Un encuentro en el albergue
Lo primero que oyó Simón fue un zumbido, un apagado rumor que penetraba de forma insistente en su oído mientras luchaba por despertarse. Entreabrió un ojo y se encontró con que miraba una monstruosidad, una oscura e indistinguible masa de patas retorcidas y ojos brillantes. Se sentó al tiempo que gritaba y agitaba los brazos; el abejorro que de forma inocente había explorado su nariz se alejó con un batir de alas translúcidas en busca de algo menos excitable.
Simón levantó la mano para cubrirse los ojos, que bizqueaban a causa de la vibrante claridad del mundo que se extendía a su alrededor. La luz diurna resultaba deslumbrante. El sol de primavera, como si participase en una procesión imperial, había esparcido oro a todos los lados de las colinas cubiertas de hierba; a cualquier parte que mirase asomaban infinidad de flores: dientes de león y caléndulas de largos tallos, repartidas por las vertientes de las colinas. Las abejas se afanaban de unas a otras, yendo de flor en flor como pequeños doctores que descubrían —para su sorpresa— que todos los pacientes mejoraban al mismo tiempo.
Simón volvió a estirarse sobre la hierba y cruzó las manos bajo la nuca. Había dormido durante mucho tiempo, pues el radiante sol ya parecía estar encima de su cabeza y hacía que el vello de los antebrazos brillase como cobre fundido; las punteras de sus destrozados zapatos se veían tan lejanas que casi pudo imaginar que se trataban de los picos de distantes montañas.
Un súbito pinchazo en los recuerdos atravesó el velo de la somnolencia. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué…?
Una oscura presencia a su espalda le hizo ponerse de rodillas con rapidez; se volvió para ver la masa del Thisterborg, que se elevaba a menos de una legua de distancia. Cada detalle resultaba asombrosamente claro y todos los relieves podían ser apreciados; si no fuese por los recuerdos agitados de Simón, podría haber parecido un lugar confortable y fresco, una plácida colina que se erguía entre anillos de árboles, llena de sombra y de brillantes hojas verdes. En la cresta podrían apreciarse las Piedras de la Cólera, unos pequeños puntos grises enmarcados contra el cielo azul.
El hermoso día de primavera se hallaba ahora empañado por un retazo de sueño. ¿Qué había sucedido la última noche? Simón había huido del castillo, claro; aquellos momentos, los últimos que había pasado con Morgenes, estaban grabados en lo más profundo de su corazón. Pero ¿y después? ¿Qué significaban aquellos espantosos recuerdos, todos aquellos túneles sin fin? ¿Y el fuego y los demonios de blanco cabello?
«Sueños, idiota, pesadillas. Terror, cansancio y más terror. Corría por el cementerio, de noche, y caí. Me dormí y tuve pesadillas».
Pero ¿y los túneles, y… el ataúd negro? Todavía le dolía la cabeza, pero también lo embargaba una extraña sensación de torpor, como si le hubiesen puesto un trozo de hielo sobre una herida. El sueño pareció del todo real. Ahora resultaba distante y sin sentido, una oscura punzada de miedo y dolor que desaparecería como humo si Simón así lo deseaba, o al menos eso creía. Apartó los recuerdos y los enterró tan profundamente como pudo; a continuación, cerró su mente sobre ellos como la tapa de una caja.
«Como si no tuviese suficientes cosas por las que preocuparme…».
El brillante sol de la Fiesta de Belthainn ablandó los nudos que se habían formado en sus músculos, pero todavía se encontraba dolorido… y muy hambriento. Se puso en pie con rigidez y se sacudió las briznas de hierba de sus haraposos y sucios vestidos. Volvió a mirar el Thisterborg. ¿Estarían las cenizas de un gran fuego esparcidas entre las piedras de allá arriba? ¿O es que los acontecimientos tan inquietantes del día anterior lo habían llevado a la locura? La colina permanecía imponente e impasible; cualesquiera que fuesen los secretos que se ocultaban bajo el manto de árboles, o en lo alto de las piedras, Simón no tenía ninguna gana de saberlos. Existían demasiados vacíos que necesitaban ser llenados.
Le dio la espalda al Thisterborg y miró la oscura linde del bosque, más allá de los promontorios. Al observar toda aquella extensión de tierra se sintió invadido por una profunda pena y por un sentimiento de autocompasión. ¡Se encontraba tan solo! Lo habían dejado sin nada, sin hogar y sin amigos. Dio un golpe con las manos, lleno de rabia, y sintió dolor en las palmas. ¡Después! Después lloraría; ahora debía comportarse como un hombre. ¡Pero todo resultaba tan desagradable!
Respiró profundamente una y otra vez, y volvió a mirar hacia las distantes tierras. En alguna parte, cerca de la delgada línea de sombras, corría el camino del Viejo Bosque. Se extendía durante muchas millas a lo largo del perímetro sur de Aldheorte, a veces a distancia, y a veces junto al mismo límite del hogar de los viejos árboles. En otros lugares recorría su camino bajo las bóvedas del bosque, a través de oscuros emparrados o entre silenciosos claros bañados por el sol. Unos cuantos y diminutos pueblos y algunas casas tenían su refugio a la sombra de los árboles.
«Tal vez pueda encontrar algún tipo de trabajo, incluso conseguir comida. Estoy tan hambriento como un oso…, como un oso que acabase de despertar de un largo invierno. ¡Realmente, estoy muerto de hambre! No he comido desde…, desde…».
Simón se mordió el labio. Lo único que tenía que hacer era empezar a caminar.
El contacto del sol actuaba como una bendición. Al calentar el dolorido cuerpo de Simón, también parecía atravesar el turbulento manto de sus pensamientos. Se sintió como un recién nacido, como el potro de piernas temblorosas y lleno de curiosidad que Shem le había mostrado la primavera pasada. Pero la nueva extrañeza que sentía por el mundo no resultaba del todo inocente; algo raro y oculto se agazapaba tras los maravillosos paisajes que pendían ante él; los colores resultaban demasiado chillones, y los aromas y sonidos demasiado dulzones.
Pronto se le hizo patente la molestia que le ocasionaba el manuscrito de Morgenes que llevaba metido en el cinto, pero tras haber tratado de llevar el fajo de pergaminos en las sudorosas manos durante unos cuantos cientos de pasos, lo dejó estar y lo volvió a sujetar en el cinturón. El anciano le había pedido que lo salvase y él así lo haría; para evitar el roce con la piel puso los faldones de la camisa entre el manuscrito y su cuerpo.
Cuando se cansó de buscar lugares por los que vadear los torrentes que circulaban por los campos, se quitó los zapatos. El olor de las praderas de hierba y del húmedo aire de maya le resultaban indicios de los que desconfiar, pero a pesar de ello encontró la manera de mantener sus pensamientos alejados de la oscuridad y de los lugares que le provocaban dolor; el sentir el barro bajo los pies también lo ayudó.
Llegó al ancho camino del Viejo Bosque al cabo de poco tiempo. En lugar de continuar por él, pues estaba embarrado y lleno de roderas de carro encharcadas, Simón giró hacia el oeste y siguió el curso del camino por la orilla llena de alta hierba. Bajo él, en el suelo, las lilas y otras flores aparecían contusas y desprotegidas entre las marcas de las ruedas, como sorprendidas en medio de un lento peregrinaje desde una orilla a la otra. Los charcos retenían en su interior el azul del cielo al atardecer, y el humilde barro parecía tachonado de brillante cristal.
A un estadio[5] de distancia del camino se veían los árboles de Aldheorte, en una formación interminable, como un ejército dormido de pie. La completa oscuridad en la que encerraban la tierra que reposaba bajo ellos aparecía resquebrajada por la luz que penetraba entre algunos troncos. En otros lugares descansaban lo que parecían ser chozas de troncos, con sus líneas angulosas en contraste con las suaves formas de Aldheorte.
Simón caminó y se deleitó mirando el interminable frente del bosque. Pasó por encima de una zarza llena de moras y se arañó los pies. Tan pronto como se dio cuenta de lo que había pisado, dejó de maldecir. La mayor parte de las moras todavía estaban verdes, pero algunas habían madurado; las mejillas y la barbilla de Simón aparecieron manchadas de su jugo cuando minutos después continuó caminando mientras masticaba. Las moras todavía no estaban dulces, pero aun así le pareció el primer argumento en favor de la Creación que había encontrado en mucho tiempo. Cuando acabó de comer, se limpió las manos en su arruinada camisa.
El camino, con Simón como compañero, empezó a subir por un terreno elevado. De repente, apareció una evidencia definitiva de presencia humana. Aquí y allá, hacia el sur, surgían cercas hechas de madera desbastada que se elevaban desde la hierba crecida; más allá de aquellos vigilantes de fronteras podían verse unas figuras que se movían con la lentitud de los plantadores, que hacían lo propio con los guisantes de primavera. Más cerca había otros que se agachaban por las hileras y manejaban herramientas con las que cortaban las malas hierbas, tratando de salvar todo lo posible de un mal año. Los más jóvenes estaban en los tejados de las cabañas, revolviendo la paja y golpeándola con largos palos para desprender el musgo que había crecido durante las lluvias de avrel.
Simón sintió la urgente necesidad de atravesar los campos y dirigirse hacia las tranquilas y ordenadas granjas. Seguro que alguien le daría trabajo, lo tomaría a su cargo…, lo alimentaría.
«¿Cómo puedo llegar a ser tan estúpido? —pensó—. ¿Por qué no vuelvo al castillo y me pongo a gritar en el patio de los comunes?». Era bien conocido que la gente del campo desconfiaba de los extraños, en especial durante aquellos días, con todos esos rumores sobre bandolerismo y cosas peores que provenían del norte. La guardia erkyna lo habría estado buscando, de eso estaba seguro, y en aquellas granjas aisladas no les resultaría difícil recordar a un joven pelirrojo que hubiera pasado por ellas. Además, no tenía ninguna prisa en entablar conversación con extraños, al menos no tan cerca de Hayholt. Tal vez fuese mejor dejarse caer por uno de los albergues que se encontraban junto al misterioso bosque.
«Sé algo sobre el trabajo en las cocinas, ¿no? Alguien me dará trabajo…, al menos eso creo».
Trepó a un promontorio y vio que el camino llevaba hasta una intersección con un sendero de carros que emergía del bosque y que serpenteaba por los campos; tal vez se tratase de una ruta de leñadores o de un camino que venía desde una serrería y que se dirigía hacia las granjas al oeste de Erchester. Había un objeto oscuro, anguloso y erecto que permanecía quieto justo en el punto en el que se encontraban ambas sendas. Simón sintió un súbito ramalazo de miedo antes de darse cuenta de que el objeto era demasiado alto como para que se tratase de alguien que esperaba su paso. Deseó que fuera un espantapájaros o una imagen junto a la carretera, dedicada a Elysia, Madre de Dios. Los cruces de caminos eran lugares extraños y la gente común a menudo erigía una sagrada reliquia para mantener alejados a los espíritus de los alrededores.
Mientras se acercaba al cruce decidió que tenía razón al pensar que se trataba de un espantapájaros; el objeto parecía colgar de un árbol o de un poste, y se balanceaba con lentitud a causa del viento. Al cabo de poco tiempo, ya no tuvo la posibilidad de convencerse de que se trataba de otra cosa de la que en realidad era: el cuerpo de un hombre que se balanceaba en una horca.
Simón llegó al cruce. El viento persistía y el fino polvo del camino lo envolvía en una nube marrón. Se detuvo para mirar, impotente. El polvo se posó, por un momento, para volver a arremolinarse a su alrededor.
Los pies del hombre que pendía de la horca colgaban desnudos y ya negros a causa de la hinchazón, a la altura del hombro de Simón. La cabeza aparecía hacia un lado, como un cachorro cogido por el pescuezo; los pájaros habían pasado por los ojos y el rostro del condenado. Un trozo de madera con las palabras «N LAS TIERRAS DE REY» colgaba del pecho del ahorcado; en el camino había otro trozo de madera caído, que parecía haber estado unido al anterior. En él también aparecían grabadas otras palabras: «CAZADOR FURTIVO E».
Simón retrocedió espantado. Una suave brisa hizo que el cuerpo que colgaba se moviese y el rostro del hombre se torció para quedarse mirando a la lejanía que se extendía a través de los campos. El muchacho corrió por el camino y trazó el signo del Árbol sobre su pecho cuando pasó por la sombra del ahorcado. En circunstancias normales su visión le hubiese resultado temerosa y fascinante, como todo lo muerto, pero ahora lo único que podía sentir era un terror enfermizo. Él mismo había robado —o ayudado a robar— algo mucho más importante de lo que aquel desgraciado ladronzuelo nunca hubiera podido imaginar: había robado al hermano del rey de los propios calabozos reales. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que lo atrapasen, como habían atrapado a aquella pobre criatura comida por los pájaros? ¿Cuál sería su castigo?
Volvió a mirar hacia atrás. El arruinado rostro se había vuelto a mover, como para observar su marcha. Simón corrió hasta que el camino empezó a descender y el cruce desapareció de su vista.
A última hora de la tarde llegó a un pueblecito llamado Flett. La verdad es que no se trataba de un pueblo propiamente dicho, sino de un albergue y de unas cuantas casas amontonadas junto al camino, a un tiro de piedra del bosque. No se veía a nadie excepto a una delgada mujer que estaba a la puerta de una de las casas, y a una pareja de solemnes niños de ojos muy abiertos que se asomaban junto a las piernas de la mujer. También eran visibles varios caballos —la mayor parte de ellos, animales de granja— atados a un tronco situado frente al albergue El Dragón y el Pescador. Simón pasó cauteloso ante la puerta y miró dentro, pero unas voces estentóreas salieron del interior y se asustó. Decidió esperar y probar suerte más tarde, cuando hubiese más clientela que se detuviese para pasar la noche y entre la cual su haraposa y sucia apariencia pasase más inadvertida.
Siguió andando por el camino un poco más. Las tripas se quejaban y Simón se arrepintió de no haber guardado moras. Ante él sólo había unas cuantas casas y una especie de capilla; más allá, el camino se desviaba repentinamente para acabar bajo el bosque abovedado.
Al llegar al extremo del pueblo encontró un pequeño torrente que serpenteaba por el negro y frondoso suelo. Se arrodilló y bebió.
Intentó no fijarse en las zarzas y la humedad tanto como pudo. Cogió los zapatos para usarlos como almohada y se arrellanó a la sombra de un roble, fuera de la vista del sendero y de la última casa del pueblo. Cayó dormido rápidamente bajo los árboles, como un agradecido huésped bajo la seguridad de las ramas.
Simón soñó…
Encontró una manzana en el suelo, al pie de un gran árbol blanco, una manzana tan brillante y redonda, de color rojo, que no se atrevió a darle un mordisco. Pero tenía mucha hambre y pronto la llevó hasta la boca e hincó los dientes en ella. El sabor de la fruta era delicioso, dulce y crujiente, pero cuando miró donde había mordido, vio el delgado y resbaladizo cuerpo de un gusano que se retorcía sobre la brillante superficie. Simón no se atrevió a tirar la manzana, pues era una fruta de hermoso aspecto y él se encontraba muy hambriento. Le dio la vuelta y mordió en otro lugar, pero cuando sus dientes entraron en contacto con la superficie, volvió a retirarla y una vez más observó el sinuoso cuerpo del gusano. Allí donde mordiese, siempre en lugares diferentes, volvía a encontrar a la criatura, que no parecía poseer cabeza ni cola, sino únicamente anillos interminables alrededor del corazón de la manzana, los cuales se extendían a través de la fría y blanca carne de la fruta…
Simón se despertó bajo los árboles con dolor de cabeza y un sabor amargo en la boca. Se dirigió a la corriente del arroyo para beber y se sintió flojo y débil de espíritu. ¿Cuándo alguien había estado tan solo como él? La oblicua luz del atardecer no llegaba a acariciar la hundida superficie del riachuelo; al arrodillarse y mirar durante un instante la oscura y murmurante corriente de agua, sintió que ya había estado en aquel lugar con anterioridad. Mientras pensaba en ello, el suave movimiento de las ramas de los árboles que le llegaba como si se tratase de un idioma fue acallado por el creciente murmullo de voces humanas. Por un instante temió que estuviese de nuevo soñando, pero al volverse vio a un grupo de personas, al menos una veintena, que venían por el camino del Viejo Bosque y se dirigían a Flett. Todavía al abrigo de la sombra de los árboles, Simón los observó, mientras se secaba la boca con la manga de la camisa.
Los que así llegaban eran campesinos, ataviados con la áspera ropa propia de la región, pero en medio de una atmósfera festiva. Las mujeres llevaban cintas de color azul, oro y verde, prendidas en el suelto cabello, y las faldas por encima de los desnudos tobillos. Alguna de las que corrían por delante llevaban pétalos de flores en los delantales y los esparcían por el aire. Los hombres, algunos jóvenes y de pies ligeros, otros vejetes renqueantes, llevaban sobre las espaldas un árbol caído. Sus ramas aparecían adornadas de cintas, como las mujeres, y los hombres lo izaban, balanceándolo mientras venían por el camino.
Simón sonrió débilmente. ¡El árbol de maya! Claro, de eso se trataba. Hoy se celebraba la Fiesta de Belthainn, y aquella gente traía el árbol de maya. El muchacho había visto, en algunas ocasiones, subir el árbol por la Plaza de la Batalla, en Erchester. De repente su sonrisa le pareció demasiado satisfecha. Se sentía mareado y se acurrucó todavía más entre los arbustos que le servían de escondite.
Ahora se oía cantar a las mujeres, y sus dulces voces se mezclaban de forma desigual en medio de los bailes y las vueltas de todos.
Venid a Breredón,
¡venida la Colina de las Zarzas!
¡Poneos vuestras guirnaldas de flores!,
¡venida bailar junto a mi fuego!
Los hombres replicaban, con voces jocosas y alegres:
¡Bailaré ante tu fuego, moza;
después, en la sombra del bosque
extenderemos un lecho de flores,
y pondremos fin a la tristeza!
Ambos, hombres y mujeres, cantaron juntos un estribillo:
Así estaremos bajo este Yrmansol;
¡elevad vuestros cánticos!,
permaneced bajo el poste de maya,
¡elevad vuestros cánticos!
¡Dios se hace hombre!
Las muchachas empezaron a cantar otro verso, uno acerca de la malvaloca y de las hojas de lis y del Rey de las Flores, cuando el ruidoso grupo se dirigió hacia donde estaba Simón; éste, sorprendido en un momento de alegría, con la cabeza llena de la exuberante música, empezó a avanzar. A menos de diez pasos, sobre el camino lleno de luz del sol, tropezó uno de los hombres que más cerca se encontraba de donde estaba Simón; tropezó, y una de las cintas que colgaba se le enredó alrededor de los ojos. Un compañero le ayudó a quitársela y, cuando consiguió desembarazarse de la dorada cinta, el rostro de barba crecida se transformó en una amplia sonrisa. Por alguna extraña razón la visión de aquella sonrisa hizo que Simón dudase en abandonar el refugio de los árboles.
«Pero ¿qué es lo que hago? —se regañó—. ¿Es que me voy a lanzar al descubierto al primer sonido de voces amistosas que oiga? Esa gente está muy alegre, pero un mastín también jugaría con su amo… y se lanzaría contra el extraño que apareciese sin ser esperado».
El hombre al que había observado le gritó algo a su compañero que Simón no pudo escuchar por encima del estruendo del grupo; después, se volvió y levantó una cinta al tiempo que vociferaba algo a otra persona. El árbol siguió hacia adelante y, cuando pasaron los últimos rezagados de la procesión, Simón salió al camino y los siguió. Su figura resultaba tan delgada y sus ropas tan andrajosas que podía haber sido el doliente espíritu de los árboles que, lleno de tristeza, seguía a su hogar robado.
La alegre procesión torció por una pequeña colina situada detrás de la ermita. El último rayo de sol se desvanecía con rapidez a lo largo de los anchos campos; la sombra de la cruz que coronaba el tejado de la iglesia se extendía por el montículo como un largo y curvado cuchillo. No sabiendo lo que venía a continuación, Simón se quedó detrás del grupo mientras éste cargaba con el árbol por el montículo, tropezando y cayendo entre las zarzas. Una vez arriba, se reunieron los hombres, sudorosos y sin dejar de bromear, y bajaron el tronco para meterlo en un agujero que había sido cavado a tal efecto. Después, mientras algunos lo sostenían recto, otros rellenaron el resto del agujero y el borde con piedras. Luego retrocedieron unos pasos. El árbol de maya se balanceó un poco y después se inclinó hacia un costado, lo que provocó un chillido sofocado y risas entre el grupo. Finalmente se quedó algo torcido; un grito de entusiasmo se elevó de las gargantas de la gente. Simón, todavía bajo las sombras de los árboles, exhaló un alegre suspiro, pero tuvo que abandonar su refugio con un nudo en la garganta. Tosió hasta que se le nubló la vista; casi había transcurrido un día entero desde que había hablado por última vez.
Retrocedió lentamente, con los ojos humedecidos. Habían encendido una hoguera al pie de la colina. Con la parte superior teñida por la luz de la puesta de sol y las llamas crepitando en la base, el árbol parecía una antorcha encendida por ambos extremos. Atraído de un modo irresistible por el olor a comida, Simón se acercó a los vejetes y charlatanes que extendían manteles y preparaban la cena junto al muro de piedra trasero de la ermita. Se sintió sorprendido y frustrado al ver lo magro de los alimentos que allí reposaban: escasos bienes para un día festivo y, mala suerte, todavía una más escasa posibilidad de poder llegar hasta ellos sin ser sorprendido.
Los hombres y mujeres más jóvenes empezaron a bailar alrededor de la base del árbol de maya, para conformar un círculo. El anillo, a causa de los borrachos que tropezaban, nunca acabó de cerrarse; los espectadores gritaban al ver a los bailarines tratar de alcanzar una mano, sin resultados, o al verlos girar sin ton ni son. Uno a uno, los juerguistas se fueron apartando de la danza, tambaleándose y a veces rodando colina abajo para detenerse al final entre carcajadas. Simón no deseaba otra cosa que unirse a ellos.
Poco después se formaron grupos de gente que se sentaron en la hierba y junto a la pared. La copa del árbol tenía el aspecto de un rubí, con el último rayo de sol capturado en ella. Uno de los hombres que permanecía en la base de la pequeña colina extrajo una flauta hecha de hueso y empezó a tocar. Un silencio gradual fue extendiéndose a medida que tocaba, sólo interrumpido por algunos susurros y algún estallido de risa ocasional. La oscuridad de la noche también cayó sobre el grupo. La quejumbrosa voz de la flauta sobresalía por encima de todo ello como el espíritu de un pájaro melancólico. Una muchacha, de negro cabello y rostro delgado, se incorporó y se apoyó en el hombro de su joven acompañante. Empezó a balancearse con lentitud, como un abedul en el camino del viento, y de sus labios salió una canción; Simón sintió que el gran vacío que había en su interior se abría para recibir la canción, el anochecer, el paciente y contenido olor de la hierba y otras cosas.
Oh fiel amigo, oh tilo.
Me diste cobijo cuando era joven.
Háblame del que me fue desleal;
vuelve a ser mi amigo.
El que fue el deseo de mi corazón,
el que me prometió todo a cambio,
me ha abandonado y mi corazón ha rechazado,
y ha hecho del Amor una mentira.
¿Adónde ha ido, oh tilo?
¿A los brazos de qué dulce amiga?
¿Qué podría hacerlo regresar?
¡Oh, tilo, espíalo por mí!
No me pidáis eso, hermosa mujer.
De buena gana no os respondería,
pues sólo la verdad puedo responder
y no deseo herir vuestros sentimientos.
No me rechaces, oh alto tilo;
¡dime quién está junto a él esta noche!
¡Dime quién es la mujer que me ha desbancado!,
¿quién lo aparta de mí llamada?
Oh, hermosa mujer, os diré la verdad:
él ya no volverá a vos nunca más.
Esta noche caminará por la orilla del río
para tropezar y caer.
Ahora tiene a la mujer-río,
y ella se abraza fuerte a él,
pero ella lo devolverá,
empapado y frío.
Así volverá,
mojado por el río y frío…
Cuando la muchacha de cabello negro volvió a sentarse el fuego crepitó, como si se burlase de una canción tan tierna y sentimental.
Simón se alejó de las llamas, con los ojos inundados en lágrimas. La voz de la mujer había despertado en él una enorme nostalgia por su hogar, por las bromistas conversaciones con los trabajadores de la cocina, por la ternura de las sirvientas, por su cama, el foso, por las soleadas estancias de Morgenes, incluso —y le causó disgusto el darse cuenta— por la severa presencia de Raquel, el Dragón.
Los murmullos y las risas que se oían a su espalda inundaban la primaveral noche como el suave aleteo de los pájaros.
Aproximadamente una veintena de personas se encontraban en la calle, frente a la iglesia. La mayoría de ellas, reunidas en grupos de dos, tres o cuatro, parecían dirigirse a través de la oscuridad hacia El Dragón y el Pescador. La luz de las antorchas brillaba junto a la puerta del local, inundando a los que remoloneaban en el porche con una claridad amarillenta. Cuando Simón se acercó, todavía secándose los ojos, el olor a carne y cerveza negra casi lo ahoga, como si hubiese sido alcanzado por una ola del océano. Caminaba con lentitud, a unos pasos de distancia del grupo, y se preguntaba si debería pedir trabajo ahora mismo o esperar, en aquel cálido ambiente de sociabilidad, hasta más tarde, cuando el mesonero dispusiera de un momento para hablar con él y comprobar que era un muchacho en quien se podía confiar. Le daba miedo el pensar en pedirle trabajo a un extraño, ¿pero qué podía hacer? ¿Dormir en el bosque como si fuese un animal?
Cuando pasó junto a un grupo de granjeros borrachos que discutían sobre los méritos de la última esquilada, casi se echó de bruces sobre una oscura figura arrebujada contra la pared, bajo el oscilante cartel del hostal. Una cara redondeada y sonrosada, de ojos diminutos, se giró para mirarlo. Simón murmuró algunas palabras a modo de disculpa y ya se alejaba cuando recordó.
—¡Yo os conozco! —le dijo a la figura que permanecía en cuclillas; los oscuros ojos del hombre emitieron una señal de alarma—. ¡Vos sois el fraile que conocí en la calle Mayor!… ¿El hermano Cadrach?
Cadrach, que durante un instante pareció que saldría corriendo a cuatro patas, estrechó los ojos para mirarlo.
—¿No os acordáis de mí? —preguntó el muchacho, lleno de excitación. La visión de un rostro familiar se le había subido a la cabeza como el vino—. Me llamo Simón. —Un par de granjeros se giraron para mirarlo con ojos turbios, desprovistos de curiosidad; el chico sintió un pinchazo de terror al recordar que era un fugitivo—. Me llamo Simón —repitió en voz más baja.
Una chispa de reconocimiento, y algo más, se abrió paso a través del rechoncho rostro del monje.
—¡Simón! ¡Pues claro que sí, muchacho! ¿Qué es lo que te ha hecho venir de la gran Erchester al diminuto Flett? —preguntó el fraile, mientras se incorporaba con la ayuda de una larga vara que reposaba contra la pared, a su lado.
—Pues… —Simón estaba confundido.
«Sí, realmente, ¿qué es lo que haces, idiota, conversando con quien es casi un desconocido? ¡Piensa, estúpido! Morgenes ya te dijo que esto no era ningún juego».
—Estoy haciendo un recado… para una gente del castillo…
—Y has decidido coger algo del dinero que te han dado y hacer una parada en el famoso El Dragón y el Pescador… —Cadrach compuso una mueca irónica—, para comer algo. —Antes de que Simón pudiera contradecirlo, o al menos decidir si quería hacerlo, el monje continuó—: Lo que deberías hacer es cenar conmigo y dejar que pague tu cuenta; no, no, muchacho. ¡Insisto! Sólo quiero devolverte el favor, después de la amabilidad que demostraste hacia un extraño.
Simón no pudo decir ni una palabra, pues antes de que pudiese reaccionar, el hermano Cadrach lo hizo entrar en la taberna.
Unos cuantos rostros se giraron cuando hicieron su entrada, pero las miradas no permanecieron mucho tiempo posadas sobre ellos. La habitación era grande y de techo bajo, y a ambos lados se alineaban mesas y bancos tan manchados de vino, mellados y desencajados que parecían sostenerse sólo a causa de la salsa seca y el sebo con que tan generosamente aparecían salpicados. Cerca de la puerta ardía una chimenea. Un muchacho campesino, cubierto de hollín, estaba dando vueltas a una pata de buey en un asador y reculó cuando de la pierna cayó un trozo de grasa que hizo crepitar el fuego. A Simón le dio la impresión de que todo parecía y olía como el paraíso.
Cadrach lo arrastró hacia un lugar junto a la negra pared; la superficie de la mesa estaba tan resquebrajada y astillada que causaba dolor cuando se apoyaban los codos sobre ella; el monje se sentó frente al muchacho, reposó la espalda contra la pared y estiró las piernas por debajo del banco. En lugar de las sandalias que Simón había esperado ver, el fraile calzaba unas destrozadas botas, muy desgastadas a causa del tiempo y del mucho uso.
—¡Mesonero! ¿Dónde estáis, respetable mesonero? —llamó Cadrach.
Un par de cejijuntos y mal afeitados campesinos, que Simón hubiera jurado que eran gemelos, los miraron desde la mesa de al lado con una mueca de desagrado en el rostro. El propietario apareció tras una corta espera; se trataba de un hombre ancho como un barril, barbudo y con una profunda cicatriz que le cruzaba por toda la nariz hasta el labio superior.
—Ah, aquí estáis —dijo Cadrach—. Bendito seáis, hijo mío, y traednos una jarra de vuestra mejor cerveza. Después, ¿seríais tan amable de alcanzarnos algo de esa pierna y dos pedazos de pan para untar? Gracias, muchacho.
El propietario frunció el entrecejo ante las palabras del monje, pero asintió con la cabeza y se alejó.
—… Mierda de hernystiro… —lo oyó murmurar Simón mientras se iba.
La cerveza llegó enseguida, y luego la carne y después más cerveza. Al principio, el chico comía como un perro hambriento, pero luego dulcificó sus maneras iniciales y echó un vistazo por la habitación para asegurarse de que nadie prestaba demasiada atención; finalmente aminoró el ritmo y empezó a escuchar la divagante conversación del hermano Cadrach.
El hernystiro era un maravilloso narrador de cuentos, a pesar del acento que a veces dificultaba su comprensión. Simón se divirtió mucho con la historia del arpista Ithineg y su larga, larga noche, a pesar de haberse sorprendido, inicialmente, al escuchar un relato así de los labios de un hombre que vestía hábitos. Rió con tanta fuerza con las aventuras de Hathrayhinn el Rojo y de la mujer sitha llamada Finaju, que derramó cerveza sobre su camisa.
Permanecieron allí durante largo tiempo; la posada se encontraba medio vacía cuando el barbudo tabernero acabó de llenar las jarras por cuarta vez. Cadrach, con muchas gesticulaciones, le explicaba a Simón la historia de una pelea que había presenciado en los muelles de Ansis Pelippe, en Perdruin. Dos monjes, explicó, se habían golpeado hasta quedar casi inconscientes a causa de una discusión sobre si nuestro Señor Jesuris había liberado, mediante magia o no, a un hombre de un embrujo que lo había convertido en cerdo en la isla de Grenamman. En la parte más interesante de la historia —el hermano Cadrach gesticulaba de forma tan entusiasta durante la descripción que Simón temió que fuese a caer del banco—, el mesonero depositó una jarra en medio de la mesa, con un fuerte golpe. El monje, interrumpido en medio de la explicación, levantó la mirada.
—¿Sí, mi buen señor? —preguntó, y se atusó una ceja—. ¿En qué podemos seros de ayuda?
El mesonero permanecía con los brazos cruzados y con una mirada de sospecha en el rostro.
—Os he dado crédito porque sois un hombre de fe, padre —dijo—, pero voy a cerrar dentro de poco.
—¿Es eso lo que os preocupa? —Una sonrisa cruzó la redonda cara de Cadrach—. Enseguida estaremos con vos para hacer las cuentas, compañero. A propósito, ¿cómo os llamáis?
—Freawaru.
—Bien, entonces no temáis, buen Freawaru. Dejad que el muchacho y yo acabemos estos vasitos y os dejaremos dormir.
El posadero asintió, más o menos satisfecho con la respuesta, y se alejó para dirigirse junto al muchacho del asador. Cadrach vació su jarra mediante un largo y ruidoso trago; después se volvió sonriente hacia Simón.
—Bebe, bebe, muchacho. No debemos hacerlo esperar. Pertenezco a la orden Granisiana, y nos dedicamos sobre todo a los pobres. ¡Entre otras cosas, el buen san Granis es el patrón de los hostaleros y de los borrachos, una pareja bastante natural!
Simón sonrió y vació la copa, pero cuando la ponía sobre la mesa se hizo la luz en su memoria. ¿No le había dicho Cadrach, la primera vez que se encontraron en Erchester, que pertenecía a otra orden? ¿Algo con una «v»? ¿Vilderivana?
El monje rebuscaba en los bolsillos de su hábito con una mirada de gran concentración en el rostro, así que el muchacho no hizo ninguna pregunta. Al cabo de un momento, Cadrach sacó una bolsa de piel y la dejó sobre la mesa; no hizo ningún sonido, ni tintineó ni produjo ningún ruido metálico. La brillante frente del fraile aparecía arrugada con una mirada de preocupación, y levantó la bolsa hasta acercársela al oído para agitarla. No se produjo ningún tipo de sonido. Simón se quedó mirándolo.
—Ah, muchachito, muchachito —dijo Cadrach, apesadumbrado—. ¿Ves esto? Hoy me paré para ayudar a un pobre mendigo, lo ayudé a llegar hasta el río y le lavé los pies, y mira, mira de qué manera me ha pagado mis desvelos. —Le enseñó la bolsa para que Simón pudiera ver el interior—. ¿Me podrías decir por qué a veces me preocupo por un mundo tan inhóspito, joven Simón? Ayudé a ese hombre, y me ha robado mientras lo llevaba en brazos. —El monje exhaló un profundo suspiro—. Bien, muchacho, siento tener que depender de tu amabilidad y de tu caridad aedonita para dejarme el dinero que debemos aquí; no temas, pronto te lo devolveré. —El monje cloqueó mientras le alargaba al chico la vacía bolsa para que viese el contenido—. Oh, este mundo está lleno de pecado.
Simón sólo oyó las palabras de Cadrach vagamente, como un parloteo confuso que se introducía en su cabeza, abotargada por la cerveza. No miraba el agujero de la bolsa, sino la gaviota que había grabada sobre el cuero, con fuerte hilo azul. La placentera borrachera que lo embargaba un minuto antes se había convertido en algo pesado y amargo. Levantó la mirada hasta que sus ojos se encontraron con los del hermano Cadrach. La cerveza y la calidez del albergue habían enrojecido las mejillas y orejas de Simón, pero ahora sentía una oleada de sangre todavía más caliente que ascendía desde su desbocado corazón.
—¡Ésa es… mi… bolsa! —dijo.
Cadrach bizqueó como un tejón fuera de la madriguera.
—¿Qué dices, muchacho? —preguntó, lleno de aprensión, mientras se incorporaba poco a poco desde la pared hasta la mitad del banco—. Me temo que no te he oído bien.
—Esa… bolsa… es mía.
Simón sintió sobre sí la herida y la frustración que le causó la pérdida —el rostro de desagrado de Judit, la triste sorpresa del doctor Morgenes—, y la tristeza que corresponde a toda confianza traicionada. El vello rojizo de su nuca se erizó como un cepillo de púas.
—¡Ladrón!— gritó, de repente, y se echó hacia adelante; pero Cadrach, que le había adivinado las intenciones, saltó del banco y retrocedió a lo largo del comedor del hostal hasta llegar a la puerta.
—¡Espera, muchacho, estás cometiendo un error! —gritó el fraile, pero aunque creyese lo que decía, no parecía tener demasiada confianza en su habilidad para convencer a Simón.
Sin darse un respiro, el monje agarró la vara y salió disparado a través de la puerta. Simón corrió tras él, pero apenas había llegado junto al dintel cuando se sintió agarrado por la cintura por un par de fornidos brazos. Un momento después se encontró elevado, sin que sus pies tocasen el suelo, sin poder respirar y con las piernas colgando.
—¿Se puede saber qué tratas de hacer? —le preguntó Freawaru al oído.
El hostelero cerró la puerta y llevó en volandas a Simón hacia el interior de la habitación, teñida con el color de las llamas de la chimenea. El muchacho tomó tierra sobre el suelo mojado y trató de recuperar el aliento.
—¡El monje! —pudo balbucear—. ¡Me ha robado la bolsa! ¡No lo dejéis escapar!
Freawaru asomó la cabeza al otro lado de la puerta.
—Bueno, si eso es cierto ya está lejos; pero ¿cómo puedo saber que eso no forma parte del plan, eh? ¿Cómo puedo estar seguro de que no ponéis ese truco en práctica en todos los albergues entre aquí y Utanyeat? —Un par de bebedores de última hora rieron tras él—. Levántate, muchacho —dijo el mesonero, y cogió el brazo de Simón para tirar de él y ponerlo en pie—. Voy a ver si Deorhelm o Godstan han oído hablar de vosotros dos.
Freawaru arrastró al chico fuera del albergue y lo llevó, cogido del brazo, alrededor del edificio. La luz de la luna teñía la paja del tejado del bosque, a un tiro de piedra de distancia.
—No sé por qué no pediste trabajo, tonto —gruñó el tabernero mientras empujaba ante sí al tambaleante joven—. Mi Heanfax se acaba de marchar y yo podría haber sacado algún provecho de un joven tan bien proporcionado como tú. Maldita tontería; ahora mantén la boca cerrada.
Junto al establo se encontraba una pequeña cabaña, aunque conectada con el edificio principal del albergue. Freawaru aporreó la puerta con el puño.
—¡Deorhelm! —llamó—. ¿Estás levantado? Ven a echarle un vistazo a este muchacho y dime si lo has visto antes.
Podía oírse el ruido de unos pasos que se acercaban a la puerta, desde el interior.
—Maldita sea, ¿eres tú, Freawaru? —preguntó un voz, en tono de queja—. Tenemos que volver al camino en cuanto cante el gallo.
La puerta se abrió y dejó entrever la habitación que había en el interior, iluminada por algunas velas.
—Tienes suerte de que estuviéramos jugando a los dados y no acostados —dijo el hombre que abrió—. ¿Qué pasa?
A Simón casi se le salen los ojos de las órbitas y le explota el corazón. ¡Aquel hombre y el que limpiaba la espada sobre uno de los jergones vestían la librea verde de la guardia erkyna de Elías!
—Este joven rufián y ladrón de…
Eso fue todo lo que Freawaru tuvo tiempo de decir antes de que Simón se diera la vuelta y hundiera la cabeza en el estómago del mesonero. El hombre se dobló con un quejido de dolor. Simón salió disparado en busca del refugio que le podía ofrecer el bosque, y en unos cuantos pasos desapareció. Los soldados lo vieron huir con muda sorpresa. En el suelo, frente a la puerta iluminada por una vela, Freawaru, el mesonero, maldecía, pataleaba y volvía a maldecir.