10

El rey cicuta

Dos días después, en la última mañana de marzis, Simón había bajado a desayunar con los demás pinches cuando se sobresaltó al notar una negra y pesada mano sobre el hombro. Durante un irreal y terrorífico instante, sus pensamientos volvieron al sueño de la sala del trono y al baile de los reyes de malaquita.

Aquella mano, sin embargo, estaba enfundada en un guante agrietado al que le faltaba la parte superior de los dedos. Su dueño tampoco estaba hecho de negra piedra, aunque cuando Simón miró, sorprendido, el rostro de Inch, le pareció que Dios debía de ir corto de materia humana cuando lo hizo y que las sustituciones de última hora, a base de algún material inerte e imperturbable, habían sido necesarias.

Inch se inclinó hasta que su rostro sin afeitar estuvo muy cerca del de Simón; incluso su respiración parecía oler más a piedra que a vino, cebollas o cualquier otra cosa normal.

—El doctor quiere verte —dijo, e hizo rodar sus ojos de lado a lado—. Ahora mismo.

Los demás pinches pasaron junto al muchacho y el fornido Inch, dirigiéndoles miradas llenas de curiosidad y, a continuación, siguieron su camino. Simón trató de mirar por debajo de la pesada manaza que reposaba sobre su hombro, y los vio desaparecer lleno de desesperanza.

—Muy bien. Ahora mismo iré —respondió, y mediante un tirón se deshizo de la presa de Inch—. Deja que coja un trozo de pan que pueda ir comiendo mientras vamos.

Simón se lanzó por el corredor hacia el comedor de la servidumbre, mientras lanzaba una mirada a su espalda; Inch todavía permanecía en el mismo lugar, y seguí sus pasos con los tranquilos ojos de un toro paciendo en la pradera.

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Cuando Simón volvió a aparecer un poco después con un chusco de pan y un pedazo de queso blanco, casi se desmaya al ver que Inch todavía lo esperaba. El chico le ofreció algo de comida y trató de sonreír mientras lo hacía, pero el otro lo miró desprovisto de interés y sin decir nada.

Mientras caminaban por el reseco patio del bastión mediano, serpenteando entre los grupos de monjes-escribanos en su diaria peregrinación de la Cancillería al Salón de los Archivos, Inch se aclaró la garganta como para hablar. Simón, que se encontraba muy incómodo junto a él, pues lo ponía nervioso incluso el silencio, lo miró lleno de expectación.

—¿Por qué… —empezó por fin Inch—, por qué me has quitado el puesto? —preguntó, sin apartar la mirada del camino lleno de monjes que venían hacia ellos.

Ahora fue el corazón de Simón el que adquirió las características de la piedra: frío, pesado y gravoso. Lo sentía por aquel animal que se creía un hombre, pero también estaba asustado por él.

—Yo…, yo no te he quitado el sitio. —Sus protestas sonaron falsas hasta en sus propios oídos—. ¿Es que no te llama el doctor cuando necesita ayuda para cargar o mover algo? A mí me enseña otras cosas, cosas muy diferentes.

Siguieron caminando en silencio. Al fin, las estancias de Morgenes se hicieron visibles, envueltas en una espesa enredadera, como el nido de un pequeño pero ingenioso animal. Cuando estuvieron a unos diez pasos de distancia, la mano de Inch se posó una vez más en el hombro de Simón.

—Antes de que tú vinieras… —dijo, con su ancha y redonda cara moviéndose hacia Simón como una cesta que bajase desde una ventana del piso de arriba—, antes de que tú vinieras yo era su ayudante. Yo iba a ser el próximo. —Frunció el entrecejo, dejó caer el labio superior y puso sus rectas cejas en un ángulo superior, pero sus ojos continuaron siendo mansos y tristes—. Doctor Inch, yo hubiera sido. —Concentró la mirada sobre Simón, que temió romperse bajo el peso de la garra en su hombro—. No me gustas, muchachito de cocina.

Inch lo dejó libre y se marchó arrastrando los pies; la parte de atrás de su cabeza apenas era visible por encima de la enormidad de sus hombros caídos. El muchacho se frotó el cuello y se sintió un poco mal.

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Morgenes estaba despidiendo a un trío de jóvenes sacerdotes. Parecían —al menos por lo que Simón pudo ver— bebidos.

—Han venido para mi contribución a la celebración del Día de Todos los Locos —dijo Morgenes, mientras cerraba la puerta tras el trío, que ya habían empezado a cantar una canción—. Sostén la escalera, Simón.

Un cubo de pintura roja aparecía colocado en el escalón superior. Cuando el doctor hubo llegado junto a él, sacó un pincel que había caído en su interior y comenzó a dibujar extraños caracteres por encima del marco de la puerta, símbolos angulosos, cada uno de ellos una diminuta y enigmática pintura. A Simón le recordaron un poco los antiguos escritos que contenían algunos de los libros de Morgenes.

—¿Para qué son? —preguntó.

El sabio, que seguía pintando, no respondió. Simón apartó la mano del peldaño para rascarse el tobillo y la escalera empezó a resbalar de forma amenazadora. Morgenes tuvo que cogerse al dintel de la puerta para no caer.

—¡No, no, no! —gritó, mientras trataba de mantener el vaivén de la pintura por debajo del borde del cubo—. Sabes hacerlo mejor, Simón. La regla es: ¡Todas las preguntas por escrito! Pero espera a que baje de aquí; si me caigo y muero, no habrá respuestas para ti.

El anciano volvió a su pintura, farfullando para sí.

—Perdonad, doctor —se excusó Simón, un poco indignado—. Lo olvidé.

Pasaron unos instantes sin otros sonidos que el del pincel de Morgenes.

—¿Siempre tendré que escribir las preguntas? Creo que nunca escribiré tan rápido como para poder plantearlas todas.

—Ésa —dijo Morgenes, mirando su último trazo— era la idea general que sostenía la regla. Tú, muchacho, haces preguntas como Dios crea moscas y gente pobre: en cantidades asombrosas. Soy un hombre viejo, y prefiero ir a mi propio paso.

—Pero —la voz de Simón adquirió tintes de desesperación—, ¡tendré que escribir durante el resto de mis días!

—Puedo pensar en maneras menos valiosas en las que puedes malgastar la vida —respondió Morgenes, mientras bajaba de la escalera. Se dio la vuelta para observar el efecto de las extrañas letras a lo largo de la parte superior del marco de la puerta—. Por ejemplo —dijo, mirando de forma penetrante al muchacho—, puedes falsear una carta y unirte a los guardias de Breyugar, y pasar el resto de tu vida perdiendo trozos de tu cuerpo a manos de otros hombres con espadas.

«Maldición —pensó Simón—, atrapado como una rata».

—¿Lo… lo sabéis? —pregunto, por fin.

El doctor asintió con una sonrisa llena de rabia.

«¡Jesuris me salve, qué ojos tiene! —pensó Simón—. Son como agujas. Tiene una mirada peor que la voz de Raquel».

El anciano continuó observándolo. La mirada de Simón cayó al suelo. Al final, con una débil voz que sonaba mucho más juvenil de lo que hubiese deseado, dijo:

—Lo siento.

El doctor, como si una tirante cuerda hubiese sido cortada, empezó a pasear.

—Si hubiese imaginado para lo que querías la carta… —masculló—. ¿En qué estabas pensando? ¿Y por qué, por qué tuviste que mentirme?

En algún lugar de su interior, una parte del chico estaba encantada de ver al sabio fuera de sí. Otra parte, sin embargo, se sentía avergonzada. En algún otro rincón —¿cuántos Simones había allí?—, era un tranquilo e interesado observador que esperaba para saber qué parte hablaría por todas.

El caminar de Morgenes empezó a ponerlo nervioso.

—De todos modos —dijo Simón al anciano—, ¿por qué os preocupáis? Se trata de mi vida, ¿no es cierto? ¡La vida de un estúpido pinche de cocina! En cualquier caso, tampoco me han aceptado… —finalizó, en un murmullo.

—¡Y deberías estar agradecido! —exclamó Morgenes, con claridad—. Agradecido de que no te quisieran. ¿Qué clase de vida es ésa? Siempre sentado en los barracones jugando a los dados con estúpidos que no saben nada de nada, en tiempos de paz; siendo herido, atravesado por flechas y pisoteado por caballos, en tiempos de guerra. ¿No sabes, no sabes, estúpido muchacho, que ser un simple lancero mientras todos esos caballeros expoliadores de campesinos están en el campo de batalla no es mucho mejor que ser un gallo volador en los juegos del Día de la Señora? —Se dio la vuelta para mirar a Simón—. ¿Sabes lo que han hecho Fengbald y sus caballeros en Falshire?

El joven no respondió.

—Quemaron todo el distrito lanar, eso es lo que hicieron. Quemaron a mujeres y niños junto con el resto, sólo porque no quisieron entregar sus ovejas. Fengbald llenó sus vasijas de aceite hirviente y escaldó a los líderes de los comerciantes de lana hasta que murieron. ¡Seiscientos de los propios súbditos del conde asesinados, y él y sus hombres volvieron al castillo cantando! ¿Y ésa es la compañía que quieres tener?

Simón estaba rabioso de verdad. Sintió que se ponía colorado, y lo aterrorizó la idea de echarse a llorar. El desapasionado observador Simón había desaparecido del todo.

—¿Y? —espetó—. ¿A quién le importa?

La aparente sorpresa de Morgenes a su desacostumbrado exabrupto lo hizo sentirse peor.

—¿Qué va a ser de ? —preguntó Simón, y se golpeó los muslos, lleno de frustración—. ¡No hay gloria en ser pinche, ni entre los servidores…, ni en esta oscura habitación llena de estúpidos… libros!

La mirada herida que apareció en el rostro del anciano pareció echar abajo los diques; Simón corrió al rincón más alejado de la habitación para sollozar desconsolado, con el rostro apretado contra la fría pared de piedra. Afuera, en algún lugar, los tres jóvenes sacerdotes cantaban himnos con distraída armonía de borrachos.

El pequeño doctor estuvo a su lado en un instante y le dio unas palmadas sobre el hombro.

—Vamos, muchacho, vamos… —dijo, desconcertado—. ¿Qué es todo eso acerca de la gloria? ¿También has contraído esa enfermedad? Me maldigo por no haberme dado cuenta. Tendría que haberlo visto. Esa fiebre ha corrompido incluso tu simple corazón, ¿no es cierto? Lo siento. Hace falta una fuerte voluntad o un ojo avezado para, a través del resplandor exterior, ver el podrido corazón. —Dicho esto, volvió a palmear el hombro de Simón.

El chico no tenía ni idea de lo que hablaba Morgenes, pero el tono de su voz resultaba consolador. A pesar de sí mismo, sintió que la rabia lo iba abandonando; pero el sentimiento de lo que parecía debilidad que le siguió le hizo rechazar la mano del anciano. Se secó el rostro mojado con la manga del justillo.

—No sé por qué lo sentís, doctor —empezó a decir, tratando de que su voz no temblase—. Yo soy el que lo siente…, por actuar como un chiquillo. —Los ojos del sabio lo siguieron mientras cruzaba la habitación hasta llegar a la mesa, donde pasó un dedo por encima de un montón de libros—. Os he mentido, y he hecho un tonto de mí mismo —dijo Simón, sin levantar la mirada—. Por favor, perdonad la estupidez de un simple pinche de cocina, doctor…, un pinche que creyó que podría llegar a ser algo más que eso.

En el silencio que siguió a su valiente confesión, Simón oyó que Morgenes hacía un extraño ruido —¿acaso lloraba?—. Pero un momento después todo se aclaró: el anciano trataba de aguantarse la risa; no, se reía, tratando de esconderse tras su abultada manga.

El chico se dio la vuelta, con las orejas ardiendo como carbones.

Morgenes lo miró durante un instante, para desviar la vista a continuación y volverse de espaldas con fuertes sacudidas de hombros.

—Ay, muchacho…, ay, muchacho —exclamó con voz asmática, y alargó una mano hacia el ofendido Simón—. ¡No te marches! Vamos, no te enfades. ¡Te echarás a perder en los campos de batalla! En lugar de ello debes ser un gran señor y obtener tus victorias en la mesa de negociaciones, que siempre pesan más que las victorias en los campos de batalla; o ser un escritor de la Iglesia, y engatusar a las almas eternas de los ricos y disolutos. —Morgenes volvió a sonreír a escondidas, y se atusó la barba hasta que pasó el ataque de risa.

El joven permanecía rígido, como si fuese de piedra, con el entrecejo fruncido. No sabía si lo estaba agasajándo o insultando. Por fin el doctor recobró la compostura; se aseguró de que podía sostenerse sobre las piernas y se dirigió hacia el barril de cerveza. Un largo trago completó el proceso de recobrar la calma, y se volvió hacia el chico con una sonrisa en los labios.

—¡Ay, Simón, bendito seas! No dejes que el ruido y la jactancia de los camaradas del rey Elías te impresionen demasiado. Posees una afilada inteligencia…, bueno, a veces…, y posees dones de los que todavía nada sabes. Aprende lo que puedas de mí, joven halcón, y de los demás que encuentres que puedan enseñarte algo. ¿Quién sabe cuál será tu destino? Existen muchas clases de gloria.

Dicho esto, el doctor volvió a abrir el barril para beber otro trago.

Tras observar cuidadosamente a Morgenes durante un momento, para asegurarse de que el último parlamente no fuese sólo otra broma, Simón se permitió esbozar una tímida sonrisa. Le gustaba que lo hubiese llamado «joven halcón».

—Muy bien. Pues yo siento haberos mentido. Pero si tengo una afilada inteligencia, ¿por qué no me enseñáis algo que sea importante?

—¿Como qué? —preguntó Morgenes, a quien se le iba borrando la sonrisa.

—Ah, no sé. Magia…, o algo.

¡Magia! —siseó el sabio—. ¿Es en eso en todo lo que piensas, muchacho? ¿Crees que soy una especie de brujo, algún mago barato que deleita a la corte, para que tenga que enseñarte trucos?

Simón no dijo nada.

—Todavía estoy furioso a causa de tu embuste —añadió Morgenes—. ¿Por qué debería premiarte?

—Haré todas las tareas que me digáis, a cualquier hora —dijo Simón—. Incluso limpiaré el techo.

—Aquí y ahora —respondió el doctor—, no me dejaré intimidar. Te diré algo, muchacho: abandona esa fascinación sin fin por la magia y responderé a todas tus demás preguntas durante todo un mes, ¡y no tendrás que escribir ninguna! ¿Qué te parece, eh?

El muchacho torció la vista, pero no dijo nada.

—¡Bueno, entonces te leeré mi manuscrito sobre la vida del Preste Juan! —ofreció el anciano—. Recuerdo que me lo pediste una o dos veces.

Simón todavía torció más la mirada.

—Si me enseñáis magia —sugirió—, os traeré cada semana uno de los pasteles de Judit, y un barril de cerveza de Stanshire de la despensa.

—¡Hete aquí! —rugió Morgenes, triunfante—. ¿Lo ves? ¿Lo ves, muchacho? ¡Estás tan convencido de que los trucos de magia te reportarán poder y buena suerte que estás dispuesto a robar para convencerme de que te enseñe! No, Simón, no puedo regatear contigo sobre todo esto.

El chico volvía a estar furioso, pero respiró profundamente y se pellizcó el brazo.

—¿Por qué está tan en contra, doctor? —preguntó cuando se hubo calmado— ¿Es porque soy un pinche de cocina?

Morgenes sonrió.

—Aunque tu trabajo sea de pinche, Simón, muchacho, no eres un pinche. Eres mi aprendiz. No, no existe ninguna deficiencia en ti, excepto tu juventud e inmadurez. Se trata de que no comprendes lo que pides.

El joven se subió a un taburete.

—No os entiendo —murmuró.

—Exacto. —El doctor bebió otro trago de cerveza—. Lo que tú llamas «magia» es sólo la acción de cosas, de la naturaleza, fuerzas elementales como el fuego y el aire. Todo eso responde a leyes naturales, las cuales son muy difíciles de aprender y entender. Muchas nunca serán comprendidas.

—¿Por qué no me enseñáis esas leyes?

—Por la misma razón por la que no le daría una antorcha encendida a un crío sentado sobre un montón de pajá. El niño, y eso no es un insulto, Simón, no está preparado para la responsabilidad. Sólo aquellos que han estudiado durante muchos años, y muchas otras materias y disciplinas, pueden empezar a dominar el Arte que tanto te fascina. Incluso entonces la mayoría de ellos no están preparados para hacerse con ningún poder. —El anciano volvió a beber, secó sus labios y sonrió—. Cuando la mayoría de nosotros somos capaces de usar el Arte, somos lo suficientemente viejos como para saber más. Es demasiado peligroso para los jóvenes, Simón.

—Pero…

—Si vas a decir: «Pero Pryrates…», te daré un puntapié —dijo Morgenes—. En una ocasión ya te dije que era un loco, o algo así. El sólo busca el poder a través del dominio del Arte, e ignora las consecuencias. Pregúntame sobre las consecuencias, Simón.

El muchacho inquirió con voz apagada:

—¿Qué ocurre con las conse…?

—No puedes ejercer la fuerza sin pagar por ello. Si robas un pastel, alguien se quedará con hambre. Si galopas sobre un caballo y quieres ir demasiado rápido, el caballo morirá. Si usas el Arte para abrir puertas, Simón, no tienes elección en cuanto a los huéspedes.

Desilusionado, el joven echó una mirada por la polvorienta habitación.

—¿Por qué habéis pintado esos signos sobre vuestra puerta, doctor? —preguntó.

—Porque no deseo que me visite un huésped al que no quiero ver.

Morgenes se inclinó para dejar el jarro y, al hacerlo, algo dorado y brillante cayó del collar de su manto gris, hasta quedar colgando de una cadena. El anciano pareció no darse cuenta.

—Ahora debo hacerte regresar, pero recuerda esta lección, Simón, una que encajá con los reyes… o con los hijos de los reyes. No existe nada que no tenga un coste. Hay un precio para todo poder, y no siempre se nos hace evidente. Prométeme que lo recordarás.

—Lo prometo, doctor —respondió Simón; empezaba a sentir los efectos de tanto gritar y llorar pues se encontraba algo mareado, como si hubiese corrido una carrera—. ¿Qué es eso? —preguntó, al tiempo que se inclinaba para mirar el objeto dorado que colgaba del cuello del sabio.

Morgenes lo sostuvo en la palma de la mano, para que el aprendiz pudiera echarle un vistazo.

—Es una pluma —dijo sin más.

Mientras el sabio devolvía el brillante objeto al interior de sus ropas, Simón vio que el final del cañón de la pluma estaba unido a un rollo para escribir grabado de piedra blanca perlada.

—No es una pluma común —replicó inquisitivo—; es una pluma para escribir, ¿verdad?

—Sí, muy bien, se trata de una pluma para escribir —gruñó Morgenes—. Ahora, si no tienes nada mejor que hacer que interrogarme sobre mis objetos, será mejor que te vayas. ¡Y no olvides tu promesa! ¡Recuérdalo!

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Mientras se dirigía a los aposentos de la servidumbre, a través del Jardín de los Setos, Simón se preguntó acerca de los eventos de tan extraña mañana. El doctor había descubierto lo de la carta, pero no lo castigó ni lo echó para no volver más. También se había negado a enseñarle algo sobre la magia. ¿Y por qué su aserto acerca de la pluma para escribir había irritado tanto al anciano?

Mientras pensaba en todo ello y arrancaba, de manera inconsciente, los secos rosales sin podar, Simón se enganchó el dedo con una espina escondida. Maldijo, y levantó la mano. La brillante sangre era una gota roja en la yema del dedo, una perla escarlata. Se llevó el dedo a la boca y le supo salado.

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En la oscuridad más densa de la noche antes del Día de Todos los Locos, un tremendo estruendo retumbó a través de Hayholt. Hizo que los durmientes despertasen sobresaltados en sus lechos y produjo un largo y simpático zumbido proveniente del campanario de la Torre del Ángel Verde.

Algunos de los sacerdotes más jóvenes, que con júbilo ignoraban sus rezos de medianoche en aquélla su única noche de libertad al año, fueron sacudidos en sus taburetes mientras bebían vino e insultaban al obispo Domitis; la conmoción por la fuerza del estrépito fue tan grande que incluso los borrachos se sintieron invadidos por una oleada de terror, como si en una parte profundamente enterrada de su ser hubieran sabido reconocer lo disgustado que Dios se encontraba.

Pero cuando el harapiento y súbitamente despierto grupo salió al patio para ver lo ocurrido, con sus testas rapadas como pálidos champiñones a la sedosa luz de la luna, no existió ni una sombra del cataclismo universal que habían esperado. A excepción de algunos rostros pertenecientes a otros moradores del castillo que se habían despertado de repente y miraban con curiosidad desde las ventanas, la noche era apacible y clara.

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Simón dormía en un estrecho lecho, ubicado entre los tesoros que había coleccionado con tanto esfuerzo; en su sueño se veía escalando un pilar de hielo negro, y a cada paso que daba hacia arriba le correspondía un resbalón que lo hacía volver a descender. Llevaba un pergamino cogido entre los dientes, un mensaje de algún tipo. En la cima del helado pilar se encontraba una puerta, en cuyo umbral se acurrucaba una oscura presencia…, esperando el mensaje.

Cuando al final alcanzó el umbral, apareció una mano que le arrebató el manuscrito, y se cerró en un puño negro y vaporoso. Simón trató de retroceder, de apartarse, pero otra oscura zarpa apareció y lo agarró de la muñeca. Fue alzado hacia un par de ojos que brillaban con una luz roja, como agujeros carmesíes en la barriga de un infernal y oscuro horno…

Se despertó boqueando en busca de aire y oyó las hoscas voces de las campanas, que gemían incómodas mientras parecían regresar a su frío y triste sueño.

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Sólo una persona en el castillo parecía haber visto algo: Caleb, el mozo de cuadra, ayudante de Shem, que se encontraba tan excitado que no había podido dormir durante la noche. A la mañana siguiente iba a ser coronado Rey de los Locos y llevado en hombros por los sacerdotes jóvenes en su marcha a través del castillo, cantando canciones picaras y lanzando avena y pétalos de flores. Lo cogerían y llevarían al refectorio, donde presidiría el banquete de todos los Locos desde su burlesco trono, construido con juncos de la ribera del Gleniwent.

Caleb había oído el gran rugido, dijo a todos los que quisieron escucharle, pero también había oído palabras, una potente voz que hablaba en una lengua que el chico del establo sólo podía calificar como «mala». También creía haber visto salir una gran serpiente de fuego desde la ventana de la Torre de Hjeldin, enroscarse alrededor de la aguja de la torre y estallar en una lluvia de chispas.

Nadie hizo demasiado caso de la historia de Caleb, pues por alguna razón el muchacho retrasado había sido escogido Rey de los Locos. Además, el amanecer trajo algo a Hayholt que eclipsó cualquier trueno nocturno, e incluso las expectativas despertadas por el Día de los Locos.

La luz de la mañana reveló una línea de nubes —nubes de lluvia— que se arremolinaban desde el horizonte, al norte, como un rebaño de gordas y grises ovejas.

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—¡Por la maza de Dror, el terrorífico ojo de Udún y…, y…, y Jesuris nuestro Señor! ¡Hay que hacer algo!

El duque Isgrimnur, olvidando casi su te aedonita al dejarse llevar por la cólera, golpeó la Gran Mesa con su fuerte y nudoso puño, con el vigor suficiente como para que la vajilla saltase un palmo a causa del impacto. Su voluminoso cuerpo se agitaba como un bajel sobrecargado en medio de una tormenta, mientras sus ojos iban de un extremo a otro de la mesa; a continuación volvió a golpearla con el puño. Una copa se elevó levemente, para volver a rendirse ante la gravedad.

—¡Debemos adoptar medidas, sire! —rugió, y se pasó la mano por la barbilla, lleno de angustia—. ¡La Marca Helada se encuentra hundida en la anarquía! ¡Mientras yo estoy aquí con mis hombres, la ruta de la Marca helada se ha convertido en un camino de bandidos! ¡Y además, no he tenido noticias de Elvritshalla desde hace dos meses o más! —El duque expiró con tanta fuerza que su bigote pareció a punto de desprenderse—. ¡Mi hijo necesita ayuda, y yo no puedo hacer nada! ¿Dónde está la tutela del Supremo Rey, mi señor?

Rojo como una remolacha, el rimmerio volvió a dejarse caer en la silla. Elías levantó una lánguida ceja y miró a los otros caballeros esparcidos por la circunferencia de la mesa, superados en número por las sillas vacías que había entre ellos. Las antorchas que pendían de los candelabros de la pared lanzaban alargadas sombras sobre los tapices de las paredes.

—Bien, ahora que el anciano pero honorable duque se ha presentado a sí mismo, ¿quisiera alguien más unirse a él? —Elías jugueteó con su propia jarra de oro, restregándola por las rendijas de la mesa de roble—. ¿Hay alguien más que sienta que el Supremo Rey de Osten Ard ha abandonado a sus súbditos?

A la derecha del soberano, Guthwulf sonrió con satisfacción.

Isgrimnur, resentido, hizo ademán de volverse a levantar, pero Eolair de Nad Mullach posó una mano en el brazo del viejo duque.

—Sire —dijo Eolair—, ni Isgrimnur ni nadie más que haya hablado lo ha hecho para acusaros de nada. —El hernystiro puso las palmas de las manos sobre la mesa—. A lo que todos se refieren es a que pedimos…, suplicamos, mi señor, que dediquéis más atención a los problemas de aquellos de vuestros súbditos que viven más allá de vuestra mirada, aquí en Hayholt. —Pensando que sus palabras habían sido demasiado duras, Eolair hizo aparecer una sonrisa en su rostro—. Los problemas existen allí —continuó—. El bandolerismo se extiende por todo el norte y el oeste. Los hombres hambrientos tienen pocos escrúpulos, y la sequía que acaba de terminar ha sacado a la superficie lo peor… de cada uno de nosotros.

Elías, sin decir una palabra, continuó mirando a Eolair después de que el occidental hubiese terminado de hablar. Isgrimnur no se sintió más aliviado al ver lo pálido que estaba el rey. Recordó los tiempos en los que había cuidado al padre de Elías, Juan, cuando éste se vio atacado por un brote de fiebre, en las Islas del Sur.

«Esa mirada tan brillante —pensó—, esa nariz como las de las aves de presa… Es extraño comprobar cómo esos detalles, esas breves expresiones y recuerdos, pasan de generación en generación, mucho después de que el hombre y sus palabras hayan muerto».

Isgrimnur pensó en Miriamele, la melancólica hija de Elías. Se preguntó qué bagaje perteneciente a su padre llevaría sobre sí y qué dispares imágenes arrastraría de su hermosa madre, muerta ya hacía diez años; ¿o eran doce?

Al otro lado de la mesa Elías movió la cabeza, despacio, como si andase en sueños o tratando de desprenderse de los efectos del vino. Isgrimnur vio que Pryrates, sentado a la izquierda del rey, apartaba con rapidez su pálida mano de la manga del monarca. Había algo repugnante en el sacerdote, pensó Isgrimnur, no por primera vez; era algo más que su calvicie o su áspera voz.

—Bien, conde Eolair —dijo el rey, con una esquiva sonrisa en los labios—, ya que hablamos de «obligaciones» y demás, ¿qué tiene que decir vuestro pariente, el rey Lluth, sobre el mensaje que le envié?

El soberano se echó hacia adelante con aparente interés y las poderosas manos extendidas sobre la mesa.

Eolair replicó con tono mesurado, escogiendo con cuidado cada una de sus palabras.

—Como siempre, señor, os envía sus respetos y su amor para la noble Erkynlandia. Sin embargo, cree que no podrá enviaros nada más en forma de impuestos…

—¡Tributos! —rugió Guthwulf, que se limpiaba las uñas con un delgado puñal.

—… Como impuestos, al menos por ahora —acabó el conde, haciendo caso omiso de la interrupción.

—¿Es eso cierto? —preguntó Elías, y volvió a sonreír.

—En realidad, mi señor —Eolair, de forma deliberada, no quiso tomar en cuenta la sonrisa—, me ha enviado a pediros vuestra real ayuda. Sabéis los problemas que han causado la sequía y la plaga. La guardia erkyna debe trabajár con nosotros para mantener abiertas las rutas comerciales.

—Ah. ¿Deben hacerlo? —preguntó el rey, cuyos ojos centelleaban, al tiempo que un leve palpitar aparecía entre los músculos de su cuello—. Ahora se trata de que «deben», ¿no es así? —Se echó hacia adelante, desprendiéndose de la mano de Pryrates, que trataba de contenerlo—. ¿Y quién sois vos —rugió—, el primo destetado de un rey pastor, ¡que sólo es rey a causa de la debilidad de mi padre!, quién sois vos para decirme qué debo hacer?

—¡Mi señor! —gritó el anciano Fluiren de Nabban, lleno de horror, golpeando la mesa con sus manos moteadas a causa de la edad; unas manos antaño poderosas, pero ahora dobladas y retorcidas como las garras de un halcón—. ¡Mi señor! —dijo, entre jadeos—, ¡vuestra cólera es real, pero Hernystir ha sido un leal aliado bajo la Suprema Custodia de vuestro padre, por no mencionar que su país fue la tierra en la que nació vuestra santa madre, que en paz descanse su alma! ¡Por favor, sire, no habléis así de Lluth!

Elías posó su mirada esmeralda sobre Fluiren, y pareció que iba a volcar toda su ira contra el otro héroe, pero la línea de la boca permaneció tan tensa como la cuerda de un arco.

Incluso el aire que reposaba encima de la mesa pareció tensarse ante los desagradables acontecimientos que amenazaban sobrevenir.

—Perdonad lo imperdonable, conde Eolair —dijo Elías, al fin, con una extraña y estúpida sonrisa en la comisura de sus anchos labios—. Perdonad mis crueles y estúpidas palabras. Hace menos de un mes que empezaron las lluvias, y antes de que llegasen ha sido un año duro para todos nosotros.

El conde asintió, y sus inteligentes ojos bailaron incómodos.

—Desde luego, majestad. Os entiendo. Por favor, perdonadme por haberos provocado.

En el otro extremo de la mesa oval, Fluiren juntó sus moteadas manos con un gesto de satisfacción.

Isgrimnur se incorporó, poderoso como un oso marrón que escalase un témpano de hielo.

—Sire, también yo quisiera hablar de forma comedida, pero todos vosotros sabéis que eso va en contra de mi naturaleza de guerrero.

La divertida sonrisa de Elías prevaleció en su rostro.

—Muy bien, tío Piel de Oso, todos practicaremos la amabilidad en nuestras formas. ¿Qué es lo que queréis de vuestro rey?

El duque de Elvritshalla inspiró profundamente y se acarició la barba con dedos nerviosos.

—Mi gente y la de Eolair estaban necesitadas de ayuda, señor. Por primera vez desde los comienzos del reinado de Juan el Presbítero, la ruta de la Marca Helada se ha vuelto impracticable a causa de las tempestades en el norte y de los ladrones en el sur. El Camino Real del Norte, más allá de Wealdhelm, no está en mejores condiciones. Necesitamos que esas rutas estén abiertas y mantenerlas así. —Isgrimnur se volvió a un lado y escupió, lo que provocó las quejas de Fluiren—. Muchas de las poblaciones de los clanes, de acuerdo con la última carta de mi hijo Isorn, sufren la falta de alimentos. No podemos comerciar nuestros productos y no podemos mantener el contacto con los clanes más lejanos.

Guthwulf, que escarbaba con el cuchillo en el borde de la mesa, bostezó de forma llamativa, Heahferth y Godwig, dos jóvenes barones que vestían visibles ribetes verdes, se sonrieron disimuladamente.

—Duque, seguramente —Guthwulf habló de forma lenta y pesada, mientras se apoyaba contra el brazo de la silla como un gato descansando al sol— no nos echaréis la culpa de todo eso. ¿Posee el rey, nuestro señor, poderes como Dios Todopoderoso para detener las tormentas y las nieves con un movimiento de su mano?

—¡No he sugerido tal cosa! —rugió Isgrimnur.

—¿Tal vez —dijo Pryrates desde la cabecera de la mesa, con una inapropiada y ancha sonrisa— también le echéis la culpa al rey de la desaparición de su hermano, como hemos oído que se rumorea?

—¡Nunca! —El duque se hallaba realmente sorprendido. Junto a él, Eolair entrecerró los ojos, como si viese algo inesperado—. ¡Nunca! —repitió, mirando desesperado hacia Elías.

—Sé que Isgrimnur nunca pensaría algo así —intervino el rey, mientras movía una mano con apatía—, porque nos ha mecido a ambos, a mí y a Josua, en sus rodillas. Espero, claro, que Josua no haya sufrido ninguna desgracia. El hecho de que no haya aparecido en Naglimund después de todo este tiempo es preocupante; pero si ha ocurrido alguna tragedia, no será mi conciencia la que necesite consuelo.

Pero mientras así terminaba, durante un instante Elías pareció turbado, con la vista fija en la nada, como si vagase a través de su confusa memoria.

—Dejadme volver sobre la cuestión, señor —dijo Isgrimnur—. Las rutas del norte no son seguras y el tiempo no es el único factor. Mis hombres han sido desplegados, pero necesitamos refuerzos; hombres fuertes que vuelvan a hacer de la Marca Helada un lugar seguro. La tierra está llena de ladrones y bandoleros y…, y de cosas peores, según dicen.

Pryrates se echó hacia adelante, interesado, con la barbilla apoyada en sus largos dedos, como un niño viendo llover a través de la ventana, con sus ojos hundidos atrapados en el brillo de las antorchas.

—¿Qué «cosas peores», noble Isgrimnur? —preguntó el sacerdote.

—Eso no importa. La gente piensa… cosas, eso es todo. Ya sabéis cómo son los habitantes de la Marca… —El rimmerio dejó de hablar y tomó un trago de vino.

Eolair se alzó.

—Si él no quiere decir sus pensamientos en voz alta, los pensamientos que se oyen en el mercado y entre los sirvientes, yo lo haré. La gente del norte está asustada. Suceden cosas que no pueden ser explicadas por un tiempo horroroso o por las malas cosechas. En mi tierra no necesitamos llamar a las cosas ángeles o demonios. Nosotros, los de Hernystir, nosotros, los del oeste, sabemos que hay seres que caminan sobre la tierra y que no son hombres…, y sabemos si hay que temerlos o no. Nosotros, los hernystiros, conocimos a los sitha cuando todavía vivían en nuestros campos, cuando las altas montañas y anchas praderas de Erkynlandia eran suyas.

Las antorchas parpadeaban, y la alta frente y mejillas de Eolair parecían brillar con un débil resplandor escarlata.

—No hemos olvidado —añadió, con calma. Su voz incluso llamó la atención al medio dormido Godwig, que levantó su borracha cabeza como un perro que oyese una lejana llamada—. Nosotros, los hernystiros, recordamos los días de los gigantes y los días de la maldición del norte, los Zorros Blancos; así que hablemos claro: el mal está presente en este invierno y en esta primavera de mal augurio. No son sólo los bandidos los que hacen presa en los viajeros y los que causan la desaparición de aislados granjeros. La gente del norte está asustada…

—«¡Nosotros, los hernystiros!». —La voz burlona de Pryrates se oyó a través del silencio, apartando el embrujo de lo desconocido—. «¡Nosotros, los hernystiros!». ¡Nuestro noble y pagano amigo quiere hablar con claridad! —El sacerdote trazó un exagerado signo del Árbol sobre el pecho de sus rojas vestiduras. La expresión de Elías dejó entrever su buen humor—. ¡Muy bien! —continuó—. —¡Él nos ha regalado con la cantidad más grande de misterios de charlatanes que nunca había oído! ¡Gigantes y elfos! —Pryrates dio un golpe con la mano, y la manga de su vestido revoloteó por encima de la vajilla—. ¡Como si su majestad el rey no tuviera suficiente con que preocuparse: su hermano ha desaparecido, sus súbditos están hambrientos y asustados! ¡Como si el gran corazón del monarca no estuviera a punto de romperse! ¡Y tú, Eolair, nos traes paganas historias de fantasmas propias de viejas viudas!

—¡Sí, será un pagano —alzó la voz Isgrimnur—, pero en él hay más buena voluntad aedonita que en el montón de cachorros soñolientos que he visto repantigarse por esta corte…!

El barón Heahferth ladró, provocando una carcajada de borracho por parte de Godwig.

—¡… Repantigados mientras la gente tiene que vivir de magras esperanzas y menos cosechas! —acabó el duque.

—Ya está bien, Isgrimnur —dijo Eolair, con tono de hastío.

—¡Señores! —exclamó Fluiren, agitado.

—¡No quiero ver cómo sois insultado cuando habláis con honestidad! —dijo Isgrimnur, dirigiéndose al conde. El duque levantó el puño para volver a golpear la mesa, pero pareció pensarlo mejor y lo llevó a su pecho, donde cogió el Árbol de madera que pendía del cuello—. Perdonad mis exabruptos, mi rey, pero Eolair dice la verdad. Tengan o no consistencia sus miedos, el caso es que la gente los tiene.

—¿Y qué es lo que temen, querido y viejo tío Piel de Oso? —preguntó el rey mientras alargaba la copa a Guthwulf para que se la llenase.

—Temen la oscuridad —respondió el anciano, lleno de dignidad—. Temen el oscuro invierno, y temen que el mundo se haga todavía más oscuro.

Eolair puso boca abajo sobre la mesa su copa vacía.

—En el mercado de Erchester, unos cuantos mercaderes que han podido llegar hasta el sur llenan los oídos de la gente con noticias de una extraña aparición. He escuchado la misma historia tantas veces que no dudo de que nadie en el pueblo se haya quedado sin oírla. —Eolair hizo una pausa y miró al rimmerio, que volvía a asentir, con gravedad, mientras se acariciaba la barba grisácea.

—¿Y bien? —preguntó Elías, con impaciencia.

—Durante la noche, en las extensiones de la Marca Helada, una cosa muy extraña ha sido vista; un carruaje, un carruaje negro, tirado por caballos blancos…

—¡Qué cosa tan rara! —rezongó Guthwulf; Pryrates y Elías cruzaron sus miradas durante un instante. El rey enarcó una ceja mientras volvía a mirar al occidental.

—Seguid.

—Los que lo han visto dicen que apareció pocos días después de la festividad de Todos los Locos. Cuentan que el carruaje lleva un ataúd, y que monjes con hábitos negros caminan tras él.

—¿Y a qué espíritus de naturaleza pagana atribuyen los campesinos dicha visión? —preguntó el monarca y se inclinó poco a poco en la silla, hasta que se quedó mirando el puente de la nariz del hernystiro.

—Dicen, mi rey, que se trata del carruaje de la muerte de vuestro padre…, os pido perdón, sire…, y que mientras sufra la tierra, él no descansará tranquilo en su túmulo.

Tras un intervalo habló el rey; su voz tan sólo se elevó un poco por encima del crepitar de las antorchas.

—Bien, entonces —dijo—, tendremos que asegurarnos de que mi padre consiga su bien merecido descanso, ¿no es así?

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«Míralos —pensó el viejo Towser mientras estiraba su pierna doblada y su cansado cuerpo por el pasillo de la sala del trono—. Míralos, todos repantigados y sonriendo satisfechos; más parecen jefes paganos de las Thrithings que caballeros aedonitas de Erkynlandia».

Los cortesanos de Elías gritaban y chillaban mientras el bufón cojeaba, moviendo las cabezas hacia él como si se tratase de un mono de Naraxi atado a una cadena. Incluso el rey y su heraldo, el conde Guthwulf, cuya silla se encontraba próxima al trono, contribuían a las crueles chanzas; Elías estaba sentado con una pierna sobre el Trono del Dragón, como un muchacho de granja sobre una cerca. Sólo la joven hija del monarca, Miriamele, se sentaba erguida y callada, con su hermoso rostro lleno de solemnidad y los hombros echados hacia atrás como si esperase recibir una bofetada. Su cabello, del color de la miel —que no había heredado ni de su padre moreno, ni del pelo negro como ala de cuervo de su madre—, le caía a cada lado del rostro, como si de cortinas se tratase.

«Parece como si tratara de esconderse tras el cabello —pensó Towser—. Qué vergüenza, Dicen que la pecosa es testaruda, pero todo lo que veo en sus ojos es miedo. Se merece algo mejor, sospecho, que los lobos jactanciosos que llegan a nuestro castillo en estos días; pero dicen que su padre ya la ha prometido a ese maldito borracho baboso de Fengbald».

No avanzó más deprisa; su camino hacia el trono se vio dificultado por las manos que se extendían para tocarlo. Se decía que tocar la cabeza de un enano daba buena suerte. Towser no era un enano, pero era viejo, muy viejo, y caminaba encorvado, lo que hacía que los cortesanos se divirtiesen tratándolo como si lo fuera.

Al fin llegó junto al trono de Elías. Los ojos del rey estaban enrojecidos a causa del exceso de bebida o de dormir poco, o ambas cosas.

El soberano puso sus verdes ojos sobre el hombrecito.

—Mi querido Towser —dijo—, nos complaces con tu compañía.

El bufón se dio cuenta de que los botones de la blanca blusa del rey aparecían sin abrochar, y que era visible una mancha de salsa en los hermosos guantes de ante que colgaban de su cinturón.

—Sí, sire, he venido.

Towser trató de hacer una reverencia, cosa harto difícil con una pierna rígida como la suya; un borbotar de risas recorrió las filas de damas y caballeros.

—Antes de que nos entretengas, viejo bufón —habló Elías, bajando la pierna del brazo del trono y enfocando al anciano con su mirada más sincera—, ¿podría, tal vez, pedirte un favor? Se trata de algo que me he estado preguntando desde hace tiempo.

—Desde luego, mi señor.

—Entonces, dime, querido Towser, ¿qué ocurrió para que te pusieran el nombre de un perro?

Elías enarcó las cejas con gesto burlón; primero miró a Guthwulf, que sonreía, y luego a Miriamele, que miraba hacia otra parte. El resto de los cortesanos rió y murmuró, cubriendo sus bocas con las manos.

—No me pusieron el nombre de un perro, sire —respondió Towser, con calma—. Yo lo escogí.

—¿Qué? —dijo Elías, volviéndose de nuevo hacia el anciano—. Creo que no he oído bien lo que has dicho.

—Yo me di a mí mismo un nombre de perro, sire. Vuestro noble padre lo usaba para tomarme el pelo a causa de mi lealtad, ya que siempre lo acompañé, siempre estuve a su lado. Como broma, llamó a uno de sus canes Cruinh, que era mi verdadero nombre —el anciano se volvió poco a poco, como para actuar ante la multitud—, así que me dije: «Si el perro lleva mi nombre por voluntad de Juan, entonces yo tomaré el nombre del perro». Desde entonces no he respondido a otro nombre que no sea Towser, y nunca lo haré. —El bufón se permitió una ligera sonrisa—. Es posible que vuestro reverenciado padre se haya arrepentido de su broma en alguna ocasión.

Elías no pareció muy conforme con la respuesta, pero rió abiertamente y se palmeó las rodillas.

—Qué enano tan gracioso, ¿no es cierto? —dijo, mientras miraba a su alrededor.

Los allí congregados trataron de acomodarse al humor del rey y rieron educadamente; todos menos Miriamele, que miró hacia Towser desde su silla de alto respaldo con una expresión en su rostro cuyo significado el bufón no pudo descifrar.

—Bueno —prosiguió Elías—, si yo no fuese el buen rey que soy, si fuese, por así decirlo, un rey pagano como el rey Lluth de Hernystir, tu minúscula cabeza hubiera rodado por hablar de mi padre como lo has hecho. Pero, claro, yo no soy esa clase de monarca.

—Desde luego que no, sire —dijo Towser.

—¿Has venido para cantar con nosotros, para dar volteretas…, espero que no, ya que pareces demasiado frágil para tales ejercicios…, o para qué? Vamos dilo. —Elías se dejó caer hacia atrás en su trono y dio unas palmadas para que le sirviesen más vino.

—Para cantar, majestad —replicó el bufón.

Towser cogió el laúd que colgaba a su espalda y comenzó a ensayar los arpegios, haciendo que sonasen unas notas. Cuando un joven paje se acercó para volver a llenar la copa del rey, el anciano elevó la mirada hacia el techo, donde los gallardetes de los caballeros y de los nobles de Osten Ard colgaban ante las ventanas superiores, ahora barridas por la lluvia. El polvo había desaparecido y las telarañas habían sido dispersadas, pero a los ojos de Towser los vivos colores de los banderines le parecieron falsos, demasiado brillantes, como si hubiesen sido vueltos a pintar esperando imitar los viejos tiempos, aunque haciendo desaparecer lo que quedaba de auténtica belleza en ellos.

Cuando el nervioso paje acabó de llenar los jarros de Guthwulf, Fengbald y los demás, Elías movió la mano hacia Towser.

—Mi señor —asintió el bufón—, cantaré sobre otro buen rey; sin embargo, éste fue un monarca desafortunado y triste.

—No me gustan las canciones tristes —dijo Fengbald que, como siempre, estaba bebido. Junto a él, Guthwulf aparecía con una sonrisa satisfecha.

—Silencio. —El Heraldo del Rey le dio un codazo a su compañero—. Si cuando haya acabado no nos ha gustado la canción, entonces podremos hacer saltar al enano.

Towser se aclaró la garganta y empezó a rasguear su instrumento, para, a continuación, cantar con su fina y dulce voz:

El viejo rey Junípero,

muy viejo era;

su barba blanca colgaba

desde la barbilla hasta la rodilla.

El noble y viejo rey Junípero,

sentado en su trono,

llamó: Traedme a mis hijos,

porque pronto partiré.

Le trajeron a sus principescos hijos,

que llegaron con perros y halcones.

El más joven era el príncipe Acebo;

el mayor, el príncipe Cicuta.

Hemos oído que nos llamabas, sire,

y hemos dejado la cacería.

Así habló Cicuta: ¿Por qué

nos ordenasteis venir?

Pronto moriré, principescos hijos

—dijo el anciano rey.

y quisiera ver paz entre vosotros,

cuando al fin muerto esté…

—Creo que no me gusta cómo suena esa canción —gruñó Guthwulf—. Parece una burla.

Elías le ordenó callar; sus ojos brillaban cuando le indicó a Towser que podía proseguir.

Pero, querido padre, ¿por qué teméis?

El príncipe Cicuta tiene todo el derecho

—dijo Acebo—. Yo no podría ir contra él

y ser un caballero temeroso de Dios.

Con el pensamiento tranquilo el rey ordenó

salir a sus hijos,

y agradeció al misericordioso Aedón

el que fuesen hombres tan buenos.

Pero en lo más profundo del corazón de Cicuta,

que era el heredero,

las amables palabras de Acebo

encendieron un fuego de infamia.

Quien habla con palabras tan dulces

debe de esconder malvadas intenciones

—pensó Cicuta—. Debo pensar en alguna

estratagema contra mi taimado hermano.

Temiéndole al gentil corazón

que latía en el pecho de Acebo,

cogió una dosis de veneno

del forro de sus ropajes.

Y, cuando los hermanos se sentaron a comer,

lo vertió en una copa

y el confiado príncipe Acebo se lo bebió…

—¡Basta! ¡Esto es traición! —rugió Guthwulf, mientras se incorporaba, tirando la silla hacia atrás entre los sorprendidos cortesanos; su larga espada silbó al ser desenvainada. Si Fengbald no se hubiera levantado, medio atontado por la bebida, y no se hubiese colgado de su brazo, Guthwulf le habría dado una estocada al amedrentado Towser.

Elías también se incorporó con rapidez.

—¡Envainad esa espada, idiota! —gritó—. ¡Nadie desenvaina una espada en la sala del trono del rey!

El monarca dejó de dirigirse al furioso conde de Utanyeat para mirar al bufón. El anciano, que de alguna forma se había recobrado del alarmante espectáculo ofrecido por el colérico Guthwulf, luchaba por recobrar la dignidad.

—No creas, criatura enana, que tu canción nos ha complacido —rezongó el rey—, o que tus largos años al servicio de mi padre te hacen intocable; pero tampoco pienses que provocarás escozor en la piel real con esos aburridos dardos. ¡Desaparece de mi vista!

—Confieso, sire, que esta canción ha sido compuesta recientemente —dijo el bufón, a la vez que empezaba a temblar. Su gorro multicolor aparecía ladeado—, pero no era…

¡Vete de aquí! —espetó Elías, con la tez pálida y ojos de bestia.

Towser salió cojeando de la sala del trono, temblando al ver la salvaje mirada del rey y el desesperanzado rostro de su hija, la princesa Miriamele.