La sangre de San Hoderund
Parecía que cada vez que Simón abría la boca para decir algo o para respirar profundamente se le llenaba de hojas. No importaba que se moviese o se agachase, no podía evitar las ramas que parecían recorrerle el rostro como las ávidas manos de los niños.
—¡Binabik! —se quejó—. ¿Por qué no podemos volver al camino? ¡Me estoy rompiendo en pedazos!
—No te quejes tanto. Pronto nos dirigiremos de nuevo hacia el camino.
Resultaba insoportable observar cómo el pequeño gnomo se abría paso a través de las enredadas ramas y arbustos. Para él era fácil decir «¡no te quejes!». Cuando más denso se hacía el bosque más ágil parecía ser Binabik, que se deslizaba suavemente por entre la espesura de los matorrales, mientras Simón iba tropezando por detrás. Incluso Qantaqa se abría paso con facilidad, apenas dejando muestras de su paso tras ella. El muchacho se sintió como si la mitad del bosque se le echase encima en forma de ramas rotas y espinas.
—Pero ¿por qué hacemos esto? Seguro que no nos llevaría mucho más tiempo seguir la senda alrededor del lindero del bosque de lo que me cuesta avanzar centímetro a centímetro.
Binabik llamó con un silbido a la loba, que había desaparecido de la vista. Pronto regresó, y mientras el gnomo esperaba a Simón le acarició el peludo cuello.
—Tienes mucha razón, Simón —dijo, a medida que se acercaba el joven—, nos tomaría más o menos el mismo tiempo. Pero —Binabik levantó un huesudo dedo con el que trazó en el aire un signo de admonición— existen otras consideraciones.
El chico supo que el otro esperaba una de sus preguntas. No la hizo, pero permaneció respirando agitadamente junto al hombrecillo e inspeccionando sus arañazos más recientes. Cuando el gnomo se dio cuenta de que Simón no picaba el cebo, sonrió.
—¿Por qué?, te preguntarás con curiosidad. ¿Qué «consideraciones» son ésas? La respuesta la tenemos a nuestro alrededor, en lo alto de cada árbol y debajo de todas las piedras. ¡Siente! ¡Huele!
El muchacho miró miserablemente a su alrededor. Todo lo que vio fueron árboles y zarzales, y más árboles. Finalmente gruñó.
—No, no, ¿es que ya no te quedan sentidos? —gritó Binabik—. ¿Qué clase de enseñanzas has recibido en esa especie de hormiguero, en ese castillo?
Simón levantó la mirada.
—Nunca dije que viviese en el castillo.
El hombrecillo volvió su rostro rápidamente para mirar el apenas visible camino de ciervos que habían seguido hasta el momento.
—Mira —dijo con voz dramática—, la tierra es un libro que debes aprender a leer. Cada cosa, por pequeña que sea —sonrió abiertamente—, tiene una historia que contar. Los árboles, hojas, musgos y piedras, todos han escrito en el libro cosas de maravilloso interés…
—Oh, no, por Elysia —se quejó Simón, y se derrumbó en el suelo para, a continuación, dejar caer la cabeza hacia adelante y descansar en sus rodillas—. Por favor, no me leas el libro del bosque ahora mismo, Binabik. Me duelen los pies y me arde la cabeza.
El gnomo avanzó hacia él hasta que su rostro estuvo a escasos centímetros del de Simón. Tras observar el revuelto y enredado cabello del joven, volvió a incorporarse.
—Creo que deberíamos descansar —dijo, tratando de ocultar su malestar—. Te hablaré de esas cosas en otro momento.
—Gracias —respondió Simón, con la cabeza sobre las rodillas.
Simón evitó tener que ir a cazar para conseguir algo que cenar con la excusa de quedarse dormido en el instante en que prepararon el campamento. Binabik se encogió de hombros, dio un largo trago de su bota de agua y otro similar de la de vino, e inició un corto paseo por el lugar. Qantaqa husmeaba vigilante a su lado.
Tras una no muy exquisita pero alimenticia cena a base de carne seca, echó las tabas con el acompañamiento de la profunda respiración de Simón. En la primera tirada consultó Pájaro sin Alas, Pez Espada y El Camino de Sombras. Inquieto, cerró los ojos y tarareó una tonada durante un rato mientras a su lado crecía el ruido de los insectos nocturnos. Cuando volvió a tirar las tabas, las dos primeras cambiaron a Antorcha en la Entrada de la Cueva y a Carnero, pero El Camino de Sombras volvió a aparecer, y los huesos estaban unos tan cerca de otros como los restos de algún delicado carnívoro. No había que seguir aquel resultado para tomar apresuradas decisiones —su maestro se lo había enseñado muy bien—, pero Binabik se durmió, finalmente, con sus utensilios y el bolso bien agarrados.
Cuando Simón se despertó, el gnomo se presentó ante él con una estupenda comida a base de huevos cocidos —de codorniz, dijo—, algunas bayas e incluso pálidos brotes de un árbol florecido, que demostraron ser comestibles y más bien dulces. La caminata de la mañana también pareció ser considerablemente más cómoda que la del día anterior. El terreno se iba haciendo más abierto, y los árboles aparecían más espaciados entre sí.
El hombrecillo había estado más bien callado durante toda la mañana. Simón estaba seguro de que la razón era el desinterés que había demostrado por su sabiduría. Bajaron por una larga y suave pendiente, con el sol de la mañana en su camino ascendente, y el muchacho se sintió impelido a decir algo.
—Binabik, ¿me explicarás hoy algo sobre el libro del bosque?
Su compañero sonrió, pero se trataba de una sonrisa más rígida y pequeña de lo que el chico estaba acostumbrado a ver en su rostro.
—Claro, amigo Simón, pero temo haberte causado una mala impresión. Mira, cuando hablo de la tierra como de un libro, no sugiero que debas leerlo para aumentar tu bienestar espiritual, como si de un tomo de religión se tratase, aunque poner atención sobre lo que te rodea es posible, a través de esta razón. No, me refiero más bien a un libro de física, algo que uno lee por el bien de su salud.
«Es en verdad sorprendente —pensó Simón— qué fácil le resulta confundirme a este amiguito, ¡y sin ni siquiera intentarlo!».
El muchacho dijo, en voz alta:
—¿Salud? ¿Libro de física?
El rostro de Binabik se puso repentinamente serio.
—Para tu vida o muerte, Simón. Ahora no estás en tu hogar. Tampoco estás en el mío, aunque sin duda yo resulto un huésped más preparado que tú. Ni siquiera los sitha, a pesar de las eras durante las que han observado al sol errar a través de los cielos, se atreven a reclamar a Aldheorte como suyo. —El gnomo se detuvo; depositó su mano sobre la muñeca de Simón y la apretó ligeramente—. Este lugar en que nos encontramos, este gran bosque, es el sitio más antiguo. Por ello tu gente lo llama Aldheorte, que significa viejo corazón; siempre ha sido el corazón de Osten Ard. Incluso esos árboles más jóvenes —y señaló a su alrededor con el bastón— ya se erguían contra los diluvios, el viento y el fuego, antes de que vuestro rey Juan fuese amamantado por primera vez en la isla Warinsten.
Simón miró a su alrededor, bizqueando.
—Otros —continuó Binabik—, hay otros, algunos de ellos los he visto, cuyas raíces se hunden en las profundidades del tiempo; más viejos que cualesquiera de los reinos del hombre o de los sitha, que llegaron a alcanzar la gloria para después hundirse en la oscuridad.
El hombrecillo volvió a apretar la muñeca de Simón, y éste miró hacia el fondo de la pendiente, a la inmensidad de los árboles; se sintió pequeño, infinitesimal, como un insecto trepando por la escarpada ladera de una montaña alta como las nubes.
—¿Por qué…, por qué me explicas todas esas cosas? —preguntó al fin, recobrando el aliento y luchando por contener las lágrimas.
—Porque —dijo Binabik, mientras le palmeaba el brazo— no debes pensar que el bosque, que el mundo entero, es algo parecido a las alamedas de Erchester. Debes observar, y debes pensar y pensar.
Un momento después el gnomo volvió a iniciar la marcha. Simón se tambaleó tras él. ¿Qué sería lo que había puesto todo eso allí? Ahora, la gran masa de árboles le pareció una muchedumbre hostil. Se sintió como si lo hubiesen abofeteado.
—¡Espera! —gritó—. ¿Pensar sobre qué?
Pero su compañero no aminoró el paso ni se volvió para responder a su pregunta.
—Vámonos —indicó Binabik. Su voz sonó seca—. Debemos apresurarnos. Con suerte llegaremos al Knock antes de que caiga la oscuridad. —Silbó a Qantaqa—. Por favor, Simón —añadió.
Y ésas fueron sus últimas palabras durante el resto de la mañana.
—¡Allí! —dijo Binabik, rompiendo por fin su silencio.
La pareja estaba en lo alto de un risco, y las copas de los árboles daban la impresión de ser una manta de color verde.
—El Knock.
Dos hileras de árboles se extendían bajo ellos, y más allá un océano de hierba que cubría las colinas, las cuales se veían perfiladas al sol del atardecer.
—Eso es Wealdhelm, o al menos las faldas de sus montes.
El gnomo señaló a la lejanía con el bastón. Los sombreados y destacados promontorios, redondeados como lomos de animales dormidos, parecían sólo a un tiro de piedra de distancia, a través de la verde extensión.
—¿A cuánta distancia están… las colinas? —preguntó Simón—. ¿Y cómo llegaremos hasta arriba? No me acuerdo de cómo se escala.
—No será necesario, Simón. El Knock es un lugar profundo, hundido como si alguien lo hubiese tirado ahí. Si puedes mirar hacia atrás —movió la mano hacia el otro lado del risco—, verás dónde nos encontramos ahora: estamos un poco más bajos que la llanura de Erchester. Y para dar repuesta a tu segunda pregunta, las colinas están muy lejos, pero la vista te hace creer que están más cercanas. La verdad es que será mejor que nos pongamos a andar si queremos llegar a un sitio donde acampar con algo de sol.
El gnomo trotó unos cuantos pasos a lo largo del risco.
—Simón —dijo, y al volverse el muchacho advirtió la tirantez que había en la mandíbula y la boca del hombrecillo—. Debo decirte que aunque las colinas Wealdhelm son como bebés comparadas con mis Mintahoq, para mí estar cerca de lugares altos es… como vino.
«De repente vuelve a ser como un niño», pensó Simón, observando cómo las cortas piernas de Binabik lo llevaban con rapidez pendiente abajo, entre los árboles… «No —cambió de opinión después—, no como un niño, eso es sólo el tamaño; pero sí como un joven, como alguien muy joven».
«A propósito, ¿qué edad tendrá?».
El gnomo, de hecho, cada vez se hacía más y más pequeño mientras Simón lo observaba. Finalmente maldijo en silencio y corrió tras él.
Descendieron con bastante rapidez a través de anchas y frondosas crestas, aunque de vez en cuando era necesario escalar un poco. A Simón no acabó de sorprenderlo la destreza que desplegaba Binabik, el cual saltaba más ligero que una pluma, levantaba menos polvo que una ardilla y mostraba una seguridad al poner los pies que el muchacho estuvo convencido de que ni siquiera los carneros de los qanuc eran capaces de demostrar. La agilidad de Binabik no lo sorprendió, pero sí la suya propia.
Parecía que se había recuperado un poco de sus anteriores privaciones, y unas cuantas buenas comidas habían conseguido recuperar al Simón que una vez había sido conocido en Hayholt como el «chico-fantasma», «el intrépido escalador de torres y saltamuros». Aunque no igualaba a su compañero nacido en las montañas, tuvo una buena impresión de su comportamiento. Qantaqa era la que padecía algunas dificultades, no porque sus patas no fuesen seguras, sino porque las escasas distancias que tenían que ser recorridas con cuidado —un juego de niños, si uno se cogía con las manos— resultaban demasiado altas para saltar. Enfrentada a aquellas situaciones gruñía un poco, más molesta que enfadada, y se alejaba para dar un rodeo y encontrar algún lugar por el que le resultase más fácil descender; después volvía a reunirse con ellos.
Cuando por fin hallaron un serpenteante camino de ciervos para bajar el último morón, el sol del atardecer se encontraba por debajo de la mitad del cielo, y calentaba sus cuellos a la vez que brillaba en sus rostros. Una tibia brisa agitaba las hojas pero no llegaba a secar el sudor de sus frentes. La capa de Simón, anudada alrededor de la cintura, le confería un aspecto tan ancho como si se hubiese engullido una gran comida.
Para su sorpresa, cuando alcanzaron las vertientes superiores de la pradera —el principio del Knock—, Binabik decidió girar hacia el nordeste, junto a la linde del bosque, en lugar de continuar recto, a través del susurrante y ondulante océano de hierba.
—¡Pero la ruta de Wealdhelm está al otro lado de las colinas! —dijo Simón—. Sería mucho más rápido si…
El gnomo levantó una mano y el chico se hundió en el silencio.
—Existe el más deprisa, Simón amigo, y existe lo que se llama ser rápido —explicó, y la alegre sensación de saber lo que decía, que descansaba en su tono de voz, casi, aunque no lo suficiente, incitó a Simón a añadir algo burlón e infantil, pero que le satisficiera de momento. No obstante, cerró su boca abierta y Binabik prosiguió—. ¿Ves?, creo que será estupendo…, ¿estupendez?…, ¿una estupendería?…, darnos un respiro esta noche en un lugar en el que podamos dormir en una cama y comer en una mesa. ¿Qué piensas de ello, eh?
Todo el resentimiento de Simón desapareció, como el vapor de una cazuela acabada de destapar.
—¿Una cama? ¿Vamos a un albergue?
Recordó la historia que le había contado Shem sobre el Pookah y Los Tres Deseos, y Simón supo cómo se sentía una persona con su primer deseo colmado…; hasta que de pronto recordó a la guardia erkyna y al ladrón colgado.
—A un albergue, no —Binabik rió a causa de la ansiedad del muchacho—, sino a un lugar tan bueno, o aun mejor. Es un sitio en el que serás alimentado y podrás descansar sin que nadie te pregunte quién eres o de dónde vienes.
El gnomo señaló más allá del Knock, hacia el lado más alejado de la parte posterior del bosque, en donde su perímetro parecía acabar en la base de las colinas Wealdhelm.
—Está por allí, aunque no se puede ver desde donde ahora estamos. Vamos.
«Pero ¿por qué no podemos ir a través del Knock? —se preguntó Simón—. Es como si Binabik no quisiera salir al descubierto, exponerse…».
El hombrecillo había vuelto a tomar el camino del nordeste, alejándose de la amplia llanura, para viajar por la sombra de Aldheorte.
«¿Y qué ha querido decir con que es un lugar en el que nadie pregunta…, todo eso…? ¿Acaso es él también un fugitivo?».
—¡Ve despacio, Binabik! —gritó.
De vez en cuando la blanca grupa de Qantaqa sobresalía por encima de la hierba, como si se tratase de una gaviota flotando en el agitado Kynslagh.
—¡Despacio! —volvió a gritar, ahora en voz más alta.
El viento recogió sus palabras y se las llevó por encima de los riscos erizados que había tras él.
Cuando Simón volvió a tenerlo frente a sí, con el sol a sus espaldas, Binabik se acercó a él y le palmeó el codo.
—Antes he estado un poco brusco contigo. No era mi intención hablar así. Discúlpame.
El gnomo miró al joven y luego dirigió sus ojos hacia donde se movía la cola de Qantaqa, por encima de la hierba, ahora aquí, ahora allá, como el banderín de un diminuto pero rápido ejército.
—No es nada… —empezó a decir el otro, pero su compañero lo interrumpió.
—Por favor, por favor, amigo Simón —replicó, con una nota de azoramiento en su voz—, no quería expresarme así. No diré nada más. —Levantó ambas manos junto a las orejas y las movió en un extraño gesto—. Deja que te diga algo sobre el lugar adonde vamos: San Hoderund de Knock.
—¿Eso qué es?
—Es un sitio en el que estaremos. Yo he estado allí muchas veces. Es un lugar de retiro…, un monasterio, como decís los aedonitas. Son amables con los viajeros.
Aquello era suficiente para Simón. Inmediatas visiones de grandes y altas salas, carne asada y limpios jergones se abrieron paso en su mente; un delirio de comodidades. Empezó a andar más deprisa, hasta casi correr.
—No es necesario ir tan rápido —le aconsejó Binabik—. Seguirán allí. —Echó una mirada al sol, todavía a algunas horas por encima del horizonte—. ¿Quieres que te diga algo del monasterio de San Hoderund? ¿O ya lo sabes?
—Explícame —replicó Simón—. Sé algo de esos lugares. Alguien a quien conocí estuvo una vez en la abadía de Stanshire.
—Bien, ésa es una abadía muy especial. Hay una historia sobre ella.
El muchacho enarcó las cejas, deseoso de escuchar.
—Hay una canción —dijo Binabik—, la «Trova de San Hoderund». Es mucho más popular en el sur que en el norte —por el norte me refiero a Rimmersgardia, no a Yiqanuc, mi hogar—, y el porqué resulta obvio. ¿Conoces algo sobre la batalla de Ach Samrath?
—Es donde los norteños, los rimmerios, vencieron a los hernystiros y a los sitha.
—Vaya, veo que al fin y al cabo algo de educación recibiste. Sí, Simón amigo, fue en Ach Sammrath donde los ejércitos de los sitha y de los hernystiros fueron barridos por Fingil Mano Roja. Pero hubo otras batallas anteriores, y una de ellas tuvo lugar aquí. —Estiró el brazo para abarcar la llanura que se extendía a su lado—. Esta tierra se llamaba de otra manera, entonces. Los Sitha fueron, supongo, los que mejor la conocían, y la llamaron Ereb Irigú, que quiere decir «Puerta Occidental».
—¿Quién la denominó el Knock? Es un nombre muy extraño.
—No lo sé con exactitud. Yo creo que el nombre rimmerio de la batalla es la raíz del actual. A este lugar lo llamaron Du Knokkegard, que quiere decir «El Osario».
Simón miró hacia atrás, a través de la hierba que se movía con suavidad, observando cómo hilera tras hilera se inclinaban bajo los pasos del viento.
—¿Osario? —preguntó, y un frío de premonición recorrió su ser.
«Siempre parece haber viento en este lugar —pensó—. Nunca cesa…, como si buscase algo perdido…».
—Osario, sí. Hubo muchas bajas por ambas partes en esa batalla. Esa hierba crece por encima de las tumbas de muchos miles de hombres.
«Miles, como un cementerio. Otra ciudad de los muertos bajo los pies de los vivos. ¿Lo sabrán ellos? —se preguntó de súbito—. ¿Nos oirán y nos odiarán por…, por estar al sol? ¿O tal vez serán más felices por ello?».
«Recuerdo cuando Shem y Rubén tuvieron que tumbar a Rim, el viejo caballo de labranza». Antes de que el mazo de Rubén el Oso cayese sobre él, Rim había levantado los ojos para mirar a Simón; unos ojos dulces, pero que sabían, pensó Simón. Sabían y no por ello parecían preocupados.
«¿Se sentiría así el rey Juan, al final, anciano como era, preparado para dormir, como el viejo Rim?».
—Hay una canción que cualquier trovador al sur de la Marca Helada puede cantar —dijo Binabik.
Simón movió la cabeza y trató de concentrarse, pero el susurro de la hierba y el silbido del viento le penetraban por los oídos.
—Yo, y tú también debes agradecérmelo, no cantaré ninguna canción —continuó el hombrecillo—, pero sobre san Hoderund sí explicaré algo, ya que es su casa adonde vamos.
Muchacho, gnomo y loba alcanzaron el punto más oriental del Knock y volvieron a torcer hacia la izquierda del sol. Caminaron entre la alta hierba; Binabik se quitó la chaqueta de piel y anudó las mangas en su cintura. La camisa que llevaba debajo era de blanca lana, desabrochada y holgada.
—Hoderund —empezó a decir— era un rimmerio de nacimiento que, tras muchas experiencias, se convirtió a la religión aedonita. Después fue hecho sacerdote por la Iglesia.
»Como se suele decir, ninguna puntada es importante hasta que la capa se deshace. No nos habría importado lo que hacía Hoderund, estoy seguro, si el rey Fingil Mano Roja y sus rimmerios no hubieran cruzado el río Vadoverde y por primera vez no hubieran penetrado en las tierras de los sitha.
»Ésta, al igual que la mayoría de historias importantes, es demasiado larga para contarla en una hora de caminata. Evitaré las explicaciones y te diré esto: los norteños habían barrido a todos los que se pusieron en su camino, y habían ganado varias batallas en su ruta hacia el sur. Los hernystiros, bajo el mando de su príncipe Sinnach, decidieron salirles al paso aquí —Binabik volvió a abarcar con sus manos la pradera bañada por el sol— y detenerlos en su violenta embestida de una vez por todas.
»Toda la gente y los sitha huyeron del Knock, temiendo ser aplastados entre los dos ejércitos; huyeron todos excepto Hoderund. La batalla, según parece, atrajo a los sacerdotes como a moscas, igual que a Hoderund. Fue a ver a Fingil Mano Roja en su tienda y le suplicó que se retirase, para así poder ahorrar las miles de vidas que iban a ser perdidas. Predicó, si puedo así decirlo, tonta y bravamente a Fingil, hablándole de las palabras de Jesuris Aedón sobre abrazar a tu enemigo y convertirlo en tu hermano.
«Fingil, y ello no debe causar sorpresa, lo tomó por un loco y se disgustó mucho al oír aquellas palabras en boca de otro rimmerio… Oh, ¿es eso humo?
El hombrecillo cogió a Simón por sorpresa al cambiar de tema —la narración de Binabik se había introducido en él y le había provocado una especie de insolación, de ensueño— y señaló hacia el lado más lejano del Knock. Lo cierto es que detrás de una serie de suaves colinas, la más alejada de las cuales parecía llevar la marca de estar cultivada, se elevaba una débil columna de humo.
—La cena, pienso —sonrió Binabik.
A Simón se le abrió la boca sólo de pensarlo. En aquella ocasión el gnomo también aceleró su paso. Volvieron a girar hacia el sol al curvarse en esa dirección el oscuro lindero del bosque.
—Como decía —resumió Binabik—, Fingil encontraba las nuevas ideas aedonitas de Hoderund de lo más ofensivo. Ordenó ejecutar al sacerdote, pero un soldado misericordioso lo dejó escapar.
»Pero lo que menos hizo Hoderund fue irse lejos. Cuando al fin ambos ejércitos se enfrentaron, corrió al campo de batalla y se puso entre rimmerios y hernystiros, blandiendo el Árbol y haciendo un llamamiento para que viviesen todos en la paz de Jesuris Dios. Atrapado entre dos furiosos ejércitos paganos, fue muerto con rapidez.
»Bueno —el gnomo alzó el bastón y atusó un alto manojo de hierba—, una historia cuya filosofía es difícil, ¿verdad? Al menos así nos resulta a nosotros, los qanuc, que preferimos ser ambas cosas, lo que vosotros llamáis pagano, y lo que yo llamo vivo. El lector de nabba, sin embargo, dijo que Hoderund era un mártir, y en los tempranos días de Erkynlandia dio a este lugar una iglesia y una abadía para la orden Hoderundiana.
—¿Fue una batalla terrible? —preguntó Simón.
—Los rimmerios llaman El Osario a este lugar. La última batalla que tuvo lugar en Ach Samrath tal vez fuera más sangrienta, pero allí existió traición. Aquí, en el Knock, fue cara a cara, espada contra espada, y la sangre corrió como el agua en los arroyos tras el primer deshielo.
El sol, que pendía bajo en el cielo, les daba de lleno en el rostro. La brisa del atardecer, que se había levantado un poco fuerte, combaba la larga hierba y hacía agitarse a los insectos, de forma que parecían bailar en el aire, como delgados puntos de luz dorada.
Qantaqa volvió hacia ellos a través del campo, y a su paso arrasaba la suave y siseante música que producían las briznas de hierba, unas contra otras, a causa de la acción del viento. Cuando empezaron a subir por una larga pendiente, la loba daba vueltas a su alrededor, levantaba la gran cabeza y lanzaba gruñidos excitados. Simón se protegió los ojos con la mano, pero no vio nada al otro lado de la subida, excepto las copas de los árboles del límite del bosque. Se volvió para preguntar a Binabik si les faltaba mucho para llegar, pero el gnomo llevaba la cabeza baja mientras andaban, con las cejas fruncidas en un gesto de concentración y sin hacer caso a Simón ni a la juguetona loba.
Pasaron algún tiempo en silencio, interrumpido únicamente por el roce que provocaba su paso a través de la alta hierba y por los ocasionales aullidos de Qantaqa. El vacío estómago de Simón lo obligó a volver a preguntar. No había empezado a abrir la boca cuando Binabik lo sorprendió al romper el silencio con una canción de tono fúnebre.
Ai-Ereb Irigú
Ka’ai shikisi aruya’a
shishei, shishei burusa’eya,
pikuuru n’dai-tu.
Mientras Simón subía la encrespada montaña batida por el viento, las palabras y el extraño tono en que fueron pronunciadas le parecieron un lamento de pájaros, una desolada llamada desde los altos, solitarios e implacables espacios del aire.
—Una canción sitha. —Binabik dirigió una extraña y tímida mirada al muchacho—. Yo no la canto muy bien. Trata de este lugar, en el que murieron los primeros sitha a manos del hombre, donde la sangre fue vertida por primera vez en tierras de los sitha a causa del afán guerrero del hombre.
Cuando hubo acabado de hablar tocó a Qantaqa con la mano, pues la loba le golpeaba la pierna con su gran hocico.
—¡Hinik aia! —le dijo—. Huele a gente y a comida en el fuego —murmuró el gnomo.
—¿De qué habla la canción? —preguntó Simón—. ¿Qué explica?
La extrañeza del canto todavía lo hacía estremecer, pero también le hacía advertir cuán grande era el mundo, y cuan poco llevaba visto, incluso en el atareado Hayholt. Se sentía pequeño, pequeño, más pequeño que el gnomo que trepaba a su lado.
—Dudo, Simón, de que las palabras sitha puedan ser verdaderamente cantadas en lenguas mortales, si se puede captar realmente su significado, ¿entiendes? Y lo que es peor, no es en la lengua de mi lugar de nacimiento en la estamos hablando tú y yo…, pero lo intentaré.
Continuaron andando unos momentos más. Qantaqa parecía haber acabado por aburrirse, o había pensado en algo mejor que compartir su entusiasmo lobuno con aquellos patanes humanos, y había desaparecido por la cresta de la pendiente.
—Éste, creo, es cercano a su significado —dijo Binabik, y luego recitó, más que cantó:
En la Puerta del Oeste,
entre el ojo del sol y los corazones
de los antepasados, cae una lágrima.
Una estela de luz,
una estela de luz que cae hacia la tierra,
para, al tocar hierro, convertirse en humo…
El hombrecillo rió.
—¿Ves?, en las manos de un experto gnomo conocedor del bosque la canción se convierte en palabras de pesada piedra.
—No —dijo Simón—. No llego a entenderla del todo…, pero me hace… sentir algo…
—Entonces está bien —sonrió Binabik—, pero no hay palabras en mí que puedan igualar las canciones propias de los sitha, y ésta en especial. Es una de las más largas y de las más tristes. También se dice que el rey-erl Iyu’unigato fue el que la compuso, horas antes de ser asesinado por…, por… ¡Ah! ¡Mira, hemos llegado a la cima!
Simón levantó la vista: la verdad es que casi habían llegado a la cima de la elevada pendiente, y el mar sin fin de las apretadas copas de los árboles de Aldheorte se extendían ante ellos.
«No creo que deje de hablar por ello —pensó el muchacho—. Me parece que estaba a punto de decir algo que no deseaba…».
—¿Cómo aprendiste a cantar canciones sitha, Binabik? —preguntó mientras ascendían los últimos pasos hasta llegar a la ancha cima de la colina.
—Hablaremos de ello, Simón —replicó el gnomo, mirando a la lejanía—, pero ahora, ¡mira! ¡Ahí abajo está San Hoderund!
Empezaba a escasamente un tiro de piedra por debajo de ellos y trepaba por la pendiente del monte como musgo que creciese en un viejo árbol: hileras e hileras de cuidadas y espaciadas viñas. Estaban separadas unas de otras por terrazas horizontales excavadas en la falda de la colina, y los bordes aparecían redondeados, como si hubieran dado forma al suelo hacía ya mucho tiempo. Había caminos que circulaban por entre las viñas y serpenteaban por la pendiente tan sinuosamente como las mismas cepas. En el valle que se extendía abajo, resguardado a un lado por esta primera y pequeña estribación de las colinas Wealdhelm, y al otro por la oscura frontera del bosque, se veía una densa formación de parcelas y terreno cultivable, con la meticulosa simetría de un manuscrito iluminado. Algo más lejos, apenas visible al otro lado del monte, estaban situadas las pequeñas dependencias de la abadía, una desigual pero bien cuidada colección de cobertizos de madera y una extensión de campo vallado, ahora vacío de vacas u ovejas. Una puerta, el único y pequeño objeto que se movía en el impresionante panorama, oscilaba de lado a lado.
—Sigue los caminitos, Simón, y pronto estaremos ante comida caliente, y tal vez también probemos algo de la cosecha de vino del monasterio.
Binabik bajó con un caminar rápido. En escasos momentos, ambos compañeros se abrieron paso entre las cepas, mientras Qantaqa, molesta por la lenta travesía de sus compañeros, corría colina abajo, saltando por encima de las retorcidas cepas sin tocar un sarmiento o aplastar una sola uva bajo sus grandes y fuertes patas.
Observando sus pies mientras corría por el camino hacia abajo, y sintiendo cómo resbalaban a cada gran zancada que daba, Simón advirtió, más que vio, una presencia ante él. Pensó que el gnomo se había detenido a esperarlo y levantó la vista con amarga expresión, dispuesto a decir algo sobre mostrar compasión por la gente que no ha crecido en una montaña. En lugar de ello, cuando sus ojos se encontraron frente a la forma de pesadilla que había ante él, no tuvo más remedio que gritar y dar un traspié, lo que lo hizo caer sobre el trasero e ir a parar a dos pasos camino abajo.
Binabik lo oyó gritar y se volvió; echó a correr colina arriba para encontrar a Simón sentado en el polvo bajo un enorme y harapiento espantapájaros, que colgaba de una gran estaca, con su crudo y pintado rostro totalmente borrado por la acción del viento y la lluvia. Después observó cómo Simón se miraba las doloridas manos, en el camino. El gnomo no se rió hasta que hubo ayudado al muchacho a incorporarse, cogiéndolo con sus pequeñas y fuertes manos del codo y levantándolo; pero entonces ya no pudo aguantarse más. Se dio la vuelta y empezó a descender de nuevo, dejando a Simón temblando de rabia mientras los apagados sonidos de la risa del hombrecillo flotaban hacia él.
El chico se sacudió el polvo de los calzones y comprobó que los dos bultos, flecha y manuscrito, continuaban en su cinturón sin haber sufrido ningún daño. Resultaba obvio que Binabik no había visto al ladrón que colgaba en el cruce, pero él sí había estado allí, donde el sitha colgaba en la trampa del leñador. ¿Por qué, entonces, tenía que reírse del susto que se había llevado Simón?
Se sintió muy tonto, pero al mirar de nuevo al espantapájaros todavía tuvo un presagio que lo estremeció. Se acercó a él, agarró el saco vacío de la cabeza —áspero y frío al tacto— y lo dobló por encima, hasta esconderlo bajo la harapienta capa que pendía a la espalda del muñeco, para que los ojos vacíos se mantuviesen ocultos. Y ya podía reírse el gnomo todo lo que quisiera.
Binabik, ya más apaciguado, lo esperaba algo más abajo. No se disculpó, pero palmeó a Simón en la muñeca y sonrió. Éste le devolvió la sonrisa, aunque más pequeña que la del hombrecillo.
—Cuando estuve aquí hace tres meses —explicó Binabik—, en mi viaje hacia el sur, comí la mejor carne de venado. A los hermanos les es permitido tomar algunos ciervos del bosque del rey para ayudar a los viajeros, y a ellos mismos, no es necesario decirlo. Ah, allí está…, ¡y hay humo!
Habían alcanzado la última curva de la colina; el lastimero sonido de la puerta que se balanceaba estaba justo debajo de ellos. Enfrente y bajo la pendiente se extendían los apretados techos de paja de la abadía. El humo se elevaba, como un delgado penacho flotando en forma de remolino, y se disipaba en el viento por encima de la colina. Pero no provenía de ninguna chimenea.
—Binabik… —dijo Simón, lleno de sorpresa que se iba convirtiendo en alarma.
—Quemada —susurró aquél—. O quemándose. ¡Hija de las Montañas…!
La puerta oscilaba hasta cerrarse para, a continuación, volver a abrirse.
—Ha sido un terrible huésped el que ha visitado la casa de San Hoderund.
Para Simón, que nunca había visto la abadía, le pareció que los restos calcinados indicaban que la historia del Osario explicada por Binabik había vuelto a resucitar. Como durante las terribles horas que había pasado errando por los laberínticos túneles del castillo, sintió las garras del pasado abrirse paso para enterrar el presente en un oscuro lugar, inmerso en el pesar y el miedo.
La capilla, el edificio principal de la abadía y la mayor parte de las construcciones habían sido reducidos a humeantes piras. Las chamuscadas vigas de los techos, con su carga de zarzas y paja quemada, permanecían expuestas ante el irónico cielo de primavera como las ennegrecidas costillas de la víctima de un banquete de algún dios hambriento. Esparcidos por los alrededores, como dados lanzados por el mismo dios, aparecían los cuerpos de al menos una veintena de hombres, con los ropajes tan destrozados y tan vacíos de vida como el espantapájaros de la cima de la colina.
—¡Por las Piedras de Chukku…! —suspiró Binabik, que también lo observaba todo, y se dio unos golpes en el pecho con la palma de la mano. El gnomo dio unos pasos, se quitó el bolso del hombro y emprendió una carrera colina abajo. Qantaqa aulló y lo siguió llena de excitación justificada.
—Espera —dijo Simón, casi en un susurro—. ¡Espera! —llamó, y salió detrás de ellos—. ¡Regresa! ¿Qué es lo que haces? ¡Te van a matar!
—¡Horas hace de esto! —exclamó Binabik sin volverse.
Simón lo vio inclinarse brevemente sobre el primer cuerpo que encontró. Un momento después continuó hacia adelante.
Boqueando, con el corazón lleno de miedo a pesar de la obvia verdad que había en las palabras del hombrecillo, Simón miró el mismo cuerpo al pasar. Se trataba de un hombre con un hábito negro, daba la impresión de ser un monje; el rostro permanecía oculto, aplastado contra la hierba. La punta de una flecha aparecía por la parte posterior del cuello. Las moscas revoloteaban y se paseaban por la sangre seca.
Unos cuantos pasos después, el muchacho tropezó y cayó sobre una camino de grava, por lo que se lastimó las palmas de las manos. Cuando vio en lo que había tropezado y advirtió las moscas, que volvían a instalarse en los ojos vueltos hacia arriba, se encontró violenta y atrozmente enfermo.
Cuando Binabik lo encontró, Simón estaba arrebujado a la sombra de un castaño. La cabeza del joven se movía sin orden ni concierto, y el gnomo, como una tierna y eficiente madre, le secó con un puñado de hierba la bilis que colgaba de la barbilla. El hedor a putrefacción estaba en todas partes.
—Malo es esto. Malo. —Binabik tocó el hombro de Simón con suavidad, como para asegurarse de que el joven era real; después se sentó en cuclillas y entrecerró los ojos para resguardarse de los últimos rayos rojos del sol—. No puedo encontrar a nadie vivo aquí. Monjes en su mayor parte, todos vestidos con ropas de la abadía, pero también hay otros.
—¿Otros…? —La voz de Simón era un gorjeo.
—Hombres con ropas de viaje… Hombres de la Marca Helada; tal vez se detuvieron aquí durante la noche, aunque hay una buena cantidad de ellos. Algunos llevan barbas, y a mí me parece que son rimmerios. Es muy extraño.
—¿Dónde está Qantaqa? —preguntó el muchacho, débilmente.
Simón se sorprendió al preocuparse por la loba, aunque, de todos ellos, seguramente era la que menos peligro corría.
—Anda por ahí husmeándolo todo. Está muy excitada.
El chico se percató de que Binabik había desmembrado el bastón y de que en su cinturón aparecía la sección del cuchillo.
—Me pregunto —dijo el gnomo, mientras miraba elevarse el humo y Simón se incorporaba— qué es lo que habrá provocado esto. ¿Bandidos? ¿Una especie de batalla por motivos religiosos, pues he oído que es algo frecuente entre vosotros, los aedonitas, o qué? Lo más curioso…
—Binabik… —Simón carraspeó y escupió. Su boca le sabía como las botas de un porquerizo—. Estoy asustado.
En algún lugar, a lo lejos, se oyó el aullido de Qantaqa, un sonido sorprendentemente agudo.
—Asustado… —La sonrisa del hombrecillo era tan delgada como un hilo de bramante—. Asustado es como debes sentirte.
Aunque el rostro del gnomo aparecía despejado y sin aparente preocupación, una especie de sorprendente indefensión acechaba tras sus ojos. Aquello espantó a Simón más que ninguna otra cosa. Había algo más: una ligera indicación de resignación, como si todo aquel desagradable asunto no le hubiera resultado inesperado.
—Pienso… —empezó a decir Binabik, cuando de repente el aullido de Qantaqa se elevó en un agudo crescendo. El hombrecillo se enderezó—. Ella ha encontrado algo —dijo, y levantó al asustado joven con un fuerte tirón de la muñeca—. O algo la ha encontrado a ella…
Con Simón tambaleándose tras él, Binabik se encaminó en dirección a los aullidos. Mientras corría, movió los dedos hacia la cerbatana para colocar algo en el interior. El muchacho supuso que aquel dardo estaría impregnado de la sustancia viscosa y oscura.
Corrieron y atravesaron los terrenos de la abadía, alejándose del desastre, y se metieron en el huerto, tras los angustiosos aullidos de Qantaqa. De los árboles cayó una lluvia de flores de manzano; el viento las empujó a lo largo del borde del bosque.
A menos de diez pasos, en el interior del bosque, vieron a Qantaqa, con los pelos erizados y aullando tan profundamente que Simón pudo sentirlo en el estómago. Había cogido a un monje y lo mantenía arrinconado contra el tronco de un álamo. El hombre blandía en alto el Árbol de su pecho, como si pidiese que un rayo fulminara a la bestia que tenía frente a sí. A pesar de su heroica resistencia, la palidez extrema de su rostro y el temblor de sus brazos indicaban que no esperaba que apareciese ningún rayo. Los ojos fuera de las órbitas y exagerados por el miedo estaban fijos en Qantaqa, y todavía no se había apercibido de la presencia de los recién llegados.
—… Aedonis Fiyellis extulanin mei…
Los anchos labios se movían entre convulsiones; las sombras de las hojas moteaban su rosado cráneo.
—¡Qantaqa! —gritó Binabik—. ¡Sosa!
El gnomo golpeó el bastón hueco contra el muslo. El golpe produjo un eco. Con el último gruñido, Qantaqa bajó la cabeza y corrió hacia él. El monje miró a Simón y a Binabik como si le causasen tanto terror como la loba, retrocedió y cayó de espaldas sobre el suelo. Se sentó con la asombrada expresión de un niño que se ha hecho daño, pero que todavía no se ha dado cuenta de que quiere llorar.
—Jesuris el misericordioso —dijo de forma atropellada mientras la pareja se acercaba a él—. Misericordioso Jesuris. —Una mirada salvaje apareció en sus ojos saltones—. ¡Dejadme, monstruos paganos! —gritó y trató de ponerse en pie—. ¡Bastardos asesinos, paganos bastardos! —El pie le patinó y volvió a encontrarse sentado en el suelo, mientras murmuraba—: Un gnomo, un gnomo asesino…
El rostro del monje empezó a recuperar el color. Volvió a respirar lleno de convulsiones, y pareció como si quisiera llorar.
Binabik se detuvo. Agarró a Qantaqa por el cuello y le hizo un gesto a Simón, indicándole que siguiera avanzando.
—Ayúdalo.
El chico caminó despacio, mientras trataba de componer en su rostro algo parecido a una mueca amistosa, como la de un amigo que se acerca para ayudar; pero le resultaba harto difícil, pues su propio corazón latía bajo las costillas como un pájaro carpintero.
—Todo va bien —dijo—, todo va bien.
El monje se había cubierto el rostro con la manga del hábito.
—Ahora que los habéis matado a todos, también queréis matarnos a nosotros —gritó, y su voz, aunque apagada, tenía un acento más de autocompasión que de miedo.
—¡Es un rimmerio! —exclamó Binabik—. Te lo digo por si no lo habías oído difamar a los qanuc cuando hemos llegado. ¡Bah! —El gnomo emitió un sonido cíe disgusto—. Ayúdalo, amigo Simón, y llevémoslo a la luz.
El muchacho agarró al hombre por el huesudo codo y con gran trabajo consiguió ponerlo en pie; pero cuando trató de guiarlo hacia el gnomo, el monje se deshizo de él.
—¿Qué es lo que haces? —gritó, mientras se palpaba el pecho en busca del Árbol—. ¿Quieres que abandone a los otros? ¡No, no lo haré, aléjate de mí!
—¿Otros?
Simón se volvió con rostro inquisitivo hacia su compañero. Éste se encogió de hombros y acarició las orejas de la loba. Qantaqa pareció sonreír, como si el espectáculo la divirtiese.
—¿Hay alguien más vivo? —preguntó amablemente el joven—. Os ayudaremos, y a los demás también, si podemos. Yo me llamo Simón y éste es mi amigo Binabik.
El monje lo miró con la sospecha reflejada en sus ojos.
—Creo que ya conocéis a Qantaqa —añadió, y de inmediato se sintió arrepentido por el chiste—. Venid, ¿quién sois? ¿Dónde están esos otros de quienes habláis?
El superviviente, que empezaba a recuperar la compostura, lo observó con una larga y desconfiada mirada; después se volvió para observar al gnomo y a la loba. Cuando se dirigió de nuevo a Simón, una parte de la tensión había abandonado su rostro.
—Si en verdad eres… un buen aedonita que actúa por caridad, os pido perdón. —El tono de su voz era rígido, como si no estuviera acostumbrado a pedir excusas—. Soy el hermano Hengfisk. ¿Ese lobo… —desvió la mirada hacia un lado— os acompaña?
—Sí, ella nos acompaña —dijo Binabik con tono severo, antes de que Simón pudiese responder—. Es malo que os haya asustado, rimmerio, pero debéis daros cuenta de que no os ha hecho daño alguno.
Hengfisk no le contestó.
—He abandonado mis responsabilidades para con mis dos compañeros durante demasiado tiempo —explicó el monje a Simón—. Ahora debo ir junto a ellos.
—Iremos con vos —replicó el joven—. Tal vez Binabik pueda ayudar. Es muy hábil con hierbas y esas cosas.
El rimmerio enarcó un poco las cejas, lo que provocó que sus ojos pareciesen aun más saltones. En sus labios apareció una amarga sonrisa.
—Es un amable pensamiento, muchacho, pero temo que el hermano Langrian y el hermano Dochais no van a poder ser ayudados por ninguna… cataplasma de los bosques.
El monje giró sobre sus talones y se alejó, más bien inseguro, hacia lo profundo del bosque.
—¡Esperad! —exclamó Simón—. ¿Qué pasó en la abadía?
—No lo sé —respondió Hengfisk sin volverse—. No me encontraba allí.
El muchacho miró a Binabik en busca de ayuda, pero el gnomo no hizo nada. En lugar de seguirlo, llamó al renqueante monje.
—¿Hermano Hangfish?[6]
El monje se dio la vuelta, furioso.
—¡Mi nombre es Hengfisk, gnomo!
Simón se dio cuenta de lo deprisa que el rostro del hermano recuperaba el color.
—Sólo lo estaba traduciendo para mi amigo —el hombrecillo sonrió, mostrando su dentadura amarillenta—, que no habla la lengua de Rimmersgardia. Decís que no sabéis lo que ha sucedido. ¿Dónde estabais mientras vuestros hermanos eran aniquilados?
El superviviente pareció a punto de contestar algo, pero en lugar de ello levantó una mano y cogió el Árbol. Un momento después, dijo con voz tranquila:
—Venid y veréis. No tengo secretos para ti, gnomo, ni para mi Dios.
El monje emprendió la marcha.
—¿Por qué lo haces enfadar? —susurró Simón—. ¿Es que no han sucedido ya suficientes cosas por hoy?
Los ojos de Binabik eran como rendijas, pero no por ello había borrado la sonrisa del rostro.
—Tal vez no haya sido demasiado amable, Simón, pero ya has oído cómo hablaba. También has visto sus ojos. No dejes que te engañe sólo por vestir un hábito de religioso. Nosotros, los qanuc, nos hemos despertado muchas veces en la noche y hemos visto ojos como los de Hengfisk mirándonos, con antorchas y hachas. Tu Jesuris Aedón no ha hecho desaparecer del todo ese odio que guarda su corazón norteño.
Binabik produjo un chasquido con la lengua para que Qantaqa lo siguiese, y partió tras el monje.
—¡Pero escúchate tú también! —dijo Simón, mirándolo a los ojos—. Tú también estás lleno de odio.
—Ah —el gnomo levantó un dedo ante su rostro, que ahora parecía vacío de toda expresión—, pero es que yo no hago ostentación de creer en vuestro, y perdona la expresión, confuso Dios de Misericordia.
El muchacho aspiró como para decir algo, pero lo pensó mejor y mantuvo la boca cerrada.
El hermano Hengfisk se giró en una ocasión y acusó su presencia en silencio. No volvió a hablar durante un rato. La luz que se filtraba a través de las hojas disminuía rápidamente; en poco tiempo la forma angulosa y vestida de negro del monje fue poco más que una sombra que se movía ante ellos.
—Aquí —dijo.
El rimmerio los condujo alrededor de la base de un gran árbol caído, cuyas ramas expuestas a la luz parecían una gran escoba más que otra cosa: una escoba que hubiera encendido la imaginación de Raquel el Dragón sobre heroicos y legendarios barridos.
El irónico pensamiento de Simón sobre Raquel, unido a los eventos de aquel día, le produjo una añoranza tan fuerte de su hogar que casi se cayó; tuvo que cogerse con la mano a la rugosa corteza del árbol para evitar ir al suelo.
Hengfisk estaba arrodillado y alimentaba con ramas una pequeña hoguera que brillaba en un agujero poco profundo. Tendidos junto al fuego, uno a cada lado, al abrigo de un tronco, había dos hombres.
—Éste es Langrian —dijo el monje, indicando al de la derecha, cuyo rostro aparecía oscurecido casi por completo a causa de un vendaje lleno de sangre hecho de arpillera—. Yo lo encontré; era el único que vivía cuando volví a la abadía. Creo que Aedón se lo llevará pronto.
Incluso en la tenue luz Simón vio que la piel del hermano Langrian era pálida, del color de la cera. Hengfisk tiró otro palo a la hoguera, mientras Binabik, sin mirar al rimmerio, se arrodillaba junto al herido y empezaba a examinarlo con cuidado.
—El otro es Dochais —añadió Hengfisk, y señaló al otro hombre, que permanecía desmayado como el primero, pero sin heridas visibles—. Fue a él a quien fui a buscar cuando no volvió esta tarde. Mientras regresaba con Dochais, cargando con él —había algo de amargo orgullo en su tono de voz—, encontré…, encontré a todos los demás muertos. —Hizo el signo del Árbol sobre su pecho—. A todos excepto a Langrian.
Simón se acercó más al hermano Dochais, un joven delgado con la gran nariz y la azulada y poblada barba de los hernystiros.
—¿Qué le ocurrió? —preguntó.
—No lo sé, muchacho —respondió el monje—. Está loco. Cogió unas fiebres del cerebro —acabó de decir, y siguió buscando madera para la hoguera.
Simón observó a Dochais durante un momento, percibiendo su dificultosa respiración y el ligero temblor que se apreciaba en sus delgados párpados. Cuando se volvió para mirar a Binabik, que quitaba delicadamente el vendaje a Langrian, una mano blanca salió como una serpiente del negro manto que había junto a él y lo cogió de la pechera con un poderoso zarpazo.
Dochais, con los ojos todavía cerrados, se había puesto rígido, y tenía la espalda tan combada que su cintura se levantaba del suelo. La cabeza estaba caída hacia atrás y giraba de lado a lado.
—¡Binabik! —gritó el muchacho, lleno de terror—. Él…, él…
—¡Aaaahhh!
La voz que surgió de la rígida garganta de Dochais estaba llena de dolor.
—¡El carro negro! ¡Mira, viene a buscarme!
El monje volvió a retorcerse violentamente, como un pez fuera del agua, y sus palabras provocaron a Simón una sensación de horror.
«La cima de la colina…, recuerdo algo…, y el crujir de las ruedas negras… Oh, Morgenes, ¿qué es lo que hago aquí?».
Instantes después, mientras Binabik y Hengfisk miraban llenos de sorpresa desde el otro lado de la hoguera, Dochais había tirado de Simón, hasta que el rostro del joven casi tocó los rasgos llenos de pavor del hernystiro.
—¡Me llevan de regreso! —siseó el hermano—, de regreso a…, de regreso a… ¡ese horrible lugar!
De una forma horrible, sus ojos se abrieron hasta casi salirse de las órbitas y miró sin ver en los ojos de Simón, a apenas un palmo de distancia. El chico no podía escapar de sus manos, aunque ahora estaba Binabik junto a él para tratar de liberarlo.
—¡Tú lo sabes! —gritó Ducháis—. ¡Tú sabes lo que es! ¡Estás marcado como yo! ¡Las vi cuando pasaron, vi a las Zorras Blancas! ¡Aparecieron en mi sueño! ¡Su amo las envió para helar nuestros corazones y llevarse nuestras almas en su negro carro!
Y entonces el muchacho se soltó, boqueando y sin dejar de sollozar. Binabik y Hengfisk ayudaron al sobresaltado monje hasta que cesó en sus espasmos. El silencio regresó al oscuro bosque y rodeó el pequeño fuego como las simas de la noche abrazan a una estrella moribunda.