12

Seis gorriones

Simón salió corriendo por el patio de los comunes. Sus pensamientos se le amontonaban en la cabeza como una multitud ensordecedora. Tenía deseos de esconderse, de correr, de huir. Quería gritar la terrible verdad y reírse a carcajadas, llevarse a la gente del castillo saltando y tropezando hasta estar fuera de las puertas, ¡pero ellos no sabían nada! ¡Nada! Simón quería aullar y patalear, pero no podía liberar su corazón de la terrible sensación de miedo que le habían inspirado los ojos de corneja de Pryrates. ¿Qué podía hacer? ¿Quién lo ayudaría a volver a poner el mundo a derechas?

Morgenes.

Mientras Simón corría arrastrando los pies a través del ya oscuro patio de los comunes, la enigmática y tranquila faz del doctor apareció en sus pensamientos, apartando de él el mortífero semblante del sacerdote y la sombra encadenada en la mazmorra de abajo.

Sin otro pensamiento consciente atravesó las puertas negras de la Torre de Hjeldin y subió las escaleras de la Cancillería. En pocos instantes atravesó los largos vestíbulos y dio un tirón para abrir la puerta de la prohibida Torre del Ángel Verde. Tan imperiosa era su necesidad de llegar a las estancias del doctor, que si Barnabás, el sacristán, hubiera estado allí esperándolo. Simón se habría convertido en mercurio entre las manos del hombre. Una gran oleada de viento lo invadía, inflamando su prisa, empujándolo hacia adelante. Antes de que la puerta lateral de la torre se hubiese vuelto a cerrar, el muchacho ya estaba en el puente levadizo, y segundos después llamaba a la puerta de Morgenes. Un par de guardias erkynos levantaron la mirada y acto seguido volvieron a jugar a los dados.

—¡Doctor! ¡Doctor! ¡Doctor! —gritó Simón, mientras aporreaba la puerta como un tonelero demente.

El anciano apareció rápidamente; sus pies estaban descalzos y sus ojos denotaban alarma.

—¡Por los cuernos de Cryunnos, muchacho! ¿Es que te has vuelto loco? ¿Te has tragado algún abejorro?

Simón empujó a Morgenes al entrar, sin pronunciar una sola palabra a modo de explicación, y atravesó el corredor. Se quedó respirando con dificultad ante la puerta interior mientras el sabio llegaba tras él. Tras un momento de perspicaz inspección, Morgenes abrió y ambos entraron.

El doctor no hizo más que cerrar la puerta y Simón empezó a explicar la historia de su expedición y sus resultados. El anciano encendió un pequeño fuego y puso una jarra de fuerte vino a calentar en un cazo. Morgenes escuchaba mientras trabajaba; de vez en cuando, y con mucho cuidado, hacía una pregunta que detenía la parrafada del chico, como un hombre que tuviera que coger un palo de una jaula de un oso. Meneó la cabeza, reflexivo, y le alargó al joven una copa de vino caliente con especias; después se sentó con su propia taza en una silla de respaldo alto. Se había puesto unas zapatillas en sus finos y blancos pies; cuando se sentó con las piernas cruzadas sobre el cojín de la silla, la túnica verde se arrugó por encima de sus huesudas espinillas.

—… Yo que no debería haber tocado la puerta mágica, doctor. Lo sé, pero lo hice…, ¡y era Josua! Lo siento, eso y explicar las cosas sin ningún orden, ¡pero estoy seguro de haberlo visto! ¡Llevaba barba, creo, y tenía un aspecto horrible…, pero era él!

Morgenes sorbió el vino y se limpió los pelos de la barba con una larga manga.

—Te creo, muchacho —dijo—. Desearía no hacerlo, pero todo tiene un maldito sentido. Confirma una extraña información que he recibido.

—Pero ¿qué es lo que haremos? —preguntó Simón, casi con un grito—. ¡Casi está muerto! ¿Es Elías el que le ha hecho eso? ¿Lo sabrá el rey?

—La verdad es que no puedo asegurarlo; lo que es cierto es que Pryrates lo sabe.

El doctor dejó la taza de vino en el suelo y se levantó. El último rayo de sol de la tarde enrojecía las estrechas ventanas por detrás de la cabeza de Morgenes.

—Y en cuanto a lo que haremos —prosiguió—, lo primero será que te vayas a cenar.

¿Cenar?— dijo Simón, sorprendido, y se le derramó el vino por la túnica—. ¿Con el príncipe Josua…?

—Sí, muchacho, eso es lo que he dicho, a cenar. No podemos hacer nada en este preciso instante, y necesito tiempo para pensar. Si no vas a cenar, levantarás sospechas, aunque no muy grandes, y ello contribuirá a que ocurra lo que precisamente no necesitamos: atraer la atención. No, vete y cena…, y mientras comes, mantén la boca cerrada. ¿Lo harás?

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La cena pareció durar tanto como el deshielo en primavera. Apretado entre pinches que gritaban mientras masticaban, a Simón el corazón le latía al doble de velocidad de lo normal, pero se resistió al impulso de repartir golpes a diestro y siniestro, y tirar copas y vajilla por el suelo recién fregado. Las conversaciones lo ponían furioso a causa de su irrelevancia, y el pastel de pastor que preparó Judit especialmente para la Fiesta de Belthainn[4] le pareció tan incomestible y falto de sabor como si fuese de madera.

Raquel observaba su inquietud con descontento desde su asiento a la cabecera de la mesa. Cuando Simón hubo permanecido sentado tanto tiempo como pudo aguantar y se levantó para presentar sus excusas, la mujer lo siguió hasta la puerta.

—¡Lo siento, Raquel, tengo prisa! —dijo, con la esperanza de ahorrarse el discurso que ella parecía tenerle reservado—. El doctor Morgenes tiene algo muy importante que hacer y quiere que yo lo ayude. ¿Puedo?

Durante un instante, el Dragón dio la impresión de ir a cogerlo de la oreja y devolverlo a la mesa por la fuerza, pero algo en el rostro y en la voz de Simón pareció convencerla; incluso el joven tuvo la impresión de que por un momento ella había sonreído.

—De acuerdo, muchacho, por esta vez, pero tendrás que darle las gracias a Judit por ese delicioso trozo de pastel antes de irte. Ha trabajado en él durante toda la tarde.

Simón se dirigió a la mujer, que estaba en su propia mesa. Las rollizas mejillas de la cocinera enrojecieron de forma deliciosa cuando él le agradeció sus atenciones.

Cuando salía corriendo hacia la puerta, Raquel se le acercó y lo cogió de una manga. Simón se detuvo, se dio la vuelta y, cuando iba a abrir la boca para quejarse, ella le dijo:

—Tienes que calmarte y ser cuidadoso, desastre de muchacho. Nada es lo suficientemente importante como para que te mates por intentar llegar allí.

Raquel le dio unas palmadas en el brazo y lo dejó marchar: el chico atravesó la puerta y desapareció mientras ella lo observaba.

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Cuando llegó al pozo, Simón ya se había abrochado las ropas y la capa. Morgenes todavía no había venido, así que el muchacho se puso a caminar impaciente a lo largo de las densas sombras del comedor, hasta que una suave voz que oyó a la altura del codo le hizo dar un respingo de sorpresa.

—Discúlpame por haberte hecho esperar, muchacho, pero es que llegó Inch y perdí un maldito tiempo tratando de convencerlo de que ya no lo necesitaría.

El doctor se echó la capucha por encima, ocultando el rostro.

—¿Cómo os habéis podido acercar de forma tan silenciosa? —preguntó el chico, con un murmullo calcado del emitido por el anciano.

—Todavía puedo hacer algunas cosillas, Simón —dijo el doctor, con un tono de voz ofendido—; soy viejo, pero todavía no estoy moribundo.

Simón no sabía lo que quería decir «moribundo», pero captó la idea general.

—Perdonadme —siseó.

Ambos recorrieron el camino a través del comedor hasta llegar al primer trastero, en donde Morgenes hizo aparecer una esfera de cristal del tamaño de una manzana. Al frotarla apareció una chispa en el centro, que fue haciéndose más brillante hasta que iluminó los barriles y bultos con una suave luz de color miel. El anciano cubrió la mitad de la bola con la manga y alargó la mano en la que la sostenía para que les iluminase el camino mientras andaban a través de los artículos empaquetados.

La escotilla estaba cerrada; Simón no recordaba si la había cerrado él mismo en su alocada carrera. Bajaron por la escala con mucho cuidado; el muchacho iba en primer lugar, mientras Morgenes, por encima de él, observaba el camino con la brillante esfera. El aprendiz señaló el cuartucho en el que Pryrates casi lo captura. Lo pasaron de largo y siguieron hacia el piso de abajo.

La habitación que se encontraba en el nivel más bajo aparecía tan descuidada como antes, pero la puerta que conducía al pasadizo de piedra aparecía cerrada. Simón estaba seguro de no haberlo hecho, y así se lo comunicó a Morgenes, pero el hombrecillo movió la mano y fue en dirección a la pared; encontró el lugar en el que se hallaba la grieta, según las indicaciones del joven, murmuró algunas palabras en voz baja, pero la franja de calor continuó sin aparecer. Mientras el doctor seguía junto a la pared en lo que parecía ser un diálogo consigo mismo, Simón pareció cansarse de estar apoyado ora en un pie ora en el otro y se agachó junto a él.

—¿No podéis decir algo mágico y abrirla? —preguntó el muchacho.

—¡No! —susurró Morgenes—. Un hombre sabio nunca, repito nunca usa el Arte cuando no lo necesita; sobre todo cuando trata con otro adepto, como nuestro padre Pryrates. Sería como dejar mi nombre escrito sobre la pared.

Cuando Simón se incorporó y frunció el entrecejo, el doctor colocó la mano izquierda en medio de la zona en la que había estado la puerta; palpó durante unos instantes la superficie y luego dio un golpe con la palma de la mano derecha. La puerta apareció y se abrió, inundando la habitación con luz proveniente de la antorcha. El anciano se introdujo por ella y ocultó la lámpara de cristal en el interior de su voluminosa manga, para después extraer un bolso de cuero.

—Ah, Simón, muchacho —sonrió—, qué ladrón hubiera podido ser. No se trataba de una puerta mágica, sólo había sido escondida a través del uso del Arte. ¡Entra, vamos!

A continuación penetraron por el húmedo corredor de piedra.

Sus pasos provocaban ecos según avanzaban hacia el final del pasillo y llegaban a la puerta cerrada. Tras examinar durante unos instantes la cerradura, Morgenes se acercó a la mirilla y echó una ojeada en el interior.

—Creo que tienes razón, chaval —siseó—. ¡Por la Tibia del Nuanni! Aunque hubiese preferido que no fuese así. —El doctor volvió a investigar la cerradura—. Ve ahora hasta el final del pasillo y mantén los ojos abiertos, ¿de acuerdo?

Mientras Simón estaba de guardia, Morgenes revolvió en el interior de la bolsa de cuero hasta que extrajo una larga aguja con un mango de madera. Se la mostró al chico con alegría en el rostro.

—Una ganzúa de Naraxi. ¡Sabía que un día me sería de utilidad!

Morgenes la introdujo en el agujero de la cerradura y pareció que entraba, aunque le sobraba bastante espacio. El anciano removió su artilugio a la vez que sacaba un pequeño frasco de la bolsa, que destapó con los dientes. Mientras Simón lo observaba, fascinado, levantó el frasco y vertió una oscura y viscosa sustancia a lo largo de la aguja; después, colocó ésta de nuevo en el agujero de la cerradura.

Morgenes retorció la ganzúa durante unos instantes, después retrocedió y empezó a contarse los dedos. Cuando hubo contado ambas manos tres veces cada una, agarró la delgada manija e intentó hacerla girar. Pero luego, con una mueca, volvió a dejarla.

—Ven aquí, Simón. Necesito tus fuertes y jóvenes brazos.

Bajo las indicaciones del doctor, el chico agarró la extraña herramienta por el mango y empezó a hacerle dar vueltas. Durante unos instantes le resbalaron las sudadas palmas sobre la madera pulida; volvió a cogerla, y tras un pequeño intervalo sintió un crujido en el interior de la cerradura. Un segundo después oyó cómo se abría el pestillo. Morgenes asintió con la cabeza y Simón empujó la puerta con los hombros para abrirla.

Las cañas que ardían en un hueco de la pared ya sólo emitían una débil luz.

Cuando el doctor y Simón se aproximaron, vieron que la figura encadenada al fondo de la celda levantaba la mirada y sus ojos se hacían más grandes, como si los hubiese reconocido. La boca de la figura se movió, pero sólo emitió una especie de suspiro entrecortado. El olor de la mojada paja sucia era insoportable.

—Oh…, oh…, mi pobre príncipe Josua —dijo Morgenes.

El sabio le echó un rápido vistazo a las argollas de Josua; Simón sólo podía mirarlo. Se sentía impotente ante el curso de los acontecimientos, como si viviese un sueño.

Morgenes susurraba algo al oído del príncipe. El doctor había vuelto a extraer el bolso de piel y de su interior sacó un potecito, del tipo de los que usaban las damas para pintarse los labios. Frotó enérgicamente su contenido, primero en una palma y luego en la otra, mientras una vez más miraba las ligaduras de Josua. Ambos brazos aparecían encadenados a un gran anillo de hierro sujeto a la pared; una argolla encadenaba una mano, y el brazo manco aparecía ligado en el flaco antebrazo del príncipe.

Morgenes acabó de frotarse las manos y le pasó a Simón el bote y el bolso.

—Ahora, sé un buen muchacho —dijo—, y cúbrete los ojos. Cambié un volumen forrado en seda del Plesinnen Myrmenis, el único existente al norte de Perdruin, para aprender a hacer esto. Espero que…, Simón, cúbrete los ojos…

Cuando el joven levantó las manos para obedecer la indicación, vio que Morgenes se acercaba al anillo de hierro que sujetaba las cadenas del príncipe Josua. Un instante después, una explosión de luz pareció atravesar los entrelazados dedos de Simón, acompañada de un estruendo parecido al golpear de un martillo sobre una placa de pizarra.

El chico se atrevió a mirar y vio al príncipe Josua tendido en el suelo, hecho un ovillo con sus cadenas, y a Morgenes arrodillado a su lado y con las palmas de las manos humeantes. La argolla de la pared se veía ennegrecida y doblada como un pastel de centeno quemado.

—¡Fu! —respiró el doctor—. Espero…, espero… que nunca tenga que volver a hacerlo. ¿Puedes levantar al príncipe, Simón? Yo me encuentro muy débil.

Josua se dio la vuelta poco a poco y miró a su alrededor.

—Creo… que… podré caminar. Pryrates… me hizo tomar algo.

—Tonterías —respondió Morgenes, que respiró profundamente y se puso en pie—. Simón es un muchacho fuerte; ¡vamos, chico, no te quedes ahí mirando las musarañas! ¡Levántalo!

Después de intentarlo durante unos instantes, Simón se las arregló para coger los restos de las cadenas de Josua que todavía colgaban de su muñeca y brazo, y enrollarlas a la cintura del príncipe. Después, con la ayuda de Morgenes, lo levantó como si cogiese a un niño a cuestas. Se incorporó y trató de tomar una bocanada de aire. Por unos instantes temió no poder aguantar el peso, pero con un pequeño balanceo colocó a Josua más arriba en su espalda y se dio cuenta de que incluso con el peso adicional de las cadenas no le resultaría imposible.

—Borra esa tonta sonrisa de la cara, Simón —dijo el doctor—. Todavía tenemos que subirlo por la escala.

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De alguna forma se las arreglaron. Simón gruñía y casi lloraba a causa del esfuerzo que suponía subir a Josua por los peldaños, mientras Morgenes empujaba desde abajo y murmuraba frases de ánimo. Fue una lenta y angustiosa subida, pero al final consiguieron alcanzar el suelo del almacén principal. El doctor se puso a caminar mientras Simón se apoyaba contra un fardo para descansar, con el príncipe todavía colgado de su espalda.

—En alguna parte, en alguna parte… —murmuraba Morgenes, caminando entre los barriles y paquetes. Cuando llegó a la pared sur de la habitación, con la esfera luminosa ante él, empezó a buscar con fervor.

—¿Qué…? —quiso preguntar Simón, pero el doctor lo silenció con un gesto.

Mientras lo veía aparecer y desaparecer por entre las montañas de bultos, el muchacho sintió un contacto muy suave sobre su cabello. El príncipe le daba leves palmadas en la cabeza.

—Real. ¡Real! —dijo Josua.

Simón sintió que algo húmedo le bajaba por el cuello.

—¡Lo encontré! —oyó que susurraba en tono de triunfo Morgenes—. ¡Ven! —le dijo el doctor.

Simón se incorporó, se tambaleó un poco y avanzó con el príncipe todavía en su espalda. El anciano se encontraba junto a una desnuda pared de piedra, y señalaba hacia una pirámide de barriles. La lámpara de cristal le otorgaba lo que parecía la sombra de un gigante.

—¿Qué habéis encontrado? —Simón sujetó bien al príncipe y miró—. ¿Barriles?

—¡Eso es! —cacareó el sabio, y con un ademán, giró un cuarto de vuelta el borde redondeado del barril superior. Aquella cara se abrió como si se tratase de una puerta y reveló una cavernosa oscuridad en su interior.

Simón miró lleno de desconfianza.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Un pasadizo, tonto.

Morgenes lo cogió del codo y lo condujo hasta el barril abierto.

—El castillo está perforado con esta clase de pasadizos.

Simón se detuvo y frunció el entrecejo, mientras miraba las profundas oscuridades que se extendían más allá del umbral.

—¿Hay que entrar ahí?

El doctor asintió. El muchacho, que se había dado cuenta de que no podría entrar, debido a la reducida altura de la tapa de la cuba, se arrodilló para introducirse dentro, con el príncipe montado sobre su espalda, como si el chico fuese un poni de festival.

—No sabía que existía este tipo de pasadizos en los almacenes —dijo, y su voz produjo un eco en el interior del barril.

El joven se inclinó para que la cabeza de Josua pasase por el quicio de la entrada.

—Simón, hay más cosas que tú no sabes y que yo sé. Me desespera la diferencia existente. Ahora cierra la boca y démonos prisa.

Pudieron llegar al otro extremo. La bola de Morgenes les mostró un largo y anguloso corredor, que pasaría inadvertido si no fuese por la fabulosa acumulación de polvo.

—¡Ah, Simón! —exclamó el doctor, mientras seguían hacia adelante—, sólo desearía tener el tiempo suficiente para mostrarte unas cuantas de las habitaciones por las que atraviesa este pasadizo; algunas eran las cámaras de una muy grande y hermosa dama que usaba este corredor para acudir a sus secretas citas amorosas. —El anciano miró a Josua, cuyo rostro descansaba sobre el cuello de Simón—. Ahora está dormido —murmuró Morgenes—, del todo.

El pasillo subía y bajaba, giraba a uno y otro lado. Pasaron junto a muchas puertas cuyos cerrojos aparecían enmohecidos y junto a otras que los tenían relucientes como una moneda nueva. Pasaron junto a una serie de ventanucos a través de los cuales Simón se sorprendió al ver a los centinelas del muro occidental, con sus siluetas enmarcadas contra el cielo. Las nubes aparecían teñidas de un débil color rosa donde el sol había desaparecido.

«Debemos de estar por encima del comedor —pensó Simón, maravillado—. ¿Cuándo habremos subido tanto?».

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Ya estaban a punto de desfallecer exhaustos, cuando Morgenes se detuvo. En aquella parte del corredor no existían puertas, sólo tapices. El doctor levantó uno que reveló una puerta de áspera madera. Posó la oreja contra ella y escuchó durante unos instantes; después la abrió.

—El Salón de los Archivos —Morgenes señaló hacia el vestíbulo iluminado por antorchas que se veía a corta distancia—, a tan sólo unos… cientos de pasos de mis estancias…

Cuando Simón y su pasajero salieron, el anciano dejó que la puerta se cerrase tras de ellos; ésta lo hizo con un autoritario portazo. El muchacho miró a sus espaldas pero no consiguió distinguir la entrada de los demás paneles de madera que se alineaban por el muro del corredor.

Sólo quedaba una pequeña distancia que recorrer a cielo abierto, una relativamente rápida carrera desde la puerta más oriental del Salón de los Archivos, a través del patio de los comunes.

Cuando se lanzaron a través de la hierba ensombrecida, tan arrimados a los muros como podían sin llegar a tropezar en las enredaderas, Simón creyó ver un movimiento entre las sombras de la pared del otro extremo del patio; algo grande que se deslizaba con sigilo, como si observase su paso, una familiar forma de hombros abultados. La luz del sol se apagaba con rapidez y el muchacho no pudo asegurar que no se trataba de una mancha más que se movía frente a sus ojos.

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Simón sentía una punzada en uno de los costados, como si alguien le cogiese las costillas con una de las tenazas de fundición de Rubén. Morgenes, que iba en cabeza, abrió la puerta. Simón entró casi a la carrera, depositó su carga en el suelo, con extremo cuidado, y se dejó caer cuan largo era sobre las frías losas, sudoroso y sin aliento. El mundo parecía girar a su alrededor en una danza alocada.

—Alteza, bebed esto…, así —oyó que decía el anciano.

Al cabo de un rato volvió a abrir los ojos y se incorporó sobre un codo. Josua estaba sentado apoyado contra la pared; Morgenes se inclinaba sobre él con una jarra de cerámica verde.

—¿Mejor? —preguntó el doctor.

El príncipe asintió débilmente.

—Me encuentro mejor. Ese licor tiene casi el mismo sabor que el que me dio Pryrates…, aunque no es tan amargo. Dijeron que me debilitaba con demasiada rapidez…, y que me necesitarían esta noche.

—¿Necesitaros? No me gusta cómo suena eso, no me gusta nada de nada.

Morgenes llevó la jarra hasta donde se encontraba Simón. La bebida era algo amarga de gusto pero calentaba. El doctor echó una ojeada al otro lado de la puerta y luego la cerró y corrió el cerrojo.

—Mañana es el Día de Belthainn, el primero de maya —dijo el doctor—. Esta noche…, esta noche es una noche muy mala, alteza. La llaman la «Noche Empedrada».

Simón sintió que el licor del anciano lo calentaba placenteramente al bajarle hasta el estómago. El dolor de sus articulaciones disminuyó, como si un pedazo de tela retorcida hubiera sido aflojado una o dos vueltas. Se sentó, con una sensación de vértigo en la cabeza.

—Me parece una mala señal que os «necesiten» en una noche como ésta —repitió Morgenes—. Temo que ocurran cosas incluso peores que el encarcelamiento del hermano del rey.

—Eso ya ha sido bastante malo para mí. —Una sonrisa llena de ironía cruzó las desvaídas facciones de Josua, para desaparecer a continuación y ser sustituida por una mueca de dolor—. Morgenes —dijo un momento después, con voz temblorosa—, esos…, esos bastardos hijos de puta mataron a mis hombres. Nos tendieron una emboscada.

El doctor levantó la mano como para coger al príncipe por el hombro, pero luego la bajó con dificultad.

—Lo creo, mi señor, lo creo. ¿Sabéis a ciencia cierta si vuestro hermano ha sido el responsable? ¿Puede haber actuado Pryrates por propia iniciativa?

Josua movió la cabeza lleno de cansancio.

—No lo sé. Los hombres que nos atacaron no llevaban distintivos, y nunca había visto a ninguno de ellos, excepto al sacerdote, antes de que me trajeran aquí… Pero me parece muy sorprendente que Pryrates hiciese algo así sin Elías.

—Eso es cierto.

—¿Pero por qué? ¿Por qué, malditos sean? No me interesa el poder, todo lo contrario. Vos lo sabéis, Morgenes. ¿Por qué lo habrán hecho?

—Mi señor, me temo no poder ofreceros las respuestas en este momento, pero sí debo deciros que todo esto va más allá en cuanto a confirmar mis sospechas sobre… otras cosas. Acerca de… cuestiones del norte. ¿Recordáis haber oído hablar de los Zorros Blancos? —El tono de voz del sabio era significativo, pero el príncipe sólo enarcó una ceja y no respondió—. Bien, en estos momentos no podemos perder ni un segundo hablando de mis temores. Tenemos poco tiempo, y debemos ocuparnos de cuestiones más inmediatas.

Morgenes ayudó a levantarse del suelo a Simón y después se puso a buscar algo. El joven se quedó mirando con timidez al príncipe Josua, que continuaba apoyado en la pared, con los ojos cerrados.

El doctor volvió con un martillo de cabeza redondeada, a causa del uso, y con un cincel.

—Rompe las cadenas de Josua; ¿podrás conseguirlo, muchacho? Yo tengo unas cuantas cosas que hacer —dijo el doctor, y volvió a alejarse.

—¿Alteza? —murmuró Simón en voz baja, y se acercó al príncipe.

Josua abrió los ojos y primero miró al joven; después, a las herramientas que llevaba. Asintió.

El chico se arrodilló junto a él y rompió mediante un par de fuertes golpes el cierre de la banda metálica que rodeaba el brazo derecho del príncipe. Cuando se movió para ponerse a la izquierda de Josua, éste volvió a abrir los ojos y depositó la mano sobre el brazo de Simón.

—En este lado quita sólo la cadena, muchacho. —Una sonrisa fantasmal apareció en su rostro—. Deja que conserve el grillete para que recuerde por ello a mi hermano. —El príncipe alargó el arrugado muñón de su muñeca derecha—. Tenemos una especie de cuenta pendiente.

Simón sintió frío de repente y tembló al apoyar el antebrazo izquierdo de Josua contra las losas de piedra. Mediante un único golpe cortó la cadena y dejó el grillete de hierro negro por encima de la mano.

Morgenes apareció con un fardo de ropas oscuras.

—Venid, debemos darnos prisa. Casi ha pasado una hora desde que oscureció, ¿y quién sabe cuándo irán a buscaros? He dejado la puerta tal y como estaba, pero eso no evitará que descubran vuestra ausencia.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó el príncipe, al tiempo que se incorporaba con dificultad y Simón lo ayudaba a ponerse el gastado traje de campesino—. ¿En quién podemos confiar en este castillo?

—Por ahora, en nadie, al menos de momento. Por ello debéis huir a Naglimund. Sólo allí os encontraréis a salvo —contestó Morgenes.

—Naglimund… —Josua pareció contento—. Durante estos horribles meses he soñado tantas veces con mi hogar… ¡Pero no! Mostraré a la gente el engaño de mi hermano. ¡Encontraré fuertes brazos que me ayuden!

—No aquí… y no ahora. —La voz del doctor era firme, y sus brillantes ojos imponían respeto—. Volveríais a encontraros en un calabozo, y en esa ocasión pronto seríais decapitado en privado. ¿Es que no os dais cuenta? Debéis llegar a una plaza fuerte, dónde estéis a salvo de la traición, antes de dar a conocer vuestras acusaciones. Muchos reyes han metido en prisión y asesinado a sus parientes; se necesita algo más que peleas familiares para excitar al populacho.

—De acuerdo —dijo Josua, todavía en un mar de dudas—; pero, aunque estéis en lo cierto, ¿cómo podría escapar? —Un ataque de tos hizo presa en él—. Las puertas del castillo, sin duda…, están…, están cerradas durante la noche. ¿Debo ir hasta la entrada disfrazado de juglar y tratar de cantar para conseguir que me dejen salir?

Morgenes sonrió. Simón estaba impresionado por el espíritu indómito del príncipe, cuando apenas hacía una hora estaba encadenado en una húmeda celda sin la más mínima esperanza de ser rescatado.

—Como veréis, no me habéis cogido desprevenido ante tal pregunta —respondió el doctor—. Observad, por favor.

El anciano caminó hasta el otro extremo de la larga estancia, hacia la esquina donde Simón lloró una vez, inclinado contra el áspero muro de piedra. Hizo un gesto señalando el mapa del firmamento, cuyas constelaciones conectadas entre sí conformaban un pájaro de cuatro alas. Apartó el mapa y detrás de él vieron un gran agujero cuadrado que se introducía en la roca, y que estaba cerrado mediante una puerta de madera.

—Como ya os he demostrado, Pryrates no es el único que posee puertas escondidas y pasadizos secretos —rió el doctor—. El padre Capa Roja es un recién llegado y todavía tiene mucho que aprender sobre el castillo que ha sido mi hogar durante más tiempo del que vosotros dos podáis imaginar.

Simón se encontraba presa de tal excitación que apenas pudo mantenerse en pie, pero la expresión de Josua mostraba dudas.

—¿Adónde conduce, Morgenes? —preguntó el príncipe—. No me resultaría muy beneficioso escapar de la mazmorra de Elías para ir a parar al foso de Hayholt.

—No temáis. Este castillo está construido sobre un laberinto de cuevas y túneles, por no mencionar las ruinas del anterior castillo que reposa bajo nosotros. El laberinto es tan grande que ni siquiera yo conozco la mitad de él, pero sí lo suficiente como para aseguraros hasta dónde os conducirá. Venid conmigo.

Morgenes se llevó al príncipe, que descansaba sobre el brazo de Simón, junto a la mesa; el doctor había extendido un pergamino cuyos bordes estaban grises y desgastados a causa del paso del tiempo.

—¿Veis? —intervino el sabio—, no estuve ocioso mientras mi joven amigo, aquí presente, se fue a cenar. Éste es un plano de las catacumbas. Desde luego que sólo es parcial, pero en él aparece marcado el camino que habréis de tomar. Si seguís estas indicaciones cuidadosamente, os encontraréis de nuevo en cielo abierto un poco más allá del cementerio que hay a las afueras de los muros de Erchester. Estoy seguro que una vez allí, podréis hallar el camino que os conduzca hacia un lugar seguro al amparo de la noche.

Tras estudiar el mapa durante unos instantes, Morgenes se llevó aparte a Josua y ambos hombres mantuvieron una conversación en susurros. Simón, que se sentía un poco al margen, se puso a examinar el pergamino del doctor. Aquél había marcado el camino en brillante tinta roja; el muchacho casi se mareó al tratar de seguir los giros y vueltas.

Cuando ambos hombres acabaron la conversación, Josua recogió el mapa.

—Bien, viejo amigo —dijo—, si tengo que irme debo hacerlo lo antes posible. No sería muy inteligente por mi parte permanecer una hora más entre los muros de Hayholt. Pensaré con mucho cuidado en las demás cosas que me habéis dicho. —La mirada del príncipe recorrió la atestada habitación—. Lo único que temo es lo que os reportará vuestra valiente actuación.

—No hay nada que podáis hacer al respecto, Josua —replicó Morgenes—. No estoy del todo indefenso, todavía puedo emplear algunos trucos. Tan pronto como Simón me comunicó que os había encontrado, empecé a hacer algunos preparativos. Durante bastante tiempo he temido que viniesen por mí; todo esto no hará sino adelantarlo un poco. Tomad esta antorcha.

Mientras decía aquello, el pequeño doctor descolgó una antorcha de la pared y se la alargó al príncipe; luego le dio también un zurrón que colgaba de un gancho junto a aquélla.

—He puesto algo de comida para vos, al igual que un poco más del licor curativo. No es demasiado, pero debéis viajar ligero. Por favor, daos prisa. —Morgenes cogió el mapa de las constelaciones y lo descolgó de la puerta del pasadizo—. Avisadme tan pronto como os encontréis a salvo en Naglimund y a buen seguro que tendré más cosas que explicaros.

El príncipe asintió y se adentró lentamente por la boca del pasadizo. La llama de la antorcha empujó su sombra hacia las profundidades cuando éste se volvió.

—Nunca olvidaré esto, Morgenes —dijo—. Y tú, muchacho…, tú has realizado un acto valeroso en el día de hoy. Espero que ello sea el comienzo, algún día, de un nuevo futuro para ti.

Simón se arrodilló, embargado por la emoción que sentía. Josua tenía un aspecto cansado y ojeroso… El chico sintió orgullo, pesar y miedo, todo ello a la vez. Sus pensamientos estaban agitados.

—Que os vaya bien, Josua —añadió Morgenes, y posó una mano sobre el hombro de Simón. Juntos observaron cómo la antorcha del príncipe se hundía en el estrecho pasadizo hasta que fue tragada por la oscuridad. El doctor cerró la puerta y volvió a colgar el mapa en su lugar—. Vamos, Simón —dijo—, todavía nos queda mucho por hacer. Pryrates ha perdido a su huésped en esta «Noche Empedrada», y no creo que ello lo haga muy feliz.

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Pasaron un rato en silencio. Simón balanceaba los pies desde su asiento en la mesa, asustado, pero, a pesar de ello, saboreando la tensión que llenaba las estancias y que ahora parecía pender sobre todo el castillo.

—La mayor parte de todo esto lo hice mientras estabas cenando, pero todavía tenemos que hacer algunas cosas más; hay que atar algunos cabos.

La explicación del anciano no le aclaró nada a Simón; sin embargo, las cosas sucedían a tal velocidad que incluso su naturaleza impaciente se veía satisfecha. Asintió y balanceó los pies durante unos instantes más.

—Bueno, supongo que esto es todo lo que puedo hacer por esta noche —dijo Morgenes—. Lo mejor que podrás hacer es irte a la cama. Vuelve mañana temprano, después de que hayas terminado tus labores.

—¿Labores? —se atragantó el chico—. ¿Labores? ¿Mañana?

—Claro que sí —cortó el doctor—. No creerás que va a suceder algo fuera de lo corriente, ¿verdad? ¿Es que crees que el rey va a anunciar: «Oh, a propósito, mi hermano escapó de la mazmorra ayer por la noche, así que hoy tomaremos el día libre e iremos a buscarlo»? No lo crees, ¿verdad?

—No, pe…

—… Y no irás a decir: «Raquel, no puedo realizar mis tareas porque Morgenes y yo estamos planeando una traición», ¿verdad que no?

—¡Pues claro que no…!

—Muy bien, entonces lo mejor que puedes hacer es acabar tus tareas y regresar tan pronto como puedas, y entonces valoraremos la situación. Todo esto es más peligroso de lo que te imaginas, Simón, pero me temo que, para bien o para mal, ahora formas parte de ello. Hubiera deseado mantenerte fuera de este…

—¿Fuera de qué? ¿Parte de qué, doctor?

—No te preocupes, muchacho. ¿Todavía no tienes bastante? Mañana trataré de explicarte todo lo que pueda, pero la «Noche Empedrada» no es la mejor ocasión para hablar de cosas como…

Las palabras de Morgenes fueron interrumpidas por unos fuertes golpes que provenían de la puerta exterior. Durante un instante, Simón y el doctor se miraron el uno al otro; tras una pausa los golpes volvieron a repetirse.

—¿Quién está ahí? —preguntó Morgenes, con una voz tan tranquila que Simón tuvo que volver a mirar la cara, llena de miedo, del anciano.

—Inch —replicaron desde el otro lado.

El doctor se tranquilizó visiblemente.

—Vete —respondió—. Ya te dije que esta noche no te necesitaría.

Se hizo un breve silencio.

—Doctor —susurró Simón—, me parece que vi a Inch antes…

La voz apagada volvió a elevarse.

—Creo que me he dejado algo… en vuestra habitación, doctor.

—Vuelve en otro momento —contestó Morgenes, y en esa ocasión su irritación era auténtica—. Estoy demasiado ocupado como para que me molestes ahora.

Simón volvió a dirigirse al anciano.

—Creo que lo vi cuando íbamos con Jos…

—¡¡Abrid esta puerta inmediatamente, en el nombre del rey!!

Simón sintió que se le retorcía el estómago de desesperación: aquella nueva voz no pertenecía a Inch.

—¡Por el Cocodrilo Menor! —maldijo Morgenes—, ese estúpido nos ha vendido. No creí que pudiera hacer una cosa así. ¡No me molestéis más! —exclamó, y cogió la mesa para ir a apoyarla contra la puerta interior—. ¡Soy un anciano y necesito descansar!

El muchacho se incorporó para ayudarlo, con un sentimiento mezcla de terror y de una inexplicable euforia.

Una tercera voz vino a unirse a las dos anteriores, al otro lado de la puerta; una voz cruel.

—Vuestro descanso será largo en verdad, anciano.

Simón se tambaleó y casi se cayó al doblársele las rodillas. Pryrates estaba allí.

Un horrible ruido de crujidos empezó a oírse a través del pasillo interior cuando Simón y el doctor consiguieron por fin colocar la pesada mesa contra la puerta.

—Hachas —dijo el sabio, y empezó a rebuscar sobre la mesa.

—¡Doctor! —siseó el joven, que se movía arriba y abajo, lleno de miedo. El sonido de la madera partida retumbaba fuera de la habitación—. ¿Qué podemos hacer?

Simón se dio la vuelta para enfrentarse a una escena de locura.

Morgenes estaba de rodillas encima de la mesa, inclinado sobre un objeto que un instante después reconoció como una jaula de pájaros. El anciano tenía la cara junto a los delgados barrotes y parecía arrullar y murmurar algo a las criaturas de dentro; al mismo tiempo Simón oyó caer la puerta exterior.

¡¿Qué hacéis?! —gritó.

Morgenes saltó abajo, y corrió por la habitación hasta llegar a la ventana. Al oír el grito de Simón se volvió para mirar, lleno de calma, al aterrorizado joven; después, sonrió con tristeza y movió la cabeza.

—Claro que sí, muchacho, también he pensado en ti, como le prometí a tu padre. ¡Qué poco tiempo tenemos!

El doctor dejó la jaula y volvió junto a la mesa, en cuya superficie desordenada empezó a rebuscar, justo cuando la puerta de la habitación se estremeció bajo el impacto de los pesados golpes. Podían oírse violentas voces y el sonido metálico de unas armaduras. Morgenes encontró lo que buscaba: una caja de madera. La abrió y dejó caer sobre las palmas de sus manos una cosa brillante y dorada. Volvió a dirigirse hacia la ventana, después se detuvo y también recogió un fajo de pergaminos del caos de la mesa.

—¿Te llevarás esto, por favor? —preguntó, y le alargó el paquete de manuscritos a Simón para después regresar a toda prisa junto a la ventana—. Es mi biografía sobre el Preste Juan, y quiero evitarle a Pryrates el placer de criticarla.

Estupefacto, el muchacho recogió los papeles y se los puso en el cinturón, bajo la camisa. El doctor cogió la jaula y extrajo, en la palma de la mano, a uno de sus pequeños moradores. Se trataba de un pequeño gorrión de color gris plateado. Mientras Simón lo observaba todo en un estado de entumecimiento sensorial, el sabio ató con un poco de hilo el brillante objeto —¿un anillo?— en una pata del gorrión. Una pequeña porción de pergamino fue igualmente ligada a la otra pata.

—Mantente fuerte con esta pesada carga —dijo, con dulzura, al pajarillo.

La hoja de un hacha traspasó la pesada puerta justo por encima de la cerradura. Morgenes se agachó y recogió un palo largo del suelo para romper con él el cristal de la alta ventana; después depositó al gorrión en el alféizar y lo dejó marchar. El pájaro dio unos saltitos a lo largo del marco, después desplegó las alas y desapareció en la inmensidad del cielo vespertino. Uno a uno, el doctor fue liberando cinco gorriones más de la misma forma, hasta que la jaula estuvo vacía.

Un gran trozo de madera había sido arrancado del centro de la puerta; Simón vio los rostros llenos de ira y el resplandor de la antorcha sobre el metal del otro lado de la entrada.

El doctor le hizo una seña.

—¡Por el túnel, muchacho, rápido!

Otra plancha de madera cayó al suelo tras ellos. Mientras cruzaban la habitación hacia la puerta del pasadizo, el anciano alargó a Simón un objeto pequeño y redondo.

—Frótalo y tendrás luz, Simón —dijo—. Es mejor que una antorcha. —El doctor apartó el mapa y abrió la puerta—. ¡Entra, corre! ¡Busca las escaleras de Tan’ja y súbelas!

Cuando el muchacho entraba en el corredor la gran puerta de la estancia saltaba de sus goznes y caía al suelo. Morgenes se dio la vuelta.

—¡Pero, doctor! —gritó Simón—. ¡Venid conmigo! ¡Podemos escapar!

El hombrecillo lo miró y sonrió, luego movió la cabeza. La mesa que había frente a la puerta fue derribada en medio de un estruendo de cristales rotos, y un grupo de hombres armados, vestidos de verde y amarillo, empezaron a pasar a través de los escombros. Entre los hombres de la guardia erkyna, acurrucado como un sapo en un jardín de espadas y hachas, se encontraba Breyugar, el Lord de la Guardia. En el pasillo iluminado permanecía la voluminosa figura de Inch; tras él, el manto escarlata de Pryrates emitía destellos al reflejar la luz.

¡Alto! —rugió una voz a través de la habitación.

Simón se quedó maravillado, en medio de todo el miedo y la confusión que sentía, de que un sonido tal pudiera provenir del frágil cuerpo de Morgenes. El doctor ahora se encontraba en pie frente a la guardia erkyna, y sus dedos formaban extrañas figuras en el espacio. El aire entre él y los sorprendidos soldados empezó a doblegarse y tomar forma, y a brillar como algo sólido. Parecía que algo estaba creciendo de la nada, mientras Morgenes seguía realizando extraños movimientos con las manos. Durante un instante las antorchas delimitaron la escena ante los ojos de Simón, como si las figuras formasen parte de un viejo tapiz.

—Bendito seas, muchacho —siseó Morgenes—. ¡Vete! ¡Ahora!

Simón retrocedió un paso en el interior del corredor.

Pryrates avanzó a través de los atemorizados guardias, como una borrosa sombra rojiza contra la pared de aire. Una de las manos del sacerdote se levantó hacia adelante; una crepitante red de chispas azules marcó el lugar que había tocado en la pared de aire creada por el doctor. Éste retrocedió, y su barrera empezó a deshacerse como si fuese de hielo. El anciano se agachó y recogió un par de vasos de una estantería junto al suelo.

—¡Detened al joven! —gritó Pryrates, y de repente Simón vio los ojos del sacerdote por encima del manto escarlata…, unos fríos ojos negros de reptil que parecían apoderarse de él…, traspasarlo…

La pared de aire se disolvió.

—¡Cogedlos! —ordenó el conde Breyugar, y los soldados avanzaron hacia ellos.

Simón lo observaba todo inmerso en una enfermiza fascinación. Deseaba correr, pero no podía hacerlo; no había nada entre él y las espadas de la guardia erkyna, nada excepto… Morgenes.

¡ENKI ANNUKHAI SHI’IGAO! —La voz del doctor retumbó como una campana hecha de piedra.

Un fuerte viento invadió la habitación y extinguió las antorchas. En el centro del remolino permanecía Morgenes, con un frasco en cada una de sus extendidas manos. En un instante de oscuridad se produjo un estallido, y después una llamarada de incandescencia al romperse los frascos, envueltos en llamas. Un segundo después, los brazos de Morgenes eran recorridos por llamaradas inmensas. Simón se quedó petrificado a causa del terrible calor, mientras el doctor se volvía para mirarlo una vez más; su rostro parecía desvanecerse y desaparecer tras el vaho del fuego que lo envolvía.

—Vete, Simón —suspiró, en llamas—. Ya es demasiado tarde para mí. Ve con Josua.

El muchacho retrocedió lleno de horror, y la frágil forma del anciano avanzó hacia los soldados con flamígero resplandor. Morgenes pareció correr y saltar hacia los amedrentados soldados, que gritaron al verlo sobre ellos. Los guardias se apartaron y se pisaron unos a otros llenos de desesperación, en busca de una salida a través de la destrozada puerta. Unas inmensas llamas se elevaron hacia arriba y ennegrecieron las vigas del techo, que crujieron ante la amenaza. Todas las paredes empezaron a estremecerse. Durante un instante Simón escuchó la ronca y burlona voz de Pryrates mezclada con los sonidos de la agonía final de Morgenes… Después se produjo una gran explosión de luz y un estampido de los que rompen los tímpanos. Una oleada de aire caliente empujó al joven hacia el interior del pasadizo y cerró la puerta tras él con un ruido parecido al que debía de producir un martillo del Juicio Final. Incapaz de moverse, Simón oyó el crujido de la madera de las vigas del techo al caer al suelo. La puerta se estremeció, ahora ya bloqueada por toneladas de escombros de madera y piedra.

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Simón permaneció allí, sin moverse, inmerso en interminables sollozos, cuyas lágrimas se evaporaban de inmediato a causa del calor. Al fin se puso en pie. Encontró la cálida pared de piedra al palpar con la mano y, dando tumbos, se adentró en la oscuridad.