La sombra de la rueda
Permanecía de pie en la llanura, en el centro de la vasta y poco profunda cuenca de hierba, como una mancha de pálida vida en el centro de un río verde. Simón nunca se había sentido tan expuesto, tan desnudo bajo el cielo. Los campos ascendían y descendían desde donde él se encontraba; el horizonte era un apretado más de hierba y cielo gris, que se extendía en todas direcciones.
Tras un lapso que podía haber sido de segundos o años en aquella impersonal y fija atemporalidad, el horizonte se rompió.
Con el pesado crujido de un navío de guerra bajo un fuerte viento, un oscuro objeto apareció por encima del borde de lo que era el límite más alejado de la visión de Simón. Creció y creció, tomando enormes proporciones, hasta que su sombra cayó sobre el muchacho a través de la profundidad del valle; el impacto fue tan repentino que casi pareció retumbar con un hondo y repetido zumbido cuando cayó, el cual removió todos los huesos de Simón.
La enorme envergadura de la cosa se hizo más clara contra el cielo cuando se detuvo un largo rato en el límite del valle. Se trataba de una rueda, una grande y negra, rueda tan alta como una torre. Hundido en la penumbra de la sombra, Simón sólo vio cómo empezaba a girar con fatal intención: la vio rodar lentamente por la larga vertiente verde, desprendiendo y arrancando trozos de césped tras ella. El muchacho permaneció inmóvil en su camino mientras ésta se acercaba, tan inexorable como las ruedas del infierno.
Ahora casi estaba sobre él; la parte frontal parecía un negro tronco que ascendiera hasta el firmamento escupiendo hierba por detrás. El suelo bajo los pies de Simón se hundió hacia adelante cuando el peso del disco aplastó el lecho de la tierra. El chico dio un traspié, mudo y horrorizado; una sombra gris pasó ante sus ojos, una sombra gris con un objeto reluciente…, un gorrión, que volaba sin rumbo, con algo brillante en su garra curvada. Simón entrecerró los ojos para seguirlo en su vuelo y, entonces, como si algo hubiese entrado en su corazón al paso del pájaro, también voló tras el ave, fuera del alcance de la rueda que ya se precipitaba sobre él…
Pero cuando se zambulló en el aire, y el borde del disco, ancho como una pared, aplastaba el lugar en el que había permanecido, el pantalón de Simón se enganchó en un clavo ardiente que sobresalía de uno de los costados de la inmensa rueda. El gorrión, a sólo unas cuantas pulgadas, revoloteaba en libertad, realizando espirales, gris sobre gris de la pizarra del cielo, como una mariposa, hasta que desapareció en la penumbra del atardecer junto con su brillante carga. Una fuerte voz habló.
«Has sido marcado».
La rueda arrastró a Simón y lo derribó, sacudiéndolo como un mastín rompe el cuello a una rata. El disco siguió girando y tiró de él hacia arriba. Fue elevado hasta el cielo, con los pies bailoteando en el aire y el suelo balanceándose e inclinándose bajo su cabeza, como un océano verde que latiese. El viento que levantaba la rueda al pasar lo alzaba hasta llegar casi a la cumbre; la sangre le bombeaba en los oídos.
Se agarró con las manos a la hierba y al barro que había cuajado en el ancho borde de la rueda. Simón se incorporó dolorosamente y montó en el disco como si fuese el lomo de alguna bestia alta como las nubes. Todavía se elevó más hacia el abovedado cielo.
Llegó hasta el tope, y durante unos instantes se sintió en la cima del mundo. Toda la extensión de las tierras de Osten Ard era visible más allá del final del valle. Los rayos del sol penetraban a través del cielo para tocar las almenas del castillo y la hermosa y brillante aguja, la única cosa en el mundo que parecía tan alta como la negra rueda.
Simón bizqueó al ver algo que le resultaba familiar y, cuando empezaba a hacérsele claro, la rueda giró y lo empujó de la cima, para hacerlo descender con rapidez hacia el lejano suelo.
El muchacho forcejeó para liberarse del clavo y rasgó los pantalones en su intento, pero aquella punta de hierro y él se habían convertido, por alguna razón, en uno; no podía liberarse. El suelo se acercó. Ambos, Simón y la virginal tierra verde, se lanzaron el uno contra el otro con un ruido parecido al de los cuernos al anunciar el final del día a través de los valles. El chico se estrelló, y el viento, la luz y la música se extinguieron como la llama de una vela.
De repente:
Simón se encontraba en la oscuridad, en el interior de la tierra que se apartaba ante él como agua. Escuchó voces a su alrededor, lentas voces vacilantes que salían de bocas llenas de asfixiante suciedad.
«¿Quién entra en nuestra casa?
¿Quién viene a perturbar nuestro sueño, nuestro largo sueño?
¡Nos robarán! Los ladrones se llevarán nuestra tranquilidad y nuestros oscuros lechos. Volverán a sacarnos a través de la Puerta Brillante…».
Mientras las tristes voces gritaban, el muchacho sintió que lo agarraban unas manos, tan frías y secas como huesos, o tan húmedas y ligeras como insinuantes raíces; unos dedos retorcidos salían de la oscuridad para llevarlo hacia senos vacíos…, pero no podían detenerlo. La rueda giraba, giraba y giraba, haciendo que descendiese aun más, hasta que las voces murieron tras él y fue corriendo a través de la gélida y silenciosa oscuridad.
Oscuridad…
«¿Dónde estás muchacho? ¿Estás soñando? Casi puedo tocarte». Era la voz de Pryrates la que había aparecido de repente, y Simón sintió el malévolo peso de los pensamientos del alquimista tras ella. «Sé dónde estás ahora, muchacho de Morgenes. Eres un pinche de las cocinas, un entrometido. Has visto cosas que no deberías haber visto, son cosas que te sobrepasan. Sabes demasiado. Voy a buscarte.
»¿Dónde estás?».
Luego se hizo una oscuridad todavía mayor, una sombra bajo la sombra de la rueda, y en lo más profundo de ella ardían dos fuegos rojos, unos ojos que lo habían visto desde una calavera en llamas.
«No, mortal —dijo una voz, y en su cabeza resonó el ruido de las cenizas, de la tierra y el mudo fin de las cosas—. No, esto no es para ti. —Los ojos refulgieron llenos de curiosidad y regocijo—. Nosotros lo cogeremos, sacerdote».
Simón sintió que el poder de Pryrates sobre él se esfumaba, arrollado por el poder de la cosa oscura.
«Bienvenido —dijo la cosa—. Ésta es la casa del Rey de la Tormenta, más allá de la Puerta Más Oscura…
»¿Cuál… es… tu… nombre?».
Los ojos cayeron, como brasas desmenuzadas, y la oscuridad que quedó tras ellos quemaba más que el hielo, más que cualquier fuego…, y era más oscura que cualquier sombra…
«¡No! —creyó gritar Simón, pero su boca también estaba llena de tierra—. ¡No te lo diré!».
«Tal vez te demos un nombre…, debes tener un nombre, pequeña mosca, pequeña mota de polvo…, así te conoceremos cuando te encontremos… Debes ser marcado…».
«¡No! —Simón trató de liberarse, pero el peso de mil años de tierra y piedra estaban sobre él—. ¡No quiero un nombre! ¡No quiero un nombre! ¡No…!».
«… ¡Quiero un nombre de ti!».
Cuando su último grito retumbó a través de los árboles, Binabik estaba inclinado sobre él, y una mirada de gran preocupación le cruzaba el rostro. Los débiles rayos de sol matinales, sin origen ni destino, llenaban el claro.
—Tengo que cuidar a un loco y a uno que está cercano a la muerte —dijo cuando Simón se sentó—, ¿y ahora tú también tienes que ponerte a gritar en sueños?
El gnomo pretendía hacer una broma, pero la mañana era tan fría que no acompañó el empeño. El muchacho se estremecía.
—Ay, Binabik, yo… —Sintió que una temblorosa y enfermiza sonrisa acudía a su rostro, por el solo hecho de encontrarse en la luz, de estar sobre el suelo—. He tenido un sueño espantoso y terrible.
—No estoy muy sorprendido —respondió el hombrecillo, y frotó la espalda de Simón—. Un terrible día como el de ayer no resulta una buena ayuda para tener un sueño descansado —y se puso en pie—. Si quieres, eres libre de encontrar algo que comer en mi bolsa. Yo voy a atender a los dos monjes. —Señaló hacia las oscuras formas al otro lado de la hoguera. La más cercana, que Simón creyó Langrian, estaba envuelta en una oscura capa verde.
—¿Dónde está… —el joven no pudo recordar el nombre hasta instantes después— Hengfisk? —Tenía la cabeza espesa y la mandíbula le dolía como si hubiera estado cascando nueces con los dientes.
—El desagradable rimmerio, que, es necesario decirlo, cedió su manto para calentar a Langrian, ha salido para buscar entre las ruinas de su casa algo de comida y otras cosas. Si ya te sientes mejor volveré junto a los heridos.
—Ah, sí. ¿Cómo se encuentran?
—Langrian, tengo la satisfacción de decir, está mejorando —Binabik asintió con satisfacción—. Ha dormido tranquilo durante bastante tiempo; algo que tú no puedes decir de ti mismo, ¿eh? —El gnomo sonrió—. El hermano Dochais, tristemente, está más allá de la ayuda que yo pueda prestarle; no está enfermo, excepto por sus pensamientos llenos de pánico. Le di algo que lo ayudase a dormir. Ahora perdóname, por favor. Voy a inspeccionar los vendajes del hermano Langrian.
El hombrecillo se puso en pie y caminó alrededor de la hoguera para saltar por encima de Qantaqa, que dormía cerca de las piedras que rodeaban el fuego, y a quien Simón había tomado por otra gran roca.
El viento acarició las hojas de los robles sobre la cabeza de Simón, que estaba apoyada sobre el saco de Binabik. El muchacho sacó del bolso un saquito que parecía contener el almuerzo, pero incluso antes de abrirlo un tintineo proveniente del interior le indicó que contenía los extraños huesos que había visto con anterioridad. Tras una búsqueda más intensa encontró algo de carne seca envuelta en una tela áspera, pero tan pronto como abrió el envoltorio se dio cuenta de que la última cosa que deseaba era introducir cualquier clase de alimento en su estómago revuelto.
—¿Queda algo de agua, Binabik? ¿Dónde está la bota?
—Hay algo mejor, Simón —dijo el gnomo desde su posición, sobre Langrian—. Hallarás un arroyo a poca distancia, por ahí —señaló en la dirección adecuada, luego cogió la bota y se la lanzó—. Me harás un favor si la llenas.
El joven recogió la bota y vio que sus dos paquetes reposaban cerca de él. Sintió el impulso de coger el manuscrito envuelto y llevárselo hasta el arroyo.
El riachuelo se deslizaba lentamente y había remolinos en los que se atascaban ramas y hojas. Simón tuvo que limpiar un espacio antes de poder agacharse y recoger algo de agua entre sus manos para lavarse la cara. Se restregó con energía con los dedos y sintió como si el humo y la sangre de la destruida abadía se hubiesen introducido en él a través de cada poro y arruga. Después bebió a grandes tragos y llenó la bota de Binabik.
Se sentó a la orilla de la corriente, y su mente regresó al sueño que había cubierto sus pensamientos como una densa niebla desde que despertara. Al igual que las desquiciadas palabras del hermano Dochais la noche anterior, el sueño había levantado horrorosas sombras en el corazón de Simón, pero la luz del día las disipaba como si de inquietos fantasmas se tratase, dejando tras ellos un rastro de miedo. Todo lo que recordaba era la gran rueda negra acercándose a él. Lo demás había desaparecido, dejando negros y vacíos agujeros en su mente, puertas llenas del olvido que no podía abrir.
Pero Simón sabía que había caído en algo más inconmensurable que una lucha entre hermanos de sangre real, incluso más grande que la muerte del doctor Morgenes, o que el asesinato de una veintena de religiosos. Aquello no era sino remolinos de una corriente más grande y profunda, o, mejor dicho, cositas aplastadas por el descuidado girar de una poderosa rueda. Su mente no pudo discernir de qué se trataba, y cuanto más pensaba, más se llenaba de extrañas ideas. Lo único que entendía era que había caído bajo la ancha sombra de la rueda y, si quería sobrevivir, tendría que endurecerse para que no lo aplastasen sus giros.
Estirado en la orilla, con el zumbido de los insectos que volaban por encima de la corriente, llenando el aire, Simón desenrolló las páginas en las que Morgenes compiló la vida del Preste Juan y empezó a hojearlas. No las había mirado desde hacía ya tiempo, debido a las largas marchas y a lo pronto que se acostaban. Apartó algunas de ellas, y leyó una frase aquí, unas palabras allá, sin importarle demasiado lo que decían, ya que lo que quería era rememorar la reconfortante presencia del amigo. Al mirar el manuscrito, recordó las delgadas manos del anciano, llenas de azuladas venas, unas manos diestras y ágiles como pájaros.
Un pasaje le llamó la atención. Era la página que contenía un mapa dibujado a mano y que el doctor había titulado, en la parte inferior: «El campo de batalla de Nearulagh». El bosquejo era poco interesante, pero por algún motivo el sabio no se había molestado en señalar a ninguno de los ejércitos o accidentes del terreno, ni tampoco había incluido ninguna aclaración. El subsiguiente texto fue como una respuesta a una serie de pensamientos que habían plagado su mente desde el desagradable descubrimiento del día anterior.
«Ni Guerra ni Muerte Violenta —había escrito Morgenes— nada hay que se sustente en ello, pero son la vela hacia la que la humanidad vuela una vez tras otra, con tanta ceguera como la humilde polilla. El que ha estado en un campo de batalla, y quien no ha sido cegado por las historias populares, confirmará que en él la humanidad parece haber creado el infierno en la tierra, llena de impaciencia, en lugar de esperar al original, que, si los sacerdotes están en lo cierto, la mayoría de nosotros llegará a conocer.
»Aun así, es el campo de la guerra el que determina cosas que Dios ha olvidado —accidentalmente o no, ¿qué mortal puede asegurarlo?— ordenar y arreglar. A partir de ahí, se convierte en el árbitro de la Voluntad Divina, y la Muerte Violenta es su Escribiente».
Simón sonrió y bebió un poco de agua. Recordaba muy bien la costumbre que tenía Morgenes de comparar unas cosas con otras, como a la gente con conejos y a la Muerte con un arrugado sacerdote del archivo. Normalmente aquellas comparaciones iban más allá de la comprensión del joven, pero a veces, mientras trataba de desentrañar los giros y vueltas de los pensamientos del anciano, un significado cobraba forma en su mente, como si de repente una cortina hubiera sido descorrida frente a una soleada ventana.
«Juan el Presbítero —había escrito el doctor— fue sin duda uno de los grandes guerreros de la época, y sin esa cualidad nunca hubiera alcanzado su naturaleza real. Pero no fue su habilidad en la batalla lo que lo convirtió en un gran rey: más bien fue el uso de las herramientas de la realeza que le aportó el guerrear, su enorme capacidad como estadista y el ejemplo que dio a la gente del pueblo.
»De hecho, sus grandes habilidades en el campo de batalla fueron sus grandes fracasos como Supremo Rey. En lo peor de la batalla no sentía miedo, era un asesino que se reía, un hombre que destruía las vidas de los que se le oponían con el alegre regocijo con que un barón de Utanyeat arroja flechas contra un gamo.
»A veces el rey era propenso a actuar con rapidez y sin miramientos, y ello casi le costó ser derrotado en la batalla del valle Elvritshalla, aunque perdió la buena voluntad de los conquistados rimmerios».
Simón frunció el entrecejo al recorrer el pasaje. Sentía la luz del sol que atravesaba las copas de los árboles y le calentaba la nuca. Se dio cuenta de que debía llevar la bota de agua a Binabik…, ¡pero había pasado tanto tiempo desde que se había sentado tranquilamente por última vez!, y la verdad es que sentía curiosidad y sorpresa al leer los escritos de Morgenes, que en apariencia hablaban mal del dorado e indomable Preste Juan, un hombre que figuraba en tantas canciones e historias que sólo el nombre de Jesuris Aedón era mejor conocido en el mundo, y no por mucha diferencia.
«Por el contrario —continuaba el pasaje—, el único hombre que fue un adversario para Juan en el campo de batalla era su virtual oponente: Camaris-sá-Vinitta, el último príncipe de la casa real de Nabban y el hermano del actual duque, un hombre para quien la guerra parecía ser sólo una sangrienta confusión. A lomos de su caballo Atarin, y con su gran espada Espina en las manos, fue probablemente el hombre más mortífero de nuestro tiempo, aunque no obtenía placer en las batallas y su gran pericia sólo representaba una carga, pues su reputación atraía a numerosos oponentes que de otra manera no habrían tenido motivos para serlo, y lo forzaron a matar cuando no lo hubiera hecho.
»En el libro de Aedón se dice que cuando los sacerdotes de Yuvenis llegaron para arrestar al Sagrado Jesuris, los acompañó sin resistirse, pero cuando intentaron llevarse a sus discípulos Sutrin y Granis, Jesuris Aedón no lo aceptó y barrió a los sacerdotes con su mano. Después lloró por los muertos y bendijo sus cuerpos.
»Así era con Camaris, si es que puede realizarse una comparación tan sacrílega. Si alguien se aproximaba al terrible poder y al amor universal que la Madre Iglesia imputa a Jesuris, ése era Camaris, un guerrero que mataba sin odiar a sus enemigos, y era el más terrorífico guerrero de todos…».
—¡Simón! ¡Ven deprisa, por favor! ¡Necesito agua y la necesito ahora!
El sonido de la voz de Binabik, llena de urgencia, hizo que el chico se sintiera culpable y saltara, para dirigirse rápidamente hacia el campamento.
¡Pero Camaris era un gran guerrero! Todas las canciones lo mostraban riendo mientras cortaba las cabezas de los hombres salvajes de las Thrithings.
«Shem acostumbraba cantar una, ¿cómo hacía…?».
… Les dio el costado izquierdo,
les dio el costado derecho,
gritó y cantó,
mientras huían dándole la espalda.
Camaris rió,
Camaris luchó,
Camaris cabalgó,
en la batalla de las Thrithings…
Cuando emergió de los matorrales, Simón vio, a la luz del brillante sol —¿cómo era posible que el astro rey estuviese tan alto?—, que Hengfisk había regresado y estaba agachado junto a Binabik, al lado de la débil forma del hermano Langrian.
—¡Aquí, Binabik! —El muchacho le alargó la bota.
—Ha pasado mucho tiempo desde que fuiste… —empezó a decir el gnomo, para no terminar la frase, al mover la bota de piel—. ¿Medio llena? —preguntó, y la mirada que apareció en su rostro hizo que Simón enrojeciese de vergüenza.
—Es que bebí un poco cuando venía hacia aquí —se disculpó.
Hengfisk le dirigió una mirada envenenada y frunció el entrecejo.
—Bueno —dijo Binabik, volviendo a dirigir la atención a Langrian, que tenía un aspecto mucho más sonrosado de lo que Simón recordaba—. Subir es subir, caer es caer. Creo que tu amigo está mejorando.
El hombrecillo levantó la piel que contenía el agua y dejó caer algunas gotas en la boca del inconsciente monje. Éste tosió y escupió, después su garganta se movió convulsivamente mientras empezaba a tragar.
—¿Ves? —apuntó el gnomo, con orgullo—, creo que es la herida de la cabeza la que…
Antes de que pudiera acabar su explicación, los ojos de Langrian pestañearon y se abrieron. Simón oyó que Hengfisk daba un respingo. La mirada del monje se desplazó semidormida por los rostros que se cernían sobre él, y volvió a cerrar los ojos.
—Más agua, gnomo —siseó Hengfisk.
—Lo que hago es lo que sé, rimmerio —replicó Binabik con helada dignidad—. Vos ya cumplisteis con vuestro deber cuando lo sacasteis de las ruinas. Ahora me toca a mí, y no necesito consejos.
Mientras así hablaba el hombrecillo dejó caer algo de agua a través de los agrietados labios de Langrian. Momentos después, la reseca lengua del monje apareció entre los labios como un oso que se despertase de un largo letargo invernal. Binabik se la humedeció con la bota, después mojó un trozo de tela y se lo colocó sobre la frente, que aparecía llena de cortes que empezaban a cicatrizar.
Finalmente Langrian abrió los ojos de nuevo y pareció reconocer a Hengfisk. El rimmerio le tomó una mano entre las suyas.
—He… Hen… —graznó el herido.
El monje apretó el paño humedecido contra la frente.
—No hables. Descansa.
Langrian desvió la mirada de Hengfisk para posarla sobre Binabik y Simón; después volvió al rimmerio.
—¿Los demás…? —pudo decir.
—Descansa. Necesitas descansar.
—Parece que este hombre y yo coincidimos en algo. —Binabik sonrió a su paciente—. Necesitáis dormir.
Langrian parecía querer decir algo, pero antes de poder hacerlo se le cerraron los párpados, como siguiendo el consejo, y se durmió.
Dos cosas sucedieron aquella tarde. La primera ocurrió mientras Simón, el monje y el gnomo comían frugalmente. Como Binabik no quería apartarse de Langrian, no había caza; el trío pasó con la carne seca y los productos que Simón y Hengfisk pudieron recolectar: bayas y algunas nueces todavía verdes.
Mientras se hallaban sentados, masticando en silencio, cada uno de ellos encerrado en sus propios y diferentes pensamientos —el muchacho sentía una mezcla de la horrorosa rueda del sueño y de las triunfantes figuras de los campos de batalla, Juan y Camaris—, murió el hermano Dochais.
En un instante pasó de estar sentado tranquilamente, despierto aunque sin querer comer —había rechazado las bayas que le ofreció Simón, a quien miró como un animal desconfiado hasta que el muchacho se alejó—, a rodar sobre sí mismo, poniéndose a temblar y luego a vomitar violentamente. Cuando los demás pudieron incorporarlo, tenía los ojos en blanco, de un blanco fantasmal; un momento después había dejado de respirar, aunque su cuerpo permanecía rígido como un palo. Agitado como se encontraba, el muchacho estaba seguro de que antes del momento final había oído que Dochais susurraba: «Rey de la Tormenta». Las palabras quemaron en sus oídos e inquietaron su corazón, aunque no supo explicar por qué, a menos que las hubiera oído en su sueño. Ni Binabik ni Hengfisk dijeron nada, pero el chico estaba seguro de que también las habían oído.
Para sorpresa de Simón, el monje lloró amargamente sobre el cuerpo del hermano muerto. Él mismo se sentía extrañamente liberado, una rara sensación que no podía comprender ni reprimir. Binabik permanecía tan impenetrable como una roca.
La segunda cosa ocurrió mientras el gnomo y Hengfisk discutían, más o menos una hora después.
—… Estoy de acuerdo en que podemos ayudar, pero os equivocáis si pensáis que podéis darme órdenes —dijo Binabik, que a duras penas refrenaba su genio, aunque sus ojos se habían entrecerrado hasta convertirse en oscuras rendijas bajo las cejas.
—¡Pero sólo ayudaréis a enterrar a Dochais! ¿Dejaréis que los demás sean devorados por los lobos? —La ira de Hengfisk no se encontraba del todo bajo control, y sus ojos estaban muy abiertos en su cara enrojecida.
—Traté de ayudar a Dochais —replicó el gnomo—, y fracasé. Lo enterraremos, si es que lo deseáis. Pero no entra en mis planes el desperdiciar tres días para enterrar a todos sus hermanos muertos. Y existen cosas peores para las que pueden servir que para «ser devorados por los lobos», cosas que quizás hicieran mientras vivían, al menos algunos de ellos.
Al monje le llevó unos instantes comprender la enmarañada forma de hablar de Binabik, pero cuando lo entendió todavía se puso más colorado, si ello era posible.
—¡Tú…, tú, monstruo pagano! ¿Cómo puedes hablar así de muertos que todavía no están enterrados, tú…, enano horrible?
El hombrecillo sonrió, con una plana y mortal mueca.
—Si vuestro Dios los ama tanto, entonces habrá tomado sus… almas, ¿no?…, para llevárselas al cielo; y permanecer tendidos en el suelo sólo podrá perjudicar a sus cuerpos mortales…
Antes de que pudiera añadir algo más, ambos contendientes detuvieron su discusión a causa de un profundo aullido que provenía de Qantaqa, la cual había estado durmiendo junto a la hoguera, al lado de Langrian. Un momento después pudieron ver qué era lo que había puesto a la loba en guardia.
Langrian hablaba.
—¡Alguien…, alguien previno al… abad… traición!
La voz del monje apenas era un susurro.
—¡Hermano! —gritó Hengfisk, llegando a su lado con rapidez—. ¡Guarda tu fuerza!
—Dejadlo hablar —replicó Binabik—. Puede que eso salve nuestras vidas, rimmerio.
Antes de que éste pudiera responder, Langrian abrió los ojos. Primero miró a Hengfisk, y luego a lo que lo rodeaba; el monje se estremeció como de frío, a pesar de estar envuelto en un grueso manto.
—Hengfisk… —dijo en un susurro—, ¿los otros… están…?
—Todos muertos —respondió el gnomo, con franqueza.
El rimmerio le dirigió una mirada de odio.
—Jesuris los ha llamado a su lado, Langrian —explicó—. Sólo quedas tú.
—Me… lo temía…
—¿Podéis decirnos lo que ocurrió? —preguntó Binabik.
Luego se inclinó y colocó otro trozo de tela humedecida sobre la frente del monje. Simón vio por primera vez, bajo la sangre, las cicatrices y la enfermedad, que el hermano Langrian era bastante joven, tal vez no llegase a los veinte años.
—No os canséis —añadió el gnomo—, pero decidnos lo que sabéis.
El herido cerró los ojos de nuevo, como para volver a dormirse, pero sólo trataba de reunir fuerzas.
—Eran… más o menos una docena de hombres los que llegaron…, llegaron, en busca de refugio…, desde el camino. —Se pasó la lengua por los labios; Binabik trajo la bota de agua—. Muchos grupos… grandes viajan estos días. Les dimos de comer, y el hermano Scenesefa… los acomodó en la Sala de los Viajeros.
Mientras bebía agua y hablaba, el monje pareció ir recuperando fuerzas poco a poco.
—Formaban un extraño grupo… Esa noche no se presentaron en la sala principal, excepto el jefe: un hombre de ojos claros que vestía… un yelmo de aspecto maligno… y una armadura negra… Preguntó…, preguntó si habíamos oído algo sobre un grupo de rimmerios… que iban hacia el norte… desde Erchester…
—¿Rimmerios? —repitió Hengfisk, con el entrecejo fruncido.
«¿Erchester? —pensó Simón, atormentado—. ¿Quiénes podrán ser?».
—El abad Quincines le contestó que no habíamos oído nada de tal grupo… y se mostró… satisfecho. El abad pareció turbado, pero no compartió su preocupación con…, con los hermanos más jóvenes…
»A la mañana siguiente uno de los hermanos vino desde los campos de la colina para informar de que un grupo de jinetes se aproximaba desde el sur… Los extraños parecieron… muy interesados, y dijeron que era… el resto de su grupo que llegaba para reunirse con ellos. El jefe de ojos claros… cogió a sus hombres y salió al patio para recibir a los recién llegados…, o al menos eso creímos…
»En el momento en que el grupo que se acercaba cruzó por la Colina de la Vid, se hicieron visibles desde la abadía; parecían ser sólo… uno o dos menos que nuestros huéspedes…
Langrian se detuvo unos instantes para descansar, respirando débilmente. Binabik le hubiera dado algo para dormir, pero el monje herido rechazó la oferta del gnomo.
—No hay… mucho más que explicar. Uno de los otros hermanos… vio a uno de los huéspedes salir corriendo, más tarde, de la Sala de los Viajeros. No había acabado de abrocharse el manto…, todos llevaban capas, aunque la mañana era cálida…, y por debajo pudo ver el brillo de la hoja de una espada. El hermano corrió a explicárselo al abad, que se había temido algo por el estilo. Quincines fue a hablar con el jefe. Mientras tanto, pudimos ver a los hombres que cabalgaban colina abajo, eran rimmerios, barbudos y con trenzas. El abad le dijo al jefe que él y sus hombres debían irse, que San Hoderund no iba a ser el escenario de una especie de lucha entre bandidos. El líder sacó su espada y la colocó en el cuello de Quincines.
—¡Misericordioso Aedón! —susurró Hengfisk.
—Instantes después oímos el ruido de cascos de caballos. El hermano Scenesefa echó a correr de repente hacia la puerta del patio y gritó, para avisar a los extranjeros que se aproximaban. Uno de los… «huéspedes»… lo atravesó con una flecha, y el jefe degolló al abad.
Hengfisk ahogó un sollozo e hizo el signo del Árbol sobre su corazón, pero el rostro de Langrian continuaba impregnado de solemnidad, carente de toda emoción, y continuó su narración sin interrumpirse.
—Entonces la matanza se abatió sobre nosotros. Los extranjeros se echaron sobre los hermanos empuñando cuchillos y espadas, o extrayendo arcos y flechas de lugares ocultos. Cuando los recién llegados atravesaron la puerta, lo hicieron con sus espadas desenvainadas… Supongo que oyeron el aviso de Scenesefa y lo vieron caer atravesado en el arco de la puerta.
»No sé lo que sucedió a partir de entonces, pero fue una locura. Algunos lanzaron antorchas sobre el techo de la capilla, que se incendió. Yo corrí en busca de agua mientras la gente chillaba, los caballos relinchaban y…, y algo me golpeó en la cabeza. Eso es todo.
—¿Así que no sabéis quiénes formaban los dos bandos de atacantes? —preguntó Binabik—. ¿Pelearon entre ellos o iban juntos?
Langrian asintió con seriedad.
—Pelearon entre ellos. Los que tendieron la emboscada lo tuvieron más difícil que con los desarmados monjes. Eso es todo lo que puedo decir…, todo lo que sé.
—¡Ojalá ardan en el infierno! —siseó el hermano Hengfisk.
—Lo harán —suspiró el monje herido—. Creo que debería volver a dormir.
Langrian cerró los ojos, pero el ritmo de su respiración no varió.
Binabik se incorporó.
—Creo que caminaré un poco —dijo.
Simón asintió.
—Ninit, Qantaqa —llamó el gnomo, y la loba se levantó para seguirlo.
El hombrecillo desapareció en el bosque en escasos momentos, dejando a Simón y a los tres monjes junto a la hoguera, dos vivos y uno muerto.
Los oficios por Dochais fueron breves. Hengfisk encontró una sábana entre las ruinas de la abadía. Envolvieron en ella el delgado cuerpo del hermano y lo metieron en una fosa que los tres seres que estaban en condiciones de hacerlo habían excavado en el cementerio de la abadía, mientras Langrian dormía en el bosque con Qantaqa como guardián. Cavar la fosa había representado un duro trabajo —el fuego que había arrasado el granero había quemado los mangos de madera de las palas, y sólo había dejado intactas las hojas, que tuvieron que ser utilizadas con las manos—, sudoroso y agotador. Cuando el hermano Hengfisk hubo terminado sus apasionadas plegarias, cargadas de promesas de justicia divina —parecía olvidar en su fervor que Dochais estaba lejos de la abadía cuando los asesinos habían hecho su trabajo—, ya se había hecho casi oscuro. El sol descendió hasta hacerse invisible, a excepción de un brillante punto que se veía a lo largo de la cresta de la Colina de la Vid; la hierba del patio de la iglesia ya estaba oscura y fría. Binabik y Simón dejaron a Hengfisk arrodillado sobre la grava, con los Ojos cerrados en actitud de plegaria, y se dirigieron a explorar los alrededores de la abadía.
Aunque el gnomo trató de evitar el escenario de la tragedia durante todo el tiempo en que fue posible, los resultados de ésta se hallaban tan esparcidos que Simón pronto empezó a desear regresar al campamento del bosque para esperarlo con Langrian y Qantaqa.
Un segundo día de calor hizo poco en favor del estado de los cuerpos; en la hinchazón y rosado abultamiento que mostraban el muchacho advirtió una similitud con el cerdo asado que coronaba la mesa el Día de la Señora en su hogar. Una parte de él se encontraba a disgusto a causa de la debilidad que sentía —¿acaso no había conocido ya la muerte violenta, un campo de batalla lleno en unas pocas semanas?—, pero mientras caminaba se dio cuenta…, tratando de mantener los ojos apartados de la visión de otros ojos, vacíos y agrietados por el sol…, de que la muerte, al menos para él, nunca parecía igual, no importaba lo veterano que fuese el observador. Cada uno de aquellos arruinados sacos de huesos y mollejas habían tenido vida en una ocasión, un corazón que latía, una voz que se quejaba, reía o cantaba.
«Algún día esto me ocurrirá a mí —pensó mientras se abría camino junto a la capilla—, ¿y quién me recordará?». No pudo encontrar ninguna respuesta, y la visión del terreno que se hallaba lleno de tumbas, el orden que reinaba en él, cruelmente satirizado por los esparcidos cuerpos de los monjes asesinados, le resultó de poco consuelo.
Binabik había encontrado los chamuscados restos de la puerta lateral de la capilla; algunas partes de madera indemne aparecían entre la superficie negra como el carbón, como listas de metal recién abrillantadas. El gnomo se acercó a la puerta y apartó algunos fragmentos quemados, pero ésta aguantó. Le dio un fuerte golpe con el bastón y siguió cerrada, como un centinela que hubiera muerto en su puesto.
—Bien —dijo—. Esto me indica que podemos penetrar en el interior sin que toda la estructura se nos caiga sobre la cabeza.
Tomó su bastón y lo introdujo a través de una fisura entre la puerta y el marco; después lo utilizó como una palanca, empujando y tirando, ayudado por Simón, y la puerta se abrió rociándolos con una lluvia de negro polvo.
Después de lo que les había costado abrir la puerta, resultó extraño entrar y ver que el techo había desaparecido: la capilla estaba tan descubierta como un ataúd sin tapa. Simón miró hacia arriba y vio el cielo enmarcado por encima de su cabeza, de color rojo en el fondo y gris arriba a causa de la llegada de la noche. Cerca de la parte superior de las paredes las ventanas aparecían con los marcos ennegrecidos y la parte delantera retorcida hacia afuera, con los cristales caídos, como si un gigante hubiera quitado el techo, se hubiese metido dentro a través de las vigas y hubiera empujado las ventanas hacia afuera con un dedo titánico.
Una rápida inspección no los condujo a nada de utilidad. La capilla, tal vez a causa de sus ricos tapices, había ardido por completo. Los bancos, las escaleras y el altar se habían convertido en estatuas de ceniza amontonadas que permanecían en el mismo lugar, y los escalones de piedra del altar aparecían cubiertos de una fantasmal guirnalda floral, una perfecta y delicada corona del grueso de una hoja de papel de diáfanas flores de ceniza.
A continuación, Simón y Binabik subieron a través del patio para dirigirse a las residencias, un largo pasillo lleno de pequeñas celdas. Aquí los estragos parecían ser más moderados; en un extremo se había prendido fuego, pero por alguna causa se había apagado antes de que pudiera extenderse.
—Mirar especialmente para botas —dijo el gnomo—. Son sandalias lo que estos hombres de abadía suelen llevar, pero alguno de ellos puede necesitar cabalgar o viajar con tiempo frío en alguna ocasión. Algunas que te vayan bien será mejor, pero en caso de necesidad, toma antes las grandes que las pequeñas.
Empezaron a buscar por los extremos del largo pasillo, uno a cada lado. Ninguna de las puertas estaba cerrada, pero todas eran habitaciones muy tristes, con un Árbol en la pared como única decoración. Un monje había colgado una rama de serbal florecido encima de su duro jergón; su confianza en aquel tipo de amuletos llenó a Simón de regocijo hasta que recordó el destino que había sufrido el ocupante de la habitación.
En la sexta o séptima habitación, el muchacho se asustó cuando al empujar la puerta de la celda se produjo un ligero ruido y vio una borrosa figura corriendo junto a su tobillo. Al principio pensó que le habían disparado una flecha, pero una mirada al interior de la diminuta y vacía celda lo convenció de la imposibilidad de tal cosa. Un momento después se dio cuenta de lo que se trataba, y torció la boca en una media sonrisa. Uno de los monjes, sin duda contraviniendo las reglas de la abadía, tenía una mascota, un gato, como el gato con el que había hecho amistad en Hayholt. Tras permanecer dos días encerrado en la habitación, esperando al amo que ya no regresaría, estaba hambriento, furioso y asustado. Simón regresó al pasillo en busca del animal, pero éste ya había desaparecido.
Binabik le oyó rebuscar.
—¿Va todo bien, Simón? —llamó, desde dentro de una de las celdas.
—Sí —gritó el joven como respuesta.
La luz que se filtraba a través de las diminutas ventanas que había por encima de su cabeza ya era gris. El chico se preguntó si debía volver a la puerta y encontrar a Binabik, o seguir buscando un poco más. Pensó que al menos sería mejor acabar de examinar la habitación del monje que tenía el gato de contrabando.
Unos instantes después Simón se acordó de los problemas que acarreaba mantener animales encerrados durante demasiado tiempo. Se tapó la nariz y echó un rápido vistazo alrededor del habitáculo. Encontró un libro, pequeño pero bellamente encuadernado en piel. Anduvo de puntillas a través del sospechoso suelo, recogió el libro de encima del bajo lecho y volvió a enderezarse.
Acababa de sentarse en la siguiente celda para echarle un vistazo al libro cuando Binabik apareció en el dintel de la puerta.
—He tenido poca suerte aquí. ¿Y tú? —preguntó.
—No hay botas.
—Bueno, se está pronto haciendo de noche. Creo que echaré un vistazo por la Sala de los Viajeros, donde durmieron los asesinos, por si puedo encontrar algún objeto que nos pueda decir algo. Espérame aquí, ¿eh?
Simón asintió y el gnomo se marchó.
El libro era, tal y como el muchacho había esperado, un Libro de Aedón, aunque parecía demasiado caro y ricamente encuadernado para que obrase en poder de un pobre monje. Simón supuso que se trataba de un regalo de un pariente rico. El volumen en sí no era extraordinario, aunque las ilustraciones eran muy bonitas —al menos por lo que el chico veía a la débil luz—, pero hubo algo que le llamó la atención.
En la primera página, donde a menudo la gente escribe su nombre, o palabras de saludo si el libro es un regalo, aparecía esta frase, escrita con cuidado pero con poca firmeza:
«Una daga dorada atraviesa mi corazón:
es Dios.
Una aguja dorada atraviesa el corazón de Dios:
soy yo».
Simón se sentó; mirando las palabras se sintió inundado por una ola, por un inmenso océano de remordimiento y miedo, y un sentido de las cosas que, aunque invisibles, lo desgarraban.
En medio de su ensoñación, Binabik asomó la cabeza por la puerta y tiró un par de botas sobre el suelo, junto a él, que al caer produjeron un sonido apagado. El chico no levantó la mirada.
—Muchas cosas interesantes hay en la Sala de los Viajeros, no sólo tus nuevas botas. Pero se hace oscuro, y sólo queda un poco de luz. Nos encontraremos ante la sala, pronto —dijo, y volvió a desaparecer.
Después de largos instantes de silencio tras la partida del gnomo, Simón cerró el libro —había planeado llevárselo, pero cambió de idea— y se probó las botas. En otras circunstancias habría estado encantado al ver lo bien que le iban, pero ahora se limitó a dejar sus destrozados zapatos en el suelo y a salir al pasillo para dirigirse hacia la entrada principal.
La débil luz del atardecer menguaba. Al otro lado del patio de los comunes se levantaba la Sala de los Viajeros, un edificio gemelo al que había abandonado. Por alguna razón, el ver la puerta que se abría y cerraba sola lo llenó de un extraño temor. ¿Dónde estaba el gnomo?
Entonces recordó la puerta oscilante del patio que había sido la primera señal de que algo no marchaba bien en la abadía, y Simón se asustó cuando unas ásperas manos lo agarraron del hombro y tiraron de él hacia atrás.
—¡Binabik! —pudo llegar a decir antes de que una gruesa palma se apretase contra su boca, y de que chocase por detrás con un cuerpo duro como la roca.
—¿Vawer es do kunde? —susurró en su oído una voz con acento rimmerio.
—¡Im tosdten-grukker! —Gruñó otra voz.
Inundado por un ciego terror, Simón abrió la boca tras la palma y mordió. Oyó un gruñido de dolor, y durante unos instantes su boca quedó libre.
—¡Ayúdame, Binabik! —chilló, y la mano volvió a posarse sobre sus labios y a apretarle hasta causarle dolor. Un segundo después sintió un impacto tras la oreja.
Todavía pudo sentir los ecos de su grito disipándose cuando el mundo se convirtió en agua ante sus ojos. La puerta de la Sala de los Viajeros oscilaba, y Binabik no vino.