9

Humo en el viento

—¿Lo hiciste? ¿Se ha dado cuenta?

Todavía pálido, a pesar de todas las horas que pasaba al sol, Jeremías bailoteaba junto a Simón como una boya flota en la red del pescador.

—Lo hice —gruñó el aprendiz de Morgenes.

La agitación de Jeremías lo irritaba; parecía estar fuera de lugar, vista la masculina gravedad de su misión.

—Piensas demasiado —añadió.

Jeremías no se sintió ofendido.

—Hasta que lo conseguiste —dijo.

La calle Mayor, descubierta bajo el duro sol de mediodía, sin los toldos, estaba casi desierta por completo. Aquí y allá aparecían guardias —de librea amarilla, para mostrar su lealtad al conde Breyugar, y con franjas del verde real de Elías— que se apoyaban en los quicios de las puertas o jugaban a los dados a la sombra de los muros de las tiendas cerradas. Aunque el mercado había acabado hacía horas, a Simón le pareció ver más comunes de lo habitual en la calle. Aquellos que se veían eran, en su mayoría, los sin hogar que habían llegado a Erchester durante los recientes meses invernales, desalojados del campo a causa de los torrentes secos y los pozos anegados. Permanecían de pie o sentados a la sombra de los edificios y de los muros de piedra, llenos de indiferencia y con movimientos lentos o sin propósito. Los guardias los empujaban o saltaban por encima de ellos como si fuesen perros.

La pareja giró a la derecha de la calle Mayor para salir a la calle de la Taberna, la más larga de las travesías que corrían perpendiculares a la Mayor. Aquí parecía haber más actividad, aunque la mayor parte de la gente que se veía seguían siendo soldados. El calor los había hecho entrar en las casas; se apoyaban en las ventanas bajas con jarros en las manos, observando a Simón y a Jeremías y a una media docena de peatones con desinterés provocado por la cerveza.

Una muchacha que vestía una falda de las hechas en casa —la hija de un mozo de cuadra, con toda probabilidad— atravesó la calle corriendo. Unos cuantos soldados le silbaron y llamaron, mientras lanzaban parte del contenido de sus jarras de cerveza sobre el polvo, al otro lado de los alféizares de la taberna. La joven no levantó la mirada al caminar. Su prisa, combinada con la pesada jarra que llevaba a la espalda, hacía que sus pasos fuesen cortos. Simón miró apreciativamente el balanceo de sus caderas; incluso se dio la vuelta para seguir mirándola hasta que desapareció por un callejón.

—¡Simón, vamos! —dijo Jeremías—. ¡Es allí!

En medio del bloque de edificios, sobresaliendo ele la calle de la Taberna, como una piedra en el centro de un camino lleno de baches, estaba la catedral de San Sutrino. La piedra de su gran fachada se reflejaba en el sol. Las altas arcadas y los abovedados contrafuertes dibujaban sombras sobre los nidos de gárgolas, cuyos vividos y torcidos rostros miraban hacia abajo llenos de alegría, soltando risotadas y bromeando por encima de los severos santos. Tres gallardetes colgaban del mástil que se encontraba sobre las dos amplias puertas: el dragón verde de Elías, el Pilar y el Árbol de la Iglesia, y la diadema de Erchester, sobre campo blanco. Un par de guardias se apoyaban en las puertas abiertas, con las picas hacia abajo.

—Bueno, vamos allá —exclamó Simón, ceñudo, y con Jeremías trotando tras él subió las dos docenas de escalones de mármol. Una vez arriba uno de los guardias levantó la pica y les barró el paso. Tenía la capucha de malla echada hacia atrás, y le colgaba como un velo por los hombros.

—¿Qué queréis? —preguntó el centinela, y estrechó los ojos.

—Un mensaje para Breyugar. —Simón se sintió avergonzado al oír su voz asustada—. Para el conde Breyugar, de parte del doctor Morgenes, de Hayholt.

Con gesto desafiante alargó el manuscrito enrollado. El guardia que había hablado lo cogió y dedicó una mirada rápida al sello. El otro observaba las figuras grabadas en el dintel, como si esperase ver escrito que era relevado del trabajo durante ese día.

El primer guardia devolvió el pergamino con un encogimiento de hombros.

—Dentro y a la izquierda. No os entretengáis por ahí.

Simón se irguió, indignado. Cuando fuese un guardia, se comportaría con más elegancia que aquellos barbudos idiotas. ¿Es que no se daban cuenta del honor que representaba vestir el verde del rey? Él y Jeremías pasaron al frío interior de San Sutrino.

Nada se movía en la antecámara, ni siquiera el aire, pero Simón pudo ver el juego de la luz sobre las figuras en movimiento que había más allá de la puerta. En lugar de ir directamente hacia la puerta de la izquierda, se dio la vuelta para ver si los guardias los vigilaban —no lo hacían, claro— y siguió hacia adelante, para observar el interior de la gran capilla de la catedral.

¡Simón! —siseó Jeremías, alarmado—. ¿Qué es lo que haces? ¡Dijeron que era por allí! —y señaló hacia la puerta de la izquierda.

Simón ignoró a su compañero y metió la cabeza por otra puerta. Jeremías, que estaba hecho un manojo de nervios, vino a su lado.

«Es como una de esas pinturas religiosas —pensó Simón— en las que ves a Jesuris con el Árbol a la espalda, y los rostros de los campesinos nabbanos, muy cercanos todos y de frente».

La verdad es que la capilla era tan alta y grande que parecía todo un mundo. La luz del día, suavizada por las ventanas coloreadas como si fuesen nubes, se esparcía por toda la parte superior. Sacerdotes de blancos hábitos se movían alrededor del altar, limpiaban y pulían como sirvientas de cabezas afeitadas. Simón supuso que se preparaban para los servicios de Elysiamansa, una o dos semanas más tarde.

Más cerca de la puerta, aunque con movimientos igualmente atareados, pero sin ningún otro punto de unión, los guardias de túnicas amarillas al servicio de Breyugar iban de aquí para allá, cruzándose con un centinela del castillo o con algún notable de Erchester, vestido con ropas pardas o negras. Ambos grupos parecían estar totalmente separados; a Simón le costó un momento ver la fila de tableros y taburetes que habían sido montados entre el frente y la parte trasera de la catedral. Enseguida se dio cuenta de lo que significaba; no era una cerca para mantener a los escurridizos sacerdotes dentro, como fue su primera impresión; no, más bien era para mantener a los soldados fuera. Parece que el obispo Domitis y los sacerdotes todavía no habían renunciado a la esperanza de que la ocupación de la catedral por parte del Lord de la Guardia dejase de ser permanente.

Mientras subían las escaleras tuvieron que mostrar el pergamino a tres guardias más. Todos ellos estaban más alerta que los de la entrada principal, debido a que se encontraban dentro, apartados del sol, y debido también a su proximidad con el objeto que debían proteger. Al final permanecieron en una atestada habitación ante un veterano de cara arrugada, cuyo cinturón, lleno de llaves, y un aire de marcado desinterés le conferían una evidente autoridad.

—Sí, el Lord de la Guardia se encuentra aquí, hoy. Dadme la carta y yo se la haré llegar —dijo el sargento, y se rascó la barbilla, impasible.

—No, señor, debemos entregársela en persona. Es del doctor Morgenes —respondió Simón, aparentando firmeza.

Jeremías miraba al suelo.

—¿Ah sí? Bueno, ya veremos.

El hombre escupió al suelo lleno de polvo.

—Aedón me proteja, qué día. Esperad aquí.

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—¿Qué es lo que tenemos aquí? —preguntó el conde Breyugar.

El conde se encontraba sentado a la mesa junto a los restos de una comida constituida por pajaritos. Enarcó una ceja. Poseía facciones delicadas, casi perdidas en la papada, y manos de músico: finas y de largos dedos.

—Una carta, mi señor —dijo Simón, rodilla en tierra, con el pergamino extendido hacia él.

—Bien, entonces dádmela, muchacho. ¿Es que no ves que estoy comiendo?

La voz de Breyugar era aflautada y afeminada, pero el muchacho había oído decir que era un terrible espadachín; aquellas manos tan finas habían matado a muchos hombres.

Mientras el conde leía el mensaje, moviendo los labios, que brillaban llenos de grasa, Simón trató de mantener los hombros erguidos y la espalda tiesa. Por el rabillo del ojo creyó ver al canoso sargento mirándolo, así que irguió la barbilla y miró hacia adelante, mientras pensaba en lo favorecido que salía en comparación con lo zoquetes que estaban de guardia a las puertas de la catedral.

—… Por favor, considerad…, portadores…, para servir bajo vuestro mando… —leyó Breyugar en voz alta. El énfasis produjo pánico en Simón: ¿se habría dado cuenta de la «e» y «s» que había añadido a «portador»? Las había apretado un poco para que cupiesen.

El conde, con la mirada puesta sobre Simón, le alargó la carta al sargento. Mientras aquél la leía, todavía con más lentitud que Breyugar, el noble miró al joven de arriba abajo, y dirigió un rápido vistazo al todavía arrodillado Jeremías. Cuando el sargento le devolvió la carta, en su rostro se dibujaba una sonrisa que mostraba la falta de dos dientes y una lengua sonrosada que se movía en el vacío.

—Así —Breyugar dejó escapar un sonido que pareció un suspiro de pesar— que Morgenes, el viejo boticario, quiere que tome a mi cargo a un par de ratones de castillo y los convierta en hombres. —El conde cogió una pata del plato y la mordió—. Imposible.

Simón sintió temblar sus rodillas y el estómago se le subió a la garganta.

—Pero…, pero…, ¿por qué? —balbuceó.

—Porque no os necesito. Tengo hombres suficientes. No podría manteneros. Nadie puede plantar si no llueve, y tengo hombres que ya están buscando otras tareas que puedan alimentarlos. Pero lo más importante es que no os quiero; sois una pareja de sebosos chicos de castillo que en toda vuestra vida no habéis sentido nada más doloroso que unas palmadas en el trasero por haber robado cerezas. Largaos. Si hay guerra, si esos malditos paganos de Hernystir continúan resistiéndose a la voluntad del rey, o si el traidor Josua se rebela, entonces podréis llevar una bielda o una pequeña guadaña, junto con el resto de los campesinos; tal vez incluso podáis seguir al ejército y dar de beber a los caballos, si estamos necesitados de hombres, pero nunca seréis soldados. El rey no me ha hecho Lord de la Guardia para alimentar a dos palurdos. Sargento, mostrad a estos ratones de castillo dónde hay un agujero para que desaparezcan.

Ni Simón ni Jeremías dijeron una palabra durante el largo viaje de regreso a Hayholt. Cuando Simón estuvo a solas en su cortinada alcoba, rompió sobre la rodilla el trozo de madera de barril que utilizaba como espada. No lloró. No lloraría.

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«Hoy hay algo extraño en el viento del norte —pensó Isgrimnur—. Algo que huele como un animal, o como una tormenta a punto de descargar, o ambas cosas… Algún maldito fenómeno que me ha erizado el pelo de la nuca».

Se frotó las manos como si el aire fuese frío, y se bajó las mangas de su ligera túnica de verano —que llevaba desde ya hacía muchos meses de este extraño año— por encima de sus brazos. Regresó al umbral y miró hacia afuera, sintiendo vergüenza de que un viejo soldado como él estuviese mezclado en juegos de jovenzuelos.

¿Dónde estaría aquel condenado hernystiro?

Volvió a caminar impaciente y casi se cayó por encima de una pila de cajas rotuladas al tratar de poner el pie sobre ellas para atarse una hebilla de las botas. Maldijo desesperado y se agachó a tiempo para evitar la caída de las cajas. La verdad es que la desierta habitación del Salón de los Archivos, vacía para que los sacerdotes pudieran realizar su observancia de Elysiamansa, resultaba un buen lugar para encontrarse en una reunión clandestina. Pero ¿por qué no podían dejar el espacio suficiente entre sus malditos garabatos para que un hombre crecido pudiera moverse con soltura?

El picaporte de la puerta giró. El duque Isgrimnur, cansado de esperar, se echó hacia adelante. En vez de asomarse con cautela, abrió la puerta no para encontrarse, como esperaba, con dos hombres, sino con uno solo.

—¡Eolair, estáis aquí! —rugió—. ¿Dónde está el escritor?

—Chist. —El conde de Nad Mullach se puso dos dedos sobre los labios al entrar, y cerró la puerta tras de sí—. Más bajo. El archivero está charlando con alguien en la sala.

—¿Y por qué debo preocuparme? —exclamó el duque, aunque con voz más baja que al principio—. ¿Es que somos críos para escondernos de ese viejo eunuco?

—Si queríais tener una reunión de la que se enterase todo el mundo —preguntó Eolair, al tiempo que se acomodaba en un taburete—, ¿por qué estamos escondidos en un ropero?

—No es un ropero —gruñó el rimmerio—, y sabéis perfectamente por qué os he pedido que vinieseis, y por qué no hay ningún secreto que pueda ser guardado en el bastión interior. ¿Dónde está el escritor Velligis?

—Sintió que un ropero no era lugar adecuado para la mano derecha del lector.

Eolair rió. Isgrimnur no, y pensó que el hernystiro estaba bebido, a causa de su rostro arrebolado, o al menos un poco borracho, y deseó estar en el mismo estado.

—Pensé que sería importante que nos reuniéramos en algún lugar donde pudiéramos hablar con tranquilidad —dijo Isgrimnur, un poco a la defensiva—. No hemos tenido ninguna conversación en los últimos tiempos.

—No, Isgrimnur; tenéis razón. —Eolair agitó la mano en un gesto de asentimiento.

Iba vestido para las celebraciones del Día de la Señora, en su condición de respetuoso observador; una condición que los paganos hernystiros habían aprendido bien. Su túnica blanca de festividades estaba rodeada por tres cinturones, cada uno de ellos cubierto de oro o de esmaltes, y su larga melena de negro cabello le caía por la espalda sujeta por cintas doradas.

—Sólo bromeaba, y en verdad que es una broma de triste cariz —siguió Eolair—, ya que los súbditos del rey Juan deben encontrarse en secreto para hablar de cosas que no significan traición.

Isgrimnur se movió con lentitud hacia la puerta y jugueteó con el picaporte, asegurándose de que permanecía cerrado. Se dio la vuelta, apoyó su ancha espalda contra la madera y cruzó los brazos sobre el pecho. Él también iba vestido de acuerdo con las festividades: llevaba la fina túnica de color azul y calzas, pero las trenzas de su barba ya aparecían deshechas a causa del nerviosismo, que había provocado que el conde las desenredase; además, las calzas ya le llegaban a las rodillas. Isgrimnur odiaba tener que vestirse de fiesta.

—Bien —dijo, refunfuñando y alzando la cabeza en tono desafiante—, ¿hablo yo primero o lo hacéis vos?

—No necesitamos preocuparnos por quién hable primero —respondió el conde.

Durante un instante, el rubor del rostro de Eolair, el color que mostraban sus altos pómulos, le recordó al anciano algo que había visto antes, hacía muchos años; una inolvidable figura entrevista a través de cincuenta yardas de nieve rimmeria.

«Una de las Zorras Blancas, como las llamó mi padre».

Isgrimnur se preguntó si las viejas historias serían ciertas. ¿Habría en verdad sangre sitha en las nobles casas de Hernystir?

Eolair se pasó la mano por la frente mientras hablaba, para secarse las gotas de sudor, y la momentánea imagen se esfumó.

—Hemos hablado lo suficiente como para saber que las cosas han ido muy mal. De lo que necesitamos hablar, y para lo que precisamos hacerlo en privado —agitó la mano para abarcar la atestada habitación del archivo, un oscuro nido de papel y pergamino iluminado por una alta ventana triangular—, es de lo que podemos hacer al respecto; si es que podemos hacer algo. La cuestión es precisamente ésta: ¿Qué se puede hacer?

Isgrimnur todavía no estaba dispuesto a lanzarse a tontas y a locas en la conversación, que, a pesar de lo que dijese Eolair, ya tenía un débil tufo a traición.

—Si seguimos así —dijo—, seré el último en condenar a Elías por el mal tiempo que tenemos. Sé que mientras aquí hace tanto calor como si se tratase de la respiración del diablo y está todo más seco que un hueso, en mi tierra, en el norte, el invierno está siendo terrible: la nieve y el hielo están causando estragos. Así que el tiempo que hace aquí no es culpa del rey, como el hecho de que se caigan los techos a causa de la nieve y de que el ganado se congele en los establos de Rimmersgardia tampoco es culpa mía. —Se pasó la mano por la barba y se deshizo otra trenza; la cinta que la sujetaba colgó de la gris maraña—. Claro que a Elías hay que recriminarle el mantenerme aquí mientras mi gente sufre, pero ésa ya es otra cuestión… ¡No, lo que ocurre es que parece no preocuparle! Los pozos se secan, las granjas están en barbecho, la gente hambrienta duerme en los campos y las ciudades están infestadas por la plaga, y todo ello parece no importarle. Las tasas y las levas siguen aumentando; esos malditos cachorros lameculos de la nobleza que ha reunido a su alrededor se pasan el día bebiendo, cantando, luchando y…, y… —El viejo duque gruñó con disgusto—. ¡Y los Torneos! Por la lanza roja de Udún, en mis tiempos no había hombre al que le gustasen más los torneos que a mí, pero Erkynlandia se hunde en el polvo bajo el trono de su padre, los países bajo la Suprema Custodia están intranquilos como un potro encabritado, ¡y los torneos siguen celebrándose! ¡Al igual que las fiestas sobre barcazas en el Kynslagh! ¡Y los malabaristas, los saltimbanquis, y las luchas entre perros y osos! ¡Es peor de lo que dicen que fueron los peores días de Crexis el Chivo! —Isgrimnur cerró los puños, con la cara roja de furor.

—En Hernystir —la voz de Eolair tenía un sonido suave y musical tras la áspera invectiva del rimmerio— decimos: «Un pastor, no un carnicero», queriendo dar a entender con ello que un rey debe preservar su tierra y a su pueblo como a un rebaño, tomando de ellos sólo lo que necesite tomar; pero no hasta el extremo de que no les quede nada que hacer, excepto comerse los restos. —Eolair miró la ventanita y las partículas de polvo de pergamino que se entreveían en la difusa luz—. Eso es lo que Elías está haciendo: devorar la tierra poco a poco, al igual que el gigante Croich-ma-Feareg devoró en una ocasión la montaña de Crannhyr.

—Antes Elías era un hombre bueno —dijo Isgrimnur—, era de trato mucho más agradable que su hermano. Claro que no todos los hombres están hechos para reinar, pero parece ser que se trata de algo peor que de un hombre echado a perder por el poder. Algo está equivocado, y no sólo son Fengbald, Breyugar y los demás los que lo llevan hasta el precipicio. —El duque había recuperado el aliento—. Ya sabéis que ese bastardo vicioso de Pryrates le llena la cabeza con extraños pensamientos y lo mantiene despierto por las noches en esa torre llena de luz y de ruidos endiablados; a veces da la impresión de que el rey no sabe dónde está cuando sale el sol. ¿Qué puede querer Elías de una criatura como ese sacerdote hijo de puta? Es el rey del mundo conocido, ¿qué puede tener Pryrates que ofrecerle?

Eolair se incorporó, todavía con los ojos puestos en la luz que se filtraba por la ventana, y se pasó la manga por la frente.

—Desearía saberlo —replicó, al fin—. ¿Qué podemos hacer?

Isgrimnur entrecerró sus viejos y fieros ojos.

—¿Qué es lo que dice el escritor Velligis? Después de todo, la catedral de la Madre Iglesia ha sido confiscada. Son los barcos del duque Leobardis de Nabban, junto con los de vuestro rey Lluth, los que ha robado Guthwulf, bajo pretexto del «peligro de plaga» en el soberano puerto de Abaingeat. Leobardis y el lector Ranessin son amigos; gobiernan Nabban como un monarca bicéfalo. Seguro que Velligis debe de tener algo que decir en nombre de su señor.

—Tiene mucho que decir, pero con poca sustancia, amigo mío.

Eolair se dejó caer en el taburete. La brillante luz del sol iba en disminución, y parecía palidecer mientras el astro hundía a la salita en una sombra más espesa.

—Lo que el duque Leobardis piense de ese acto de piratería: tres barcos llenos de grano robados en un puerto de Hernystir, Velligis asegura desconocerlo. Y en representación de su señor, se muestra, como de costumbre, vago en extremo. En cuanto a Su Santidad Ranessin —continuó Eolair—, creo que tiene intenciones de convertirse en mediador entre Elías y el duque Leobardis y, tal vez, al mismo tiempo, aumentar la importancia de vuestra Iglesia aedonita aquí en la corte. Mi señor, el rey Lluth, me ha enviado de viaje a Nabban, y quizá pueda averiguar la verdad de todo esto cuando me encuentre allí. Temo que, si ése es el caso, el lector se haya equivocado en sus cálculos; si el desaire que Elías y sus aduladores han hecho a Velligis representa alguna señal, el rey se encuentra más intranquilo incluso que su padre bajo la amplia sombra de la Madre iglesia.

—¡Demasiadas conspiraciones! —gruñó Isgrimnur—. ¡Demasiadas intrigas! Todo ello hace que la cabeza me dé vueltas. No soy hombre para eso. ¡Dadme una espada o un hacha y dejadme que me las entienda con quien sea!

—¿Es por ello por lo que os metéis en los roperos? —sonrió Eolair, y de debajo de la capa sacó una bota de aguamiel—. No parece que haya nadie a quien golpear aquí. Me parece que os estáis metiendo en intrigas a avanzada edad, mi buen duque.

El noble frunció el entrecejo y tomó la bota que se le ofrecía.

«Él también está hecho un buen intrigante, nuestro Eolair —pensó—. Pero al menos debo estar agradecido de tener a alguien con quien hablar. A pesar de toda esa palabrería de poeta que le he oído cuando persigue a las mujeres, en el fondo es duro como un escudo de acero; un buen aliado en tiempos de traición».

—Hay algo más. —Isgrimnur devolvió la bota a Eolair y se pasó la mano por la comisura de los labios.

El conde bebió un largo trago y asintió con la cabeza.

—Vamos a ello. Soy todo oídos, como una liebre de Circoille.

—¿Sabéis lo del muerto que encontró el viejo Morgenes en Kynswood; el que murió de un flechazo?

Eolair volvió a asentir.

—Se trataba de un hombre de los míos —dijo Isgrimnur—. Se llamaba Bindesekk, aunque nunca lo habría reconocido, después de todo ese tiempo que llevaba muerto, si no hubiera sido por un hueso roto en su rostro que se había fracturado durante un servicio anterior. No he dicho nada, desde luego.

—¿Era vuestro? —El conde enarcó una ceja—. ¿Y qué es lo que hacía? ¿Lo sabéis?

El duque rió, con un sonido corto como un ladrido.

—Ciertamente. Por eso es por lo que no he dicho nada. Lo envié cuando Skali de Kaldskryke salió hacia el norte con sus hombres. Nariz afilada ha hecho demasiados amigos entre la corte de Elías, para mi gusto, así que envié a Bindesekk con un mensaje para mi hijo Isorn. Mientras el rey me siga manteniendo aquí con todas esas idas y venidas diplomáticas que dice que son tan importantes (y si son tan importantes, ¿por qué se las confía a un torpe y viejo perro de guerra como yo?), quiero que mi hijo Isorn esté especialmente atento. No confío en Skali más que en un lobo hambriento, y mi hijo ya tiene bastantes problemas allí, por lo que he oído: tormentas, caminos inseguros, los aldeanos forzados a alojarse en las salas principales del castillo a causa de los desastres. Todo ello hace que sean tiempo difíciles, y Skali lo sabe.

—¿Pensáis que Skali mató a vuestro hombre? —preguntó Eolair, que se inclinó hacia adelante para volver a pasar la bota.

—No lo sé con seguridad. —El duque volvió a levantar la cabeza para echar otro largo trago; los músculos de su grueso cuello temblaban. Un chorro de aguamiel cayó sobre su túnica azul—. Lo que quiero decir es que parece lo más obvio, pero tengo muchas dudas. —Se limpió la mancha con aire ausente—. En primer lugar, aunque apresase a Bindesekk, matarlo representaría un acto de traición. A pesar de toda su rebeldía, Skali es mi súbdito y yo soy su señor.

—Pero el cuerpo estaba escondido.

—No del todo. ¿Y por qué se hallaba tan cerca del castillo? ¿Por qué no esperar hasta alcanzar las colinas Wealdhelm o la ruta de la Marca Helada, si es que todavía es practicable, y matarlo allí, donde nunca lo hubiesen descubierto? Además, la flecha no me parece que sea del estilo de Skali. Me lo imagino lleno de rabia y troceando a Bindesekk con su gran hacha; pero ¿dispararle una flecha y abandonarlo en Kynswood? No me acaba de encajar.

—Entonces, ¿quién?

Isgrimnur agitó la cabeza, como si acabase de sentir el aguamiel.

—Eso es lo que me preocupa, hernystiro —respondió—. No lo sé. Se están tramando extrañas cosas; no hay más que oír las historias de los viajeros, los rumores del castillo…

Eolair se dirigió a la puerta y quitó el pestillo para después abrirla y dejar entrar aire fresco en la pequeña habitación.

—En verdad éstos son tiempos extraños, amigo mío —dijo el conde, y tomó aire—. Y queda la pregunta más importante de todas: ¿dónde está el príncipe Josua?

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Simón cogió un trocito de pedernal y lo lanzó con fuerza al espacio. Tras describir un arco a través de la mañana, la piedra descendió y cayó con un ruido sordo sobre los setos recortados en forma de animales del jardín de abajo. Se asomó al borde del tejado de la capilla y se fijó en el impacto, como si fuese un avezado lanzador de catapultas; notó el temblor de las patas del seto en forma de ardilla. Luego se deslizó por el canalón hasta encontrar la sombra de una chimenea y se dejó rodar; saboreó la fría solidez de las piedras sobre las que reposaba su espalda. Por encima de su cabeza, el fiero ojo del sol de marzis casi había alcanzado el cenit del mediodía.

Era un día para escapar de las responsabilidades, para escapar de las tareas de Raquel y de las explicaciones de Morgenes. El doctor todavía no había descubierto —o no había mencionado— la frustrada incursión de Simón en las artes militares, y el muchacho estaba satisfecho de que así fuese.

Con los miembros extendidos y bizqueando al brillante sol de la mañana, oyó un débil ruido junto a la cabeza. Abrió un ojo a tiempo de ver una pequeña sombra gris. Rodó con cuidado sobre el estómago y se fijó en el tejado.

La gran cubierta de la capilla se extendía ante él; un campo de relieve irregular, lleno de tejas de pizarra, en cuyas rendijas crecía el musgo que de alguna forma milagrosa había sobrevivido a la sequía, aferrándose a la vida como se aferraban a las tejas escalonadas. El campo de tejas se extendía hacia arriba, desde el borde del tejado hasta la cúpula de la capilla, que se elevaba sobre el techo como el caparazón de una tortuga de mar a través de las tranquilas olas de una gruta. Vistos desde aquel ángulo, los paneles de vidrio multicolor de la cúpula —que brillaban en el interior de la capilla en forma de mágicas pinturas sobre la vida de los santos— tenían un aspecto oscuro y plano, una muestra de crudas figuras a través de un mundo de color pardo. En el extremo de la cúpula, una protuberancia sujetaba, en lo alto, un Árbol dorado, pero desde el punto de observación de Simón parecía sólo bañado en oro, pues los panes habían ido abriéndose y mostrando la corrosión que avanzaba por debajo.

Más allá de la capilla del castillo se extendía un mar de tejados: el Gran Salón, la sala del trono, los archivos y las dependencias de la servidumbre; todos desiguales, reparados o reemplazados en numerosas ocasiones a causa del paso de las estaciones, que habían dejado su rastro en la gris piedra, mordisqueándola y a veces haciéndola desaparecer. A la izquierda de Simón se elevaba la delgada arrogancia blanca de la Torre del Ángel Verde; más allá, el achaparrado bulto de la Torre de Hjeldin sobresalía por encima del arco de la cúpula de la capilla, como si fuese un perro mendicante.

Mientras el chico inspeccionaba el mundo de los tejados, una sombra gris volvía a aparecer en el filo de su visión. Se volvió con rapidez y vio los cuartos traseros de un gatito lleno de hollín que desaparecía por un agujero que había en el borde de la cubierta. Caminó de cuclillas por las tejas para investigar. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para ver el agujero, volvió a dejarse caer sobre el estómago y apoyó la barbilla en el dorso de las manos. No se produjo ninguna señal de movimiento.

«Un gato en el tejado —pensó—. Bueno, alguien debe de vivir aquí, además de las moscas y las palomas; supongo que ese gato debe de comer ratas de tejado».

Simón, a pesar de haberle visto sólo la cola y las patas traseras, sintió una repentina afinidad con el gato. Al igual que él, el animal conocía los pasajes secretos, los ángulos y las grietas, y se movía por ellos a su gusto. Al igual que él mismo, aquel cazador gris seguía su camino sin preocuparse de los otros…

Incluso Simón se dio cuenta de que todo ello era una exageración de su propia situación, pero aun así le gustó la comparación.

Por ejemplo, ¿es que no había trepado al misma tejado hacía cuatro días, en la festividad de Elysiamansa, para observar la llamada a formar de la guardia erkyna? Raquel el Dragón, irritada a causa de su chifladura por todo menos por el mantenimiento de la casa, que ella sentía era su verdadero —y abandonado— trabajo, se apresuró a prohibirle que bajara a unirse a la multitud que se arremolinaba en la puerta principal.

Rubén el Oso, el musculoso herrero de anchas espaldas del castillo, le había contado a Simón que la guardia erkyna iba a ir a Falshire, por el río Ymstrecca, hacia el este de Erchester. Parecía que el gremio de comerciantes de lana estaba causando disturbios, le explicó Rubén al joven mientras metía una herradura al rojo vivo en un cubo de agua. Apartó el siseante vapor y trató de describirle la complicada situación: parecía que la sequía había causado tantos desastres que las ovejas de los granjeros de Falshire —su principal fuente de ingresos— iban a ser expropiadas por la Corona para alimentar a las masas hambrientas y desposeídas que atestaban Erchester. Los comerciantes de lana argüían que eso los arruinaría —y que también les haría padecer hambre— y se habían echado a las calles, inflamando a la población local contra el impopular edicto.

Así que, el último mardis, Simón había trepado a escondidas al tejado de la capilla para ver partir a la guardia erkyna: unos cientos de bien armados soldados de a pie y una docena de caballeros bajo el mando del conde Fengbald, cuyo feudo era Falshire. Cuando Fengbald se situó al frente de la guardia, con el casco y la armadura puestos, espléndido con su capa roja y el águila plateada cosida en ella, algunos de los más cínicos entre la multitud que lo observaba sugirieron que el conde llevaba tantos soldados por miedo a que sus súbditos de Falshire no lo reconocieran, debido a sus largas ausencias. Otros sugirieron que debía de temer que lo reconocieran, pues no se había preocupado demasiado por defender los intereses de su heredado dominio.

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Simón volvió a pensar en el impresionante casco de Fengbald, un brillante yelmo plateado rematado por un par de alas extendidas.

«Raquel y los demás tienen razón —pensó de repente—. Aquí estoy soñando con los ojos abiertos de nuevo. Fengbald y sus amigos de la nobleza nunca sabrán si estás vivo o muerto. Tengo que hacer algo que salga de mí mismo. No quiero ser un niño para siempre, ¿no?». Simón rascó una teja de pizarra con un trozo de grava, en un intento de dibujar un águila. «Además, seguro que tengo un aspecto horrible con una armadura…».

El recuerdo de los soldados de la guardia erkyna saliendo orgullosos por la Puerta Nearulagh le produjo pinchazos de amargura, pero también le produjo una sensación cálida; estiró los pies con pereza mientras observaba el agujero del gato, en busca de su morador.

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Una hora después del mediodía, una nariz sospechosa apareció por el agujero. En esos momentos Simón montaba en un alazán a través de las puertas de Falshire y le tiraban flores desde las ventanas superiores de las casas. Vuelto a la realidad a causa de un súbito movimiento, recuperó el aliento cuando la nariz fue seguida del resto del animal. Se trataba de un pequeño gato gris de pelo corto con una mancha blanca que se extendía desde el ojo derecho hasta la barbilla.

El joven se quedó totalmente inmóvil cuando el gato —a una escasa media braza de su propia posición— se asustó de algo, arqueó el lomo y entrecerró los ojos. Simón temió que lo hubiese visto, pero después de que el gato permaneciese inmóvil, saltó hacia adelante de forma repentina, salió del borde sombreado del tejado y apareció inmediatamente en la ancha zona bañada por el sol.

Observado con delectación por el muchacho, el gatito encontró un trozo de pedernal y jugueteó con él por las tejas haciéndolo correr con un rápido movimiento de la pata, hasta que la piedra quedaba inmóvil y el juego volvía a empezar.

Simón observó cómo jugueteaba el animal durante un rato, hasta que una ridícula caída de culo —el gatito había resbalado con ambas patas delanteras sobre una teja astillada y había metido la cabeza en una hendidura entre dos tejas, para quedar allí agitando la cola y lleno de desesperación— lo forzó a revelar su posición. La carcajada que había tratado de reprimir lo desbordó: el animal saltó dando un tumbo en el aire, cayó y volvió en dirección a su agujero sin dirigir más que una rápida mirada hacia donde estaba Simón. Aquella escapada precipitada lo volvió a convulsionar. —¡Desaparece, gato! —dijo tras la criatura desaparecida—. ¡Desaparece, desaparece!

Mientras se arrastraba hacia el agujero para cantarle una cancioncilla al animalito gris sobre panoramas compartidos, tejados, piedras y soledad —que estaba seguro escucharía—, algo le llamó la atención. Colocó las manos en el borde del tejado y asomó la cabeza por encima. El inicio de una suave brisa trazo sutiles dibujos en su cabello.

Lejos, hacia el sudeste, más allá de los límites de Erchester y de los promontorios sobre el Kynslagh, una gran mancha de color gris se extendía por el claro cielo de marzis, como si un sucio pulgar se hubiese marcado sobre una pared recién pintada. El viento deshacía la mancha, según observaba Simón, pero oscuras oleadas volvían a crecer desde atrás, formando una turbulenta oscuridad demasiado espesa para que ningún viento pudiese dispersarla. Una gran nube negra hacía aparición por el horizonte, desde el este.

Durante un momento estuvo tan sorprendido que le costó darse cuenta de que lo que veía era humo, una densa humareda que manchaba el pálido y claro cielo.

Falshire ardía.