14

Fuego en la colina

Se despertó en una gran habitación oscura, rodeado por rígidas y dormidas figuras. Claro, todo debía de haber sido un sueño. Estaba de nuevo en su lecho, junto a los otros pinches soñolientos; la única luz era un delgado rayo de luna que penetraba a través de una grieta que había en la puerta. Simón agitó su dolorida cabeza.

«¿Por qué estoy durmiendo en el suelo? Estas piedras están tan frías…».

¿Y por qué los demás permanecían tan inmóviles, y sus figuras aparecían con cascos y escudos, fuera de sus lechos, en fila, como…, como muertos aguardando el juicio…? Todo había sido un sueño…, ¿no?

Con un grito de terror, Simón se arrastró y se alejó de la negra boca del túnel, hacia la blanquecina luz que se distinguía en la entrada. Las imágenes de los muertos, fijadas en piedra inmóvil por encima de sus viejas tumbas, no lo siguieron. El muchacho empujó la pesada puerta de la cripta y cayó hacia adelante, sobre la húmeda hierba del cementerio.

Tras lo que le parecieron interminables años en los oscuros lugares de abajo, la marfileña y redonda luna, que se perfilaba en la oscuridad de arriba, sólo parecía otro agujero que condujera a un lugar frío e iluminado más allá del cielo, una tierra de ríos resplandecientes y olvido. Reposó la mejilla contra el suelo y sintió las húmedas briznas de hierba dobladas bajo el peso de su rostro. Dedos de deteriorada piedra asomaban a cada lado a través de las aprisionadas plantas, o aparecían rotos en segmentos, como grabados por la luna con luz tenue, sin nombre y sin preocuparse por los viejos muertos cuyas tumbas señalaban.

En la mente de Simón, el oscuro lapso de horas que había transcurrido desde los momentos llenos de fuego presenciados en las estancias del doctor y la hierba llena de la humedad de la noche del presente era tan inalcanzable como las casi invisibles nubes que llenaban el cielo. El estallido y las crueles llamas, el rostro de Morgenes ardiendo, los ojos de Pryrates como agujeros practicados en la oscuridad: todo eso era tan genuino como el aliento que acababa de recuperar. El túnel sólo representaba un menguante y medio recordado dolor, una espesa niebla llena de voces y locura. Sabía que había pasado por entre ásperas paredes y atravesado telarañas y túneles que se bifurcaban sin cesar. También le parecía haber tenido vividos sueños llenos de tristeza y de la muerte de hermosas cosas. Se sentía como una hoja en otoño, frágil y sin ningún tipo de fuerza.

Le pareció que se había arrastrado por el suelo —lo cual comprobó al mirarse las rodillas y brazos, inflamados y doloridos, y la ropa, llena de desgarrones—, pero su memoria se hallaba velada por la oscuridad. Nada de todo ello le parecía lo suficientemente real; no como el cementerio en el que ahora estaba estirado, a la luz de la luna.

El sueño se introducía desde la parte de atrás de su cabeza con pasos lentos pero decididos. Simón luchó contra esa sensación, se puso de rodillas y sacudió la cabeza. No podía quedarse a dormitar allí, aunque, por lo que sabía, no se había iniciado ninguna persecución a través de la obstruida puerta de la cámara del doctor; pero eso no quería decir gran cosa. Sus enemigos disponían de soldados, de caballos y de la autoridad del rey.

Las ganas de dormir dejaron sitio al miedo y a un poco de rabia. Le habían robado todo lo que tenía, sus amigos, y su hogar, así que no lo iban a despojar de lo único que le quedaba: la vida y la libertad. Se incorporó con dificultad y echó un vistazo a su alrededor; luego se apoyó en la lápida de la tumba para secarse las lágrimas de miedo y cansancio.

Las murallas de Erchester se erguían a una media legua, como un cinturón de piedra iluminado por la luna, que separaba a los dormidos ciudadanos del cementerio y del mundo que se extendía más allá. Ante las puertas de la muralla llegaba la pálida forma de la ruta de Wealdhelm; a la derecha de Simón, la ruta serpenteaba hacia el norte, por entre las colinas; a su izquierda, acompañaba al río Ymstrecca a través de las granjas que se extendían bajo Swertclif, por Falshire, en la orilla opuesta, y por último a través de las praderas del este.

Parecía obligado pensar que los pueblos que se encontraban a lo largo de la gran ruta serían los primeros lugares en los que la guardia erkyna buscaría a un fugitivo. Además, la mayor parte del camino se extendía a través de las granjas del valle Hasu, donde le sería difícil encontrar un escondite si se veía obligado a abandonar el itinerario.

Se volvió de espaldas a Erchester, y al único hogar que había conocido, y cojeó a través del cementerio, en dirección a las lejanas pendientes. Sus primeros pasos le produjeron un ramalazo de dolor en la base del cráneo, pero pensó que sería mejor no hacer caso de los dolores del cuerpo y del espíritu durante bastante tiempo; podría preocuparse del futuro cuando hubiese encontrado un lugar seguro en el que tenderse.

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Cuando la luna recorrió el cálido cielo hacia la medianoche, los pasos de Simón se hicieron más y más pesados. El cementerio parecía no tener fin, aunque la verdad es que el terreno había empezado a subir y bajar por las suaves ondulaciones de las pendientes, cuando se encontró entre desgastados dientes de piedra, algunos solitarios y erguidos, otros juntos y tendidos como ancianos en un coloquio senil. Recorrió el terreno por entre los pilares enterrados, dando traspiés por el herboso y desigual suelo. Cada paso que daba parecía ser el resultado de una terrible lucha, como si tratase de vadear un río con el agua hasta el cuello.

Titubeante y cansado, tropezó, una vez más, con una piedra oculta y cayó al suelo como un saco de arena. Se arrastró unos cuantos metros hasta que pudo acurrucarse en la vertiente llena de hierba de un terraplén. Algo se le clavaba en la espalda; Simón, con torpeza, cambió de posición, lo que no resultó ser mucho más cómodo, ya que ahora estaba estirado sobre el doblado pergamino de Morgenes, que seguía sujeto en su cintura. Con los ojos medio cerrados de cansancio trató de incorporarse y descubrir la causa de la molestia que sentía. Se trataba de una pieza de metal que mostraba la huella de la corrosión y que aparecía perforada como una madera corroída por gusanos. Trató de desclavarla, pero parecía estar muy enterrada en el suelo. Tal vez el resto, fuera lo que fuese, permanecía a cierta profundidad. ¿Sería la punta de una lanza? ¿Una hebilla de cinturón o un pedazo de armadura cuyo propietario había sido alimento de la hierba sobre la que permanecía estirado? Durante un confuso momento, Simón pensó en todos los cuerpos que permanecían bajo tierra, en la carne que una vez había palpitado llena de vida pero que ahora formaba parte de la oscuridad y del silencio.

Mientras el sueño se iba adueñando de él, le daba la impresión de que volvía a encontrarse en el tejado de la capilla. Bajo él se extendía el castillo…, pero éste estaba hecho de mojado e irregular suelo y de blancas raíces. La gente del castillo dormía de forma intermitente, agitada, como si en sus sueños escuchase a Simón andar por el tejado de encima de sus lechos.

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Ahora caminó —o soñó que lo hacía— a lo largo del negro río de aguas agitadas que no reflejaba luz alguna, como un fluido de sombras. Se vio rodeado por la neblina y no podía distinguir nada de la tierra sobre la que caminaba. Oyó muchas voces en la oscuridad que se extendía tras él; los murmullos se entremezclaban con el diluido rumor del río de aguas negras, y se acercaban, precipitándose como el viento entre las hojas de los árboles.

La orilla opuesta se presentaba desprovista de niebla. La hierba se extendía ante su mirada, y, más allá de ella, un sombrío grupo de alisos corrían hacia las faldas de las colinas. Todo el paisaje al otro lado del río aparecía oscuro y húmedo, como si se tratase del amanecer o del crepúsculo; al cabo de un rato tuvo la sensación de que debían de ser las últimas horas del día, a causa del eco del solitario canto de un ruiseñor que provenía de las cercanas colinas. Todo parecía estar fijo e inmóvil.

Escrutó con la mirada más allá de las rumorosas aguas y vio una figura junto a la orilla contraria. Se trataba de una mujer toda vestida de gris y con largos cabellos que ocultaban parte del rostro; en los brazos apretaba algo contra su pecho. Cuando la mujer levantó los ojos y lo miró, Simón se dio cuenta de que lloraba. Daba la impresión de que al muchacho no le resultaba del todo desconocida.

—¿Quién sois? —gritó él.

Su voz se apagó en cuanto las palabras abandonaron la boca, tragadas por el profundo y denso correr de las aguas. La mujer lo miró como intentando memorizar todos y cada uno de los rasgos del chico. Al final, habló.

—Seomán. —Sus palabras le llegaron como provenientes de un largo corredor, débiles y huecas—. ¿Por qué nos has venido a mí, hijo mío? El viento es helado y está triste, y yo he pasado tanto tiempo esperándote…

—¿Madre?

Simón sintió un frío terrible. El suave rumor de las aguas parecía estar en todas partes. La figura volvió a hablar:

—No nos hemos visto desde hace mucho tiempo, mi querido hijo. ¿Por qué no viniste a mí? ¿Por qué no viniste y enjugaste las lágrimas de una madre? El viento es frío, pero el río es cálido y tranquilo. Ven…, ¿es que no vas a cruzar para venir conmigo?

La mujer extendió los brazos, y la boca, bajo los ojos negros, se abrió en una sonrisa. Simón se movió en dirección a ella, hacia su madre perdida que lo llamaba; caminó y descendió por la orilla hacia el serpenteante y negro río. Los brazos de la mujer estaban extendidos para él, para su hijo…

Y entonces, Simón vio lo que la figura apretaba entre sus brazos, lo que ahora balanceaba desde una mano extendida: era una muñeca…, una muñeca hecha de cañas, hojas y tallos de hierba retorcidos. Pero parecía muy oscura; las arrugadas hojas se ensortijaban en los tallos, y Simón se dio cuenta, de repente, de que ningún ser vivo cruzaría el río hacia la zona del ocaso. El muchacho se detuvo al borde del agua y bajó la mirada.

En el agua negra como tinta pudo ver un débil rayo de luz; mientras lo observaba, el destello emergió hacia la superficie y se convirtió en tres brillantes y estilizadas formas. El sonido del río cambió; se volvió una especie de música etérea y desagradable. Las aguas hirvieron y se encresparon, ocultando las verdaderas formas de los objetos, pero daba la impresión de que si lo deseaba, podía adentrarse en el río y tocarlas…

—¡Simón…! —volvió a llamarlo su madre.

El chico levantó la vista y la vio más alejada, vio que retrocedía lentamente, como si la tierra gris fuese un torrente que la alejase de él. Los brazos de la mujer permanecían abiertos y su voz resonaba con la vibrante soledad del frío que busca el calor y del infructuoso deseo de la oscuridad por la luz.

—¡Simón… Simón…! —la voz sonó como un quejido de desesperación.

El muchacho se sentó sobre la hierba, en el regazo de un viejo túmulo. La luna todavía estaba alta, pero la noche se había hecho más fría. Retazos de niebla acariciaban las piedras a su alrededor mientras se sentaba, con el corazón a punto de enloquecer.

—… Simón.

El grito llegó susurrante desde la oscuridad que se extendía más allá. Se trataba de una figura gris y de la voz de una mujer que lo llamaba desde el nebuloso cementerio que había cruzado. Sólo parecía una diminuta y vacilante forma gris, un parpadeo lejano en una zona inmersa en la niebla que recorría los túmulos; pero al verla, Simón sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Empezó a correr por las ondulaciones, como si lo persiguiese el mismísimo diablo. La oscura mole del Thisterborg se elevaba en el horizonte y los promontorios parecían rodearlo. Simón corrió, corrió y corrió…

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Tras mil apresuradas palpitaciones detuvo su carrera para convertirla en un desordenado caminar. No habría corrido tanto si hubiera sido la presa del demonio más salvaje. Se encontraba exhausto, flojo y hambriento. El miedo y la confusión lo embargaban como si estuviese cubierto de cadenas; el sueño lo había asustado tanto que incluso se sentía más débil que antes de dormir.

Caminó despacio hacia adelante, siempre dejando el castillo a sus espaldas. Sintió que los recuerdos de tiempos mejores aparecían confusos y enmarañados en su memoria, y lo dejaban vacío de todo, excepto de un delgadísimo nexo de unión con el mundo de la claridad, del orden y de la cordura.

«¿Qué sentía cuando acostumbraba tumbarme en el henil, en medio de toda aquella tranquilidad? Ahora ya no hay nada en mi cabeza, excepto palabras. ¿Me gustaba vivir allí, en el castillo? ¿Dormía allí, corría por allí, comía, hablaba y…?

»No lo creo. Me parece que desde siempre he caminado por estas pendientes, bajo la luz de la luna —ese rostro blanco—, caminando y caminando, como el lastimero y solitario espíritu de un cabezahueca; andando y andando…».

Una súbita llamarada que apareció en la cima de la colina detuvo sus lóbregos pensamientos. Durante algún tiempo, el terreno había ido elevándose, y Simón casi había alcanzado la base del sombrío Thisterborg; el manto de altos árboles de que estaba recubierta formaba una impenetrable oscuridad superpuesta a la propia negrura de la colina. Ahora se veía vibrar un fuego en la cima, un signo de vida en medio de las ondulaciones y de la húmeda tierra. Inició una lenta carrera, que era lo más que podía intentar en el estado en que se encontraba. Tal vez se tratase de un campamento de pastores, de una alegre hoguera junto a la que pasar la noche.

«¡Puede que tengan comida! Una pata de cordero…, un chusco de pan…».

Tuvo que doblarse a la altura del estómago porque se le retorcieron las tripas al pensar en comida. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que cenó por última vez…? Le resultaba asombroso ponerse a considerarlo.

«Aunque no tengan comida, resultará maravilloso oír sus voces, calentarme al fuego…, un fuego…».

El recuerdo de llamas crepitantes se abrió paso en su cabeza y lo invadió una sensación de esperanza.

Simón subió a través de árboles y enredados arbustos. La base del Thisterborg aparecía rodeada de niebla, como si la colina fuese una isla elevada sobre un mar de color gris. Mientras se acercaba a la cumbre, observó las abultadas formas de las Piedras de la Cólera, que coronaban la elevación final, rematadas en rojo relieve contra el cielo.

«Más piedras. Piedras y más piedras. ¿Qué dijo Morgenes que era esta noche —si es que todavía se trataba de la misma luna, de la misma oscuridad y de las mismas estrellas—? ¿Cómo la llamó?».

Noche Empedrada. Como si las mismas piedras estuvieran de fiesta. Como si, mientras Erchester dormía tras las ventanas cerradas y las puertas con los pasadores echados, las piedras festejasen algo. En el interior de sus cansados pensamientos, Simón veía a las piedras rodar y bailar…, girar poco a poco…

«¡Estúpido! —pensó—. Tu mente desvaría, y ello no es sorprendente. Necesitas comer y dormir; de otra forma, te volverás loco de verdad, sea lo que sea volverse loco…». ¿Sería estar enfadado para siempre? ¿Asustado de la nada? Una vez había visto a una mujer loca en la Plaza de la Batalla, pero ella se había limitado a recoger un montón de harapos y a mecerse entre lamentos, que le parecieron de gaviota.

«Loco bajo la luna. Un cabezahueca loco».

Simón alcanzó la última hilera de árboles que rodeaban la cima de la colina. La atmósfera era tensa, expectante; sintió que se le erizaba el pelo. De pronto le pareció buena idea caminar con lentitud, echar una cautelosa mirada a aquellos pastores nocturnos en lugar de aparecer repentinamente de entre los arbustos, como un oso hambriento. Se acercó a la luz y se agachó bajo las retorcidas ramas de un roble atormentado por el viento. Por encima de su posición sobresalían las Piedras de la Cólera, conformadas en anillos concéntricos de altos pilares, esculpidos por las tormentas.

Desde allí vio un grupo de sombras humanas acurrucadas cerca del fuego, en el centro de los anillos de piedra, con las capas sobre los hombros. Había algo en ellas que les confería una sensación de desasosiego y rigidez, como si esperasen algo que no fuese del todo deseado. Hacia el nordeste, más allá de las piedras, la cumbre del Thisterborg se estrechaba. La hierba, batida por el viento, y el brezo colgaban de la pendiente, que se extendía desde las rocas para hundirse más allá de la luz del fuego, en el borde norte de la colina.

Al mirar las figuras rígidas como estatuas que permanecían junto al fuego, Simón volvió a sentir que el miedo se apoderaba de él. ¿Por qué permanecían tan inmóviles? ¿Se trataba de hombres vivos o tal vez eran alguna especie de demonios de las colinas?

Una de las formas se acercó al fuego y lo removió con un palo. Cuando se elevaron las llamas, el muchacho pudo verificar que era un ser humano. Se arrastró de hurtadillas hacia adelante y se detuvo justo en el borde del anillo exterior de piedras. La luz de la hoguera hizo aparecer un súbito brillo de metal bajo la capa de la figura más cercana; aquel pastor llevaba puesta una cota de malla.

El vasto cielo nocturno pareció encogerse, como si fuese una manta que lo aprisionase. Simón se dio cuenta de que la decena de hombres cubiertos que allí había iban armados. Estaba seguro de que se trataba de la guardia erkyna. Se maldijo con amargura, pues se había dirigido directamente a su campamento, como una polilla que volase hacia la llama de una vela.

«¿Por qué siempre actúo como un condenado loco?».

Se levantó una ligera brisa nocturna y las llamas se elevaron como gallardetes. Los hombres, embozados y cubiertos con capuchas, volvieron las cabezas al unísono, con lentitud, y echaron una mirada hacia la oscuridad del borde norte de la colina.

Simón también pudo escucharlo. Por encima del ulular del viento que doblegaba la hierba y agitaba los árboles, se acercaba un débil sonido, que iba aumentando de intensidad: era el chirrido de las ruedas de un carro. Una abultada forma empezó a hacerse visible en la oscuridad del norte de la cima. Los guardias se alejaron de lo que venía y se reunieron alrededor del fuego, en el lado más cercano a Simón. No cruzaron ninguna palabra entre ellos.

Tétricas y pálidas formas que se convirtieron en caballos aparecieron en el borde de la luz de la hoguera; tras ellas, sobresaliendo por encima de la noche, vio un carro negro. Oscuras figuras encapuchadas caminaban a ambos lados del vehículo, cuatro en total, siguiendo su paso fúnebre. La parpadeante luz reveló a un quinto individuo encima del carro, encorvado sobre el grupo de corceles blancos como el hielo. Esta última figura parecía más grande que las demás, y más sombría, como si llevase puesto algún manto de oscuridad; la rigidez que mostraba parecía hablar de un escondido y triste poder.

Los guardias continuaron sin moverse, pero permanecieron observando en atenta posición. Sólo el chirrido de las ruedas del carro pareció romper el silencio. Simón se encontraba paralizado; sentía una fría presión en la cabeza, como si le desgarrasen el interior.

«Todo esto es un sueño, una pesadilla… ¿Por qué no puedo moverme?».

El carro negro y sus acompañantes se detuvieron al entrar en el círculo de luz. Una de las cuatro figuras levantó el brazo, y la oscura manga cayó para mostrar una muñeca y una mano tan delgada y blanca como un hueso.

Habló con voz fría y sin tono:

—Hemos venido hasta aquí para cumplir lo que se acordó.

Hubo un estremecimiento entre los que esperaban. Uno de ellos dio un paso al frente.

—Al igual que nosotros.

Ante las proporciones que estaba adquiriendo toda aquella locura, Simón no se sorprendió demasiado al reconocer la voz de Pryrates. El sacerdote se quitó la capucha; la luz de la hoguera trazó un arco alto en su frente y destacó la cadavérica profundidad de las cuencas de sus ojos.

—Estamos aquí…, según lo que se convino —continuó Pryrates, en lo que a Simón le pareció un tono de voz trémulo—. ¿Habéis traído lo prometido?

El brazo blanco y delgado apuntó señalando al carro.

—Sí. ¿Y vosotros?

El sacerdote asintió con la cabeza. Dos de los guardias se agacharon y cogieron un bulto que descansaba sobre la hierba, lo llevaron hacia adelante y lo dejaron junto a la bota del alquimista.

—Aquí está —dijo Pryrates—. Éste es el presente para vuestro amo.

Dos de las figuras envueltas en los mantos negros se dirigieron al carro y, con mucho cuidado, bajaron un objeto grande y oscuro. Mientras lo traían hacia la luz, uno a cada extremo del bulto, se levantó una ráfaga de aire que batió la colina. Los mantos ondearon al viento, y la capucha de una de las figuras cayó, dejando al descubierto una mata de brillante pelo blanco. El rostro que apareció durante ese breve instante era delicado como una máscara del más fino y exquisito marfil. Un segundo después volvió a colocarse la capucha.

«¿Quiénes son esas criaturas? ¿Son brujos? ¿Fantasmas?».

Al abrigo de las piedras, Simón hizo la señal del Árbol con mano temblorosa.

«Las Zorras Blancas… Morgenes dijo Zorras Blancas…».

Pryrates, esos demonios —o lo que pudieran ser— …, todo ello era demasiado. Simón pensó que todavía debía de estar soñando en el cementerio. Rezó para que así fuese, y cerró los ojos para apartar tan horribles imaginaciones… Pero el suelo que había debajo de él rezumaba un inconfundible olor a tierra húmeda, y el fuego crepitaba en sus oídos. Abrió los ojos y vio que la pesadilla no había desaparecido.

¿Qué estaba ocurriendo?

Las dos oscuras figuras alcanzaron el borde del círculo iluminado por el fuego; mientras los soldados aún retrocedían más, depositaron la carga y volvieron a su lugar. Se trataba de un ataúd, o al menos era algo con esa forma, pero de tres palmos de alto. Una fantasmagórica luz azul aparecía latente en el borde de la caja.

—Mostrad lo que habéis prometido —dijo la primera criatura vestida de oscuro.

Pryrates hizo un gesto y el bulto que reposaba a sus pies fue echado hacia adelante. Cuando los soldados retrocedieron, el alquimista empujó el objeto con la punta de una de sus botas. Se trataba de un hombre, amordazado y con las muñecas atadas. Simón apenas pudo reconocer la redonda y pálida faz del conde Breyugar, el Lord de la Guardia.

La figura envuelta en ropas oscuras observó las magulladas facciones de Breyugar durante un intervalo. Su expresión permaneció oculta entre los pliegues de la capucha, pero cuando habló se advirtió el desagrado en su clara voz, desprovista de tono.

—Esto no parece ser lo prometido.

Pryrates inclinó un poco el cuerpo hacia un lado, acercándose a la criatura encapuchada.

—Éste permitió que el que habíamos prometido escapase —dijo, con algo de aprensión—. Por tanto, ocupará su lugar.

Otra figura se abrió paso entre una pareja de guardias, hasta ponerse a la altura del sacerdote.

—¿Prometido? ¿Qué es lo «prometido»? ¿Quién fue prometido?

Pryrates levantó las manos en un gesto tranquilizador, pero su expresión era severa.

—Por favor, mi señor. Creo que ya lo sabéis. Por favor.

Elías movió bruscamente la cabeza para mirarlo.

—¿Lo sé, consejero? ¿Qué es lo que prometisteis en mi nombre?

Pryrates se acercó a su amo; su voz rasposa dijo, con tono ofendido:

—Señor, me mandasteis que hiciera todo lo necesario para que este encuentro tuviese lugar. Lo hice… o lo hubiera hecho de no ser por este… imbécil —y con el pie golpeó a Breyugar—, que fracasó en su deber para con su soberano. —El alquimista levantó la mirada para observar a la figura vestida de negro, que, a pesar de la impasibilidad que demostraba, parecía estar algo impaciente. El sacerdote frunció el entrecejo—. Por favor, mi señor, de quien hablábamos ha huido; ya no hay por qué discutir. Por favor —y posó ligeramente la mano en el hombro de Elías.

El rey rehuyó el contacto y, desde las sombras de su capucha, miró a su consejero, pero sin decir nada. Pryrates se volvió otra vez hacia la negra figura.

—Os ofrecemos a éste…, su sangre también es noble. Su linaje es alto.

—¿De alto linaje? —preguntó el individuo, y sus hombros sufrieron una sacudida, como si al pensarlo riese—. Ah, sí, eso es muy importante. ¿Su familia se remonta a muchas generaciones de hombres? —preguntó la oscura capucha, y se giró para encontrar la velada mirada de sus compañeros.

—Así es —respondió el sacerdote, algo desconcertado—. Desde hace cientos de años.

—Bien, nuestro amo estará en verdad complacido —dijo el encapuchado, y rió con una especie de agudo trino que hizo retroceder un paso a Pryrates—. Proceded.

El consejero miró a Elías y éste descubrió su cabeza. Simón sintió que el cielo todavía empequeñecía más. El rostro del rey aparecía pálido incluso junto a las rojas llamas y parecía flotar en el aire. La noche se arremolinó, y la impasible mirada del soberano reflejó la luz como haría un espejo en un pasillo iluminado por antorchas. Finalmente, Elías asintió.

Pryrates dio un paso y agarró a Breyugar por el cuello para arrastrarlo hasta la especie de ataúd, donde lo dejó caer en el suelo. A continuación, se desabrochó la capa e hizo visible un apagado brillo de ropas rojas; después rebuscó entre los pliegues interiores hasta extraer una larga y curvada hoja, como una hoz. La elevó ante sus ojos, mientras se encaraba al punto más al norte de los anillos de piedra, y empezó a cantar con una voz que, a cada instante que transcurría, aumentaba en volumen y autoridad:

Al Oscuro, que es el amo de este mundo,

a quien domina el cielo del norte:

¡Vasir Sombris, feata concordin!

Al Negro Cazador,

poseedor de la mano de hielo:

¡Vasir Sombris, feata concordin!

Al Rey de la Tormenta, al que está fuera de todo alcance,

al Morador de la Montaña de Piedra,

al helado y ardiente,

al dormido pero despierto:

¡Vasir Sombris, feata concordin!

Las figuras vestidas de negro se balancearon —todas excepto la que permanecía sobre el carro, que seguía tan rígida como las mismas Piedras de la Cólera—, y un siseo emergió desde el centro del grupo, mezclado con el viento, que de nuevo parecía haberse levantado.

—¡Escucha a los que te suplican! —gritó Pryrates.

Al escarabajo bajo vuestro pie,

a la mosca entre vuestros fríos dedos,

al susurrante polvo de vuestra sombra sin fin:

¡Escuchadme! ¡Oídme!

¡Timior cuelos exaltat mei!

¡Padre de las Sombras, que el pacto quede sellado!

La mano del alquimista descendió y agarró la cabeza de Breyugar. El conde, que seguía tendido a los pies de Pryrates, trató de incorporarse y se tambaleó. Finalmente consiguió alejarse dejando al sorprendido sacerdote sin nada en las manos excepto un puñado de cabellos ensangrentados.

Simón observó cómo el Lord de la Guardia, cuyos ojos aparecían desorbitados, avanzaba justo en la dirección en la que se hallaba escondido; apenas oyó el colérico grito de Pryrates. La noche se estrechó a su alrededor, impidiéndole respirar y oscureciéndole la visión cuando un par de guardias salieron tras Breyugar.

El conde sólo se encontraba a unos cuantos pasos de Simón, y corrió con dificultad a causa de sus manos atadas, cuando tropezó y cayó al suelo. En el instante en que los guardias llegaron a su altura, empezó a patalear y a respirar jadeante tras la banda que lo amordazaba. Simón casi se había incorporado tras la piedra que lo ocultaba, y su asustado corazón latía como si fuese a estallar. Trató, lleno de desesperación, de mantener las piernas rígidas. Los guardias, tan cerca que casi podría haberlos tocado, tiraron de Breyugar para levantarlo entre juramentos. Uno de ellos elevó la espada y golpeó al conde con la hoja plana. Simón vio que Pryrates lo observaba todo desde el círculo de luz; el rostro ceniciento y fascinado del rey estaba junto a él. Cuando Breyugar fue llevado de nuevo junto al fuego, el sacerdote continuó observando el lugar en que había caído el conde.

—¿Quién está ahí?

La voz pareció cabalgar sobre el viento en dirección a la cabeza de Simón. ¡Pryrates lo miraba! ¡Debía de haberlo visto!

—Sal, seas quien seas. Te ordeno que vengas hacia aquí.

Las figuras enfundadas en mantos negros empezaron a emitir un extraño y amenazador canturreo, mientras el muchacho luchaba contra la voluntad del alquimista. Recordó lo que estuvo a punto de ocurrirle en el almacén y trató de resistirse a la inexorable fuerza, pero cada vez se sentía más débil.

—Sal —repitió la voz, y algo alcanzó a tocar la mente de Simón. Éste luchó, y trató de cerrar las puertas de su alma, pero la fuerza que penetraba en él era mucho más potente que su voluntad. Sólo tenía que sujetarlo.

—Si el pacto no os place —dijo una fina voz—, rompámoslo ahora. Es peligroso dejar el ritual a medias, muy peligroso.

Fue la figura encapuchada la que así había hablado, y Simón notó que las órdenes del sacerdote empezaban a desvanecerse.

—¿Qué…, qué? —titubeó Pryrates, como si acabase de despertar.

—Tal vez no entendáis lo que hacéis en este lugar —murmuró la figura negra—. Puede que no comprendáis quién y qué están involucrados.

—No…, sí, sí que lo sé —tartamudeó.

Simón llegó a sentir el nerviosismo del alquimista, como si se tratase de un olor.

—Rápido —se volvió Pryrates hacia los guardias—, traedme ese saco de asaduras.

Los soldados llevaron la carga de regreso a los pies del sacerdote.

—Pryrates… —empezó a decir el rey.

—Por favor, majestad, por favor. Sólo será un momento.

Para horror de Simón, una parte de la mente de Pryrates no había abandonado su cerebro: una especie de asidero que aquél no había retirado. El muchacho casi sentía el estremecimiento expectante del sacerdote cuando éste levantó la cabeza de Breyugar; sentía su respuesta al murmullo de los encapuchados. Ahora, en ese instante, sentía algo más profundo, una especie de cuña de horror que penetraba en su mente inexperta y sensible. Una especie de inexplicable otro estaba allí, en la noche, un terrible alguien que permanecía en el aire por encima de la colina como una nube asfixiante, y que ardía en el interior de la figura sentada en el carro como una oculta llama negra; también habitaba en los cuerpos de las piedras.

La hoz se elevó. Durante un instante, la brillante curva carmesí de la hoja pareció una segunda luna en el cielo, una vieja y roja luna creciente. Pryrates gritó en una lengua que Simón no pudo entender.

¡Aí Samu’sitech’a! ¡Aí Nakkiga!

La hoja descendió y Breyugar cayó hacia adelante. De su cuello manó sangre púrpura, que cayó en el ataúd. Durante un instante, el Lord de la Guardia se retorció con violencia bajo la mano del sacerdote, para quedarse tan fláccido como una anguila; el oscuro fluido continuó manando sobre la negra tapa. Enredado en una extraña maraña de pensamientos, Simón no pudo evitar experimentar la aterradora euforia que sentía Pryrates. Tras todo ello sintió al alguien, como una cosa fría, oscura, horrible y vasta. Sus antiguos pensamientos cantaron con obscena alegría.

Uno de los soldados vomitaba y, si no hubiera sido por la insensibilidad que lo dominaba y silenciaba, Simón habría hecho lo mismo.

El alquimista apartó el cuerpo del conde a un lado; Breyugar cayó como un fardo, con unos dedos muy blancos retorcidos hacia el cielo. La sangre humeaba encima de la oscura caja, y la luz azul brillaba aun más. La línea que describía alrededor del borde se hizo más pronunciada. Poco a poco, y de forma terrible, la tapa empezó a abrirse.

«Sagrado Jesuris que me amáis, Sagrado Jesuris que me amáis —los pensamientos de Simón eran un enfebrecido y aterrado revoltijo—, ayudadme, ayudadme. El diablo está en el interior de esa caja y está saliendo. Por favor, ayudadme, oh, por favor, ayudadme».

«¡Lo hemos conseguido, lo hemos conseguido! —decían otros pensamientos, ajenos a los suyos. Demasiado tarde para dar marcha atrás».

«El primer paso —dijeron los más fríos y terribles de todos—. Cómo lo pagarán, pagarán, pagarán…».

Cuando la tapa se abrió, una luz salió del interior, una luz color índigo mezclada con un gris nebuloso y púrpura, una luz terrible que deslumbraba y latía. La tapa acabó de abrirse, y el viento se hizo más débil, como si estuviese asustado y enfermo a causa de la luminosidad que salía de la gran caja negra. Al final pudo verse lo que contenía.

«Jingizu —susurró una voz en la cabeza de Simón—, Jingizu…».

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Se trataba de una espada: una espada que reposaba en el fondo de la caja, mortífera como una víbora. Debía de ser negra, pero aparecía moteada por un extraño brillo, una especie de fosforescencia gris, como una mancha de aceite sobre agua negra. El viento ululó. «Late como un corazón; el corazón de todo el pesar…». Una voz pareció cantar en el interior de la cabeza de Simón, una voz horrible y hermosa a la vez, tan seductora como garras que le arañasen suavemente la piel.

—¡Cogedla, alteza! —urgió Pryrates a través del ulular del viento.

Embelesado y sin opción, de repente Simón deseó tener la suficiente fortaleza como para cogerla él mismo. ¿Podría hacerlo? El poder le susurraba al oído, le hablaba de los tronos de los poderosos, de lo que significaba alcanzar un deseo.

Elías dio un paso vacilante. Uno de los soldados que había junto a él retrocedió y empezó a correr entre sollozos colina abajo, para desaparecer entre la oscuridad de los árboles. En unos instantes, sólo Elías, Pryrates y el oculto Simón fueron los únicos que permanecieron en la cima de la colina junto a los encapuchados y su espada. Elías dio otro paso; ahora ya se encontraba sobre la caja. Tenía los ojos desorbitados por el miedo; parecía estar asaltado por la duda y sus labios se movían sin cesar y sin emitir sonido alguno. Los invisibles dedos del viento agarraron su capa, y la hierba de la colina se agitó bajo los tobillos del rey.

—¡Debéis cogerla! —volvió a decir Pryrates, y Elías lo miró como si lo viese por primera vez—. ¡Tomadla!

Las palabras del alquimista bailaron de forma frenética en el interior de la cabeza de Simón, como ratas en una casa que se quemase. El soberano se inclinó y extendió la mano. La codicia que había sentido el muchacho se convirtió en horror ante el salvaje vacío de la oscura canción de la espada.

«¡No es bueno! ¿Es que no puede sentirlo? ¡No es bueno!».

Mientras la mano de Elías alcanzaba la espada, el gemido del viento se hizo más vivido. Las cuatro figuras encapuchadas permanecieron sin moverse ante el carro; la quinta pareció hundirse en una oscuridad más profunda. Sobre la cima de la colina cayó un silencio tan espeso que podía palparse.

El monarca agarró la empuñadura y sacó el arma de la caja con un lento movimiento. Cuando la puso ante sí, el miedo desapareció de su rostro y sus labios se abrieron en una sonrisa idiota. Entonces elevó la espada; un resplandor azul se extendía a lo largo de todo el filo, haciendo que resaltase sobre la oscuridad del cielo. La voz de Elías casi era un gemido de placer.

—To… tomaré el presente de vuestro amo. Haré… honor a este pacto.

Con lentitud, y con la espada levantada frente a sí, el rey puso una rodilla en tierra.

—¡Salve a Ineluki, Rey de la Tormenta!

El viento volvió a levantarse y a gemir. Simón empezó a retroceder y a apartarse de la agitada colina cuando las cuatro figuras envueltas en ropas negras elevaron sus blancos brazos y empezaron a cantar:

¡Ineluki, aí! ¡Ineluki, aí!

«¡No! —se agitaron los pensamientos de Simón—, el rey… ¡Todo está perdido! ¡Corre, Josua!».

«Dolor… Dolor sobre toda la tierra…».

El quinto encapuchado empezó a retorcerse sobre el carro. La ropa cayó y una forma de luz carmesí se hizo visible, y se agitó como una vela marina ardiendo. Un horrible y demoledor miedo parecía exteriorizarse desde esa cosa cuando empezó a crecer ante los aterrorizados y fijos ojos de Simón. Aquello carecía de cuerpo y se movía en oleadas, cada vez más grandes, hasta que la forma batida por el viento lo cubrió todo, como una aullante criatura hecha de aire y de una brillante magnitud rojiza.

«¡El diablo está aquí! ¡Dolor, su nombre es Dolor…! ¡El rey ha traído al demonio! ¡Morgenes, Sagrado Jesuris, salvadme, salvadme, salvadme!».

Simón corrió sin pensar a través de la negra noche, lejos de la cosa roja y del exultante otro. El ruido que provocó en su huida se perdió entre el gemido del viento. Las ramas le golpeaban los brazos y se enredaban entre el cabello y el rostro como zarpas…

«La helada garra del norte…, las ruinas de Asu’a».

Al final el muchacho tropezó y cayó, y su espíritu se alejó de todo aquel horror. Se hundió en una oscuridad más profunda y, en el último instante, oyó a las piedras de la tierra gemir en sus lechos, bajo él.