La flecha blanca
—¡No es justo! —sollozó Simón por centésima vez, mientras golpeaba el suelo con los puños. Las hojas se le pegaban en los nudillos enrojecidos, que ya parecía tener insensibles—. ¡No es justo! —murmuró, mientras se arrebujaba como una pelota.
Y no era justo; no lo había sido, en verdad. ¿Qué es lo que había hecho para estar allí tendido, mojado, sintiéndose miserable y sin hogar en el bosque de Aldheorte, mientras otros dormían en cálidos lechos o se levantaban para comer pan y leche, con ropas secas? ¿Por qué tenía que ser perseguido como si fuese una alimaña? Había tratado de hacer lo que era correcto, ayudar a su amigo y al príncipe, y eso lo había convertido en un forajido hambriento.
«Pero a Morgenes le había ido peor, ¿no? —apuntó una parte de él, con desdén—. Seguro que el pobre doctor habría cambiado los papeles de buena gana».
Pensó que aunque hubiera sido así, aquélla no era la cuestión: al menos el doctor Morgenes tenía alguna idea de lo que se jugaba o de lo que podría pasar. En cambio, él, pensó con disgusto, había sido tan estúpido e inocente como un ratón que deja su refugio para jugar con un gato.
«¿Por qué Dios me odia tanto?», se preguntó Simón, entre sollozos. ¿Cómo Jesuris Aedón, de quien los sacerdotes decían que observaba a todo el mundo, le había dejado sufrir y casi morir de esa manera? Simón volvió a caer presa del llanto.
Al cabo de un tiempo se secó las lágrimas y se preguntó cuánto rato habría permanecido allí tendido, con la mirada perdida. Simón se incorporó y se alejó del refugio del árbol lo suficiente como para vaciar la vejiga; después se encaminó, de mala gana, hacia un arroyo para beber. El dolor que sentían en las rodillas, la espalda y el cuello lo torturaba a cada paso.
«Que se vayan todos al infierno. Maldito sea este bosque, y Dios también, por todo lo que padezco».
Levantó la mirada de la mano llena de agua, temeroso, pero su silenciosa blasfemia no fue castigada.
Cuando hubo acabado de beber se dirigió corriente arriba hasta un lugar en el que el arroyo se arremolinaba en un remanso y las turbulentas aguas aparecían más calmadas. Al inclinarse y mirar su reflejo a través de las lágrimas, notó una resistencia en la cintura que le impedía inclinarse sin apoyarse en las manos.
«¡El manuscrito del doctor!», recordó.
Se incorporó a medias y extrajo el cálido y flexible pergamino de entre los pantalones y los faldones de la camisa. El cinturón había formado una arruga a lo largo de todo el bulto. Simón lo había llevado encima durante tanto tiempo que las páginas estaban tan amoldadas a la curva de su barriga como lo estaría la pieza de una armadura; en sus manos reposaron dobladas igual que una vela hinchada por el viento. La página superior aparecía manchada, pero Simón reconoció la pequeña e intrincada letra del doctor; había vestido la delgada armadura de las palabras de Morgenes. Sintió una repentina punzada como de hambre, y apartó los papeles con delicadeza para volver a dirigir su mirada al remanso.
Le llevó unos instantes poder separar su propio reflejo de las manchas y sombras que aparecían en la superficie del agua. La luz se encontraba a su espalda, y la mayor parte de su imagen era una silueta, una oscura figura en la que únicamente aparecían indicios de rasgos en la sien iluminada, así como en la mejilla y la mandíbula. Giró la cabeza para atrapar el sol; miró por el rabillo del ojo y vio una especie de animal atrapado, reflejado en el agua, con la oreja erguida como para oír a los perseguidores, el pelo enredado y el cuello torcido de una manera que no indicaba ningún tipo de civilización, sino vigilancia y miedo. Cogió el manuscrito a toda prisa y remontó la orilla del arroyo.
«Estoy completamente solo. Nadie se preocupará por mí nunca más. Nadie lo ha hecho jamás». Simón imaginó que sentía su corazón golpetear contra el interior del pecho.
Tras unos minutos de búsqueda encontró un trozo de tierra en el que daba el sol, y se sentó en él para secarse las lágrimas y poder pensar. Le pareció obvio, mientras oía el eco del canto de los pájaros y otros sonidos del bosque, que debería buscar ropas que lo abrigasen más si iba a pasar las noches al raso, y eso tendría que hacer hasta que se alejase lo suficiente de Hayholt. También tenía que decidir hacia dónde iría.
Empezó a hojear, con aire ausente, los papeles de Morgenes, todos ellos llenos de palabras. Palabras… ¿Cómo podía pensar alguien en tantas palabras a la vez, y no digamos escribirlas? Le dolió la cabeza de sólo pensar en ello. ¿Y de qué servían —reflexionó, con el labio tembloroso a causa de la amargura—, cuando tienes frío, y estás hambriento…, o cuando Pryrates está en tu puerta? Pasó dos hojas. La última se rompió y Simón sintió como si hubiese insultado a un amigo. Se quedó mirando el papel durante unos instantes, siguiendo de forma solemne la familiar caligrafía con el dedo; a continuación, levantó la hoja para poder ver qué ponía.
«… resulta extraño, pues, pensar cómo esos que escribieron las canciones e historias que entretenían a la resplandeciente corte de Juan hicieron de él, en un esfuerzo por hacerlo más grande que la vida, un ser inferior al que en realidad era».
Lo leyó una vez, palabra por palabra y no pudo entender nada; pero al leerlo de nuevo le vinieron a la imaginación las inflexiones del hablar de Morgenes. Casi sonrió, olvidando durante un instante la horrible situación en que se hallaba. Todo aquello que leía tenía poco sentido para él, pero reconocía en ello la voz de su amigo.
«Por ejemplo, consideremos —continuaba—, su llegada a Erkynlandia desde la isla de Warinsten. Los cantores de baladas dicen que Dios lo convocó para que matase al dragón Shurakai; que desembarcó en Grenefod con la espada Clavo Brillante en la mano y con la sola idea de cumplir su gran misión.
Si bien es posible que el benevolente Dios lo llamase para librar al mundo de tan temida bestia, resta por explicar por qué Dios permitió que el dragón permaneciese arrasando durante tanto tiempo el país, antes de que le llegase su némesis. Y, claro, los que lo conocieron en aquellos días recuerdan que dejó Warinsten como un desarmado hijo de granjero, y que llegó a nuestras costas en las mismas condiciones; ni siquiera pensó en el Gusano de Fuego hasta que pasó la mayor parte del año en nuestra Erkynlandia…».
Resultaba muy reconfortante volver a oír la voz de Morgenes, aunque fuese en el interior de su propia cabeza, pero el pasaje le resultaba incomprensible. ¿Trataba de decir el doctor que el Preste Juan no había matado al Dragón Rojo, o sólo que no había sido escogido por Dios para hacerlo? Si no había sido escogido por el Señor Jesuris desde el cielo, ¿cómo había matado a la bestia? ¿Acaso la gente de Erkynlandia no decía que era el rey ungido por Dios?
Simón se sentó a pensar, y una racha de viento que penetró entre los árboles le puso la carne de gallina.
«Aedón lo maldiga; tengo que encontrar una capa o algo que sea cálido —pensó—. Y debo decidir adonde ir, en lugar de sentarme aquí sin hacer nada, como un bobo, con unos viejos pergaminos».
Parecía evidente que su plan del día anterior —el de esconderse bajo una profunda capa de anonimato, convirtiéndose en pinche de cocina o en criado de algún albergue rural— ya no tenía sentido. No se trataba de si los dos guardias de los que había escapado lo habían reconocido o no: alguien lo haría, tarde o temprano. Estaba seguro de que los soldados de Elías batían los alrededores en su busca; no se había convertido sólo en un sirviente huido, era un criminal, un terrible criminal. La fuga de Josua ya había sido pagada con algunas muertes; no existiría piedad para Simón si caía en las manos de la guardia erkyna.
¿Cómo podría escapar de todo ello? ¿Adónde podría ir? Sintió que el pánico volvía a invadirlo y trató de suprimir aquella sensación. El último deseo de Morgenes antes de morir había sido que siguiese a Josua hacia Naglimund, algo que a aquellas alturas parecía ser lo único válido. Si el príncipe había tenido éxito en su fuga, Simón, sin duda, sería bien recibido. Si, por el contrario, había fracasado, era casi seguro que los súbditos de Josua le ofrecerían refugio a cambio de tener noticias sobre su señor. Se trataba de un muy largo viaje hasta Naglimund; Simón conocía el camino y la distancia sólo de oídas, pero nadie decía que fuese corto. Si continuaba por el Viejo Bosque hacia el oeste, llegaría a cruzarse con la ruta de Wealdhelm, que corría hacia el norte a lo largo de la falda de las colinas que le daban nombre. Si podía llegar a encontrar aquella ruta, podría encaminarse en la dirección correcta.
Con una tira de tela arrancada del dobladillo de la camisa, Simón envolvió los papeles enrollándolos en forma de cilindro; luego los cubrió con más tela, para acabar rematando el paquete con un cuidadoso nudo a cada extremo. Se percató de que había olvidado una hoja, que seguía caída a un lado; al recogerla se dio cuenta de que era la que su propio sudor había manchado. Entre los borrones de las letras medio desfiguradas, se podía leer una frase. Los ojos de Simón se vieron atraídos por ella.
«Si fue dotado de divinidad, se hacía más evidente en sus idas y venidas, en su querer estar en el lugar adecuado en el momento propicio, y así aprovechar…».
No se trataba de una predicción de futuro ni de una profecía, pero lo fortaleció un poco y dio peso a la resolución que había adoptado. Iría hacia el norte, hacia Naglimund.
Un aburrido, penoso y miserable viaje al abrigo del camino del Viejo Bosque fue, en parte, salvado por un descubrimiento fortuito. Iba penetrando a través de los matojos, rodeando las ocasionales cabañas que se agazapaban a poca distancia del sendero, cuando a través de la espesura del bosque descubrió un tesoro inapreciable: la ropa extendida de alguien. Se acercó al árbol, cuyas ramas aparecían adornadas con ropas mojadas y sábanas empapadas, y su mirada fue a parar a la cabaña de techo de zarzas que estaba a unos cuantos metros de distancia. El corazón le latió aun más deprisa cuando encontró un manto de lana tan pesado a causa de la humedad que le hizo tambalearse al cogerlo en los brazos. Ninguna señal de alarma provino de la cabaña; de hecho, no parecía haber nadie allí. Por alguna razón se sintió peor al robar el manto. Volvió a hurtadillas hacia los enmarañados árboles con su carga, cuando en su imaginación apareció una basta señal de madera que golpeaba contra su pecho que ya no respiraba.
La verdad era que, según Simón había captado enseguida, la vida de forajido no tenía nada que ver con las historias de Jack Mundwode el Bandido, que Shem le había contado. En su imaginación, el bosque de Aldheorte había sido una especie de alta e interminable sala con un piso de suave césped y altos pilares de troncos apuntalando un distante techo de hojas y cielo azul; un pabellón ventilado donde caballeros como sir Tallistro de Perdruin o el gran Camaris hacían cabriolas sobre corceles de guerra y salvaban de odiosos destinos a damas hechizadas.
Encallado en una desagradable y casi malévola realidad, Simón se encontró con que los árboles de la linde del bosque se amontonaban y las ramas se retorcían unas sobre otras, como serpientes entrelazadas. Los mismos arbustos resultaban un obstáculo, un interminable campo de zarzales y troncos caídos que permanecían, casi invisibles, bajo el musgo y las hojas caídas.
En aquellos primeros días, cuando de repente se encontraba en algún claro del bosque en el que podía andar sin trabas durante un corto tiempo, el sonido de sus propios pasos sobre el desnudo suelo lo hacía sentirse al descubierto. Se encontró corriendo a toda prisa a través de los pequeños valles a la sesgada luz del sol, rezando por volver a encontrar la seguridad que le brindaban los arbustos. La falta de nervio lo ponía tan furioso que se obligó a cruzar a paso lento por los claros. A veces incluso cantaba bravas canciones y escuchaba el eco, como si pensase que el sonido de su voz, temblorosa y agonizante, contra los árboles fuera la cosa más natural del mundo; pero una vez que alcanzaba los arbustos apenas podía acordarse de lo que había cantado.
Aunque su mente todavía se veía asaltada por los recuerdos de su vida en Hayholt, éstos casi se habían convertido en fragmentos de memorias que cada vez le parecían más distantes e irreales, reemplazados por una creciente niebla, mezcla de amargura y desesperación. Le habían robado su hogar y su felicidad. La vida en Hayholt había resultado muy fácil y cómoda: la gente era amable, y las estancias, maravillosamente cómodas. Ahora se arrastraba por un tortuoso bosque una hora tras otra, inundado de miseria y autocompasión. Sintió que la percepción que tenía de sí mismo se desvanecía y que su pensamiento sólo estaba puesto en dos cosas: marchar hacia adelante y comer.
Al principio había pensado mucho en si debía seguir campo traviesa, pues podría ir más rápido aun a riesgo de ser descubierto, o tratar de hacerlo a través del resguardo que le ofrecía el bosque. Lo último le había parecido lo más apropiado, pero pronto descubrió que ambas opciones, tanto el camino como la linde del bosque, divergían en ciertos puntos, y que entre la gruesa maraña de los árboles, a veces se le hacía muy difícil volver a encontrar el sendero.
También se dio cuenta, con dolor, de que no tenía la menor idea de cómo encender fuego, algo en lo que nunca había pensado cuando escuchaba cómo Shem describía al gracioso Mundwode y a sus compañeros de fechorías festejando algo con un venado asado en su mesa de madera. Sin antorcha con la que iluminar su camino, la única solución posible parecía ser seguir su andadura de noche cuando la luz de la luna se lo permitiese. Podría dormir durante el día y usar las restantes horas de sol para seguir caminando a través del bosque.
El carecer de antorcha significaba no tener fuego con el que cocinar, y eso, a veces, era lo peor de todo. De vez en cuando encontraba nidos que contenían huevos moteados depositados por la madre en algunos agujeros escondidos entre la hierba. Ello lo proveía de algún alimento, pero le resultaba difícil succionar las viscosas y frías yemas sin dejar de pensar en las calientes y aromáticas delicias de la cocina de Judit, y verse reflejado con amargura en las mañanas en las que había ido a toda prisa a ver a Morgenes o había salido al campo de torneos dejando tras de sí grandes pedazos de pan con mantequilla y miel sin apenas tocar sobre su plato. Ahora, el pensar en un cuscurro de pan con mantequilla le parecía un sueño de príncipes.
Incapaz de cazar, y sabiendo poco o nada acerca de las plantas silvestres que podían comerse sin peligro, Simón debía su supervivencia al pillaje de los huertos de los leñadores locales. Con un aterrorizado ojo en busca de perros o de airados campesinos, se deslizaba desde su escondite en el bosque para caer sobre los huertos plantados de vegetales, arrancaba zanahorias y cebollas o tiraba de las manzanas que colgaban en las ramas más bajas; pero incluso esos magros bienes resultaban escasos y sólo los encontraba muy de vez en cuando. A menudo, mientras andaba, los retortijones de hambre que sentía eran tan grandes que habría gritado de dolor y dado patadas a diestro y siniestro sobre los enmarañados arbustos. En una ocasión, pataleó tanto y gritó con tanta fuerza que, cuando cayó sobre los hierbajos, no pudo incorporarse en mucho tiempo. Permaneció en el suelo y escuchó cómo desaparecían los ecos de sus gritos, y pensó que iba a morir.
No, la vida al aire libre no era ni una décima parte de lo gloriosa que había imaginado durante los atardeceres en Hayholt de todos esos lejanos años, cuando se arrebujaba en los establos y olía el heno y el cuero tachonado, escuchando las historias de Shem. El poderoso bosque era un oscuro y tacaño anfitrión, que se mostraba muy reticente en cuanto a distribuir comodidades entre los extraños. Simón se escondía entre los arbustos espinosos para dormir durante las horas de sol, y seguía su vacilante camino a través de la oscuridad, bajo la luna escondida por los árboles, o se abalanzaba furtivamente sobre los huertos con su andrajosa capa, demasiado grande; y supo que era más un conejo que un pícaro.
Aunque llevaba enrolladas allí donde fuese las páginas de Morgenes sobre la vida de Juan, cogidas como si se tratasen de un bastón de mando o como un Árbol bendecido de un sacerdote, según pasaban los días sentía cada vez menos necesidad de leerlas. Al final de la jornada, entre una patética comida —si es que tenía esa suerte— y la atemorizante y cercana oscuridad del mundo, abría el paquete y leía un fragmento de una página, pero a medida que transcurrían los días, aquello le iba pareciendo algo sin sentido. Una página, en la que sobresalían los nombres de Juan, de Eahlstan, el Rey Pescador y el dragón Shurakai, atrajo su volátil atención, pero tras leerla cuatro veces, se dio cuenta de que lo que allí ponía para él tenía menos sentido que los círculos que en el interior de los troncos indicaban la edad de los árboles. En el quinto atardecer que pasaba en el bosque se sentó y lloró, con las hojas esparcidas en el regazo. Sin darse cuenta estrujó los pergaminos, como una vez había hecho con el gato de la cocina, hacía ya incontables años, en una cálida e iluminada habitación que olía a cebollas y a canela…
Una semana y un día después de dejar El Dragón y el Pescador, pasó cerca de un pueblo llamado Sistan, un asentamiento poco más grande que Flett. Las chimeneas gemelas de arcilla del hostal de Sistan humeaban, pero el camino aparecía desierto, y el sol brillaba. Simón se asomó tras una colina, desde detrás de un grupo de plateados abedules, y el recuerdo de su última comida caliente le dolió como si se tratase de un golpe real y le debilitó las rodillas de tal forma que casi se cayó. Aquélla ya lejana y perdida noche le pareció como la descripción que hiciera una vez el doctor Morgenes sobre el paraíso pagano de los antiguos rimmerios: una eterna borrachera llena de relatos, una juerga sin fin.
Descendió colina abajo hacia una casa que aparecía en plena calma, junto al camino; le temblaban las manos, e imaginaba planes sobre cómo robar un pastel de carne de alguna repisa de una ventana o escabullirse por la puerta trasera y asaltar la cocina. Ya había salido del abrigo de los árboles y había recorrido la mitad de la ladera cuando de repente se dio cuenta de lo que hacía: merodeaba fuera de los bosques al descubierto, sin la protección de la noche, como un animal enfermo y enfebrecido que hubiese perdido los instintos de autoprotección. Se sintió súbitamente desnudo y, a pesar del pesado manto de lana, ahora lleno de hojas y ramas, se quedó helado. A continuación se dio la vuelta y salió corriendo hacia los delgados abedules. Incluso los árboles le parecían ahora demasiado expuestos; maldijo y sollozó, y se dirigió al interior de las sombras, dejando que el viejo bosque lo rodease como un espeso manto.
Cinco días después, al oeste de Sistan, el sucio y hambriento muchacho se encontró acurrucado en otra pendiente, mirando hacia un gran claro donde había una choza. Estaba seguro —tan seguro como podían estar con su mente tan fragmentada y dolida— de que otro día sin probar una auténtica comida u otra noche solitaria al raso, en medio del bosque, lo descompondría de una vez por todas; se convertiría en la bestia que cada vez con mayor frecuencia pensaba que era. Sus pensamientos se embrutecían y desvariaban. La comida, los sitios oscuros en los que esconderse y las amenazas del bosque se habían convertido en sus principales preocupaciones. Cada vez le resultaba más difícil recordar el castillo. ¿Se había sentido a gusto allí? ¿Hablaba con la gente? Cuando el día anterior una rama había penetrado a través de la capa y se le había clavado en las costillas, sólo había sido capaz de gruñir y quejarse como una bestia.
«Alguien…, alguien vive aquí…».
De la cabaña de leñador salía un camino alineado con ordenadas piedras. Un montón de troncos partidos descansaba bajo los aleros de una pared lateral. Lo más seguro, razonó, es que alguien se apiadaría de él si llegaba hasta la puerta y con calma pedía algo de comer.
«Tengo tanta hambre… ¡No es justo, no es justo! Alguien debe alimentarme…, alguien…».
Descendió la colina con las piernas rígidas y la boca medio abierta. Una somera rememoración de las normas sociales le recordó que no debía espantar a aquella gente rústica, a aquellos asustadizos habitantes del bosque que vivían en el claro. Mantuvo las palmas de las manos hacia adelante mientras caminaba, con los pálidos dedos separados como para mostrar su falta de animosidad.
La cabaña se encontraba vacía, o al menos sus habitantes no respondían al golpeteo de los nudillos de Simón sobre la puerta. El muchacho rodeó la choza, con los dedos tocando la áspera madera. La única ventana que había aparecía cerrada con una ancha tabla. Golpeó la madera con más fuerza de la que había empleado al hacerlo sobre la puerta, y sólo le respondieron los ecos del vacío.
Simón se dejó caer hecho un ovillo bajo la ventana tapada mientras se preguntaba, lleno de desesperación, si podría abrirla con un trozo de leña. De repente, un susurro, un chasquido que provenía de entre los árboles que tenía a su espalda, lo hizo incorporarse tan deprisa que su visión se vio restringida a un punto de luz rodeado de oscuridad; se tambaleó una vez en pie, sintiéndose enfermo. La barrera de árboles pareció inclinarse hacia adelante, como sacudida por una mano gigante, y volvió a su posición original con un estremecimiento. Al cabo de un instante el silencio cayó de nuevo sobre el lugar, esta vez acompañado por un extraño y apagado siseo. El rumor se convirtió en una rápida sucesión de palabras, en una lengua incomprensible para Simón, pero que no por ello dejaba de ser una lengua. Momentos después el claro volvía a estar en silencio.
El muchacho se había quedado más tieso que una piedra; no podía moverse. ¿Qué es lo que debería hacer? Tal vez el morador de la cabaña había sido atacado por un animal en su camino de regreso a casa… Simón podría ayudarlo…, y así, después tendría que darle algo de comida. Pero ¿de qué manera lo asistiría? Apenas podía andar. ¿Y qué pasaría si sólo se trataba de un animal y en realidad no hubiese más que imaginado las voces, entre toda aquella maraña de ruido?
¿Y si se trataba de algo peor? ¿Y si eran los guardias del rey con afiladas espadas, o una delgada bruja de cabello blanco? Tal vez fuese el mismo diablo, vestido con ropas de fuego y ojos inundados de belladona.
De dónde había sacado el valor, la fortaleza, para enderezar sus tambaleantes rodillas y adentrarse entre los árboles era algo a lo que Simón no habría podido contestar. Si no se hubiese sentido tan enfermo y desesperado, podría…, pero estaba enfermo, hambriento y tan sucio y solo como un chacal de Nascadu. Se apretó el manto contra el pecho, cogió los escritos de Morgenes, los mantuvo contra el pecho y se dirigió hacia el bosquecillo.
El sol se filtraba de forma desigual entre los árboles, se metía por los entresijos de un tamiz de hojas primaverales y dotaba al suelo del brillo de las monedas nuevas. El aire parecía tenso, como si el bosque contuviese el aliento. Simón no vio nada durante unos instantes más que las oscuras sombras de los árboles y los rayos del sol. En un lugar, los dardos de luz parecían moverse con espasmos; un instante después se dio cuenta de que brillaban sobre una figura que se debatía. Cuando avanzó un paso, las hojas crujieron bajo sus pies y el sonido de la figura que se retorcía cesó. La cosa que colgaba por encima de una yarda del suelo levantó la cabeza y lo miró. Tenía rostro de hombre, pero en su cara aparecían los inmisericordes ojos de topacio de un gato.
Simón dio un salto hacia atrás y su corazón palpitó de forma espasmódica contra el pecho. Extendió las manos, con los dedos estirados como para tapar la visión del extraño pájaro colgado. Fuera lo que fuese, no se parecía a ningún hombre que Simón hubiera visto, aunque había algo que le resultaba familiar en aquel ser, algo así como un recuerdo de un borroso sueño; pero la mayor parte de los sueños de Simón habían resultado pesadillas. ¡Qué aparición tan extraña! Aunque atrapado en una cruel trampa, cogido por la cintura y los codos por una negra soga de nudo corredizo y colgando de una rama, sin poder alcanzar a ponerse en tierra, el prisionero aún tenía una fiera mirada, que en nada denotaba humillación: como un zorro acorralado que moriría con los dientes clavados en el cuello de algún mastín.
Si era un hombre, parecía muy delgado. Sus altos pómulos y cara de finas facciones le recordaron a Simón —durante un terrorífico instante— las criaturas envueltas en negros ropajes que vio en Thisterborg; pero así como aquéllos eran pálidos, de piel tan blanca como la luna, este otro era de piel dorada como el roble pulido.
Trató de ver mejor a través de la escasa luz y dio un paso hacia adelante; el prisionero cerró los ojos y entreabrió los labios dejando al descubierto sus dientes, con una especie de maullido felino. Hubo algo en la forma de hacerlo, algo inhumano en aquel rostro casi animal, que hizo que Simón enseguida supiera que lo que aparecía atrapado como una comadreja no era un hombre…, se trataba de algo diferente.
El muchacho se había acercado más de lo que aconsejaba la prudencia y, cuando miraba los ambarinos ojos del prisionero, éste le propinó una patada en las costillas. Simón, aunque había observado el balanceo de la criatura y adivinado el ataque, recibió un doloroso golpe en el costado, pues los movimientos del prisionero eran muy rápidos. El muchacho trastabilló hacia atrás y observó ceñudo a su atacante, que le dirigió una fiera mirada a cambio.
Miró al extraño dejando entre ellos la distancia de lo que podía ser la altura de un hombre; Simón advirtió cómo los extraños músculos de la boca de aquel ser se contraían para formar una sonrisa llena de sarcasmo, y el sitha —pues el chico se percató de ello de repente, como si alguien se lo hubiese dicho, ya que eso era exactamente la criatura que pendía de la cuerda— le escupió una simple y desagradable palabra dicha en idioma westerling, la lengua de Simón.
—¡Cobarde!
Al joven le sentó tan mal que a punto estuvo de echarse hacia adelante y cargar contra el sitha, a pesar del hambre, el miedo y los doloridos miembros…, hasta que se percató de que eso era justamente lo que la pulla lanzada por la criatura, con su extraño acento, trataba de conseguir. Simón logró recuperarse del dolor que sentía en sus mortificadas costillas y se cruzó de brazos para observar al sitha atrapado, con una mueca de satisfacción al ver lo que le pareció un gesto de frustración en el otro.
El duende, como Raquel supersticiosamente siempre se había referido a la raza, vestía una extraña y suave ropa y pantalones de un resbaladizo tejido marrón, sólo un poco más oscuro que su propia piel. El cinturón y los demás complementos de una brillante piedra verde contrastaban de forma hermosa con el cabello, de un color azul lavanda, como brezo de las montañas, estirado hacia atrás y sujeto a la cabeza mediante un anillo de hueso, que colgaba en una cola de caballo tras una oreja. Parecía un poco más bajo, aunque mucho más delgado que Simón, a pesar de que el muchacho no se había visto en los últimos días en ningún espejo más que en las turbias pozas del bosque; tal vez ahora también tuviera aquel aspecto escuálido y salvaje. Pero aunque así fuese, seguían existiendo algunas diferencias: algunos movimientos como de ave en la cabeza y el cuello, una extraña elasticidad en las articulaciones, un halo de poder y control que podía ser fácilmente discernible aunque su poseedor colgase como un animal en la más cruel de las trampas. Aquel sitha, aquel personaje de fantasía, era diferente de todo lo que Simón había conocido. Resultaba aterrorizador y apasionante… Era extraño, ajeno.
—Yo no…, no quiero hacerte daño —dijo Simón, y se dio cuenta de que hablaba como si se dirigiese a un niño—. Yo no he puesto la trampa.
El sitha continuó mirándolo con unos siniestros ojos encendidos.
«Qué terrible dolor debe de esconder —se maravilló el muchacho—. Tiene los brazos tan estirados que…, que yo estaría aullando… si estuviese en su lugar».
Por encima del hombro izquierdo del prisionero sobresalía un carcaj con sólo dos flechas. Algunas más y un arco de fina y oscura madera aparecían en el blando suelo, bajo sus colgantes pies.
—¿Me prometes no hacerme daño si te libero? —preguntó Simón, hablando despacio—. Yo también tengo mucha hambre —añadió, inseguro.
El sitha no respondió nada, pero cuando el chico dio otro paso encogió las piernas ante él para volver a golpearlo; Simón retrocedió.
—¡Maldita sea! —gritó—. ¡Sólo quiero ayudarte! —Pero ¿por qué tendría que hacerlo? ¿Por qué debía sacar al lobo del pozo?—. Tienes… —empezó a decir, pero el resto de sus palabras se esfumaron cuando una forma oscura se acercó en dirección al claro, por el bosque, a espaldas de Simón, produciendo crujidos de ramas rotas.
—¡Ah! ¡Aquí lo tenemos, aquí está…! —dijo una voz ronca.
Un hombre sucio y barbudo se abrió camino por el claro. Llevaba las ropas llenas de remiendos y en la mano sostenía un hacha.
—Ahora verás… —El hombre se detuvo cuando vio a Simón medio escondido junto a un árbol—. Ven aquí —gruñó—. ¿Quién eres? ¿Qué estás haciendo aquí?
El muchacho miró la reluciente hoja del hacha.
—Soy…, sólo soy un viajero… Oí un ruido aquí, entre los árboles —agitó la mano hacia el extraño cuadro del sitha atrapado—. Lo encontré aquí, en…, en esa trampa.
—¡Mi trampa! —rugió el leñador—. Mi maldita trampa, y ahí está. —El hombre le volvió la espalda y miró con frialdad al sitha colgado—. Prometí que acabaría con sus vagabundeos y su agriarme la leche, y lo he hecho.
El individuo elevó una mano y empujó al prisionero en un hombro; éste se balanceó de un lado a otro, formando un arco. El sitha siseó lleno de rabia, pero resultó un sonido cargado de impotencia. El leñador rió a carcajadas.
—Por el sagrado Árbol, está dispuesto a luchar a pesar de la situación en la que se halla. Quiere pelear.
—¿Qué…, qué vais a hacer con él? —preguntó Simón.
—¿Tú qué crees, muchacho? ¿Qué crees que quiere Dios que hagamos con los impuros y los demonios cuando les ponemos las manos encima? Devolverlos al infierno con mi querida hacha, eso es lo que quiere.
El prisionero dejó de balancearse, poco a poco. Tenía la mirada puesta en el suelo y el cuerpo fláccido.
—¿Matarlo? —inquirió Simón. Se sentía enfermo débil, pero aun así le chocó oír hablar de esa forma al leñador, y trató de contener sus desordenados pensamientos—. Vais a… ¡Pero no podéis hacerlo! ¡No podéis! Él es…, él es un…
—¡Lo que es cierto es que no se trata de una criatura natural! Lárgate de aquí, extraño. Estás en mi terreno, y nadie te ha llamado para que vengas. Yo ya sé cómo tratar con estas criaturas.
El leñador volvió desdeñosamente la espalda a Simón y se dirigió hacia el sitha, con el hacha levantada como si fuese a partir madera. Sin embargo, aquella madera se incorporó súbitamente y empezó a debatirse, a dar patadas y a luchar fieramente por su vida. El primer hachazo del hombre cayó de lado, rozó la huesuda mejilla y produjo un corte a lo largo de la manga del extraño y brillante vestido. Un riachuelo de sangre manó de la delgada mandíbula y del cuello. El leñador volvió a avanzar.
Simón se dejó caer sobre sus doloridas rodillas y buscó algo con que detener aquella angustiosa lucha, para que el individuo dejase de gruñir y maldecir, y para que el agudo chillido del asediado prisionero dejase de penetrarle por los oídos. Palpó a tientas y encontró el arco, que era mucho más liviano de lo que parecía, como hecho de juncos de los pantanos. Un instante después halló una piedra medio enterrada. Tiró hacia afuera y la piedra quedó liberada del suelo. Simón la levantó por encima de la cabeza.
—¡Alto! —gritó—. ¡Dejadlo tranquilo!
Ninguno de los dos combatientes pareció enterarse de sus palabras. El leñador se encontraba a corta distancia, asestando golpes a su inmóvil diana, que continuaba desviándolos aunque de sus heridas seguía manando sangre. El delgado pecho del sitha subía y bajaba como un fuelle; Simón se dio cuenta de que se debilitaba rápidamente.
El muchacho no podía permanecer impasible ante tan cruel espectáculo por más tiempo. Liberó el aullido que había ido tomando forma en su interior a lo largo de los interminables y terroríficos días de su exilio, y se echó hacia adelante; cruzó el pequeño claro para dejar caer la piedra en la parte de atrás de la cabeza del leñador. Un apagado sonido de algo roto resonó entre los árboles; el hombre pareció quedarse sin voluntad en un instante. Se dejó caer sobre las rodillas y luego dio con el rostro en el suelo, mientras un surco rojo manaba a través del enmarañado cabello.
Simón miró la fractura de la que brotaba la sangre y sintió que se le revolvían las tripas; se dejó caer de rodillas para vomitar, pero no pudo expulsar más que una saliva amarga. Apoyó la aturdida cabeza sobre el húmedo suelo y sintió que el bosque daba vueltas a su alrededor.
Cuando se sintió mejor se levantó y se volvió hacia el sitha, que otra vez pendía de la cuerda de nudo corredizo. La túnica que llevaba aparecía lacerada y con riachuelos de sangre y sus mágicos ojos estaban apagados, como si una cortina interior se hubiese desplegado para ocultar el paso de la luz. Tan vacilante como un sonámbulo, Simón recogió el hacha caída y cortó la tensa cuerda de la que colgaba el prisionero y que pendía de una rama alta del árbol, una rama demasiado alta como para trepar. Simón, demasiado aturdido como para sentir miedo, colocó la afilada hoja del hacha contra el nudo que se encontraba en la espalda del sitha. El duende hizo un gesto de dolor cuando la cuerda se tensó más, pero no dijo nada.
Tras unos instantes de trabajo, el resbaladizo nudo se partió. El sitha cayó al suelo, se le doblaron las piernas y tropezó con el inmóvil leñador. Rápidamente se apartó del mudo bulto, como si le quemase, y empezó a recoger las flechas diseminadas por el suelo. Las tomó como si fueran un ramo cíe flores de largo tallo. Con la otra mano sujetó el arco y se detuvo para mirar a Simón. Los fríos ojos de la criatura brillaron e hicieron que las palabras del chico se detuviesen antes de empezar a salir por la boca. Durante un instante, el sitha, olvidándose de las heridas, permaneció en pie tan tenso como un ciervo asustado; después se marchó, como un relámpago de color marrón y verde que desapareciera entre los árboles, dejando a Simón con la boca abierta y solo.
La luz del sol todavía no había acabado de volver a posarse sobre las hojas por las que el sitha había pasado cuando Simón oyó un zumbido, como de un insecto furioso, y sintió pasar una sombra junto a su rostro. Una flecha apareció clavada en el tronco de un árbol que había junto a él, a menos de un brazo de distancia de donde permanecía en pie. La miró con ojos entrecerrados y se preguntó cuándo lo heriría la próxima. Se trataba de una flecha blanca, de dardo y plumas brillantes como el ala de una gaviota. Simón esperó la inevitable sucesora, pero no llegó. Los árboles permanecían silenciosos y sin movimiento.
Después de los más extraños y terribles quince minutos de su vida, y tras un particularmente extraño día, al muchacho no le hubiera tenido que sorprender oír una nueva y desconocida voz que le hablaba desde la oscuridad, más allá de los árboles: una voz que no era la del sitha, y que, ciertamente, tampoco pertenecía al leñador, que seguía tendido como un árbol caído.
—Cógela —dijo la voz—. La flecha. Cógela. Es para ti.
Simón no tendría que haberse sorprendido, pero lo hizo. Se dejó caer en el suelo y empezó a llorar desconsoladamente, con grandes sollozos de cansancio, confusión y completa desesperación.
—Oh, Hija de las Montañas —añadió la extraña y nueva voz—. Esto no tiene buen aspecto.