Entre mundos
Voces, muchas voces —producto de su propia imaginación o provenientes de las intranquilizadoras sombras que lo rodeaban, Simón no podía asegurarlo— fueron su única compañía durante la primera y terrible hora.
«¡Simón cabezahueca! ¡Lo has vuelto a hacer, Simón cabezahueca!».
«¡Su amigo, su único amigo está muerto!».
«¿Dónde estamos?».
«En la oscuridad, para siempre en la oscuridad, revoloteando como una alma en pena a través de los túneles sin fin…».
«Ahora es Simón peregrino, cuyo destino es vagar, desear…».
«No —se estremeció el muchacho, y trató de refrenar el clamor de las voces—, lo recordaré, recordaré la línea roja que aparecía en el viejo mapa, y buscaré las escaleras de Tan’ja, estén donde estén. Recordaré los planos y los negros ojos de ese asesino de Pryrates; recordaré a mi amigo…, a mi amigo el doctor Morgenes…».
Simón se hundió en el arenoso suelo del túnel, y lloró desconsoladamente, lleno de rabia, como un corazón solitario en un universo de negra piedra. La oscuridad era asfixiante y le resultaba insoportable, case le impedía respirar.
«¿Por qué lo hizo? ¿Por qué no corrió?».
«Murió para salvarte a ti, muchacho estúpido, y a Josua. Si hubiese huido, os habrían seguido; Pryrates poseía poderes más fuertes. Habríais sido capturados, y después habrían seguido al príncipe, para apresarlo y volverlo a encerrar en la celda. Morgenes murió para que eso no ocurriese».
Simón maldijo el sonido de su propio llanto, la tos seca y el lloriqueo que parecían oírse para siempre en el eco del túnel. Vació su ser de todo ello, y sollozó hasta que su voz fue un sonido áspero, un sonido que pudo soportar, y no el gemido de un cabezahueca perdido en la oscuridad.
Mareado y sintiéndose enfermo, se secó las lágrimas con la manga de la camisa y notó que había olvidado el peso de la esfera de cristal de Morgenes. Luz. El doctor le había proporcionado luz. Junto con los papeles que descansaban atravesados en el cinturón de sus calzas, era el último regalo que el anciano le había hecho.
«No —murmuró una voz—, el penúltimo, Simón peregrino».
El joven movió la cabeza en un intento de deshacerse del miedo que sentía. ¿Qué era lo que había dicho Morgenes cuando ató el objeto brillante a la delgada pata del gorrión? ¿Que se mostrase fuerte con la pesada carga? ¿Por qué estaba sentado en aquella oscuridad, entre sollozos? ¿Acaso no era el aprendiz de Morgenes?
Se puso en pie, desconcertado y tembloroso. Sintió la superficie de vidrio de la bola de cristal bajo los dedos. Miró a la oscuridad, hacia el lugar en que debían encontrarse sus manos, con el pensamiento puesto en el sabio. ¿Cómo podía reír tan a menudo el doctor, cuando el mundo estaba tan lleno de escondida traición, de cosas hermosas que llevaban el germen de la podredumbre en su interior? Existían demasiadas zonas oscuras, y tan poca…
Un débil chispazo de luz apareció ante él, como un agujero hecho por una aguja en la cortina de la noche. Frotó la bola con más intensidad para ver qué sucedía. La luz se hizo más intensa y se abrió paso entre las sombras; las paredes del pasadizo aparecieron a ambos lados, teñidas de una suave luz ámbar. El aire pareció penetrarle en los pulmones. ¡Podía ver!
La emoción momentánea desapareció cuando miró a un lado y otro del túnel. El dolor de cabeza que sentía hacía que las paredes se moviesen ante él. El túnel apenas tenía forma, tan sólo era un agujero que penetraba en la panza del castillo, cubierto de pálidas telarañas. Miró hacia atrás y vio el cruce que ya había pasado, una boca abierta en el muro. Retrocedió. La luz de la bola no reveló nada más allá del otro agujero, excepto cascotes, una pequeña montaña de escombros que se extendía más allá del alcance de la luz de la esfera. ¿Cuántos cruces y desvíos habría dejado atrás? ¿Y cómo podría saber cuáles eran los acertados? Simón volvió a sentirse invadido por otra ola de desasosiego. Estaba solo, perdido sin remisión. Nunca podría volver al mundo de la luz.
«Simón peregrino, Simón cabezahueca… La familia muerta, el amigo muerto, vedle vagar y vagar para siempre…».
—¡Silencio! —gritó, y se sorprendió al oír su voz recorrer el camino ante él; un mensajero que transportaba una proclama del rey del subsuelo: Silencio… silencio… silen… si…
Simón, el rey de los Túneles, inició su tambaleante caminar.
El pasadizo se adentraba en el corazón de piedra de Hayholt, a través de un monótono camino lleno de telarañas e iluminado sólo por el brillo de la esfera de cristal de Morgenes. Las telarañas rotas parecían representar una lenta y fantasmagórica danza a su paso; cuando se volvió para mirar hacia atrás, los filamentos se movieron tras él, como los fláccidos dedos de los ahogados. Tenían enganchadas en el cabello madejas de fino hilo que también se le pegaban en el rostro, de tal forma que tuvo que caminar con la mano sobre los ojos. De vez en cuando sentía alguna cosa pequeña y llena de patas que le recorría los dedos al ir atravesando las redes; tuvo que detenerse durante un instante, con la cabeza baja, hasta que cesaron los espasmos.
Cada vez hacía más frío, y las estrechas paredes del pasadizo parecían exudar humedad. El túnel aparecía derrumbado en algunos lugares; en otro se veían, cerrando el camino, montones de piedras sucias apiladas tan alto que Simón tenía que pasar con la espalda contra las paredes húmedas.
Se hallaba realizando una de estas maniobras —en las que rodeaba un obstáculo, con la mano en la que llevaba su fuente de iluminación sobre la cabeza y la otra extendida por delante, para tantear el terreno—, cuando de repente sintió un punzante dolor, como si le clavasen mil agujas en el brazo que iba extendido por delante y en la mano. A la luz de la esfera tuvo una visión que lo llenó de horror: cientos, no, miles de diminutas arañas blancas le subían por la muñeca y se introducían en su interior por la manga de la camisa, y lo picaban como miles de fuegos encendidos. Simón chilló y golpeó el brazo contra la pared del túnel; así consiguió que cayese al suelo un montón de suciedad y polvo, que se le introdujo en los ojos y la boca. Sus gritos de terror provocaron a través de todo el pasadizo un eco que se fue alejando poco a poco. Cayó de rodillas en el húmedo suelo, y golpeó una y otra vez el brazo dolorido hasta que el punzante dolor empezó a menguar; después se encogió de brazos y piernas, para alejarse del horrible nido o madriguera de lo que fuese que había tocado. Mientras se retorcía y seguía con sus frenéticos golpes contra el suelo, volvió a llorar; se sentía como si hubiese recibido una paliza.
Cuando reunió suficiente valor para mirarse el codo, la luz de la esfera de cristal reveló únicamente un enrojecimiento de la piel que había bajo la suciedad, en lugar de las heridas sanguinolentas que estaba seguro de encontrar. El brazo le palpitaba, y se preguntó si las arañas serían venenosas, si todavía tenía que llegar lo peor. Cuando el pecho se le inundó de sollozos que una vez más le impedían respirar, se forzó a incorporarse. Debía seguir adelante. Tenía que hacerlo.
Mil arañas blancas.
Tenía que seguir adelante.
Siguió hacia el interior del túnel alumbrado con el débil resplandor de la esfera. La luz iluminaba las piedras, que estaban resbaladizas a causa de la humedad, así como las bocas de los corredores que se cruzaban, las cuales se hallaban tapadas con escombros. Ahora debía de encontrarse bastante por debajo del castillo, muy en el fondo de la oscura tierra. No descubrió ningún rastro del paso de Josua ni de ningún otro ser. Poseía la enfermiza certeza de que, en la oscuridad, había dejado atrás algún lugar en el que tendría que haber torcido para adentrarse por otro pasadizo, y estaba seguro de que ahora se encontraba dando vueltas sin fin dentro de un pozo del que no había escapatoria.
Caminó penosamente durante mucho tiempo; dio vueltas y giros en tal cantidad que ahora ya no le servía de nada el recuerdo de la línea roja sobre el mapa de Morgenes. No encontró nada en el estrecho y desesperante agujero que se pareciera, ni remotamente, a unas escaleras. La luminosa esfera empezaba a debilitarse. Las voces volvieron a escapar de su control y lo envolvían entre sombras de locura como una multitud vociferante.
«Está seguro y cada vez lo estará más. Está seguro y cada vez lo estará más».
«Descansemos en el suelo por unos momentos. Queremos dormir, sólo unos instantes, dormir…».
«El rey tiene unas bestia en su interior, y Pryrates es su guardián…».
«“Mi Simón”, te llamó Morgenes. “Mi Simón”… El doctor conocía a tu padre. Él sabía secretos».
«Josua se dirige a Naglimund. El sol brilla allí, día y noche. Naglimund. Allí la gente come dulce miel y bebe una clara, muy clara agua. En Naglimund el sol brilla en el cielo».
«El sol es cálido y brillante. Es cálido. ¿Por qué?».
De repente, el aire del húmedo túnel se había vuelto muy caliente. Simón avanzó dando traspiés, con la seguridad de que sentía el principio de la fiebre ocasionada por el veneno de las arañas. Iba a morir en la oscuridad, en la terrible oscuridad. Nunca volvería a ver el sol, o a sentir sus…
El bochorno pareció penetrarle en el interior de los pulmones. ¡Cada vez hacía más calor!
La calurosa atmósfera lo rodeó; la camisa se le pegó al pecho, y el cabello, a la frente. Durante un instante sintió todavía más pánico del que había sentido hasta aquel momento.
«¿Habré estado caminando en círculos? ¿He andado durante años sólo para volver a encontrarme entre las ruinas de las estancias de Morgenes, entre los quemados y ennegrecidos restos de su vida?».
No era posible. Había caminado hacia abajo, y nunca le pareció que se hubiera dirigido hacia arriba, a excepción de unos ligeros pasos. ¿Por qué hacía tanto calor?
El recuerdo de una de las historias de Shem, el encargado de los establos, se abrió camino en su memoria. Una historia sobre el joven Preste Juan vagando a través de la oscuridad hacia el gran calor, hacia el dragón Shurakai en su guarida bajo el castillo…, aquel castillo.
«¡Pero el dragón está muerto! Yo toqué sus huesos, que forman un solio amarillo en la sala del trono. Ya no existe ningún dragón, ninguna forma adormilada, de respiración profunda, del tamaño de un campo de torneos, que espera en la oscuridad con garras tan afiladas como espadas y un alma tan antigua como las piedras de Osten Ard. El dragón está muerto».
Pero ¿acaso los dragones no tenían hermanos?
¿Y qué ruido era aquel que se oía, aquel apagado y constante ruido?
El calor era insoportable y el aire estaba inundado de humo. Simón sentía su corazón como si fuese un pedazo de plomo. La esfera de cristal empezó a reducir su intensidad justo cuando grandes manchas de luz rojiza oscurecieron la débil potencia de la esfera. El túnel se alisó, y ya no giraba ni a derecha ni a izquierda, sino que continuaba hacia adelante por una larga y erosionada galería que desembocaba en un dintel en forma de arco. Éste brillaba iluminado por una difusa luz anaranjada. Simón tembló, mientras el sudor le resbalaba a lo largo del rostro, pero se sintió atraído hacia la salida.
«¡Date la vuelta y echa a correr, cabezahueca!».
No pudo hacerlo. Cada paso que daba representaba un gran esfuerzo, pero aun así se acercó todavía más. Llegó hasta la arcada y asomó la cabeza, lleno de temor.
Se trataba de una gran caverna, inundada de luz. Las paredes de piedra parecían derretidas y compuestas como la cera en la base de una vela. Durante unos instantes los ojos de Simón se abrieron llenos de asombro: en la parte más alejada de la caverna aparecieron una veintena de formas arrodilladas ante la figura de… ¡un monstruoso y llameante dragón!
Un segundo más tarde pudo ver que no se trataba de eso: la inmensa figura agazapada contra la piedra era un enorme horno.
«¡La fundición! ¡La fundición del castillo!».
Por toda la caverna aparecían hombres enmascarados y pesadamente vestidos que forjaban armas de guerra. Grandes recipientes de hirviente hierro fundido eran extraídos de las llamas con la ayuda de largas varas. El metal burbujeaba y siseaba al ser vertido en los moldes, y por encima de la ronca voz de la fundición retumbaban los sonidos metálicos del martillo contra el yunque.
Simón retrocedió al interior del túnel. Por un momento había pensado echar hacia adelante y correr en dirección a aquellos hombres, pues hombres eran, a pesar de su extraña vestimenta. En aquel instante le pareció que cualquier cosa sería preferible antes que el oscuro túnel y las voces, pero lo pensó mejor. ¿Creía que aquellos individuos le ayudarían a escapar? Sin duda, sólo conocerían un camino para salir de la abrasadora fundición; un camino que llevaba de vuelta arriba, de regreso a las garras de Pryrates —si es que había sobrevivido al infierno de las estancias de Morgenes— o a la brutal justicia de Elías.
Simón se sentó a pensar. El ruido de la fundición y su dolorida cabeza le impidieron hacerlo con claridad. No podía recordar haber pasado ningún cruce de túneles desde hacía tiempo. En la pared más alejada de la caverna había visto una hilera de agujeros; puede que no fuesen nada excepto cámaras de almacenamiento…
«O calabozos…».
Pero más bien daba la impresión de que podían tratarse de diferentes caminos que llevasen hacia el exterior de la cámara. Volver al túnel sobre sus pasos le parecía una locura…
«¡Cobarde, más que cobarde!».
Entumecido y magullado, Simón se encontraba en el filo de la indecisión. Regresar, y vagar de nuevo a través de la misma oscuridad que ya conocía, a través de los túneles llenos de arañas, y con la única fuente de luz de que disponía casi extinguida… O atravesar el rugiente infierno de la fundición, y desde allí, ¿quién podía saber lo que ocurriría?
«¡Será el “Rey del Subterráneo”, el “Señor de las Lágrimas”!».
«¡No, su gente ha partido, dejadlo!».
Simón se dio un golpe en la cabeza, para tratar de ahuyentar las voces.
«Si tengo que morir —decidió, una vez reconquistado el dominio de su alocado corazón—, al menos que sea a la luz del día».
Se inclinó hacia adelante, con la cabeza palpitando, para mirar la esfera de cristal que reposaba entre sus manos. La luz se extinguía y, con una vibración, parecía regresar a la vida. Simón la guardó en el bolsillo.
Las llamas del horno y las figuras que pasaban ante ellas configuraban compulsivas explosiones de colores rojo, naranja y negro a lo largo de las paredes; el muchacho salió del umbral de la arcada y se escondió tras el declive de una rampa. El siguiente escondite resultó ser una derruida estructura de ladrillos, a unas quince o veinte yardas de donde estaba acurrucado, un horno en desuso que se encontraba en uno de los márgenes de la cámara. Tomó unas cuantas bocanadas de aire y se lanzó en aquella dirección, medio corriendo y medio a rastras. Le dolía la cabeza, y cuando alcanzó el horno tuvo que apoyarla sobre las rodillas hasta que se le pasó un poco. El bestial rugido de la fundición penetraba como un trueno en el atormentado cerebro de Simón y llegaba incluso a silenciar las voces que producían el doloroso clamor.
Fue de lugar oscuro en lugar oscuro, pequeñas islas de sombras en medio de un océano de humo rojo y ruido. Los hombres de la fundición no levantaron la mirada ni lo vieron. Apenas se comunicaban entre ellos; se limitaban a gesticular en medio de todo aquel estruendo, como hombres con armadura en medio del caos de la batalla. Sus ojos, pequeños puntos que reflejaban la luz, a pesar de llevar sus rostros enmascarados, parecían tener un único objetivo: el brillante y compacto flujo de hierro caliente. Al igual que la línea roja marcada en el mapa que todavía serpenteaba a través de la memoria de Simón, el radiante metal estaba por todas partes, semejante a la mágica sangre de un dragón. En unos sitios saltaba por encima del borde de algún recipiente y caía al suelo, donde parecía romperse en mil gotas, brillantes como gemas; en otros lugares serpenteaba a través de la roca para ir a caer, entre humo siseante, en un estanque de agua salobre. Grandes lenguas incandescentes, que eran vertidas por enormes recipientes, teñían de escarlata a los enmascarados hombres de la fundición.
Simón se arrastraba y se escabullía de rincón en rincón dando un laborioso rodeo por el borde de la cueva-fundición, hasta que consiguió llegar a la rampa cercana que conducía al exterior. El opresivo y asfixiante calor, al igual que su propio espíritu herido, le impelieron a subir deprisa, pero la aplastada tierra de la rampa mostraba una profunda huella de carro. Se trataba de una salida muy utilizada, meditó Simón, con la mente llena de pensamientos nebulosos y lentos. No era el lugar que debería escoger para salir de allí.
Al final alcanzó una de las bocas sin rampa que se abrían en la pared de la caverna. Resultó difícil subir por la ablandada —¿por el fuego?, ¿por las llamas del dragón?— roca, pero las escasas fuerzas que aún podía reunir le permitieron alcanzar la boca y meterse de cabeza en las sombras protectoras del interior, con la esfera débilmente iluminada entre sus manos, como una luciérnaga atrapada.
Cuando pudo recordar quién era, se encontró arrastrándose por el suelo.
«¿Otra vez de rodillas, cabezahueca?».
La oscuridad era completa, y Simón se movió a ciegas hacia el interior de la oscura boca. Bajo sus manos el suelo parecía estar seco y cubierto de arena.
Siguió a rastras durante mucho, mucho tiempo; incluso le pareció que las voces empezaban a sentir pena por él.
«Simón perdido… Simón perdido, perdido, per…».
Sólo la sensación de ir alejándose poco a poco del calor lo convenció de que se movía, pero ¿hacia qué y hacia dónde? Se arrastró como un animal herido a través de las sombras, en descenso, siempre hacia abajo. ¿Acaso llegaría al mismísimo centro de la tierra de aquella manera?
Los seres que serpenteaban entre sus dedos en aquellos momentos no significaban nada para Simón. La oscuridad era completa, tanto dentro como fuera. En su interior, el muchacho se sentía casi incorpóreo, como un fardo de asustados pensamientos que se hundían en la enigmática tierra.
Algo después, cuando la ya oscurecida esfera que había apretado entre sus manos durante tanto tiempo parecía formar parte de él, empezó a alumbrar de nuevo, esta vez con extraña claridad azulada. De un vibrante núcleo de color azul empezó a expandirse luz hasta que tuvo que sujetar la bola por delante de la cabeza, aunque el destello lo hiciera bizquear. Se incorporó con lentitud y una vez en pie respiró con dificultad; las manos y rodillas le hormigueaban en los lugares que habían estado en contacto con la arena del suelo.
La pared, por debajo del musgo, aparecía cubierta por una especie de azulejos, en algunos lugares rotos y desconchados, y en otros inexistentes, por lo que se podía ver la blanda tierra. Tras él, el túnel parecía ascender y las huellas de su paso se detenían donde ahora estaba. Ante él continuaba la oscuridad. Simón decidió que caminaría sobre las piernas durante un rato.
El pasadizo se ensanchó al cabo de un momento. Las entradas arqueadas de decenas de otros corredores se unían al que recorría Simón, la mayoría de ellas cubiertas con tierra y piedras. Pronto aparecieron losas bajo sus pasos, desiguales y desencajadas piedras que, no obstante, atrapaban la luz de la esfera con extrañas opalescencias. El techo pareció adquirir forma de ángulo por encima de él de manera gradual, fuera del alcance de la luz azul; el corredor continuaba descendiendo en la tierra. Algo que podía haber sido el batir de alas de un murciélago revoloteó en la vacuidad que se extendía sobre la cabeza del chico.
«¿Dónde estoy? ¿Cómo puede llegar hasta tan abajo el Hayholt? El doctor dijo que había castillos sobre castillos, hasta llegar al esqueleto de la tierra. Castillos sobre castillos…, sobre castillos…».
Se detuvo sin darse cuenta, y se volvió para permanecer ante uno de los cruces de pasadizos. En algún lugar en su cabeza podía verse y observar el aspecto que presentaba: andrajoso, sucio y moviendo la cabeza de lado a lado, como un idiota; la baba le caía por la comisura de los labios.
La oscura entrada que había ante él aparecía abierta, sin obstrucciones, y flotaba un extraño aroma, como de flores secas. Simón se echó hacia adelante, con un brazo extendido y sosteniendo en alto, en la otra mano, la esfera de cristal.
«… ¡Qué hermoso lugar! ¡Hermoso!».
Se trataba de una habitación en perfecto estado, según lo que de ella podía verse con la luz azulada de la esfera; tan arreglada como si alguien acabase de salir. El techo era abovedado y estaba adornado de delicados trazos y líneas pintadas, algo que sugería arbustos espinosos, cepas de uva o el serpentear de mil torrentes. Las ventanas redondeadas estaban tapiadas y la suciedad y los sedimentos cubrían el suelo de azulejos, pero todo lo demás permanecía en un estado impecable. Vio una cama —una maravilla de trabajo en madera— y una silla de patas tan delgadas como las de un pájaro. En el centro de la habitación se encontraba una fuente de piedra pulida: daba la sensación de que el agua cantarina iba a manar de ella de un momento a otro.
«Un hogar para mí. Un hogar en las profundidades de la tierra. Un lecho en el que dormir profundamente hasta que Pryrates, el rey y los soldados hayan desaparecido…».
Dio unos cuantos pasos hacia adelante y permaneció junto a la cama, cuyas sábanas eran limpias e inmaculadas como las mortajas de los benditos. Un rostro lo miraba desde una hornacina por encima del lecho; se trataba de un espléndido e inteligente rostro de mujer, una estatua. Algo en el busto no acababa de ser perfecto; los rasgos resultaban demasiado angulosos, los ojos demasiado grandes y hundidos, los pómulos altos y pronunciados. Aun así, era un rostro de gran belleza, capturado en piedra translúcida y para siempre congelado en una triste sonrisa.
Cuando Simón se acercó con lentitud para acariciar la mejilla de la escultura, su espinilla rozó la estructura del lecho. Apenas se trató de un ligero roce, como el paso de una araña, pero el lecho se derrumbó y se deshizo hasta quedar convertido en simple polvo. Un instante después, mientras Simón permanecía paralizado de terror, el busto de la hornacina se disolvió como fina ceniza bajo las yemas de sus dedos; las facciones de la mujer se esfumaron en un segundo. El muchacho dio un salto hacia atrás y la luz de la esfera pareció disminuir de intensidad. El ruido de sus pasos sobre el suelo provocó el mismo efecto sobre la silla y la fuente, y un instante después el techo también pareció derrumbarse. Las entrelazadas ramas de los diseños se convirtieron en polvo. La estera parpadeó cuando Simón salió del cuarto, y cuando alcanzó el corredor, la luz azul se extinguió.
Otra vez volvía a encontrarse en la oscuridad. De repente, oyó llorar a alguien. Pasó un largo minuto antes de que se decidiera a avanzar y penetrar en la negrura que parecía no tener fin, mientras se preguntaba quién era el ser que todavía parecía tener lágrimas que verter.
El paso del tiempo parecía haberse convertido en una cuestión de detenerse y volver a continuar. En alguna parte, tras él, Simón había dejado caer la esfera, ya gastada, para que permaneciese para siempre en la oscuridad, como una perla en las oscuras profundidades de un mar secreto. En lo que daba la sensación de ser la única parte de su mente que todavía permanecía sana, supo que avanzaba y que seguía un camino descendente.
«Voy hacia abajo, sigo cayendo por el pozo. Hacia abajo».
«¿Hacia dónde? ¿Hacia qué?».
«De sombra en sombra, como siempre viaja un simple pinche».
«Un cabezahueca muerto. Un fantasmal cabezahueca…».
A la deriva, sin propósito… Simón pensó en Morgenes, con su barba rala envuelta en llamas, pensó en el resplandeciente cometa que brillaba con aquella luz roja por encima de Hayholt…, pensó en sí mismo, que descendía a través de la negra nada como una pequeña y fría estrella. A la deriva.
La vacuidad era completa. La oscuridad, al principio sólo una ausencia de luz y de vida, empezó a asumir cualidades por sí misma: incómoda y llena de nada cuando los túneles se estrechaban. Simón avanzó a través de escombros y de retorcidas raíces, o por la altiva y amplia oscuridad de cámaras invisibles, repletas del roce de alas de murciélago. Seguía andando a través de las vastas galerías subterráneas y podía escuchar el rumor apagado de sus propias pisadas; cualquier sentido de la orientación que pudiera haber tenido había desaparecido ya hacía mucho tiempo. Podría estar subiéndose por las paredes y deambulando por el techo como una mosca enloquecida. No existía derecha ni izquierda; cuando los dedos de Simón volvían a encontrar sólidas paredes ante él o puertas que conducían a otros túneles, entraba sin pensarlo dos veces y penetraba en estrechos pasadizos o en otras catacumbas llenas del batir de alas de murciélago.
«¡El fantasma de un cabezahueca!».
Un olor a roca húmeda lo impregnaba todo. Su sentido del olfato, al igual que el del oído, parecía haberse desarrollado para contrarrestar la ciega y negra noche en la que caminaba. Y, a medida que avanzaba palpando el camino con las manos, siempre hacia abajo, los olores de su mundo nocturno lo inundaban: una húmeda y margosa tierra, con un aroma casi tan rico como el de la masa de pan, y la blanda, aunque persistente, fragancia de las rocas. Simón se vio inundado por los vibrantes olores del musgo y las raíces, en la dulce podredumbre de las cosas diminutas que viven y mueren. Flotando por encima de todo ello, empapándolo todo, estaba el amargo y fuerte olor de agua de mar.
¿Agua de mar? Con la respiración contenida escuchó los distantes sonidos del océano. ¿A qué profundidad debía de haber llegado? Todo lo que oía era el arrastrar de diminutas cosas que hurgaban bajo sus pies y su propia respiración entrecortada. ¿Acaso había ido a parar bajo el insondable Kynslagh?
¡Allí! Débiles sonidos musicales, que provenían de las lejanas profundidades. Se trataba de agua que goteaba.
Simón avanzó y notó que las paredes estaban mojadas.
«Estás muerto, Simón Cabezahueca. Eres un espíritu, destinado a vagar en el vacío».
«No existe luz. Aquí nunca existió tal cosa. ¿Hueles la oscuridad? ¿Escuchas el sonido de la nada? Así es como ha sido siempre».
El miedo era todo lo que le quedaba, pero incluso eso ya era algo, pues si se asustaba, quería decir que debía de estar vivo. Existía la oscuridad, pero también existía Simón. Todavía no eran uno sólo. Todavía no…
Y ahora, tan lentamente que el muchacho no percibió la diferencia durante largo tiempo, volvió a aparecer la luz. Se trataba de un rayo tan débil, tan apagado, que al principio era algo así como puntos de colores que permanecían inmóviles frente a sus inservibles ojos. Después, con sorpresa, vio una forma negra ante él, una sombra aun más profunda. ¿Sería una amalgama de gusanos retorciéndose? No. Eran dedos…, una mano…, ¡su mano! Vio la silueta de su propia mano frente a él, bañada en una débil luminosidad.
Las estrechas paredes del túnel estaban cubiertas de musgo, y era este mismo el que emitía destellos de un pálido y verdoso resplandor. Ello despedía la suficiente luz como para percibir la insondable oscuridad del paso subterráneo que se extendía ante él, y la sombra de sus propias manos y brazos. ¡Pero era luz! ¡Luz! Simón rió sin emitir sonido alguno, y su sombra nebulosa atravesó el pasadizo.
El túnel desembocaba en otra galería abierta. Simón miró hacia arriba, estupefacto, a la constelación de radiante musgo que se esparcía por el techo, y sintió que le caía una gota de agua fría sobre el cuello. Cayeron más gotas, y cada una de ellas golpeaba la roca de abajo produciendo un sonido parecido al de un mazo contra un cristal. La cámara abovedada se encontraba llena de largos pilares de piedra, plano en los remates y estrechos en la mitad; algunos eran tan delgados como un cabello, como la miel que cae de un frasco. Al avanzar se dio cuenta, en alguna remota parte de su trastornada mente, de que la mayor parte de los pilares eran consecuencia de la unión entre la roca y el agua que goteaba, y no producto de unas manos humanas. Pero aun así, veía, entre la penumbra, algunas formas que le resultaban difíciles de identificar como naturales: unos pliegues angulosos que se encontraban en las paredes cubiertas de musgo, una especie de pilares en ruinas que aparecían en medio de las estalagmitas y que estaban demasiado bien ordenados como para tratarse de algo accidental. Se movía a través de un lugar que alguna vez había sido algo más que un incesante ritmo de agua que caía sobre los charcos del suelo. En alguna ocasión debían de haberse escuchado otros pasos. Pero «en alguna ocasión» sólo quería decir algo si el tiempo todavía fuese una barrera. Se había arrastrado durante tanto tiempo por lugares oscuros, que debía de haber penetrado a través del nebuloso futuro o del sombrío pasado, o en los desconocidos reinos de la locura; ¿cómo podía llegar a saberlo…?
Al adelantar el pie para dar un paso, Simón notó un sorprendente vacío. Se sumergió en la fría y húmeda oscuridad. Vio sus propias manos mientras caía, y el agua lo cubrió hasta las rodillas. Percibió el contacto de algo que le arañaba la pierna y retrocedió para regresar al pasadizo, mientras temblaba a causa de algo más que de frío.
«No quiero morir. Quiero volver a ver el sol».
«Pobre Simón —respondieron las voces en su cabeza—. Se ha vuelto loco en la oscuridad».
Calado y tembloroso, trató de llegar a la cámara iluminada por el musgo, lleno de prevención, ante la posibilidad de que la vacía oscuridad fuese más profunda en la próxima ocasión. Unos fulgores débiles y repentinos, entre rosas y blancos, aparecían y desaparecían en los agujeros llenos de agua, según los cruzaba o rodeaba. ¿Serían peces? ¿Se trataría de peces luminosos que habitaban en lo más profundo de la tierra?
Ahora, a medida que una gran cámara desembocaba en otra y en otra, las líneas pertenecientes a las formas forjadas por la mano del hombre empezaron a hacerse más nítidas bajo la capa de musgo y de piedra caída, conformando extrañas siluetas a la débil luz: espacios que en otro tiempo parecían haber sido balconadas y unas depresiones arqueadas cubiertas de pálido musgo que podrían haber sido ventanas o puertas.
Simón bizqueaba mientras trataba de descubrir los detalles en la casi total negrura reinante, y sintió que la mirada se le desplazaba hacia los lados; de alguna forma, las sombras ampliadas y suavizadas en la escasa luz parecían iluminarse con los rasgos que una vez revistieron. Con el rabillo del ojo vio una de las medio derruidas columnas que se alineaban a lo largo de la galería y que permanecía erecta: una brillante cosa blanca con una serie de armoniosos motivos florales grabados. Cuando se volvió para mirar, advirtió que, una vez más, sólo se trataba de un montón de piedras derruidas, medio comidas por el musgo y la tierra. La profunda oscuridad de las cámaras provocaba que forzase dolorosamente la vista; la cabeza le martilleaba. El incesante sonido del agua que caía empezó a carcomer su mente agitada. Las voces volvieron a oírse, esta vez excitadas a causa de la salvaje tonada producida por las gotas al caer.
«¡Loco! ¡El chico se ha vuelto loco!».
«¡Tened piedad de él, está perdido, perdido, perdido…!».
«¡La tendremos, muchacho! ¡La tendremos!».
«¡Loco cabezahueca!».
Cuando descendió por la vertiente de otro túnel empezó a oír otras voces que hablaban en el interior de su cabeza, voces que nunca antes había escuchado, más reales e irreales a la vez que las que durante tanto tiempo habían sido compañeras indeseadas. Algunas de ellas hablaban en lenguas desconocidas para él, a menos que las hubiese entrevisto en los antiguos libros del doctor.
«¡Ruakha, ruakha Asu’a!»
«¡T’si e-isi’ha as-irigú!»
«¡Arden los árboles! ¿Dónde está el príncipe? ¡El bosque encantado está en llamas, los jardines arden!».
La penumbra giraba a su alrededor, como si Simón se encontrase en el centro de una rueda giratoria. El muchacho torció y avanzó tambaleante y a ciegas por el pasadizo, hasta desembocar en otra habitación, con su delirante cabeza entre las manos. Aquí existía otro tipo de luz, diferente: delgados haces luminosos salían por entre las rendijas de un techo invisible; una luz que se introducía en la oscuridad para no iluminar nada en su descenso. Simón volvió a sentir el penetrante olor a agua y a extraña vegetación; oyó cómo los hombres corrían y gritaban y cómo lloraban las mujeres, y el sonido de metal al entrechocar con metal. En aquella extraña penumbra percibía el sonido de alguna terrible batalla que se desencadenaba a su alrededor, pero que no lo afectaba. El chico gritó —o pensó que así lo hacía—, aunque no pudo oír su propia voz, sólo un horrible estrépito en el interior de su cabeza.
Después, como para confirmar su ya casi cierta locura, unas figuras borrosas empezaron a correr por entre la azulada oscuridad, hombres barbudos portadores de antorchas y hachas que perseguían a otros más delgados, que llevaban espadas y arcos. Todos ellos, perseguidores y perseguidos, eran tan transparentes y vagamente definidos como la niebla. Ninguno tocó o vio a Simón, aunque éste permaneció en el centro de su camino.
«¡Jinguzu! ¡Aya’ai! ¡O jingizu!», chilló una voz quejumbrosa.
«Matad a los demonios sitha —gritaron voces llenas de crueldad—. ¡Prended fuego a su refugio!».
Aunque Simón se tapó los oídos con las manos, no pudo apartar aquellos gritos de su cabeza. Avanzó con pasos vacilantes, tratando de escapar de las formas que giraban, y cayó a través de una puerta, donde pudo descansar al fin sobre una brillante y blanca piedra plana. El muchacho sintió el musgo blando bajo las manos, pero no pudo ver nada excepto negrura. Se arrastró sobre el estómago, todavía con deseos de escapar de las horribles voces que gritaban de dolor y de rabia. Sintió agujeros y grietas bajo los dedos, pero la piedra le siguió pareciendo tan lisa como el vidrio. Finalmente alcanzó el borde y levantó la mirada para ver el negro vacío que olía a tiempo, a muerte y al paciente océano. Un guijarro invisible rodó bajo su mano y cayó en silencio, hasta que se lo oyó entrar en contacto con el agua que reposaba debajo, en las profundidades.
Algo grande y blanco brillaba a su lado. Simón levantó su pesada y dolorida cabeza del borde del lago interior. A escasas pulgadas de donde estaba tendido sobresalían los peldaños finales de una larga escalera de piedra, una espiral que se perdía hacia arriba, escalando la pared de la caverna y rodeando el lago subterráneo para desaparecer en la oscuridad superior. Simón la observó al tiempo que un recuerdo de perfiles borrosos se abría paso a través del clamor que moraba en el interior de su cabeza.
«Escaleras. “Las escaleras de Tan’ja”. El doctor dijo que buscase las escaleras…».
Simón avanzó, realizando un esfuerzo para subir por el alto escalón que venía a continuación, con dedos temblorosos y resbaladizos a causa del sudor. Mientras ascendía, a veces descansando, a veces arrastrándose y arañando la piedra, miró hacia abajo. El silencioso lago, un gran estanque de sombras bajo él, descansaba en el fondo de una gran sala de forma circular, mucho más grande que la fundición. El techo era inconmensurablemente alto, perdido en la negrura que había por encima de Simón, con el remate de los delgados y hermosos pilares blancos atravesando el espacio. Una luz nebulosa, y que no parecía dirigirse a nada en particular, resplandecía en las paredes de color jade y azul marino, rozando los marcos de altas ventanas abovedadas que ahora parpadeaban con un amenazador resplandor carmesí.
En medio de la perlada niebla suspendida sobre el silencioso lago, permanecía una oscura sombra oscilante que producía a su vez otra sombra maravillosa y llena de terror. Ésta inundó a Simón de un inexplicable horror.
—¡Príncipe Ineluki! ¡Ahora llegan! ¡Llegan los norteños!
Mientras este último grito exaltado resonaba en las oscuras paredes del cráneo de Simón, la figura que permanecía en el centro de la habitación levantó la cabeza. Unos brillantes ojos rojos parecían hervir en el rostro y atravesaban la niebla como antorchas.
«Jingizu —suspiró una voz—. Jingizu. Demasiado dolor».
La luz carmesí resplandeció. El grito de muerte y miedo se elevó como una gran oleada. En el centro de todo ello, la oscura figura elevó un objeto estilizado y la cámara se estremeció, trémula como un reflejo destrozado, para volver a caer en la nada. Simón desvió la mirada, lleno de terror, envuelto en una estranguladora oleada de perplejidad y desespero.
Algo había desaparecido. Algo hermoso había sido destruido más allá de toda posible recuperación. Un mundo acababa de morir, y el muchacho sintió que su llanto le penetraba en el corazón como una espada. Incluso el miedo que lo consumía había sido desplazado por la terrible tristeza que lo invadía y que lo llenó de dolorosas y estremecedoras lágrimas, provenientes de depósitos que tenían que haberse secado hacía ya mucho tiempo. Penetró en la oscuridad y continuó su ascensión sin fin, por la escalera de caracol, alrededor de la estancia. Las sombras y el silencio se tragaron bajo él la fantasmal batalla y la habitación imaginada, para extender un negro velo por encima de su enfebrecida mente.
Bajo su cuerpo, que avanzaba a ciegas, pasaron un millón de escalones. Un millón de años transcurrieron mientras viajó por el vacío, ahogado en el dolor.
Oscuridad a su alrededor y oscuridad en su interior. Lo último que sintió fue el tacto de metal bajo los dedos y el contacto del aire libre sobre el rostro.