Binabik
Cuando por fin Simón miró en la dirección de la que provenía la nueva voz, sus ojos inundados en lágrimas se abrieron como platos a causa de la sorpresa. Un niño se dirigía hacia él.
No, no era un niño, sino un hombre tan pequeño que la punta de la cabeza de negro cabello probablemente no sobrepasaría el ombligo de Simón. Sin embargo, el rostro tenía algo de aniñado; los ojos juntos y la amplia boca aparecían como estirados hacia los pómulos, en una expresión de simple buen humor.
—Éste no es un buen lugar para llorar —dijo el extraño. Se apartó del chico para echarle un vistazo al leñador tendido en el suelo—. También yo creo que no servirá de mucho, al menos a este muerto.
Simón se secó la nariz con la manga de su tosca camisa e hipó. El extraño se movió para dirigirse a observar la pálida flecha, que seguía en el tronco del árbol, cerca de la cabeza del muchacho, como una rígida y fantasmal rama.
—Debes cogerla —apuntó el hombrecillo, y su boca volvió a ensancharse en una sonrisa que, durante unos instantes, mostró una hilera de dientes amarillentos.
No era un enano, como los saltimbanquis que Simón había visto en la corte y en la calle Mayor de Erchester; aunque tenía un pecho muy desarrollado, por otra parte parecía bien proporcionado. Sus ropas se asemejaban a las de los rimmerios: chaqueta y pantalones hechos con la piel de algún animal grueso y unidos con tendones, y un cuello de piel girada por debajo de su redonda cara. Un gran bolso de cuero colgaba, mediante una correa, del hombro, y llevaba un bastón para caminar que parecía extraído y fabricado de algún hueso delgado y enorme.
—Por favor, perdona que insista, pero debes coger esa flecha. Se trata de una Flecha Blanca sitha, y tiene mucho valor. Significa una deuda, y los sitha son gente que hacen honor a sus deudas.
—¿Quién… eres? —preguntó Simón en medio de otra hipada.
Se sentía acongojado y aplastado como una camisa mojada puesta a secar sobre una piedra. Si el hombrecillo hubiera salido de entre los árboles rugiendo y con un cuchillo, pensó que no habría reaccionado de manera muy diferente.
—¿Yo? —inquirió el extraño, e hizo una pausa, como si la respuesta necesitase de mucho pensar—. Un viajero, como tú. Estaré contento de explicarte más cosas más tarde, pero ahora debemos irnos. Ese hombre —e indicó al leñador con el bastón— seguro que no vuelve a la vida, pero puede tener familia o amigos a los que no les gustará encontrarlo tan extremadamente muerto. Por favor, coge la Flecha Blanca y acompáñame.
Aunque lleno de desconfianza y reticente, Simón se sorprendió poniéndose en pie. Representaba mucho más trabajo no confiar, de momento; ya no podía seguir estando en guardia. Una parte de él sólo deseaba tenderse y morir en paz. Arrancó la flecha del árbol. El diminuto hombre ya se había puesto en marcha y subía por la colina que se erguía por encima de la cabaña. La casita seguía tan en calma como si nada hubiese sucedido.
—Pero… —Simón tomó una bocanada de aire mientras trotaba tras el extraño, que se movía con sorprendente rapidez—, pero ¿qué hacemos con la cabaña? Tengo…, tengo tanta hambre…, y ahí adentro debe de haber comida…
El hombrecillo se dio la vuelta desde lo alto de la cresta para mirar al joven.
—¡Estoy muy sorprendido! —dijo—. Primero lo matas y luego quieres robarle la despensa. ¡Temo haber encontrado a un desesperado forajido! —añadió, y siguió adentrándose en la espesura de los árboles.
El otro lado de la cresta era una larga y gradual pendiente. Los tambaleantes pasos de Simón lo acercaron hasta llegar a la altura del extraño; momentos después había recuperado el aliento.
—¿Quién eres? ¿Y adonde te diriges?
El extraño hombrecillo no respondió, pero continuó con la mirada puesta de árbol en árbol, como si buscase una señal entre la monótona igualdad de los bosques. Después de dar unos veinte pasos, se volvió para mirar a Simón y mostró su típica sonrisa.
—Me llamo Binbiniqegabenik —dijo—, pero alrededor de un fuego me suelen llamar Binabik. Espero que me honres y uses la versión más corta y amistosa.
—Lo…, lo haré. ¿De dónde eres? —volvió a hipar el muchacho.
—Pertenezco al pueblo gnomo de Yiqanuc —replicó Binabik—. Yiqanuc Superior, en las nevadas y ventosas montañas del norte… ¿Y tú eres…?
Simón miró lleno de sospecha antes de responder.
—Simón. Simón de…, de Erchester. —Todo había pasado tan deprisa, pensó…, como un encuentro en la plaza del mercado, pero aquello había sucedido en medio de un bosque, tras un extraño asesinato. ¡Sagrado Jesuris, cómo le dolía la cabeza! El estómago también—. ¿Adónde…, adónde vamos?
—A mi campamento. Pero primero debo encontrar mi montura…, o, mejor dicho, ella debe encontrarme a mí. Por favor, no te asustes.
Y al acabar de decir esto, Binabik se puso dos dedos en la boca y emitió una larga y vibrante nota. Al cabo de un rato lo repitió.
—Recuérdalo, no te muestres asustado o ansioso.
Antes de que Simón pudiera sopesar las palabras del gnomo, oyó un crujido, como un fuego entre los arbustos. Un momento después, un enorme lobo apareció en el claro, atravesó frente al sorprendido joven y saltó como un rayo sobre el pequeño Binabik, que cayó bajo el atacante.
—¡Qantaqa!
El grito del gnomo se oyó apagado, pero en su voz había alegría. Amo y montura dieron vueltas por el suelo del bosque. Simón se preguntó si el mundo que se extendía fuera del castillo era siempre así. ¿Era todo Osten Ard un territorio lleno de monstruos y lunáticos?
Binabik pudo al fin sentarse, con la enorme cabeza de Qantaqa en el regazo.
—La he dejado sola durante todo el día —explicó—. Los lobos necesitan mucho afecto y pronto se encuentran solos.
Qantaqa pareció sonreír mostrando los dientes y respiró para recuperar el aliento. La mayor parte de su envergadura correspondía a un espeso pelo gris, pero aun así era inmensa.
—No te asustes —rió Binabik—. Ráscala sobre la nariz.
A pesar de lo irreal de la situación, Simón todavía no se hallaba preparado para eso, y, en lugar de hacerlo, preguntó:
—Perdonad…, pero ¿dijisteis que teníais comida en vuestro campamento, señor?
El gnomo se puso en pie, riendo, y alzó el bastón.
—¡No soy señor…, soy Binabik! Y con respecto a la comida: sí. Comeremos juntos; tú, yo e incluso Qantaqa. Vamos. Como deferencia hacia tu debilidad y tu hambre, caminaré en lugar de montar.
Simón y el gnomo siguieron andando durante un rato. Qantaqa los acompañaba a ratos, pero la mayor parte del tiempo corría por delante y desaparecía por entre los densos matorrales. Una vez regresó lamiéndose el morro con su larga y rosada lengua.
—Bueno —dijo Binabik, con regocijo—, uno ya está alimentado.
Al final, cuando al dolorido y cansado Simón le pareció que ya no podía seguir andando, cuando perdió el hilo de la conversación de Binabik, llegaron a un pequeño claro del bosque, vacío de árboles pero con un techo de ramas entrelazadas. Junto a un tronco caído se encontraba un círculo de piedras ennegrecidas. Qantaqa, que caminaba junto a ellos, se adelantó para husmear alrededor del claro.
—«Bhojujik mo qunquc», como dice mi gente. —Binabik hizo un gesto como para abarcar la extensión del claro—. «Si los osos no te comen, es que estás en casa».
El gnomo llevó a Simón hasta el tronco; el joven se derrumbó, con un profundo suspiro. Binabik lo miró lleno de preocupación.
—Oh —dijo—, no irás a llorar otra vez, ¿verdad?
—No —sonrió débilmente el muchacho. Sentía los huesos de su cuerpo como si fuesen de piedra—. No… No lo creo. Es que estoy muy cansado y hambriento. Prometo no llorar.
—Mira, encenderé un fuego. Después, haré la cena.
Binabik empezó a reunir un montón de ramas y palos, amontonándolos en el centro del círculo de piedras.
—Es madera de primavera y está mojada —explicó—, pero por suerte eso tiene fácil solución.
Se quitó el bolso del hombro y lo colocó en el suelo. A continuación empezó a hurgar en su interior. A Simón, la pequeña figura le pareció un niño más que nunca. Binabik miraba hacia el interior de la bolsa con los labios fruncidos y los ojos entrecerrados, con un gesto de concentración, como un crío de seis años que estudiase un escarabajo con toda seriedad.
—¡Ah! —acabó diciendo el gnomo—, lo encontré.
De la bolsa sacó un saquito más pequeño, del tamaño del pulgar de Simón. Cogió una pizca de una especie de sustancia en polvo de su interior y la esparció por encima de la madera verde; después agarró dos piedras de su cinturón y las golpeó entre sí. La chispa que originó vaciló durante algunos instantes, pero poco después apareció una espiral de humo amarillento. Segundos más tarde la madera ardía y al cabo de poco se había convertido en una hermosa y crepitante hoguera. El calor que desprendía adormeció a Simón, a pesar de los retortijones que sufría en su vacío estómago. La cabeza se le caía, caía… Pero, un momento —lo invadió una oleada de temor—. ¿Cómo podía quedarse dormido en el campamento de un extraño? Tenía que…, debería…
—Siéntate y caliéntate, amigo Simón. —Binabik se quitó el polvo de las manos al levantarse—. Volveré muy pronto.
Aunque una profunda inquietud luchaba por hacerse oír desde el fondo de sus pensamientos —¿adónde iba el gnomo?, ¿a buscar a sus amigos, a sus amigos bandidos?—, Simón no pudo reunir la fuerza necesaria para observar la marcha de Binabik. Tenía los ojos fijamente puestos sobre las agitadas lenguas de las llamas que parecían pétalos de alguna flor iridiscente…, una amapola encendida que se estremecía en el cálido viento de verano…
Simón despertó de un gran vacío nebuloso y encontró la cabeza del enorme lobo gris descansando sobre sus propios muslos. Binabik estaba de cuclillas sobre el fuego, preocupado con algún proyecto. El muchacho pensó que había algo que no le encajaba en todo aquello; había un lobo que descansaba sobre su regazo, pero no pudo encontrar los resortes necesarios para poder hacer nada al respecto… La verdad es que no parecía tener demasiada importancia.
La siguiente vez que despertó, Binabik apartaba a Qantaqa de su regazo y le ofrecía una gran taza de algo humeante.
—Está caliente pero se puede beber —dijo el gnomo, y lo ayudó a llevarse la taza a los labios.
El caldo era almizcleño y de gusto delicioso, y tenía un fuerte olor, como de hojas otoñales. Se lo bebió todo, y tuvo la sensación de que le penetraba directamente en las venas, como si se tratase de la sangre derretida del bosque que lo calentaba y lo llenaba de la fortaleza secreta de los árboles. Binabik le dio una segunda taza, que Simón también bebió. Una densa y pesada sensación de entumecimiento que sentía entre el cuello y los hombros acabó por desaparecer, barrida por la oleada de buenos sentimientos que lo invadía. Se sintió como si ventilasen su interior, lo que a su vez lo conducía a una paradójica pesadez, un cálido y difuso adormecimiento… Se abandonó a esa sensación y oyó sus propios latidos, acunados y apagados como si reposasen en el abrigo del cansancio.
Simón estaba seguro de que cuando llegó al campamento de Binabik faltaba por lo menos una hora para la puesta de sol, pero, cuando abrió los ojos, vio que el bosque volvía a refulgir con el brillo de una nueva mañana. Bizqueó y sintió que lo abandonaban los últimos retazos de sueño… ¿Un pájaro…?
«Un pájaro de ojos brillantes en un círculo iluminado por la luz del sol… Un viejo y poderoso pájaro cuyos ojos estaban llenos del conocimiento de lugares en las alturas y de amplia visión… En su garra colgaba un hermoso pez del color del arco iris…».
Simón se estremeció y se arrebujó más en el manto. Miró los árboles que se extendían hacia el cielo por encima de su cabeza, con sus hojas nuevas en embrión iluminadas por el sol con filigranas de color esmeralda; escuchó un gemido y se volvió de lado para descubrir su procedencia.
Binabik estaba sentado con las piernas cruzadas junto a la hoguera, oscilando de lado a lado. Ante él había unas raras y pálidas formas que reposaban sobre una piedra plana y que parecían huesos. El gnomo emitía un ruido peculiar. ¿Estaría cantando? Simón se quedó mirándolo durante un instante, pero no pudo adivinar lo que hacía el hombrecillo. ¡Qué mundo tan extraño!
—¡Ah, mi amigo Simón! —Binabik sonrió por encima del hombro y recogió rápidamente los objetos para meterlos en su bolsa de piel; después se incorporó y se dirigió junto al chico—. ¿Cómo te sientes? —preguntó, y se inclinó para posar una áspera y pequeña mano sobre su frente—. Parece que has dormido profundamente.
—Es cierto. —Simón se acercó al fuego—. ¿Qué es… ese olor?
—Un par de palomas torcaces que han hecho una parada para comer con nosotros esta mañana —sonrió el gnomo, y señaló dos bultos envueltos en hojas que reposaban sobre carbones al borde de la fogata—. Junto a ellas hay algunas moras y nueces recién cogidas. Tendría que haberte despertado más temprano para que me ayudases a reunirías. Creo que estarán muy buenas. Oh, un momento, por favor.
Binabik volvió a dirigirse hacia su bolsa de piel, de la que extrajo dos pequeños bultos.
—Aquí —se los alargó a Simón—. Tu flecha y algo más —eran los papeles de Morgenes—; los tenías en el cinturón y temí que se rompiesen mientras dormías.
Una sombra de sospecha cruzó por el rostro del muchacho. La idea de que alguien rebuscase entre los papeles del doctor mientras él dormía lo hacía sentirse desconfiado. Cogió los objetos que le ofrecía Binabik y volvió a colocar los pergaminos en el cinturón. La alegre mirada del hombrecillo se convirtió en una llena de consternación. Simón se sintió avergonzado —como si no pudiese ser tan cuidadoso— y cogió la flecha, que había sido envuelta en una fina tela, con menos brusquedad.
—Gracias —dijo con algo de rigidez.
La expresión del gnomo todavía seguía siendo la de alguien cuya amabilidad ha sido despreciada. Sintiéndose culpable y confuso, Simón desenvolvió la flecha. Aunque todavía no había tenido ocasión de estudiarla de cerca, en aquel momento lo hizo, respondiendo a la necesidad de encontrar algo con que ocupar las manos y los ojos.
La flecha no estaba pintada, como Simón había dado por sentado; más bien procedía de algún tipo de madera tan clara como la corteza de abedul, y parecía rematada con plumas blancas como la nieve. Sólo la cabeza, tallada en piedra de un lechoso color azulado, contenía algo de color. Simón la sopesó y encontró que poseía una sorprendente ligereza para lo flexible y sólida que era, y se vio asaltado por el recuerdo del día anterior. Supo que nunca olvidaría los ojos felinos y los extraños y rápidos movimientos del sitha. Todas las historias que le había explicado Morgenes eran ciertas.
A lo largo de toda la varilla se extendían delgadas espirales, bucles y puntos grabados con infinito cuidado sobre la madera.
—Está grabada por completo —musitó Simón, en voz alta.
—Son cosas muy importantes —replicó el gnomo, y levantó la mano en un tímido ademán—. Por favor, ¿puedo?
El muchacho sintió otro ramalazo de culpabilidad y le alargó rápidamente la flecha. Binabik la observó por un lado y por otro, mientras aquélla brillaba al atrapar la luz del sol y los reflejos de la hoguera.
—Es un objeto muy antiguo —dijo el hombrecillo, entrecerrando los ojos hasta hacer desaparecer las oscuras pupilas—. Ha estado por ahí durante bastante tiempo. Ahora tú eres el poseedor de un objeto muy honorable, Simón. La Flecha Blanca no se da con ligereza. Parece que ésta ha sido fabricada en Tumet’ai, un bastión sitha desaparecido hace ya mucho tiempo bajo el hielo, al este de mi patria.
—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó el joven—. ¿Puedes leer esas letras?
—Algunas. Y también existen cosas que un ojo entrenado puede llegar a descubrir.
Simón volvió a coger la flecha y esta vez la manejó con mucho más cuidado que en la ocasión anterior.
—Pero ¿qué debo hacer con ella? ¿No dijiste que era el pago de una deuda?
—No, amigo. Es la señal de que existe una deuda. Y lo que debes hacer con ella es mantenerla a buen recaudo. Mientras no la utilices puede ser una cosa hermosa que admirar.
Una delgada neblina penetró en el claro. Simón puso la punta de la flecha hacia el suelo, la apoyó contra el tronco y se acercó a la hoguera. Binabik recogió las palomas de las ascuas y las atravesó con un par de palos; colocó unos de los bultos junto a una piedra caliente que reposaba frente a las rodillas de Simón.
—Quita las hojas que lo envuelven —le indicó—; luego deja pasar un poco de tiempo para que no esté tan caliente.
A Simón le resultaba muy difícil hacer caso de aquella última indicación, pero lo logró.
—¿Cómo las conseguiste? —preguntó poco después, con la boca llena y los dedos resbaladizos y llenos de grasa.
—Después te lo mostraré —replicó el gnomo.
Binabik escarbaba entre sus dientes con uno de los huesos de las costillas de las palomas. El muchacho se apoyó contra el tronco y eructó satisfecho.
—¡Por Nuestra Señora Elysia, ha sido estupendo! —suspiró, y por primera vez en mucho tiempo sintió que el mundo no era un lugar del todo hostil—. Un poco de comida en el estómago hace que las cosas cambien.
—Me alegro de que tu recuperación haya resultado tan simple —sonrió el gnomo.
Simón se dio unas palmadas sobre el vientre.
—En estos momentos no hay nada que me preocupe.
Rozó la flecha con el hombro y ésta empezó a caer. El chico la cogió y la enderezó, y en ese instante volvió a recordar algo.
—Ni siquiera me siento mal a causa…, del hombre de ayer.
Binabik dirigió sus ojos marrones hacia Simón. Aunque continuaba hurgándose entre los dientes, la frente se le arrugó por encima de la nariz.
—¿No te sientes mal porque esté muerto o por haberlo matado?
—No entiendo bien —respondió—. ¿Qué quieres decir? ¿Cuál es la diferencia?
—Existe mucha diferencia entre una gran roca y un pequeño, pequeñísimo insecto…, pero debo dejar que seas tú quien lo considere.
—Pero… —Simón volvía a estar confuso—. Bueno, pero… era un hombre malo.
—Hummmm… —Binabik asintió con la cabeza, pero el gesto no llevaba consigo un acuerdo explícito—. Ciertamente, este mundo está lleno de hombres malos, de eso no existe la menor duda.
—¡Pero él habría matado al sitha!
—Eso también es cierto.
Simón miró desconsolado el montón de huesos de pájaro que reposaban ante él en la piedra.
—No entiendo. ¿Qué es lo que pretendes decirme?
—¿Adónde vas? —preguntó el gnomo, y tiró el palillo hacia el fuego para después ponerse en pie. ¡Era tan pequeño!
—¿Qué?
Simón lo miró lleno de sospecha cuando comprendió la importancia de las palabras del hombrecillo.
—Desearía saber hacia dónde te diriges, pues tal vez podamos viajar juntos durante un trecho. —Binabik hablaba lentamente y con paciencia, como si se dirigiese a un ser querido pero medio idiota—. Creo que el sol está muy alto en el cielo para que nos preocupemos con otras cuestiones. Nosotros, los gnomos, decimos: «Haz de la filosofía tu huésped durante la tarde, pero no dejes que se quede toda la noche». Ahora, si mi pregunta no es de una naturaleza demasiado inquisitiva, ¿adónde te diriges?
Simón se incorporó, con las rodillas tan tiesas como goznes sin lubricar. Otra vez se encontró asaltado por las dudas. ¿Podía ser la curiosidad del hombrecillo tan inocente como aparentaba? Ya había cometido una vez el error de confiar en alguien con aquel maldito monje. Pero ¿qué salida le quedaba? No le había dicho casi nada al gnomo, y la verdad es que no estaba mal tener un compañero ducho en las artes del bosque. El hombrecillo parecía saber qué hacer, y Simón sentía una súbita necesidad de tener alguien en quien confiar.
—Voy hacia el norte —dijo, y se arriesgó a concretar—. A Naglimund. —Observó atentamente al gnomo—. ¿Y tú?
Binabik empaquetaba sus utensilios en la bolsa que llevaba colgada al hombro.
—Espero viajar más hacia el norte —replicó sin levantar la mirada—; parece que nuestros caminos coinciden. —Ahora levantó sus ojos oscuros—. Qué extraño que te dirijas hacia Naglimund. En las últimas semanas he oído mucho el nombre de esa plaza fuerte.
—¿Sí? —Simón recogió la Flecha Blanca y trató de parecer despreocupado mientras pensaba en cómo llevarla consigo—. ¿Dónde?
—Tiempo habrá para que hablemos mientras recorremos el camino. —El gnomo sonrió, con una amplia y amistosa sonrisa amarillenta—. Tengo que llamar a Qantaqa, que sin duda está sembrando horror y desesperación entre los ratones de los alrededores. No te importe vaciar tu vejiga ahora, así caminaremos más rápidos.
Simón sostuvo la Flecha Blanca entre los dientes mientras seguía aquel consejo.