11

Un huésped inesperado

Mediada la tarde del último día de avrel, Simón se encontraba en el oscuro henil del establo, sumergido en un mar de paja amarilla, con sólo la cabeza por encima de las olas. El henil relucía a causa de la luz que penetraba por la ancha ventana; Simón escuchaba su propia respiración.

Había bajado desde la sombría galería de la capilla, donde los monjes cantaban sus salmos de mediodía. Los limpios tonos de las solemnes plegarias lo habían emocionado de la misma forma en que a menudo lo hacía la capilla y las estampas que se veían en sus viejos tapices. Cada una de las notas era cuidadosamente producida, como un artesano de la madera poniendo delicados barcos de juguete en un torrente. Las voces cantoras envolvían su secreto corazón en una dulce y fría red de plata; la tierna resignación de sus voces todavía lo embargaba. Era una extraña sensación; por un momento se había sentido muy frágil, como un pajarillo en las manos de Dios.

Había bajado las escaleras de la galería a todo correr; se había sentido indigno de tanta delicadeza y atención. Él era demasiado tosco, demasiado tonto. Le daba la impresión de que con sus cuarteadas manos de pinche podía malograr la hermosa música, como un niño podía lastimar, sin quererlo, a una mariposa.

Ahora, en el henil, el corazón se le empezó a calmar. Se enterró en la húmeda paja y con los ojos cerrados escuchó el tranquilo pacer de los caballos en el establo de abajo. Pensó que casi podía sentir el imperceptible contacto de las motas de polvo que le caían sobre el rostro, en la soñolienta oscuridad.

flor.jpg

Debía de haberse quedado dormido —no estaba seguro—, pero lo siguiente que notó fue el súbito y claro sonido de voces por debajo de él. Rodó sobre sí mismo y se arrastró por la cosquilleante paja hasta el borde del henil, para poder ver lo que ocurría abajo, en el establo.

Eran tres: Shem Horsegroom, Rubén el Oso y un hombrecillo. Simón pensó que debía de ser Towser, el viejo bufón, aunque no podía estar seguro, ya que éste no vestía un traje de colores y llevaba un gorro que le cubría la mayor parte del rostro. Habían entrado a través de la puerta del establo como un trío de cómicos locos; Rubén el Oso llevaba colgada de su puño una jarra tan grande como la pierna de un cabrito. Los tres estaban borrachos como pájaros en un cerezo, y Towser —si es que de él se trataba— cantaba una vieja tonada:

Jack lleva a una doncella

a lo alto de la alegre colina.

Va entonando una canción,

con el sol en lo alto.

Rubén le pasó la jarra al hombrecillo. El peso de ésta lo desequilibró en mitad de la canción; se balanceó hacia adelante para luego hacerlo hacia atrás. Se le cayó el sombrero. Era Towser; mientras rodaba sin parar, Simón pudo ver su arrugado y fruncido rostro, que empezaba a poner una expresión como la de un bebé a punto de llorar. En vez de eso, empezó a reír sin parar y se apoyó contra la pared con la jarra entre las rodillas. Sus dos compañeros se echaron hacia adelante para unírsele. Todos se sentaron en fila, como urracas en una cerca.

Simón se preguntaba si debía dejarse ver; no conocía demasiado bien a Towser, pero siempre se había mostrado amistoso con Shem y con Rubén. Tras considerarlo durante un momento, se decidió a no hacerlo. Era más divertido observarlos sin que lo supieran; ¡tal vez pudiera gastarles una broma! Se sintió cómodo, en secreto y silencioso en lo alto del pajar.

flor.jpg

—Por san Muirfath y el Arcángel —dijo Towser con un suspiro después de que hubieran pasado unos momentos—. ¡Siento una gran necesidad de esto! —añadió; pasó el dedo índice por el borde de la jarra y después se lo llevó a la boca.

Shem Horsegroom se le acercó por encima del amplio estómago del herrero y cogió la jarra para dar un trago; luego se secó los labios con el dorso de la mano.

—¿Adónde irás? —preguntó al bufón.

Towser dejó escapar un suspiro. La vida pareció desaparecer de la pequeña reunión de borrachos; todos miraron al suelo con tristeza.

—Tengo algunos parientes, parientes lejanos, en Grenefod, en el delta del río. Tal vez vaya allí, aunque dudo de que se sientan muy felices al tener otra boca que alimentar. Tal vez vaya al norte, a Naglimund.

—Pero si Josua se ha ido —dijo Rubén, y eructó.

—Sí, se ha ido lejos —añadió Shem.

Towser cerró los ojos y descansó la cabeza contra la áspera madera de la puerta del corral.

—Pero la gente de Josua todavía está en Naglimund, y deberían sentir simpatía por alguien que ha sido expulsado de su hogar por los patanes de Elías; ahora incluso más simpatía, ya que la gente dice que el rey ha asesinado al pobre Josua.

—Pero otros dicen que el príncipe se había convertido en un traidor —dijo a su vez Shem, y se trotó la barbilla con aire soñoliento.

—¡Bah! —espetó el pequeño bufón.

En el pajar, arriba, también Simón sintió la calidez de la tarde de primavera, y el sueño que se infiltraba en él. Todo ello confería a la conversación que se desarrollaba abajo un aire de poca importancia, distante; asesinato y traición parecían los nombres de lugares lejanos.

Durante la larga pausa que siguió, el muchacho sintió que se le cerraban los párpados de forma inexorable…

—Tal vez no haya sido una acción demasiado inteligente, hermano Towser… —ahora hablaba Shem, con tono desvaído—, …acosar al rey, quiero decir. ¿Qué necesidad tenías de cantar una canción tan irritante?

—¡Ja! —Towser se rascó la nariz—. Mis antepasados occidentales eran verdaderos bardos, no renqueantes saltimbanquis como yo. ¡Ellos le hubieran cantado una canción que le habría erizado las orejas! ¡Dicen que el poeta Eoin-ec-Cluias compuso una vez una canción llena de rabia tan poderosa que todas las doradas abejas del Grianspog descendieron sobre el caudillo Gormhbata y lo picaron hasta matarlo!… ¡Ésa sí que fue una canción! —El viejo bufón volvió a apoyar la cabeza sobre la pared del establo—. ¿El rey? ¡Por los dientes de Dios, ni siquiera puedo aguantar el llamarle así! Yo estuve con su santo padre; ¡aquél era un rey al que podíais llamar rey! Este otro no es mucho mejor que un bandido… No es ni la mitad de hombre que… su padre Juan…

La voz del anciano vacilaba ante el sueño, la cabeza de Shem descendió poco a poco sobre su pecho. Los ojos de Rubén permanecían abiertos, pero era como si mirase a los espacios vacíos que había entre las vigas del techo. Towser, junto a él, volvió a agitarse.

—¿Os he contado? —dijo el viejo de repente—, ¿os he contado lo de la espada del rey? ¿La espada del rey Juan…, Clavo Brillante? Él me la dio a mí, ¿sabéis?, y dijo: «Towser, sólo tú puedes dársela a mi hijo Elías. Sólo tú…». —Una lágrima cayó por la arrugada mejilla del bufón—. «Lleva a mi hijo a la sala del trono y dale Clavo Brillante», me dijo. ¡Y lo hice! ¡Se la entregué la misma noche en que murió su querido padre…! La puse en sus manos de la forma en que él me dijo…, y la dejó caer. ¡La dejó caer! —La voz de Towser se elevó llena de rabia—. ¡La espada que su padre llevó en más batallas que pulgas tiene un perro vagabundo! ¡Apenas puedo creer en una torpeza así, tan… irrespetuosa! ¿Me oyes, Shem? ¿Rubén?

Junto a él se oyó roncar al herrero.

—Me quedé horrorizado, claro. La recogí y se le volví a dar; esa vez la cogió con ambas manos. «Se me ha resbalado», dijo, como un idiota. Ahora que la volvía a empuñar, una extraña mirada se adueñó de su rostro, como…, como… —El bufón se detuvo.

Simón temió que se hubiese quedado dormido, pero, por lo visto, el hombrecillo se limitaba a pensar, tal y como lo hacen los borrachos.

—La mirada en su rostro —volvió a empezar— era como la de un chiquillo al que sorprenden haciendo algo muy, muy malo, ¡exactamente! ¡Eso es! ¡Se puso pálido, y se le aflojó la boca; después me la volvió a alargar! «Entierra esto con mi padre —dijo—. Es su espada; debe estar con él». «¡Pero él quiso que os la diera a vos, mi señor!», repliqué… Pero ¿me escuchaba? ¿Eh, lo hacía? No. «Ésta es una nueva era, anciano —me dijo—. No necesitamos cargar con estas reliquias del pasado». ¿Podéis imaginaros la clase de agallas que posee un hombre así?

Towser tanteó a su alrededor con las manos hasta que encontró la jarra, que levantó para echarse un largo trago. Ahora, sus dos compañeros habían cerrado los ojos y respiraban pesadamente, pero el anciano no reparó en ello, perdido en sus indignados recuerdos.

—Y luego, ni siquiera tuvo la cortesía hacia su viejo padre de… depositarla él mismo en la tumba. ¡Ni siquiera…, ni siquiera de tocarla! ¡Hizo que fuese su hermano pequeño! Hizo que Josua… —La calva cabeza de Towser asintió—. Habríais dicho que le quemaba las manos…, si hubierais visto cómo me la devolvió…, tan deprisa…, maldito cachorro… —La cabeza se balanceó una vez más y se hundió en el pecho, para no volver a elevarse.

Cuando Simón bajó, sin hacer ruido, por la escalera del pajar, los tres hombres roncaban como perros viejos ante una chimenea. Pasó junto a ellos de puntillas, aunque se detuvo para evitar que volcaran la jarra en medio del sueño, y salió a la oblicua luz del sol que caía sobre el patio de los comunes.

«Cuántas cosas extrañas han sucedido este año», pensó mientras se sentaba a tirar piedras en el pozo situado en el centro del patio de los comunes. «Sequía y enfermedad, el príncipe desaparecido, la gente quemada y asesinada en Falshire…». Pero nada de ello le parecía demasiado grave.

«Todo les ocurre a los demás —decidió Simón, entre contento y pesaroso—. Todo les ocurre a los extraños».

flor.jpg

Estaba hecha un ovillo en el quicio de la ventana, mirando hacia abajo y a través de las deliciosas hojas de vidrio grabadas al aguafuerte. No levantó la mirada cuando él entró, aunque el roce de las botas sobre las losas lo anunció de forma clara; él se quedó durante un instante en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho, pero la joven tampoco se volvió. Él continuó hacia adelante y se detuvo, mirando por encima del hombro de ella.

No había nada que ver en el patio de los comunes excepto un chico de las cocinas que estaba sentado en el borde de la cisterna de piedra; un joven de piernas largas, greñudo y con una sucia camisa. Aparte de eso, el patio se encontraba vacío del todo, excepto de ovejas, sucios montones de lana que buscaban el suelo más oscuro en busca de restos de hierba fresca.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, posando una ancha mano en el hombro de la joven—. ¿Tanto me odias que te has ido sin decirme una sola palabra?

Ella movió la cabeza, atrapando un rayo de sol en su cabello. Su mano cogió la de él con fríos dedos.

—No —respondió, mirando todavía al desierto patio de abajo—. Pero odio las cosas que veo a mi alrededor.

Él se inclinó hacia adelante, pero la muchacha liberó su mano y la colocó sobre el rostro, como para resguardarse del sol del atardecer.

—¿Qué cosas? —preguntó él, con un ligero tono de exasperación en su voz—. ¿Preferiríais estar en Meremund y vivir en esa especie de prisión que mi padre me dio, con el olor a pescado envenenando el aire, incluso de las más altas balconadas? —Le cogió la barbilla y la giró, con firme dulzura, hasta que pudo ver los ojos húmedos y rabiosos de la muchacha.

—¡Sí! —respondió ella, y le apartó la mano, aunque ahora mantuvo la mirada—. Sí, lo preferiría. Allí también puedes oler el viento y ver el océano.

—¡Oh, Dios, muchacha! ¿El océano? ¿Eres la dueña del mundo conocido y todavía lloras porque no puedes ver la condenada agua? ¡Mira! ¡Mira allí! —señaló más allá de las murallas de Hayholt—. ¿Entonces, qué es el Kynslagh?

La joven lo miró con resentimiento.

—Es una bahía, una bahía real, que pacientemente espera a que el rey embarque o nade en ella. Ningún rey posee el mar.

—Ah. —Elías se dejó caer en un cojín, con las largas piernas extendidas una a cada lado—. Y el pensamiento que se esconde detrás de todo ello supongo que será que eres prisionera también aquí, ¿eh? ¡Vaya una tontería! Ya sé por qué estás enfadada.

La muchacha apartó del todo la vista de la ventana y le dirigió una intensa mirada.

—¿De verdad? —preguntó, y bajo el desdén flotó una leve esperanza—. Entonces, decidme por qué, padre.

Elías rió.

—Porque estás a punto de casarte. ¡No es ninguna sorpresa! —El rey se acercó más a su hija—. Ay, Miri, no tienes nada que temer. Fengbald es un jactancioso, pero es joven y un poco alocado. Con una paciente mano de mujer que se encargue de ello aprenderá a comportarse muy pronto. Y si no lo hace…, bueno, se comportaría como un auténtico loco si maltratase a la hija del rey.

El rostro de Miriamele se endureció y su mirada se llenó de resignación.

—No lo has entendido. —El tono de su voz era plano, como el de un recaudador de impuestos—. Fengbald me interesa tanto como una piedra o como un zapato. Es a ti a quien preocupa, y eres tú el que tiene algo que temer. ¿Por qué haces gala de tanta ostentación delante de ellos? ¿Por qué te burlas y amenazas a un anciano?

—¿Burlas y amenazas? —Durante un instante el amplio rostro de Elías se contrajo en una fea mueca—. Ese viejo hijo de puta canta una canción que poco menos me acusa de haber matado a mi hermano, ¿y dices que me burlo de él? —De repente, el rey se puso en pió y dio tal patada al cojín que éste salió rodando por el suelo de la estancia—. ¿Qué es lo que tengo que temer? —preguntó, de súbito.

—Si tú no lo sabes, padre, tú, que pasas tanto tiempo junto a esa serpiente roja de Pryrates y sus maldades, si no puedes darte cuenta de lo que ocurre…

—En el nombre de Aedón, ¿de qué me hablas? —inquirió el rey—. ¿Qué sabes tú? —Se golpeó el muslo con la palma de la mano, produciendo un chasquido—. ¡Nada! Pryrates es mi fiel servidor; él hará por mí lo que nadie más puede hacer.

—¡Pryrates es un monstruo y un nigromante! —gritó la princesa—. ¡Y tú te has convertido en su instrumento, padre! ¿Qué te pasa? ¡Has cambiado!

Miriamele, con un sollozo lleno de angustia, trató de esconder el rostro en su largo velo azul; después se incorporó para, mediante pasos dados en sus zapatillas de terciopelo, encaminarse a su dormitorio. Un momento después había cerrado la pesada puerta tras ella.

—¡Maldita chiquilla! —exclamó Elías—. ¡Muchacha! —gritó, mientras se abalanzaba contra la puerta—. ¡Tú no puedes entenderlo! No sabes nada respecto a lo que el rey está llamado a realizar. Y no tienes ningún derecho a ser desobediente. ¡No tengo ningún hijo! ¡No tengo ningún heredero! Hay hombres ambiciosos a mi alrededor, y necesito a Fengbald. ¡No me estorbarás en mis designios!

El rey permaneció junto a la puerta durante un buen rato, pero del interior no surgió ninguna respuesta, y golpeó con la palma de la mano contra la superficie de madera. La hoja tembló.

—¡Miriamele! ¡Abre la puerta!

Elías obtuvo silencio como respuesta.

—Hija —dijo al fin, y apoyó la cabeza contra la madera—, sólo quiero que me des un nieto, yo te daré Meremund. Procuraré que Fengbald no impida tu marcha, y podrás pasar el resto de tu vida mirando el océano. —El rey levantó la mano y se enjugó el sudor de su rostro—. Yo no quiero mirar el océano… porque me hace pensar en tu madre.

Volvió a golpear la puerta una vez más. Se escuchó el eco, que luego se apagó.

—Te quiero, Miri… —dijo el monarca, con voz muy dulce.

flor.jpg

La torreta de la esquina del muro occidental acababa de atrapar el primer bocado del sol del atardecer. Otro guijarro cayó cisterna abajo, siguiendo a cientos de compañeros camino del olvido.

«Tengo hambre. No sería mala idea —pensó Simón— dirigirse hacia la despensa y pedir algo que comer a Judit». La cena no sería servida hasta dentro de más de una hora, y el muchacho se encontraba a disgusto, pues no había probado un bocado desde muy temprano, por la mañana. El único problema era que Raquel y su equipo limpiaban el largo pasillo del refectorio y las cámaras que había junto al comedor, en la última batalla de la exhaustiva campaña de primavera de Raquel. Lo mejor sería, sin duda, tratar de evitar al Dragón y cualquier comentario que tuviese a bien realizar acerca de lo que pudiera parecerle el que fuese a pedir comida antes de la hora de la cena.

Tras un momento de consideración, durante el cual todavía tuvo tiempo de lanzar tres piedras más pozo abajo, Simón decidió que sería mejor pasar bajo el Dragón que por su alrededor. La sala del refectorio ocupaba la misma extensión que el piso superior a lo largo del dique de contención del bastión central del castillo; le llevaría bastante tiempo dar toda la vuelta alrededor de la Cancillería para llegar a las cocinas, que se encontraban en el extremo opuesto. No, la única ruta posible era a través de los trasteros.

Probó suerte y se lanzó con rápida zancada desde el patio de los comunes a través del pórtico occidental del refectorio, para colarse por él sin ser observado. Una vaharada de agua con jabón y el distante chapoteo de las fregonas le hicieron aminorar el paso mientras se introducía por el oscuro piso inferior, en donde se hallaban las habitaciones y trasteros que ocupaban la superficie de los comedores, aunque por debajo.

Como aquel piso se encontraba a unas cuantas brazas por debajo de los cimientos del muro del bastión interior, sólo un ligerísimo espectro de luz se abría camino a través de las ventanas. La profunda oscuridad le dio confianza a Simón. A causa de los combustibles que allí se encontraban almacenados, casi nunca se llevaban antorchas, así que existían pocas oportunidades de que fuese descubierto.

En la gran cámara central se apilaban grandes cantidades de barriles y toneles que llegaban hasta el techo, formando un tenebroso paisaje de torres redondeadas y estrechos pasillos. En esos barriles podía estar almacenada cualquier cosa: vegetales secos, quesos, rollos de tejido de muchos años de antigüedad, incluso armaduras en aceite, como si fuesen brillantes pescados en salazón. La tentación de abrir algunos para ver los tesoros que contenían tomó forma en el interior de Simón, pero éste no llevaba consigo ninguna palanca con la que abrir los pesados y claveteados barriles; tampoco quería hacer demasiado ruido con el Dragón y sus huestes limpiando y puliendo como condenados justo por encima.

En el centro de la larga y ensombrecida habitación, mientras caminaba por entre las pilas de barriles que parecían contrafuertes de una catedral, Simón casi se cae en un agujero oculto en la oscuridad.

Retrocedió con el corazón latiendo a ritmo desenfrenado, y pronto se dio cuenta de que más que un agujero se trataba de una escotilla, que se abría en el suelo, ante él, con la puerta abierta y echada hacia atrás. Si ponía cuidado podría rodearla, a pesar de lo estrecho del camino… ¿Pero por qué estaba abierta? Obviamente, las escotillas no se abren sin que nadie las ayude a hacerlo. Era muy dudoso que una de las asistentas hubiese ido a buscar algo al almacén de abajo, y que le hubiese resultado molesto volver a cerrar la puerta a causa del peso.

Sólo dudó un instante y, al siguiente, Simón descendía por la escala que había bajo la puerta de la escotilla. ¿Quién podría imaginarse las extrañas y excitantes cosas que se escondían en la habitación de abajo?

El espacio, una vez allí, se hizo más oscuro que el de la habitación superior, y al principio no pudo ver nada. Su vacilante pie tocó algo al descender y, al acabar de bajar, notó el familiar tacto de las tablas de madera que formaban el suelo. De todos modos, cuando el otro pie llegó a la misma altura, no encontró nada en que apoyarse y sólo la fuerza con que sus manos agarraban la escala hicieron que no perdiese el equilibrio. Había más espacio vacío bajo la escala; otra escotilla que descendía a un nivel inferior. Maniobró como pudo hasta que el pie en el aire encontró el borde de la escotilla inferior; luego dejó la escalera para quedarse sobre el suelo de la habitación del medio.

La puerta de la escotilla que había por encima de él y por la que había descendido era un gris rectángulo en un muro de oscuridad. Con la escasa luz que penetraba a través de ella vio, no sin disgusto, que la habitación en la que estaba apenas era más grande que un ropero; el techo era mucho más bajo que el de la habitación superior, y las paredes apenas se extendían a unos pocos brazos de distancia de donde él se encontraba. Aquel pequeño espacio estaba repleto hasta el techo de barriles y sacos, con sólo un pequeño pasillo que llegaba hasta la pared del otro extremo.

Mientras observaba la habitación con desinterés, oyó crujir una tabla en algún sitio y percibió unos pasos apagados en la oscuridad, por debajo de él.

«¡Oh, Dios mío! ¿Quién debe de ser? ¿Y ahora qué puedo hacer?».

¡Qué estúpido había sido al no pensar en que si la escotilla estaba abierta se debía a que todavía había alguien en las habitaciones inferiores! ¡Lo había vuelto a hacer! Se maldijo a sí mismo por ser tan tonto y se deslizó por el estrecho pasillo que había entre los artículos empaquetados. Los pasos de abajo se aproximaron a la escala. Simón se apartó del pasillo y se apretujó en un espacio que había entre dos mohosos sacos de tela, que olían como si estuviesen llenos de ropa vieja. Se dio cuenta de que aun así podría ser visible para cualquiera que dejase la escotilla y se adentrase en el pasillo; se hundió medio agachado, haciendo que su peso descansase en un barril de roble. Los pasos se detuvieron y la escala empezó a crujir como si alguien subiese por ella. Simón contuvo la respiración, aunque no tenía ni idea de por qué se sentía tan asustado; si era descubierto, ello sólo implicaría más castigos, más palabras duras por parte de Raquel y comentarios airados. ¿Por qué se sentía como un conejo arrinconado por podencos?

El ruido de la escalera continuó y, por un momento, pareció que quienquiera que fuese iba a proseguir su ascensión hasta la gran habitación de encima… Finalmente los crujidos cesaron y se produjo un profundo silencio. Oyó un crujido y luego otro más, pero se dio cuenta, con súbito malestar en el estómago, de que los ruidos eran producidos por alguien que volvía a descender. Un golpe sordo le reveló que una figura invisible había bajado de la escala hasta el suelo del ropero y, de nuevo, volvió a hacerse el silencio, pero en esta ocasión la calma parecía estremecedora. Unas lentas pisadas se deslizaron por el interior del estrecho pasillo, hasta que se detuvieron justo enfrente del lugar escogido por Simón para esconderse. Con la escasa luz que le llegaba, el muchacho pudo ver unas botas negras, casi tan cerca de él que podía tocarlas; por encima de ellas colgaba el dobladillo negro de un manto escarlata. Era Pryrates.

Simón se acurrucó contra los sacos y rezó para que Aedón detuviera el pulso de su corazón, cuyos latidos le parecían truenos. Sintió que sus ojos se elevaban a pesar de su voluntad hasta que se encontró mirando entre los sacos tras los que se escondía. A través de la estrecha rendija pudo ver la desoladora faz del alquimista: durante un instante pareció que Pryrates lo miraba fijamente a los ojos, y casi gritó lleno de terror. Un momento después se dio cuenta de que no era así; los sombríos ojos del sacerdote miraban la pared, por encima de Simón. Parecía estar escuchando.

«Sal».

Los labios de Pryrates no se habían movido, pero el chico oyó la voz tan clara como si se lo hubiera dicho al oído.

«Sal ahora mismo».

El tono era firme, aunque razonable. Simón se avergonzó de su conducta; no había nada que temer. Era una chiquillada continuar allí escondido, en la oscuridad, cuando podía incorporarse y mostrarse, admitiendo la broma… Pero aun así…

«¿Dónde estás? Muéstrate».

Justo cuando la tranquila voz que escuchaba lo había convencido de que nada sería tan fácil como mostrarse y hablar —estaba empezando a levantarse—, los negros ojos de Pryrates se deslizaron un momento a través de la oscura rendija por la que Simón observaba, y la mirada asesina que éste vio en ellos le hizo abandonar por completo cualquier intención de descubrirse, como una súbita nevada helaría un capullo de rosa. La mirada de Pryrates hirió los escondidos ojos del muchacho y una puerta se abrió en su corazón; la sombra de la destrucción llenó por completo el umbral.

Aquello era la muerte, y Simón lo supo. Sintió cómo se desmoronaba el suelo de la tumba bajo sus dedos retorcidos, el peso de la oscuridad y el sabor de tierra húmeda en la boca y los ojos. Ahora ya no había más voces, ninguna voz desprovista de pasión se abría camino en su cabeza, sólo un tirón; un algo intocable que tiraba de él hacia adelante, poco a poco. Un gusano de hielo se enroscó en su corazón mientras luchaba por resistirse; aquello era la muerte, que aguardaba… su propia muerte. Si hacía un ruido, la más mínima señal que indicase dónde estaba, nunca más volvería a ver el sol. Cerró los ojos con tanta fuerza que le dolieron las sienes; apretó los dientes y la lengua contra la acuciante necesidad de respirar. El silencio parecía sisear y palpitar. El tirón se hizo más fuerte, más intenso. Simón sintió como si se estuviese hundiendo poco a poco en las aplastantes profundidades del mar.

Un súbito aullido fue seguido por una imprecación de Pryrates. El intangible y asfixiante tirón había desaparecido; Simón abrió los ojos a tiempo para ver que una rápida sombra saltaba hasta el suelo, brincaba por encima de las botas del sacerdote y desaparecía rápidamente por la escotilla. La carcajada de sorpresa de Pryrates se esparció por la pequeña habitación, provocando un eco apagado.

—¿Un gato…?

Tras una pausa de una media docena de latidos del corazón de Simón, las negras botas dieron la vuelta y retrocedieron por el pasillo. Un instante después, Simón oyó crujir los peldaños de la escala. Continuó rígido, con la respiración intranquila y con todos los sentidos a flor de piel. Un sudor frío le penetró en los ojos, pero no levantó la mano para secarse; todavía no.

Finalmente, después de que hubieran pasado muchos minutos y de que los ruidos de la escala hubieron desaparecido, Simón se levantó con piernas temblorosas de los sacos que le habían dado refugio. ¡Rezó a Jesuris y dio las gracias al gato! Pero ¿qué podía hacer ahora? Había oído cómo se cerraba la escotilla de arriba y el sonido de los pasos de las botas sobre el techo superior, pero eso no quería decir que Pryrates se hubiera ido muy lejos. ¡Incluso levantar la pesada puerta y mirar significaba un gran riesgo! Si el sacerdote todavía estaba en el trastero tenía todas las posibilidades de oírlo. ¿Cómo se las arreglaría para salir de allí?

Simón sabía que debía quedarse donde estaba, esperando en la oscuridad. Si el alquimista se encontraba en el piso superior, debía dejarle acabar con sus asuntos y esperar que se fuera. Aquél parecía ser el mejor plan; pero una parte de la naturaleza de Simón se rebeló. Una cosa era estar asustado —y Pryrates lo había asustado tontamente— y otra muy distinta pasar toda la tarde encerrado en un oscuro cuartucho y sufrir los castigos que le aguardaban, cuando el sacerdote ya casi debía de encontrarse de regreso a su nido de águilas en la Torre de Hjeldin.

«Además, no creo que en realidad hubiera podido hacerme salir… Lo que pasa es que estaba tan asustado que casi me muero…».

El recuerdo del perro con el lomo partido se agitó en su mente. Simón trató de ahogarlo en el fondo de la memoria y se pasó un buen rato respirando profundamente.

¿Y qué le había pasado al gato que lo había salvado de ser atrapado? Atrapado; la imagen de los negros y hundidos ojos de Pryrates no lo abandonaba; no eran un producto de la fantasía. ¿Adónde había ido el animal? Si había escapado hacia el piso inferior, sin duda estaría atrapado y nunca podría encontrar el camino de regreso sin la ayuda de Simón. Se trataba de una deuda de honor.

Al moverse hacia adelante vio un débil resplandor que escapaba por la rendija de una escotilla en el suelo. ¿Habría allí una antorcha encendida? ¿O tal vez había algún camino de salida, un pasadizo que iba a parar a uno de los bastiones inferiores?

Tras escuchar en silencio durante unos instantes lo que ocurría bajo la escotilla para asegurarse de que esta vez no sería sorprendido por nadie, Simón descendió con cautela por la escala. Una oleada de aire frío agitó su túnica y le puso la carne de gallina; se mordió los labios y dudó, luego se decidió a continuar.

En lugar de llegar enseguida al suelo del piso inferior, el muchacho se dio cuenta de que seguía bajando. Al principio la única luz que percibía venía de la parte de abajo, como si descendiera por una especie de cuello de botella. Poco después la iluminación se hizo más general, y al cabo de un poco más su descenso se encontró con la resistencia del suelo. Tocó madera a un lado de la escalera con la punta del pie: había llegado al suelo. Descendió del todo y vio que la escala ya no continuaba más abajo, el extremo inferior terminaba allí. La única fuente de luz que existía en la cámara —con la escotilla de arriba del todo cerrada— era un extraño y luminoso rectángulo que brillaba en la pared más alejada; se trataba de una puerta como envuelta en bruma pintada en la pared y que emitía una irregular luz amarillenta.

Simón, para curarse de espanto, hizo el signo del Árbol mientras miraba a su alrededor. El resto de la habitación contenía únicamente un poste roto y otras piezas estropeadas que formaban parte de un equipo de torneo. Aunque las alargadas sombras de la estancia dejaban muchos rincones totalmente a oscuras, el muchacho no vio nada que pudiera interesar a un hombre como Pryrates. Se movió hacia la brillante forma de la pared con las manos extendidas; las cinco siluetas de sus dedos aparecían perfiladas sobre una luz ambarina. El brillante rectángulo pareció llamear de repente, para después debilitarse y desaparecer, dejando sobre toda la habitación un manto de absoluta negrura.

Simón estaba solo en la oscuridad. No se distinguía ningún sonido excepto el de su propia sangre zumbándole en los oídos, como un distante océano. Dio un cauteloso paso hacia adelante; el ruido del zapato al arrastrarse por el suelo llenó el vacío durante un instante. Dio otro paso, luego otro más; los dedos extendidos sintieron la fría piedra…, y algo más: extrañas y apenas perceptibles líneas de calor. A continuación se arrodilló ante la pared.

«Ahora ya sé lo que se siente al estar en el fondo de un pozo. Sólo espero que nadie empiece a tirar piedras desde arriba».

Al sentarse para pensar en lo que haría a continuación, oyó un débil rumor de movimiento. Algo saltó sobre su pecho y le dio un susto. Cuando gritó, el contacto ya había desaparecido, pero regresó un momento después. Algo jugueteaba con su túnica… y ronroneaba.

—¡Gato! —murmuró.

«Me salvaste, ¿sabes?». Simón acarició la invisible forma. «Cálmate. Es difícil saber dónde tienes la cabeza si te retuerces de esa manera. Es verdad, me salvaste, y voy a sacarte de este agujero en el que te has metido».

—Claro que yo también me he metido en el mismo agujero —dijo Simón, en voz alta. Cogió la forma peluda y la colocó sobre la túnica. El ronroneo del gato se hizo más evidente cuando estuvo apoyado sobre el cálido estómago del chico—. Ya sé lo que era aquello que brillaba —susurró—. Una puerta. Era una puerta mágica.

También era la puerta mágica de Pryrates, y Morgenes lo desollaría por acercarse a ella; pero Simón sintió una cierta indignación cabezota. Después de todo, aquél también era su castillo, y los trasteros no pertenecían a ningún sacerdote advenedizo, aunque fuese temido. En cualquier caso, si volvía a subir por la escala y Pryrates estaba allí… Bueno, incluso el recobrado orgullo de Simón le permitió especular sobre lo que pasaría en ese caso. Así que, o se sentaba durante toda la noche en el fondo de un pozo de oscuridad, o…

Extendió la mano sobre la pared y la deslizó por las frías piedras hasta que volvió a encontrar cálidas estrías. Las recorrió con los dedos y cayó en la cuenta de que se correspondían con la forma rectangular que había visto. Puso las manos en el centro y trató de apretar, pero sólo encontró la sólida resistencia de la piedra. Volvió a intentarlo y empujó con tanta fuerza como pudo reunir; el gato se agitó nervioso bajo la camisa. No sucedió nada. Se inclinó para recobrar el aliento y volvió a notar el calor que salía por las rendijas, bajo sus manos. Una súbita visión de Pryrates —esperando en la oscuridad, por encima de su cabeza, como una araña, con una sonrisa cruzando su huesudo rostro— hizo que el corazón de Simón se desbocase.

—¡Por Elysia, Madre de Dios, ábrete! —murmuró, sin esperanza y con las palmas de las manos resbaladizas a causa del sudor frío que le provocaba el miedo—. ¡Ábrete!

La piedra se fue calentando más, hasta quemar, lo que forzó a Simón a apartarse. Una línea dorada se formó en la pared, ante él, y corrió como un torrente de metal fundido, hasta que ambos extremos se unieron. Allí estaba la puerta, refulgiendo. Simón sólo tuvo que alzar la mano y tocarla con un dedo para que la línea se volviera aun más brillante. Las rendijas se hicieron más visibles, a lo largo de toda la silueta. Colocó con mucho cuidado los dedos sobre un borde y tiró hacia sí; una puerta de piedra se abrió silenciosa hacia afuera, llenando de luz la habitación.

Le llevó unos instantes adaptar sus ojos al baño de luz. Tras la puerta se extendía un corredor de piedra que desaparecía tras una esquina, excavado directamente sobre la áspera roca del castillo. Una antorcha ardía en un tedero sobre la pared, en el interior del pasadizo; aquello era lo que lo había deslumbrado. Se puso en pie, y sintió el agradable peso del gato en el interior de la camisa.

¿Habría dejado Pryrates arder una antorcha si no pensase volver? ¿Y qué era aquel extraño pasadizo? Simón recordó que Morgenes le había dicho algo sobre unas viejas ruinas sitha bajo el castillo. Desde luego, aquél parecía ser un trabajo muy antiguo, pero demasiado basto en comparación con la pulida delicadeza de la Torre del Ángel Verde. Decidió hacer una rápida inspección; si el corredor no llevaba a ninguna parte, no le quedaría más remedio que subir por la escala.

Las rugosas paredes de piedra del túnel estaban húmedas y mojadas. Mientras Simón entraba pisando sin hacer ruido, escuchó un sonido apagado a través de la piedra.

«Debo de estar bajo el nivel del Kynslagh. Por eso las piedras, el aire y todo es tan húmedo». Como para confirmar sus pensamientos, sintió que le entraba agua por las costuras de los zapatos.

Ahora el corredor volvía a girar, continuando su descenso. La ya difusa luz de la antorcha de la entrada se vio aumentada por otra nueva fuente de luminosidad. Al dar la vuelta al último recodo del pasillo, fue a parar a un piso elevado y ancho que acababa a unos diez pasos, en una pared de granito. Otra antorcha ardía allí en un soporte.

Dos oscuros agujeros aparecieron en la pared que quedaba a la izquierda de Simón; al final, justo tras ellos, había lo que parecía ser otra puerta, casi levantada al final del corredor. El agua salpicaba cerca de las punteras de sus zapatos y Simón se adelantó unos pasos.

Los dos primeros espacios negros tenían el aspecto de haber sido cámaras de algún tipo —más bien celdas—, pero sus puertas astilladas colgaban fuera de los goznes; la luz temblorosa de la antorcha no revelaba nada en su interior, aparte de sombras. Un olor a humedad podía ser percibido en los abandonados agujeros, y Simón pronto los pasó de largo para detenerse frente a la puerta del fondo. El gato escondido le hizo cosquillas con sus garras, que no querían hacerle daño, mientras examinaba la plana y pesada hoja de la puerta a la difusa luz de la antorcha.

¿Qué habría detrás? ¿Otra cámara en estado de abandono o un corredor que llevaba aun más lejos en el interior de la piedra embestida por el agua? ¿O tal vez fuese la cámara secreta del tesoro de Pryrates, a cubierto de todas las miradas indiscretas…? Bueno, de casi todas las miradas indiscretas…

En mitad de la puerta se encontraba fijada una placa de metal. Simón no podía asegurar si se trataba de un pestillo o de la tapa de un agujero para mirar. Trató de moverla, pero el oxidado metal no se desplazó, y el muchacho se retiró con marcas rojas en los dedos. Buscó a su alrededor y encontró un trozo de bisagra rota que reposaba junto al marco abierto de su izquierda. Lo cogió y lo apretó contra la pieza metálica de la puerta, hasta que, con un chasquido, la placa pareció levantarse de mala gana sobre una oxidada y herrumbrosa bisagra. Simón echó una rápida mirada por el corredor y se mantuvo un momento en silencio para ver si oía el rumor de pasos; después se inclinó hacia la puerta y miró a través del agujero de la madera.

Para su sorpresa, unos cuantos manojos de cañas ardían en un soporte que había en la cámara; la idea de que había encontrado la cámara secreta de Pryrates desapareció de inmediato de su cabeza, barrida por el aspecto húmedo del suelo cubierto de paja y las desnudas paredes. Había algo en el extremo más alejado de la cámara, sí…, un bulto oscuro.

Un sonido metálico hizo que Simón se volviese sorprendido. El miedo lo inundó mientras miraba a su alrededor con frenesí, esperando oír en cualquier momento el sonido de las pisadas de unas botas negras sobre el suelo del pasillo. El ruido volvió a dejarse oír; con sorpresa, Simón se dio cuenta de que procedía de más allá de la puerta de la cámara que ya había inspeccionado. Volvió a mirar por el agujero hacia las sombras.

Algo se movía al otro lado de la habitación, una sombra oscura, y, mientras se arrastraba lentamente hacia un lado, el sonido metálico volvió a hacerse presente en el pequeño espacio. La forma envuelta en la oscuridad levantó la cabeza.

Simón se atragantó y retrocedió, abandonando el agujero como si le hubiesen abofeteado el rostro. Durante un instante pensó que la tierra se movía a sus pies, como si al levantar un objeto familiar hubiese descubierto que debajo se arrastraba algo podrido…

La cosa encadenada que lo había mirado, la cosa con ojos desquiciados… era el príncipe Josua.