sobrevivido para preguntárselo, si no hubiera sido por el monje de hábito negro que había gritado para avisarle desde la puerta de San Hoderund y que cayó atravesado por una flecha entre los omóplatos. La lucha había sido cruenta, pero la muerte del monje…, Dios se apiade de él, quienquiera que fuese…, sirvió como aviso, y los hombres del duque se prepararon para el ataque. Sólo perdieron al joven Hove en la carga inicial; Einskaldir fue herido, pero mató a su oponente y a otro más. El enemigo no esperaba una lucha cara a cara, pensó amargamente Isgrimnur. Frente al duque y su guardia, hombres aguerridos y ansiosos de acción tras meses en el castillo, los autores de la emboscada habían huido a través del patio de la abadía, donde aparentemente sus caballos esperaban ya ensillados.
El duque y sus hombres, que tras una rápida inspección no habían encontrado a nadie con vida para que les explicase lo ocurrido, volvieron a montar y emprendieron la persecución. Hubiera resultado un buen gesto quedarse y enterrar a Hove y a los frailes, pero la sangre de Isgrimnur se habían encendido. Quería saber quién había atacado y por qué.
Pero no fue así. Los bandidos llevaban una ventaja de unos diez minutos sobre los rimmerios, y sus caballos estaban frescos. Los hombres del duque los habían llegado a ver en una ocasión, unas sombras móviles bajando por la Colina de la Vid, hacia la llanura, dirigiéndose a través de los bajos promontorios hacia la ruta de Wealdhelm. La visión del enemigo había insuflado nuevos ánimos en la guardia de Isgrimnur, y espolearon sus caballos al descender por la vertiente hacia los valles, a los pies de las colinas Wealdhelm. Sus monturas parecían haberse contagiado de la excitación, y encontraron nuevas reservas; por un instante pareció que los alcanzarían y caerían sobre ellos como una vengativa nube rodando a través de la llanura.
En vez de eso, ocurrió algo extraño. Cabalgaban a la luz del sol, y, de repente, el mundo se hizo perceptiblemente más oscuro. Como la situación no cambió, y una milla después las colinas que los rodeaban seguían sin vida y grises, Isgrimnur levantó la vista para descubrir una concentración de nubes del color del acero que se esparcían por el cielo, sobre sus cabezas, como un puño de sombra sobre el sol. Un trueno retumbó casi de forma imperceptible, y de repente el cielo empezó a enviar lluvia, apenas un chaparrón, al principio, pero luego se convirtió en un torrente.
—¿De dónde ha llegado? —le gritó Einskaldir, que se encontraba separado del duque por una cortina de agua.
Isgrimnur no tenía ni idea, pero lo turbó en gran manera; nunca había visto formarse una tormenta tan rápidamente en un cielo relativamente claro. Cuando poco después uno de los caballos resbaló sobre la mojada y aplastada hierba y cayó, tirando a su jinete —que, gracias a Aedón, salió indemne de la caída—, el duque alzó la voz y ordenó detenerse a su tropa.
Así que decidieron acampar allí, a tan sólo una milla de la ruta de Wealdhelm. Isgrimnur consideró durante breves instantes regresar a la abadía, pero tanto los hombres como los caballos se encontraban cansados, y la llamarada que habían visto surgir de los edificios principales sugería que bien poco debía de quedar de ellos. El herido Einskaldir, sin embargo —quien, bien lo sabía Isgrimnur, a veces parecía carecer de emociones, excepto una gran fiereza—, regresó en busca del cuerpo de Hove y para tratar de descubrir algo que les proporcionase alguna clave sobre la identidad de los atacantes o sus motivaciones. Conociendo como conocía a Einskaldir y sus maneras, el duque cedió, aunque puso como única condición que llevase a Sludig con él, pues era de espíritu algo menos ardiente. Se trataba de un buen soldado, pero valoraba lo suficiente su propia piel como para servir de contrapeso al ardiente Einskaldir.
«Aquí estoy —pensó Isgrimnur con disgusto a causa de la fatiga—, calentándome el trasero frente a la hoguera mientras los jóvenes hacen el trabajo. ¡Maldita edad, maldita sea mi espalda dolorida, maldito Elías y malditos sean estos malditos tiempos en que estamos!».
El duque miró al suelo, después se inclinó y recogió el trozo de madera en el que esperaba dar forma al Árbol, con la ayuda de algún milagro: un Árbol que descansaría sobre el pecho de su esposa Gutrun cuando regresase junto a ella.
«¡Y maldita sea la talla!». A continuación echó el trozo de madera a la hoguera.
Isgrimnur tiraba los huesos de conejo al fuego, sintiéndose algo mejor después de comer, cuando se oyó ruido de cascos de caballo que se acercaban. Se limpió la grasa de las manos en la túnica y sus acólitos hicieron lo mismo; no estaba bien coger las hachas y espadas con las manos resbaladizas. Daba la impresión de que lo que se acercaba era un pequeño grupo de jinetes, dos o tres como mucho; pero aun así nadie se relajó hasta que Einskaldir y su blanco corcel aparecieron en la penumbra. Sludig cabalgaba detrás, tirando de una tercera montura sobre la que aparecían… dos cuerpos.
Dos cuerpos, pero, como explicó Einskaldir en su estilo lacónico, sólo uno era un cadáver.
—Un muchacho —gruñó Einskaldir, con la larga barba aún brillante a causa de la grasa del conejo—. Lo encontramos husmeando por allí. Pensamos que debíamos traerlo.
—¿Por qué? —rugió Isgrimnur—. No parece que sea más que una alimaña.
Einskaldir se encogió de hombros. El rubio Sludig, su compañero, sonrió con afabilidad: no había sido idea suya.
—No había casas alrededor. No vimos ningún chico en la abadía. ¿De dónde habrá salido? —dijo, cortando otro trozo de conejo con el cuchillo—. Cuando lo cogimos gritó llamando a alguien. «Bennah» o «Binnock», no lo sé con seguridad.
El duque se volvió para echar un vistazo al cuerpo de Hove, que ahora estaba tendido sobre una capa. Era pariente suyo, primo de la mujer de su hijo Isorn; no era un familiar cercano, pero sí lo suficiente, según las costumbres del frío norte, como para que él sintiese un pinchazo de remordimiento al mirar el pálido rostro del joven, su rala barba rubia.
Desde allí se dirigió hacia donde se encontraba el cautivo, todavía con las muñecas atadas, pero ya desmontado del caballo y apoyado en una roca. El muchacho era un año o dos más joven que Hove, delgado pero fuerte, y al ver su rostro pecoso y la mata de pelo rojizo la memoria de Isgrimnur pareció recordar algo, aunque no pudo saber de qué se trataba. El joven todavía estaba inconsciente a causa del golpe que le había propinado Einskaldir; tenía los ojos cerrados y la boca colgando.
«Tiene el aspecto de ser un pobre campesino —pensó el duque—, excepto por las botas, que apostaría a que encontró en la abadía. ¿Por qué, en nombre de la Fuente de Memur, lo habrá traído Einskaldir? ¿Qué se supone que tengo que hacer con él? ¿Matarlo? ¿Llevarlo conmigo? ¿Dejarlo aquí para que muera de hambre?».
—Vamos a buscar algunas rocas —dijo Isgrimnur, al final—. Hove necesitará un túmulo; éste me parece un país lleno de lobos.
Cayó la noche; los grupos de rocas que salpicaban la desolada llanura bajo Wealdhelm sólo eran profundas sombras. El fuego se había avivado y los hombres escuchaban cantar una canción picante a Sludig. Isgrimnur sabía muy bien por qué los soldados que han sufrido la pérdida de uno de los suyos —el indistinguible montón de piedras de Hove era una de las profundas sombras que se extendían más allá del fuego del campamento— sentían la urgente necesidad de satisfacción con aquel tipo de cosas. Como él mismo había dicho meses atrás, de pie al otro lado de la mesa, frente al rey Elías, en el viento había rumores de pánico. Allí donde estaban, en llanura abierta, empequeñecidos pero no protegidos por las altivas colinas, cosas que pertenecían a las historias de los viajeros de Hayholt o Elvritshalla, fábulas de fantasmas que se narraban para animar las noches, dejaban de ser fáciles de borrar del pensamiento mediante un comentario jocoso. Así que los hombres cantaban, y sus voces producían un sonido fuera de lugar, pero muy humano, en medio de la soledad de la noche.
«Historias de fantasmas aparte —pensó Isgrimnur—, hoy hemos sido atacados, y sin que pueda llegar a concebir una razón. Nos esperaban. ¡Nos esperaban! En nombre del dulce Jesuris, ¿qué querrá decir todo ello?».
Podía ser que los bandidos sólo esperasen al próximo grupo de viajeros que se detuviese en la abadía, pero ¿por qué? Si sólo pretendían robar, ¿por qué no se habían limitado a hacerlo en la abadía, un lugar en el que seguro podrían encontrar al menos un par de valiosos objetos y reliquias? ¿Y por qué esperar a los viajeros allí, donde serían vistos al cometer cualquier acto de bandidaje?
«No es que hayan quedado muchos testigos, malditos sean sus ojos. Uno, si es que ese chico ha visto algo».
El asunto no tenía ningún sentido. No tenía sentido esperar para robar a un grupo de viajeros que, aun en esos tiempos, podían ser guardias del rey, y que de hecho eran norteños bruñidos en la batalla y armados.
Así que la posibilidad que restaba era que tanto él como sus hombres eran los objetivos. ¿Por qué? Y tan importante como aquella pregunta resultaba el ¿quién? De los enemigos de Isgrimnur, Skali de Kaldskryke era el primer ejemplo, bien conocido por él, pero ninguno de los bandidos había sido reconocido como miembro del clan de Skali. Además, aquél había regresado a Kaldskryke hacía tiempo, y ¿cómo podía saber que Isgrimnur, casi enfermo a causa de la inactividad y temiendo por el estado de su ducado, se hubiese decidido, finalmente, a enfrentarse a Elías, y tras la discusión, recibir un reciente permiso real para volver con sus hombres hacia el norte?
«“Te necesitamos aquí, tío”, me dijo; y eso que sabía que hace tiempo que dejé de creerlo. Sólo pretendía tenerme bajo su control, eso es lo que creo».
De todas maneras, Elías no se negó con tanta rotundidad como había esperado Isgrimnur; el pretexto le pareció al duque tan sólo una cuestión de formas, como si Elías supiese que el enfrentamiento se acercaba y ya se hubiese decidido a acceder.
Frustrado por las vueltas que daban su pensamientos, sin sacar nada en claro, el duque estaba a punto de levantarse para irse a acostar cuando se le acercó Frekke.
—Un momento, señoría.
Isgrimnur reprimió una sonrisa. El viejo bastardo debía de estar borracho. Sólo se volvía formal cuando llevaba varias copas.
—¿Frekke?
—Se trata del chico, sire, el que trajo Einskaldir. Se ha despertado. Pensé que vuestra señoría querría charlar con él. —El soldado se balanceó un poco, pero rápidamente recuperó la compostura.
—Bueno, supongo que sí.
Se había levantado brisa. Isgrimnur se arropó más con la túnica y empezó a darse la vuelta, pero se detuvo.
—Frekke…
—¿Señoría?
—He tirado otra maldita talla al fuego.
—Así lo esperaba, sire.
Mientras Frekke se daba la vuelta y trotaba de regreso a la jarra de cerveza, el duque estuvo seguro de ver una tenue sonrisa en el rostro del viejo.
Bueno, malditos sean él y su madera.
El chico estaba sentado y masticaba la carne de un hueso. Einskaldir se hallaba apoyado en una piedra, junto a él, con aspecto decepcionantemente relajado —Isgrimnur nunca lo había visto descansando—. La luz de la hoguera no alcanzaba a iluminar la profunda mirada del soldado, pero el muchacho, al levantar la vista, tenía los ojos tan abiertos como un ciervo sorprendido en una poza del bosque.
Cuando el duque se aproximó, el joven dejó de masticar y lo miró lleno de sospecha, con la boca abierta. Pero después Isgrimnur vio, incluso a través del débil resplandor de la hoguera, que algo cruzaba el rostro del muchacho… ¿Era alivio? El duque se sentía turbado. Había esperado, a pesar de las sospechas de Einskaldir —el hombre, después de todo, era tan quisquilloso y desconfiado como un erizo—, encontrar a un asustado campesino, aterrorizado o al menos lleno de aprensión. Aquél parecía, con sus ropas harapientas, un labrador, el ignorante hijo de un patán. Estaba cubierto de suciedad, pero había una especie de viveza, de sagacidad, en su mirada que le hizo preguntarse si tal vez Einskaldir no tendría razón.
—Y ahora, muchacho —dijo bruscamente en lengua westerling—, dime: ¿qué hacías husmeando por la abadía?
—Creo que voy a cortarle el cuello ahora mismo —replicó Einskaldir en rimmerspakk, con un amable tono que contrastaba con el horror de sus palabras.
Isgrimnur enarcó las cejas, preguntándose si el hombre había perdido la cabeza, pero después se dio cuenta de que el muchacho continuaba mirándolo plácidamente y de que el soldado sólo estaba probando si el chico entendía su lengua.
«Bueno, si en verdad la entiende, es uno de los tipos con la sangre más fría que he visto nunca», pensó Isgrimnur.
No, no era posible que un muchacho de esa edad y en el campamento de unos extranjeros armados hubiera comprendido las palabras de Einskaldir y dejase de reaccionar.
—No entiende —dijo el duque a su súbdito, en lengua rimmeria—, pero parece tranquilo, ¿verdad?
Einskaldir gruñó para afirmar y se rascó la barbilla a través de su oscura barba.
—Vamos, muchacho —prosiguió el noble, dirigiéndose a Simón—. Ya te lo he preguntado una vez. ¡Habla! ¿Qué hacías en la abadía de San Hoderund?
El joven bajó la mirada y dejó en el suelo el hueso que había mordisqueado. Isgrimnur volvió a sentir un tirón de la memoria, pero no pudo concretarlo en nada.
—Estaba…, estaba buscando… unas botas nuevas —respondió.
Simón señaló sus limpias y cuidadas botas. El duque lo identificó como erkyno, y había algo más…, pero ¿qué?
—Y, por lo que veo, encontraste unas. —Se agachó y su mirada quedó nivelada con la del muchacho—. ¿Sabes que puedes ser colgado por robar a los muertos que no están enterrados?
¡Por fin apareció una reacción satisfactoria! El acobardamiento del joven ante la amenaza no podía ser fingido. Isgrimnur estaba seguro. Bien.
—Lo siento…, señor. No quería causar ningún daño. Estaba hambriento después de caminar, y me dolían los pies…
—¿Caminas desde dónde?
Ahora lo tenía. El muchacho hablaba demasiado bien como para ser el hijo de un labrador. Se trataba del ayudante de un sacerdote o del hijo de un tendero, o algo así. Sin duda, perecía haber huido.
El joven mantuvo la mirada de Isgrimnur durante unos instantes; el duque volvió a sentir que el muchacho calculaba. Un huido de algún seminario, tal vez, o de un monasterio. ¿Qué es lo que escondía?
El chico habló, por fin.
—He dejado…, he dejado a mi amo, señor. Mis padres…, mis padres me pusieron de aprendiz con un candelero que me pegaba siempre que podía.
—¿Qué candelero? ¿Dónde? ¡Rápido!
—Mor… ¡Malaquías! ¡En Erchester!
«Parece tener sentido —decidió el noble—. Excepto por dos detalles».
—¿Qué haces aquí, entonces? ¿Qué te llevó a San Hoderund? ¿Y quién —lanzó— es Bennah?
—¿Bennah?
Einskaldir, que había permanecido escuchando con ojos entrecerrados, se echó hacia adelante.
—Lo sabe, duque —dijo en rimmerspakk—, dijo «Bennah» o «Binnock», estoy seguro.
—¿Quién es Binnock? —preguntó Isgrimnur, y dejó caer una gran mano sobre el hombro del cautivo, sintiendo un ramalazo de arrepentimiento cuando el muchacho se estremeció.
—¿Binnock…? Ah, Binnock…, es mi perro, señor. Bueno, el de mi amo. Él también huyó.
El muchacho sonreía con una mueca torcida que rápidamente suprimió. A pesar suyo el noble empezó a sentir simpatía por él.
—Me dirijo a Naglimund, señor —continuó el chico, rápidamente—. Oí que la abadía albergaba a los viajeros como yo. Cuando vi los…, los cuerpos de los muertos, me asusté… Pero necesitaba unas botas, señor, de verdad. Esos monjes eran buenos aedonitas, señor, a ellos no les hubiera importado, ¿no creéis?
—¿A Naglimund?
Los ojos del duque se entrecerraron, y sintió que Einskaldir se ponía aun más rígido, si es que eso era posible, junto al muchacho.
—¿Por qué Naglimund? ¿Por qué no a Stanshire o al valle Hasu?
—Tengo un amigo en Naglimund.
Por detrás de Isgrimnur se elevó la voz de Sludig, sobresaliendo de un coro de voces borrachas. El muchacho hizo un gesto, indicando el círculo de la hoguera.
—Es arpista, señor. Me dijo que si me escapaba de Malaquías, podía dirigirme a él y me ayudaría.
—¿Un arpista? ¿En Naglimund? —El duque lo observó con intensidad, pero el rostro del muchacho, aunque sombrío, permaneció con una mirada inocente en los ojos.
Isgrimnur se sintió disgustado con todo aquel asunto. «¡Mírate! ¡Interrogando a un aprendiz de candelero como si él hubiera dirigido el ataque de la abadía! ¡Qué día tan desagradable ha sido el de hoy!».
Einskaldir no estaba del todo satisfecho. Movió el rostro hasta acercarse a la oreja del muchacho y le preguntó, con un fuerte acento:
—¿Cuál es el nombre de ese arpista de Naglimund?
El joven se volvió, alarmado, pero dio la impresión de que más a causa de la súbita proximidad del soldado que por la pregunta en sí, que respondió alegremente al cabo de un instante.
—Sangfugol.
—¡Frayja’s Paps! — maldijo el noble, y se incorporó—. Lo conozco. Es suficiente. Te creo, muchacho.
Einskaldir se había dado la vuelta sobre su asiento de piedra y observaba cómo reían y hablaban los hombres que había junto al fuego.
—Quédate con nosotros, si quieres, muchacho —dijo el duque—. Nos detendremos en Naglimund, y gracias a esos bastardos hijos de puta tenemos el caballo de Hove sin jinete. Éste es un territorio peligroso para cruzarlo en solitario, y en estos días te pueden rajar el cuello en cualquier momento. —Se dirigió hacia uno de los caballos y le quitó una de las mantas de montar para echársela al joven—. Acuéstate donde quieras, mientras sea cerca. Será más fácil para los hombres que se queden de guardia si no nos desperdigamos como un rebaño de ovejas. —Isgrimnur miró el cardado cabello del chico y sus brillantes ojos—. Einskaldir te dará de comer. ¿Necesitas alguna otra cosa?
El joven parpadeó… ¿Dónde lo había visto? Seguramente en el pueblo.
—No —contestó—. Me preguntaba si… Binnock se perderá sin mí.
—Créeme, muchacho. Si él no te encuentra, encontrará a cualquier otro, y eso es un hecho.
Einskaldir ya se había alejado e Isgrimnur empezó a dirigirse hacia la hoguera. El muchacho se arrebujó en la manta y se estiró en la base de la roca.
«La verdad es que todavía no me había detenido a mirar las estrellas —pensó Simón mientras miraba hacia arriba, apretado en la manta. Los brillantes puntos parecían pender como libélulas heladas—. No es lo mismo mirar hacia arriba a través de los árboles que aquí, en terreno abierto, como si estuviese encima de una mesa».
Pensó en la Manta de Sedda, y al hacerlo recordó a Binabik.
«Espero que esté a salvo, aunque fue él quien me dejó en manos de los rimmerios».
Había sido un golpe de suerte que su apresador resultase ser el duque Isgrimnur, pues había sentido auténtico terror al despertarse en el campamento y verse rodeado de hombres barbudos y de fiera mirada. Supuso que, conocida la enemistad entre el pueblo de Binabik y los rimmerios, no tenía que reprocharle al gnomo el haber desaparecido, si es que se había enterado de la captura de Simón. Pero le dolía perder a un amigo de esa manera. Tendría que endurecerse: había empezado a depender del hombrecillo para saber lo que era correcto, lo que había que hacer, como cuando escuchaba absorto al doctor Morgenes. Bien, la lección estaba clara: debía formarse a sí mismo, seguir su propio criterio y hacer las cosas a su manera.
En realidad, no había querido decirle a Isgrimnur su verdadero destino, pero el duque era listo y Simón había sentido en varias ocasiones que el viejo soldado lo tenía en el filo de un cuchillo; un paso en falso y le hubiese caído encima.
«Además, el de pelo oscuro que se hallaba sentado junto a mí durante todo el rato me miraba como si pudiera matarme como se ahoga a un gatito».
Así que le había dicho la verdad al duque, al menos toda la verdad que podía explicarle, y había funcionado.
La cuestión era qué hacer ahora. ¿Debería quedarse con los rimmerios? Parecía una tontería no hacerlo, pero… Simón no estaba del todo seguro sobre la posición del noble. Isgrimnur se dirigía a Naglimund, pero ¿y si lo hacía para arrestar a Josua? En el castillo todo el mundo hablaba de lo leal que había sido para con el rey Juan, de cómo la tutela del Supremo Rey era para él más sagrada que su propia vida. ¿En qué posición lo colocaba todo eso frente a Elías? Bajo ninguna circunstancia hablaría con nadie sobre el papel que había desempeñado en la fuga de Josua, pero existen ocasiones en que las cosas se precipitan por sí solas. Simón se moría de ansiedad por tener noticias del castillo, de lo que había sucedido tras la última jugada de Morgenes —¿vivía Pryrates?, ¿qué había explicado Elías a la gente sobre todo aquello?—, pero era exactamente aquel tipo de preguntas, aunque las hiciese con habilidad, las que lo podían dejar al descubierto.
Se sentía demasiado agitado como para poder dormir. Se puso a mirar las parpadeantes estrellas y pensó en las tabas que Binabik había consultado aquella mañana. El viento le acarició el rostro, y de repente las estrellas se convirtieron en huesos, esparcidas desordenadamente a través del oscuro campo celestial. Se encontraba muy solo entre extraños y bajo la ilimitada noche. Sintió añoranza del lecho de su hogar en las dependencias de los servidores, de los días en que no habían sucedido todas aquellas cosas. Su nostalgia era como la penetrante música de la flauta de Binabik: un frío dolor que, además, era la única cosa a la que podía agarrarse en el vacío y salvaje mundo.
Dormitó un poco, y entonces lo despertó un ruido; su corazón palpitaba y las estrellas todavía ardían en la oscuridad. Un pánico momentáneo le constriñó la garganta cuando una sombra se inclinó sobre él, una sombra increíblemente alta. ¿Dónde estaba la luna?
Sólo se trataba del hombre que hacía la guardia, como vio un instante después, que se había detenido un momento dando la espalda a Simón. El centinela llevaba puesta su propia manta, que se había envuelto sobre los hombros, y de la que únicamente sobresalía un poco su cabeza sin yelmo.
El vigilante pasó junto a él sin mirarlo. Llevaba un hacha cogida en el ancho cinturón: un arma afilada y pesada. También llevaba una lanza más alta que él, y mientras caminaba hundía el extremo inferior en el suelo.
Simón se arropó más en la manta, resguardándose del cortante viento que soplaba por la pradera. El cielo había cambiado: donde antes había estado despejado, con las estrellas brillando sobre una insondable oscuridad, ahora aparecían montones de nubes, que se aproximaban como pálidos y lechosos dedos desde el norte. En el extremo más lejano del firmamento, las nubes habían cubierto a las estrellas como arena que hubiese sido echada sobre carbones ardiendo. «Tal vez Sedda logre atrapar a su marido esta noche», pensó Simón, medio dormido.
La segunda vez que se despertó lo hizo a causa del agua que se le introducía en los ojos y la nariz. Abrió los párpados, boqueando, y vio que las estrellas habían desaparecido como si hubieran cerrado la tapa de un joyero. Caía agua de las nubes que habían aparecido justo sobre ellos. Simón rezongó y se secó el rostro; se volvió del otro lado y estiró la manta para meter la cabeza bajo ella. Volvió a ver al centinela, ahora situado un poco más lejos que se cubría el rostro y miraba a través de la lluvia.
El chico casi había cerrado los ojos cuando el vigilante profirió un extraño grito y bajó la cabeza para mirar al suelo. Algo en la postura del hombre, algo que sugería que seguía estando derecho pero que a la vez luchaba, hizo que Simón acabase por abrir del todo los ojos. La lluvia empezó a caer con más intensidad, y un trueno rugió a lo lejos. El muchacho apenas podía ver al centinela a través de la cortina de agua. El hombre seguía estando en el mismo lugar, pero había algo que se movía entre sus pies, algo vivo que salía de la oscuridad reinante. Simón se sentó, mientras las gotas de lluvia caían sobre él y salpicaban todo el suelo.
Súbitamente, un relámpago iluminó la oscuridad de la noche e hizo que las rocas resplandeciesen como los puntales de madera pintada en las representaciones de la «Vida de Jesuris». Todo el campamento se iluminó —los restos humeantes de la hoguera, las apretadas y dormidas formas de los rimmerios—, pero lo que atrajo la mirada de Simón en aquel instante fue la figura del centinela, cuyo rostro aparecía contraído en una horrible y silenciosa máscara de terror absoluto.
Retumbó el trueno, y el cielo volvió a ser atravesado por un relámpago. El suelo alrededor del soldado se hizo visible, y Simón distinguió una especie de surtidores de tierra que provenían de allí. El corazón le dio un vuelco cuando vio caer de rodillas al vigilante. El trueno volvió a estallar y aparecieron tres relámpagos seguidos. La tierra continuaba manando, pero ahora se veían manos por todas partes, y largos y delgados brazos que tiraban del centinela hacia el suelo. El resplandor del cielo iluminó el campamento, que ahora parecía invadido por una horda de oscuras cosas que salían de la tierra, delgadas y harapientas; agitaban los brazos y miraban con blancos ojos, y —como fue revelado de forma horrible cuando el relámpago volvió a cruzar la superficie del cielo— estaban llenas de pelos y ropas destrozadas. Al morir el trueno, Simón gritó, se atragantó con el agua y volvió a gritar.
Aquello era peor que cualquier visión del infierno. Los rimmerios, alertados por el terrorífico grito de Simón, se hallaban rodeados por todas partes por cuerpos que saltaban y golpeaban. Aquellas cosas surgían de la tierra como verdaderas ratas, pues según se desperdigaban por el campamento la noche se llenó de agudos chillidos que salían de túneles de ciega y cobarde malicia.
Uno de los norteños se puso en pie, y las criaturas se abalanzaron sobre él. No había ninguna que fuese más alta que Binabik, pero las había en cantidades asombrosas, y mientras el norteño trataba de desenvainar su espada, lo derribaron. El muchacho creyó ver el brillo de objetos afilados en manos de las criaturas, que se alzaban y caían sobre el rimmerio.
—¡Vaer! ¡Vaer Bukkan! —gritó uno de los hombres de Isgrimnur desde el otro lado del campamento. Los soldados ya estaban en pie, y Simón fue viendo los pálidos resplandores de espadas y hachas. Se deshizo de la manta, se puso en pie y buscó un arma. Aquellas cosas estaban por todas partes y saltaban sobre las piernas como si fuesen insectos, chillando y aullando cuando eran alcanzadas por el hacha de un rimmerio. Sus gritos casi parecían un lenguaje, y eso, en medio de aquella pesadilla, era una de las peores cosas.
Simón se escondió tras la roca que lo había protegido y la rodeó mientras trataba de encontrar algo con que defenderse. Una figura se abalanzó sobre él, cayendo a un escaso paso de distancia; se trataba de un rimmerio, con la mitad del rostro destrozado. El chico se inclinó hacia él para coger el hacha que todavía agarraba con sus manos; el hombre no estaba del todo muerto y murmuró algo cuando Simón liberó el arma. Un momento después el muchacho sintió que una mano huesuda lo cogía de la rodilla y se giró para encontrar frente a sí un horroroso rostro, con algún rasgo humano, que permanecía tras la garra que lo apretaba. El muchacho hundió el hacha en el rostro con tanta fuerza como pudo reunir y sintió un crujido, como cuando se aplasta un escarabajo con el pie. Los rígidos dedos se desprendieron y Simón quedó libre. Con la luz proveniente de los alternativos relámpagos que cruzaban el cielo era casi imposible saber lo que ocurría. Las borrosas figuras de los rimmerios se movían por el campamento, pero todavía había una cantidad mayor de demonios saltarines. Daba la impresión de que el mejor lugar para…
Simón fue empujado al suelo sin que se diera cuenta y una garra lo cogió del cuello. Sintió que un lado de su rostro se hundía en el barro y lo probaba; trató de sacudirse la cosa de la espalda. Una hoja metálica brilló al pasar ante sus ojos y se hundió en la tierra. El joven pudo ponerse de rodillas, pero otra mano llegó hasta su rostro y le cubrió los ojos: una mano que hedía a barro y agua podrida. Los dedos recorrieron su cara como gusanos.
«¿Dónde está el hacha? ¡Se me ha caído!».
Con mucho esfuerzo consiguió ponerse en pie, arqueando las piernas sobre el resbaladizo suelo. Se tambaleó hacia adelante y casi volvió a caer, incapaz de deshacerse de la horrible y extraña cosa que había a su espalda. La mano huesuda le impedía respirar, pues los dedos se hundían en las costillas; creyó oír que la viscosa cosa chillaba triunfante. Pudo recorrer unos cuantos metros más antes de caer de rodillas, con el ruido de la batalla haciéndose cada vez más débil a su espalda. Los oídos le rugían y la fuerza escapaba de sus brazos y cuerpo como harina de un saco agujereado.
«Me muero…», fue todo lo que logró pensar. Ante sus ojos no había nada más que una sombría luz roja.
Entonces desapareció la dolorosa garra del cuello. Simón cayó como un fardo en el suelo, boqueando.
Miró hacia arriba con dificultad. Recortada contra el negro cielo por una cortina de luz que chisporroteaba había una figura de locura…, un hombre montado sobre una loba.
«¡Binabik!».
Simón tomó aire a través de su maltrecha garganta y trató de incorporarse, pero no pudo más que hacer fuerza con los codos antes de que el hombrecillo estuviera junto a él. A un paso de distancia reposaba retorcido, como una araña chamuscada, el cuerpo de la criatura que había salido de la tierra, de cara al cielo.
—¡No digas nada! —susurró Binabik—. ¡Debemos irnos! ¡Deprisa!
El gnomo lo ayudó a sentarse, pero el muchacho agitaba las manos para alejarlo, golpeándolo con tanta fuerza como un bebé.
—Tengo que…, tengo que… —Simón señaló con un tembloroso dedo hacia el caos que reinaba en el campamento, a unos veinte pasos de distancia.
—¡Ridículo! —cortó Binabik—. Los rimmerios pueden pelear sus propias batallas. Mi deber es salvarte. ¡Vámonos!
—No —dijo el joven, testarudo. El hombrecillo cogió su bastón hueco con la mano y Simón supo lo que había derribado a su atacante—. Tene…, tenemos que ayu…, ayudarlos.
—Sobrevivirán. —El otro se mostró inflexible. Qantaqa había seguido a su amo, y ahora husmeaba solícita en las heridas del chico—. Tú eres mi deber.
—¿Qué quieres de…? —empezó a decir Simón.
Qantaqa aulló, con un profundo y amenazador tono de alarma; Binabik levantó los ojos.
—¡Por la Hija de las Montañas! —exclamó.
Simón miró en la misma dirección.
Una especie de grumo mucho más oscuro aun surgía de la pelea y se dirigía hacia ellos. Era difícil precisar cuántas criaturas integraban aquel barullo de brazos y ojos, pero seguro que había más de unas cuantas.
—¡Nihut, Qantaqa! —gritó Binabik, y un instante después la loba se lanzó hacia ellos; las criaturas retrocedieron llenas de terror ante el avance del animal—. No tenemos tiempo que perder, Simón —agregó el gnomo.
Los truenos retumbaban en la llanura cuando el hombrecillo extrajo el cuchillo de la cintura y levantó al muchacho.
—Los hombres del duque se las arreglaran, ahora; no quiero arriesgarme a que te maten en la última parte de la pelea.
En medio de las criaturas salidas de la tierra, Qantaqa era un ingenio de muerte de pelo color gris. Mordía con sus grandes mandíbulas, se sacudía y volvía a morder; a su alrededor yacían delgados cuerpos negros en irregulares montones. Más seres de aquéllos se dirigían hacia allí, y el aullido zumbón de la loba se elevó por encima del rugido de la tormenta.
—Pero…, pero… —Simón retrocedió mientras Binabik se dirigía hacia su montura.
—Fue mi promesa que te protegería —explicó el gnomo, llevándose a Simón—. Ése era el deseo del doctor Morgenes.
—¡¿Doctor…?! ¡¿Conoces al doctor Morgenes?!
El muchacho lo miraba balbuceante. Binabik silbó un par de veces, y Qantaqa, con un último estremecimiento, apartó a dos de las criaturas para dirigirse hacia ellos.
—¡Ahora corre, necio muchacho! —gritó el hombrecillo.
Corrieron. En primer lugar Qantaqa, saltando como un ciervo, con el morro lleno de sangre; luego Binabik. Simón los siguió, entre tropezones, tambaleándose a través de la llanura embarrada mientras la tormenta le hacía preguntas para las que no tenía respuesta.