18

Una red de estrellas

Aunque lleno de ampollas, descalzo y vestido con harapos, Simón consiguió, poco a poco, vencer la sensación de desesperación que lo invadía. Tanto su mente como su cuerpo se hallaban en mal estado a causa del infortunio, y había desarrollado una mirada asustadiza y un estar acobardado —nada de lo cual le había pasado inadvertido a su nuevo compañero—, pero había conseguido apartar un poco el latente horror que palpitaba en él; de momento se había convertido en otro amargo recuerdo. La inesperada compañía lo ayudaba a soportar el dolor que sentía por sus amigos desaparecidos y por su hogar perdido, al menos en la medida en que se lo permitía. Una gran parte de sus pensamientos y sentimientos secretos continuaba aferrada al pasado. Todavía tenía sospechas y no se atrevía a confiar de nuevo para arriesgarse a perder más.

Caminaba a través de los fríos senderos del bosque, llenos del trinar de los pájaros, y Binabik le explicaba que había bajado desde su encumbrado hogar en Yiqanuc, como solía hacer una vez al año, por «negocios»: una serie de mandados que lo llevaban hasta el Hernystir oriental y a Erkynlandia. Simón dedujo que todo ello implicaba algún tipo de comercio.

—Pero ¡ah, mi joven amigo, cuánta agitación he encontrado durante esta primavera! ¡Vuestras gentes están muy trastornadas, muy asustadas! —Binabik agitó las manos para acompañar sus palabras—. En las provincias más remotas el rey no es muy popular. Y en Hernystir le temen. Por todas partes se ve hambre e indignación. La gente tiene miedo de viajar; los caminos ya no son seguros. Bueno —sonrió—, si quieres que te diga la verdad, los caminos nunca fueron seguros, al menos en las zonas más aisladas; pero es cierto que las cosas están empeorando en el norte de Osten Ard.

Simón observaba cómo el sol del mediodía enviaba columnas de luz a través de los troncos de los árboles.

—¿Has viajado alguna vez hacia el sur? —preguntó.

—Si te refieres al sur de Erkynlandia, mi respuesta es sí, en una o dos ocasiones. Pero, por favor, recuerda: en mi pueblo, casi todo lo que es dejar Yiqanuc significa «viajar hacia el sur».

Simón no ponía demasiada atención en las palabras de Binabik.

—¿Siempre viajas solo? ¿Va…, va…, va Qantaqa contigo?

El gnomo volvió a sonreír.

—No. Fue hace mucho tiempo, antes de que mi amiga loba naciera, cuando…

—¿Cómo conseguiste… tener la loba? —interrumpió Simón.

Binabik respondió con un siseo de desaprobación.

—¡Resulta muy difícil contestar preguntas cuando se sufren continuas interrupciones a base de más preguntas!

El muchacho trató de parecer compungido, pero la verdad es que sentía la primavera como un pájaro siente el viento en sus alas.

—Lo lamento —dijo—. Ya me lo han dicho antes…, un amigo…, que hacía demasiadas preguntas.

—No es que sean «demasiadas» —replicó el hombrecillo, y usó su bastón para apartar de su paso una rama baja—, es que las haces unas sobre otras —y dejó escapar una risotada—. Y ahora, ¿qué quieres que yo responda?

—Oh, lo que tú prefieras. Decide —replicó Simón, sumiso, y pegó un salto cuando el gnomo lo golpeó ligeramente en la muñeca con el bastón.

—Me gustaría que no fueses tan obsequioso. Esto parece un trato de mercaderes que venden bienes de mala calidad. Estoy seguro de preferir un sinfín de estúpidas preguntas antes que eso.

—¿Ob… seq…?

—Obsequioso. Adulador, engrasar con aceite. No es de mi agrado. En Yiqanuc decimos: «Manda al hombre con lengua aceitosa que vaya y lama los zapatos de nieve».

—¿Qué significa?

—Quiere decir que no nos gustan los aduladores. ¡No te preocupes! —Binabik volvió la cabeza y rió, con el negro cabello revuelto y los ojos casi ocultos sobre las mejillas—. ¡No te preocupes! Hemos vagado tanto como el perdido Piqipeg; vagado en nuestra conversación, quiero decir. No, no preguntes nada. Nos detendremos aquí para descansar y te explicaré cómo encontré a mi amiga Qantaqa.

Escogieron una gran piedra, una de granito que parecía florecer del suelo del bosque como un puño moteado, con la parte superior salpicada por la luz del sol.

El joven y el gnomo se subieron a ella para tumbarse en lo alto. A su alrededor, el bosque permanecía silencioso; el polvo levantado a su paso se iba posando poco a poco. Binabik rebuscó en el bolso y extrajo una tira de carne seca y una bota de fino y amargo vino. Simón mascaba y se quitó los zapatos para menear los dedos al calor del sol. Binabik miró el calzado con ojos llenos de preocupación.

—Debemos encontrar otra cosa. —Señaló el destrozado y ennegrecido cuero—. El alma de un hombre está en peligro cuando le duelen los pies.

Simón rió la frase del gnomo.

Pasaron un rato en silencio, contemplando el bosque que los rodeaba, el animado verdor de Aldheorte.

—Bien —dijo el hombrecillo, al cabo de unos momentos—, la primera cosa que hay que comprender es que mi pueblo no sólo no rehúye la compañía de los lobos, sino que no resulta extraño tener amistad con ellos. Gnomos y lobos han vivido unos con otros durante miles de años, y nosotros mismos nos quedamos a solas con ellos la mayor parte del tiempo.

»Nuestros vecinos, si es que se puede utilizar un término tan educado, los peludos hombres de Rimmersgardia, piensan que el lobo es un animal peligroso y que tiende a la traición. ¿Estás familiarizado con los hombres de Rimmersgardia?

—Oh, sí. —Simón estuvo encantado de entrar en la conversación—. Están por todo Hay… —se calló—, en Erchester. He hablado con muchos de ellos: llevan barbas muy largas —añadió, para demostrar su familiaridad.

—Humm. Bien, pues como vivimos en las altas montañas, nosotros, los qanuc, nosotros, los gnomos, y como no matamos a los lobos, los rimmerios piensan que somos medio demonios y medio animales. En sus congelados y violentos cerebros —Binabik compuso una mirada de cómico disgusto—, existe el pensamiento de que el pueblo gnomo es mágico y malo. Ha habido sangrientas luchas, muchas, muchas, entre rimmerios, los llamamos croohok, y mi pueblo qanuc.

—Lo lamento —dijo Simón, que se sentía culpable de la admiración que había sentido por el viejo duque Isgrimnur, el cual, por el contrario, no parecía ser del tipo que masacra inocentes gnomos, aunque tenía la reputación.

—¿Sentirlo? No tienes por qué. Yo mismo soy de la opinión de que los hombres y las mujeres de Rimmersgardia son torpes, estúpidos y sufren de ser excesivamente altos, pero no creo que encarnen el mal, ni deseo verlos muertos. Ahhh —suspiró el gnomo, sacudiendo la cabeza como un sacerdote filósofo en una taberna a punto de cerrar—, los rimmerios me resultan incomprensibles.

—¿Qué me explicabas sobre los lobos? —preguntó Simón, y se maldijo de inmediato por haber interrumpido a su compañero.

A Binabik no pareció importarle en esta ocasión.

—Mi pueblo vive en las escarpadas Mintahoq, llamadas por los rimmerios «Montañas de los Gnomos». Montamos en los lanudos carneros de ágiles pezuñas; los criamos desde que apenas son algo más que una piel hasta que son lo bastante grandes como para llevarnos a través de los pasos de las montañas. Simón, no hay nada en este mundo como ser un jinete de carneros de Yiqanuq. Sentarte en tu montura, cruzar los desfiladeros del Techo del Mundo…, brincar por la inmensidad de los profundos abismos de las montañas, tan profundos que si tiras una piedra tardará casi medio día en estrellarse contra el fondo…

Binabik sonrió y compuso una mueca llena de feliz ensoñación. Simón trató de imaginarse tales alturas y se sintió algo mareado, por lo que tuvo que posar las palmas de las manos sobre la roca para sentirse seguro. Miró abajo. La parte superior de la piedra sólo estaba a una distancia comparable a la altura de un hombre.

—Qantaqa era un cachorro cuando la encontré —continuó el hombrecillo—. Su madre había sido asesinada, con toda probabilidad, o había perecido víctima del hambre. Me gruñó cuando la descubrí; era como una bola de pelo blanco que sólo se diferenciaba de la nieve por su negro morro. —Binabik sonrió—. Sí, ahora es gris. Los lobos, al igual que la gente, cambian a menudo de color a medida que crecen. Yo me encontré… enternecido por su esfuerzo al tratar de defenderse, y me la llevé conmigo. Mi maestro… —Hizo una pausa. El agudo grito de un arrendajo llenó el espacio vacío—. Mi maestro decía que si la había recogido de los brazos de Qinkipa, La Diosa de la nieve, entonces había asumido los deberes de un padre. Mis amigos pensaron que yo no sería lo bastante sensible. ¡Ja!, les dije. Enseñaría a la loba a llevarme como si fuese un carnero con cuernos. Nadie lo creía, pues era algo que nunca antes había sucedido. Son muchas las cosas que nunca habían sucedido con anterioridad…

—¿Quién es tu maestro?

Bajo ellos, Qantaqa, que había dormitado en una zona bañada por el sol, rodó sobre la espalda y estiró las patas; el blanco pelo de la panza era grueso como una capa real.

—Eso, Simón, es otra historia que se puede contar, pero hoy no. A pesar de ello, y para acabar, te diré que enseñé a Qantaqa a llevarme. El adiestramiento fue… —Binabik frunció el labio superior— una experiencia muy divertida. No existe arrepentimiento en mí a causa de ello. A menudo viajo más lejos que el resto de mi tribu. Un carnero es un maravilloso animal saltarín, pero tiene muy poco cerebro. Un lobo es listo-listo-listo, y es fiel como una deuda impagada. ¿Sabes que cuando escogen a un compañero lo hacen para el resto de sus vidas? Qantaqa es mi amiga, y la prefiero a cualquier cabra. ¿Sí, Qantaqa? ¿Sí?

La gran loba gris se sentó, y sus grandes ojos miraron con fijeza a Binabik; levantó la cabeza y emitió un corto aullido.

—¿Ves? —sonrió el gnomo—. Ahora vamos, Simón. Creo que deberíamos continuar mientras el sol esté alto.

El hombrecillo bajó de la piedra y el muchacho lo siguió, brincando, después de ponerse sus arruinados zapatos.

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El atardecer fue transcurriendo y ellos seguían abriéndose paso a través de los árboles; Binabik contestaba preguntas acerca de sus viajes, demostrando una envidiable familiaridad con lugares con los que Simón sólo se había atrevido a soñar. Habló de cómo el sol de verano mostraba las brillantes interioridades de las heladas Mintahoq como un hábil martillo de joyero; de las regiones más norteñas de aquel mismo bosque de Aldheorte, un mundo de blancos árboles, silencio y huellas de extraños animales; de los remotos y fríos poblados de Rimmersgardia, en los que apenas habían oído hablar de la corte del Preste Juan, donde hombres barbudos y de fiera mirada se acurrucaban junto a los fuegos en las sombras de las altas montañas, e incluso el más valiente de ellos temía las extrañas formas que caminaban por la ululante oscuridad superior. Explicó historias de las escondidas minas de Hernystir, secretos y serpenteantes túneles que perforaban la negra tierra por entre los huesos de las montañas Grianspog; y habló de los hernystiros, astutos y soñadores paganos cuyos dioses habitaban en las verdes praderas, en el cielo y en las piedras… Los hernystiros eran, de todos los hombres, los que mejor habían llegado a conocer a los sitha.

—Y los sitha son reales… —dijo Simón en voz baja, con una mezcla de asombro y algo más que un poco de miedo mientras recordaba—. El doctor tenía razón.

Binabik enarcó una ceja.

—Claro que son reales. ¿Supones que ellos se sientan aquí en el bosque preguntándose si los hombres son reales? ¡Vaya una tontería! Los hombres son jóvenes comparados con ellos, aunque ese pasado reciente los ha perjudicado de una forma terrible.

—¡Es que nunca había visto uno antes!

—Tampoco me habías visto a mí, o a alguien perteneciente a mi pueblo —replicó Binabik—. Nunca has visto Perdruin, o Nabban, o la Pradera Thrithing… ¿Quiere eso decir, entonces, que todo eso no existe? ¡Vaya un fondo de necedad que hay en vosotros, erkynos! ¡Un hombre que posee sabiduría no se sienta a esperar que el mundo aparezca ante él pedazo a pedazo para probar su existencia!

El gnomo miró hacia otra parte, con las cejas juntas; Simón temió haberlo ofendido.

—Bueno, entonces ¿qué debe hacer un hombre sabio? —preguntó, un poco desafiante.

—El hombre sabio no espera a que el mundo se le revele para conocerlo. ¿Cómo puede alguien ser una autoridad antes de haber experimentado su realidad? Mi maestro me inculcó, y a mí me parece chash, que quiere decir correcto, que no debes defenderte contra la llegada del conocimiento.

—Perdona, Binabik —Simón dio una patada a un tallo de roble que salió dando tumbos—, pero sólo soy un pinche de cocina. Esta clase de conversación no tiene sentido para mí.

—¡Ajá! —Con la rapidez de una serpiente, el hombrecillo se inclinó hacia adelante y golpeó a Simón en el tobillo con su bastón—. ¡Esto es exactamente un ejemplo! ¡Ajá!

El gnomo agitó su puño en alto. Qantaqa, que pensó que la llamaba, volvió a galope tendido y al llegar empezó a dar vueltas alrededor de la pareja, hasta que ambos tuvieron que detenerse para evitar tropezar con la juguetona loba.

—¡Hinik, Qantaqa! —susurró Binabik.

Ésta dejó de moverse y se quedó quieta, meneando la cola como un mastín amaestrado del castillo.

—Ahora, amigo Simón —dijo el gnomo—, por favor, perdona mi enfado, pero es que me has sacado de quicio. —Levantó la mano para detener cualquier pregunta por parte del chico. Éste sintió que una sonrisa se abría camino entre sus labios al ver a su compañero tan ensimismado y serio—. Primero —prosiguió—, los chicos que trabajan en las cocinas no han sido engendrados por un pescado o empollados como huevos de gallina. Pueden pensar como los más sabios entre la gente sabia, sólo si no luchan contra la llegada del conocimiento: si no empiezan a decir «no puedo» o «no quiero». Bueno, ahora estaba explicando lo que iba a hacer al respecto, ¿te importa?

Simón se divertía. Ni siquiera le importaba ser golpeado en el tobillo, tampoco le dolía.

—Por favor, explícamelo.

—Entonces, consideremos el conocimiento como un río. Si eres una pieza de ropa, ¿cómo sabrás más acerca del agua: dejando que alguien te sumerja en tu rincón y te vuelva a sacar de nuevo, o dejándote llevar por ella sin resistencia, para que te empape del todo? Bien, ¿así pues?

El imaginar que era sumergido en un frío río hizo que Simón se estremeciese un poco. La luz del sol había empezado a seguir una trayectoria angulosa: la tarde estaba pereciendo.

—Supongo…, supongo que si te empapas podrás adquirir más conocimientos sobre el agua.

—¡Con toda exactitud! —Binabik parecía complacido—. ¡Con toda exactitud! Pues ya has comprendido la lección —dijo el gnomo, y continuó caminando.

La verdad es que el muchacho había olvidado la pregunta original, pero le importaba poco. Existía algo encantador en aquella personita, una seriedad que reposaba bajo el buen humor. Simón se sintió en buenas, aunque pequeñas, manos.

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Resultaba difícil no darse cuenta de que ahora se dirigían hacia el oeste; al caminar seguían los rayos del sol, y éste se encontraba casi frente a ellos. A veces, un deslumbrante fulgor traspasaba la frondosidad de los árboles y Simón daba un traspié, deslumbrado; el aire del bosque aparecía súbitamente inundado de brillantes punzadas de luz. Preguntó a Binabik acerca del giro que habían dado hacia el oeste.

—Ah, sí —replicó aquél—, nos dirigimos hacia el Knock. Creo que hoy no llegaremos allí. Pronto tendremos que detenernos para acampar y comer.

Simón se alegró de oírlo, pero no pudo olvidar el hacer otra pregunta; después de todo, también se trataba de su aventura.

—¿Qué es el Knock?

—Oh, no se trata de nada peligroso, Simón. Es el lugar en el que las colinas sureñas de Wealdhelm descienden, y uno puede dejar el espeso y no demasiado seguro bosque y cruzar hacia la ruta de Wealdhelm. Como iba diciendo, creo que no llegaremos hoy. Vamos a ver si encontramos algún lugar para acampar.

Unos cuantos estadios más lejos encontraron un sitio que parecía prometedor: se trataba de un grupo de grandes rocas situadas en una suave vertiente, junto a un arroyo del bosque. El agua salpicaba en medio de la corriente sobre un grupo de piedras de color paloma, arremolinándose alrededor de unas ramas torcidas que habían caído al agua para desaparecer más adelante. Un grupo de álamos, de brillantes hojas, se agitaron suavemente al dar comienzo la brisa del anochecer.

La pareja construyó rápidamente un círculo con piedras secas que encontraron cerca del arroyo para encender una hoguera. Qantaqa parecía fascinada por el proyecto, y se acercaba de vez en cuando para gruñir y golpear las piedras mientras ellos las colocaban laboriosamente en el lugar apropiado. Poco después el gnomo ya había encendido un fuego, que parecía pálido y espectral a la luz de los últimos pero potentes rayos de sol del marchito atardecer.

—Ahora, Simón —dijo Binabik, dando con el codo a la intrusa Qantaqa—, dedicaremos un tiempo a cazar. Vamos a ver si descubrimos algún pájaro apropiado para cenar y te enseñaré algunos trucos inteligentes.

El hombrecillo se frotó las manos.

—¿Cómo los cogeremos? —Simón miró la Flecha Blanca que agarraba en su sudorosa mano—. ¿Tendremos que dispararles la flecha?

Binabik rió alegremente y se golpeó las rodillas con las palmas de las manos.

—¡Para ser sólo un pinche de cocina, tienes mucha gracia, muchacho! No, no, te dije que te enseñaría trucos inteligentes. ¿Sabes?, donde vivo sólo existe una temporada de caza de aves muy corta. En el frío invierno no hay ningún pájaro, excepto los gansos de nieve, que vuelan a la altura de las nubes y atraviesan nuestras montañas en su camino hacia las extensiones del nordeste. Pero en alguna de las tierras del sur por las que he viajado, sólo cazan y comen pájaros. Allí he aprendido algunas cosas inteligentes. ¡Te las enseñaré!

Binabik recogió su bastón e hizo una seña a Simón para que lo siguiese. Qantaqa también se adelantó, pero el gnomo la hizo volver atrás.

Hinik aia, vieja amiga —le dijo, con cariño.

Las orejas de la loba se irguieron y sus grises cejas se enarcaron.

—Vamos en una misión sigilosa y de carácter furtivo, y tus grandes patas no nos serán de mucha ayuda.

El animal se dio la vuelta y caminó cabizbajo hasta acercarse al fuego.

—No es que no pueda ser silenciosa —le explicó el gnomo a Simón—, pero sólo ocurre cuando ella quiere.

Cruzaron el arroyo y se internaron en los matorrales de monte bajo. En poco tiempo volvieron a estar rodeados por el frondoso bosque; el sonido del agua se había convertido en apenas un murmullo. Binabik se agachó, invitando a Simón a imitarlo.

—Ahora vamos a trabajar —dijo.

Cogió el bastón y le dio un rápido giro; para sorpresa de Simón, éste se separó en dos segmentos. El más corto era el mango de un cuchillo cuya hoja había sido escondida en el espacio hueco de la sección más larga. El gnomo levantó el segmento mayor y lo agitó; del interior salió una bolsa de piel que cayó en el suelo. Después removió una pequeña pieza del otro extremo; el segmento más largo era ahora un tubo hueco. El muchacho se rió de puro contento.

—¡Qué maravilla! —exclamó—. Es como una varita mágica.

Binabik asintió sabiamente.

—Sorpresas en pequeños paquetes. ¡Ése es el credo qanuc!

El gnomo cogió el cuchillo por el mango cilíndrico de hueso y lo metió en el tubo hueco. Otro tubo apareció parcialmente, y acabó de sacarlo con los dedos. Cuando lo levantó para inspeccionarlo, Simón vio que tenía una hilera de agujeros a lo largo de un extremo.

—¿Una… flauta?

—Una flauta, sí. ¿De qué sirve una cena si después no hay música?

El hombrecillo apartó el instrumento musical y abrió la bolsa de cuero con la punta del cuchillo. En su interior se veía un montoncito apretado de lana cardada y un tubo aun más pequeño, que no era mayor que un dedo.

—Cada vez más pequeño, ¿sí?

Binabik le dio unas vueltas hasta abrirlo para mostrarle el contenido a Simón: había diminutas agujas de hueso o marfil, muy apretadas unas contra otras. El chico estiró el brazo para tocar una de las delicadas astillas, pero su compañero apartó precipitadamente el tubito.

—No, por favor —dijo—. Observa.

Cogió una de las agujas con el pulgar y el índice arqueados y la levantó hasta atrapar un rayo de la marchita luz del atardecer; la delgada punta de la aguja aparecía manchada de una sustancia negra y viscosa.

—¿Veneno? —preguntó Simón.

El otro asintió con expresión seria, aunque sus ojos mostraron una cierta excitación.

—Claro —dijo—. No todas tienen tanto veneno, pues no es necesario para matar pajarillos y, además, suele echar a perder la carne; pero uno no puede detener a un oso o a algo más grande con sólo un dardo diminuto.

Binabik volvió a depositar la aguja envenenada junto a las demás y escogió otra sin veneno.

—¿Has matado a algún oso con las agujas? —preguntó Simón, muy impresionado.

—Sí, lo he hecho, pero el gnomo que es sabio no debe quedarse en ese lugar para saber si el animal está muerto o no. El veneno no realiza su trabajo inmediatamente. Muy grandes son los osos.

Mientras hablaba, había separado un trozo de la áspera lana y desenmarañaba las fibras con la punta del cuchillo; sus dedos trabajaban con tanta rapidez y conocimiento como Sara, la doncella del piso de arriba, remendaba. Antes de que los recuerdos de su hogar le pudieran traer a la memoria a más compañeros, la atención de Simón se vio de nuevo capturada cuando Binabik empezó a envolver la base del dardo con los hilos de lana, enrollándolos unos sobre otros hasta que el extremo se convirtió en un suave globo de lana. Cuando hubo acabado, apartó ambas cosas, aguja y lana, y las introdujo por uno de los extremos del bastón de caminar. Metió las demás agujas en la bolsa, que ató a su cinturón, y alargó el resto de los utensilios desmontados a Simón.

—Lleva todo eso, por favor —indicó—. No veo muchos pájaros por aquí, aunque deberían salir a estas horas para alimentarse de los insectos. Tal vez tengamos que esperar a ver aparecer una ardilla, aunque no tienen demasiado buen sabor —se dio prisa en explicar, mientras saltaban por encima de un árbol caído—; además, existe algo más delicado y experimentado en la caza de pájaros. Cuando el dardo alcance la presa, lo comprenderás. Creo que es su vuelo lo que tanto me emociona, y la rapidez con la que laten sus corazoncitos.

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Más tarde, envueltos en el rumor de hojas de un anochecer de primavera, mientras Simón y el gnomo holgazaneaban alrededor de la hoguera en plena digestión de la comida —dos palomas y una ardilla—, el muchacho pensó en lo que Binabik le había dicho. Resultaba extraño darse cuenta de lo poco que podías llegar a comprender a alguien a quien acompañas. ¿Cómo podía el gnomo sentir cariño por algo que iba a matar?

«Yo, desde luego, no me sentía de esa manera con respecto al leñador —pensó—. Probablemente me hubiera matado a mí también en cuanto hubiese acabado con el sitha».

¿Lo hubiera hecho? ¿Hubiera dirigido el hacha contra Simón? Tal vez no: el leñador creía que el sitha era un demonio. Le había dado la espalda al muchacho, algo que no habría hecho si le hubiese temido.

«Me pregunto si tendría una esposa —pensó Simón, de pronto—. ¿Tendría hijos? Pero ¡era un hombre malo! Aun así, los hombres malos pueden tener hijos; el rey Elías tiene una hija. ¿Se sentiría ella mal si su padre muriese? Yo, desde luego que no. Y tampoco me siento mal porque el leñador haya muerto, pero me siento triste por su familia, en caso de que lo encuentren muerto en el bosque, de esa forma. Espero que no tuviese hijos, que estuviese solo, que viviese solo en el bosque, dependiendo únicamente de él mismo…, solo en el bosque…».

Simón se levantó, lleno de miedo. Casi había llegado a ir a la deriva, solo, por sí mismo, y sin ningún tipo de ayuda… Pero no. Allí estaba Binabik, sentado contra una piedra, rumiando sus propios pensamientos. Simón se sintió muy agradecido a causa de la presencia del gnomo.

—Gracias… por la cena, Binabik.

Éste se dio la vuelta para mirarlo, con una sonrisa indolente en las comisuras de los labios.

—He sido feliz al hacerlo. Ahora ya has visto lo que los dardos del sur pueden hacer, ¿tal vez quieras aprender a usarlos?

—¡Claro que sí!

—Muy bien. Entonces te enseñaré mañana; quizá puedas cazar nuestra próxima cena, ¿eh?

—¿Durante cuánto…? —Simón encontró una ramita y removió las brasas—. ¿Cuánto tiempo viajaremos juntos?

El gnomo cerró los ojos y se estiró hacia atrás, rascándose la cabeza a través del espeso cabello negro.

—Oh, un poco todavía, creo. Tú vas a Naglimund, ¿correcto? Bien, tengo la seguridad de que al menos iremos juntos durante la mayor parte del camino hacia allí. ¿Es una cosa buena?

—¡Sí!… Sí, ya lo creo.

El muchacho se sintió mucho mejor. Él también se dejó caer hacia atrás, y meneó sus desnudos dedos de los pies ante las brasas.

No obstante —dijo Binabik, junto a él—, todavía no entiendo por qué deseas ir allí. He oído comentarios de que la plaza fuerte de Naglimund se está preparando para la guerra. Corren rumores de que Josua, el príncipe, cuya desaparición fue conocida incluso en los remotos lugares a los que me llevó mi viaje, debe de esconderse allí para preparar la guerra contra su hermano, el rey. ¿Has oído algo de eso? ¿Por qué, si presumo que así es, te diriges hacia allí?

La sensación de despreocupación que sentía Simón se evaporó de repente. «Sólo es pequeño —se dijo—. ¡Pero no estúpido!».

El joven se obligó a respirar profundamente antes de responder.

—No sé demasiado de esas cosas, Binabik. Mis padres murieron y… tengo un amigo en Naglimund…, un arpista.

«Todo eso es cierto, más o menos… pero ¿lo convencerá?».

—Hummm —musitó el hombrecillo, que no había abierto los ojos—. Tal vez existan mejores destinos a los que dirigirse que una fortaleza que espera ser sitiada. Aun así, demuestras mucha valentía al encaminarte hacia allí solo. «Los valientes y los locos a menudo viven en la misma cueva», decimos nosotros. Tal vez, si tu destino no te acaba de convencer, puedas venir a vivir con nosotros, los qanuc. ¡Serías un alto y fuerte gnomo!

Binabik rió, con una aguda y tonta risilla, como si fuese una ardilla respondona. A pesar de sentirse algo nervioso, Simón no pudo evitar unirse a él con una risa clara y abierta.

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El fuego había decrecido hasta convertirse en un resplandor apagado, y el bosque que los rodeaba se volvió una indeterminada e indistinguible masa de oscuridad. Simón se arrebujó en el manto. Binabik permanecía ausente y pasaba los dedos por los agujeros de la flauta mientras miraba hacia arriba, hacia el retazo aterciopelado de cielo visible a través de un resquicio abierto entre los árboles.

—¡Mira! —exclamó el gnomo, y extendió el instrumento para señalar hacia la noche—. ¿Lo ves?

El chico movió la cabeza para acercarse al hombrecillo. No veía más que una fina hilera de estrellas.

—No veo nada.

—¿No ves la Red?

—¿Qué red?

Binabik lo miró extrañado.

—¿Es que no te enseñaron nada en ese castillo? La Red de Mezumiiru.

—¿Eso qué es?

—Ajá —dijo Binabik, y volvió a reposar la cabeza—. Esa mancha de estrellas que ves ahí arriba es la Red de Mezumiiru. Dicen que ella la extendió para dar alcance a su esposo Isiki, que la había dejado. Nosotros, los qanuc, la llamamos Sedda, la Madre Negra.

Simón miró hacia los diminutos puntos luminosos; daba la sensación de que aquel entretejido de estrellas separaba Osten Ard de algún otro mundo de luz. Si se miraba con atención podía observarse un cierto orden en la formación.

—No brillan mucho.

—El cielo no está despejado, tienes razón —asintió Binabik—. Se dice que Mezumiiru lo prefiere así, pues de otra manera la brillante luz de las joyas de la red harían que Isiki escapase. Aun así, y a pesar de que hay muchas noches nubladas, tampoco parece lograr cogerlo…

Simón bizqueó.

—Mezza… Mezo…

—Mezumiiru. Mezumiiru, La Mujer Luna.

—Pero dijiste que tu pueblo la llama… ¿Sedda?

—Así es. Es la madre de todos nosotros, según creemos los qanuc.

El muchacho se detuvo a pensar unos momentos.

—Entonces, ¿por qué la llamas así? —preguntó, y señaló hacia arriba—. Red de Mezumiiru. ¿Por qué no Red de Sedda?

Binabik sonrió y enarcó las cejas.

—Una buena pregunta. Mi pueblo la llama así o, en la actualidad, le dicen La Manta de Sedda. Como he viajado más conozco otros nombres, y parece que después de todo fueron los sitha los que aquí estuvieron primero y los que hace ya mucho tiempo dieron nombre a todas las estrellas.

El gnomo se sentó durante un momento, y miró, junto a Simón, hacia el oscuro techo del mundo.

—Ya sé —dijo el hombrecillo, de repente—. Voy a cantarte la canción de Sedda, o al menos una parte pequeña, pues es muy larga. ¿Puedo empezar?

—¡Sí! —Simón se envolvió todavía más en el manto—. ¡Sí, por favor, canta!

Qantaqa, que roncaba tranquilamente sobre las piernas del gnomo, se despertó, alzó la cabeza para mirar hacia un lado y otro, y emitió un largo aullido. Binabik también miró a su alrededor, y estrechó los ojos mientras trataba de penetrar en la penumbra que se extendía más allá de la hoguera. Un momento después, Qantaqa, aparentemente satisfecha y conforme con todo, volvió a arrebujarse en una posición más cómoda para su gran cabezota, y cerró los ojos. El hombrecillo la acarició, cogió la flauta y sopló algunas notas, a modo de preparación.

—Ha de entenderse —dijo— que esto sólo es una pequeña parte de la canción completa. Explicaré cosas. El esposo de Sedda, llamado Isiki por los Sitha, aunque nosotros lo llamamos Kikkasut, es el Señor de todos los Pájaros…

El gnomo adoptó una postura muy solemne y empezó a cantar con voz aguda, extrañamente musical, como el viento en los lugares altos. Se detenía al final de cada frase para tocar algunas notas con su flauta.

El agua corre

por la cueva de Tohuq.

En la brillante cavidad celeste,

Sedda está hilando.

La bija morena del señor del cielo,

pálida, de cabello oscuro, Sedda.

El rey de los pájaros vuela

por el camino de estrellas,

por el brillante camino.

Ahora a Sedda ve,

Kikkasut la vio,

y juró hacerla suya.

«Dadme a vuestra hija,

a vuestra hija que hila,

que hila delgados hilos»,

Kikkasut la llamó.

«¡La vestiré con ricos ropajes,

llenos de brillantes plumas!».

Tohuq lo escuchó,

le oyó esas bellas palabras,

ricas palabras del rey de los pájaros.

Piensa en el honor…

Sedda consentirá a los deseos del viejo y codicioso Tohuq.

—Así que —explicó Binabik, con voz normal—, el viejo Tohuq, el señor del cielo, vende a su hija a Kikkasut por una hermosa capa de plumas, que más tarde usará para crear las nubes. Sedda se marcha con su nuevo esposo al país de él, más allá de las montañas, en donde se convierte en la Reina de los Pájaros. Pero la felicidad del matrimonio no durará mucho. Pronto Kikkasut empezará a despreciarla, y sólo irá a casa para comer y maldecir a su esposa —el gnomo sonrió con calma, luego limpió el extremo de la flauta con su cuello de pelo—. Ah, Simón, siempre ha sido una historia tan larga… Bueno, pues Sedda va a una mujer sabia, que le dice que para volver a ganar el volátil corazón de Kikkasut debe darle hijos.

»Con una poción mágica que la mujer le había dado, hecha de huesos, malvavisco y nieve negra, Sedda fue capaz de concebir, y dio a luz a nueve hijos. Kikkasut lo oyó y mandó un mensaje en el que decía que se los llevaría lejos de ella, para que fuesen criados como los pájaros en que se convertirían, y no educados por Sedda, para que se hiciesen inservibles niños luna.

»Cuando su esposa oyó todo esto, cogió a los dos más pequeños y los escondió. Kikkasut vino para llevarse a los demás y le preguntó por el paradero de los otros dos. Sedda le dijo que habían enfermado y muerto. Él se alejó y Sedda lo maldijo.

Binabik volvió a cantar:

Kikkasut salió volando

y Sedda lloró;

lloró por su pérdida.

Se le habían llevado a sus hijos,

excepto a los dos escondidos:

Lingit y Yana.

Los nietos del señor del cielo,

gemelos de la mujer-luna.

Secretos y pálidos,

Yana y Lingit,

ocultados a su padre.

Inmortales para siempre ella los mantendrá…

—¿Ves? —se interrumpió Binabik—. Sedda no quería que sus hijos se convirtiesen en mortales y falleciesen, como los pájaros y las bestias de los campos. Eran todo lo que ella tenía…

Sedda se lamenta,

sola y traicionada

planea una venganza.

Coge sus brillantes joyas,

regalo de amor de Kikkasut,

y las entrelaza.

A lo alto de una elevada montaña,

la morena Sedda sube,

con una manta recién tejida,

que extiende en el cielo de la noche.

Una trampa para su esposo,

ladrón de sus hijos…

Binabik trenzó una melodía durante unos instantes, mientras movía la cabeza lentamente, de lado a lado. Luego bajó la flauta.

—Es una canción de extrema largura, Simón, pero habla de las cosas más importantes. Sigue hablando de los hijos: Yana y Lingit, de su elección entre la muerte de la luna y la muerte del pájaro; la luna muere, pero vuelve a resurgir con la misma forma. Los pájaros mueren, pero dejan a sus polluelos para que los sobrevivan. Yana, creemos nosotros, los gnomos, escogió la muerte de la luna, y fue la matriarca —una palabra que significa abuela— de los sitha. Los mortales, como tú y como yo mismo, amigo Simón, somos descendientes de Lingit. Pero es una larga, muy larga canción… ¿Te gustaría seguir escuchándola un poco más?

Simón no contestó. La canción de la luna y el suave roce del manto de plumas de la noche le habían provocado un profundo sueño.