8

Aire dulce y amargo

Estaban a fines del mes de eneror y las lluvias todavía no habían llegado. El sol empezó a encenderse tras las murallas del oeste y los insectos revoloteaban en la alta y seca hierba. Simón y Jeremías, el aprendiz de velero, estaban sentados espalda contra espalda y respiraban con dificultad.

—Venga —dijo el primero, y se esforzó por ponerse en pie—. Volvamos a intentarlo.

Jeremías, al que ya nada sostenía, cayó hacia atrás hasta quedar tendido en la hierba como una tortuga boca arriba.

—Ve tú —siseó—. Yo nunca seré soldado.

—Claro que sí —contestó Simón, molesto por la respuesta—. Lo seremos ambos. Lo hiciste mucho mejor la última vez. Vamos, levántate.

Con un gemido de dolor, Jeremías intentó levantarse y, de mala gana, cogió la tabla de tonel que le alargaba su amigo.

—Vámonos, Simón. Me duele todo.

—Piensas demasiado —respondió el muchacho, y recogió su propia madera—. ¡Ya! —gritó.

—¡Una estocada mortal! —dijo el aprendiz de velero, ya más animado.

El retumbar de la lucha continuó.

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No sólo era su frustrado intento de coqueteo con Hepzibah lo que había vuelto a despertar en Simón la antigua fascinación que sentía por las glorias de la vida castrense. Antes de que Elías ocupase el trono, el chico había sentido que su verdadero deseo —por el que lo hubiera dado todo— era ser el aprendiz de Morgenes, y descubrir todos los secretos del mágico y confuso mundo del doctor. Pero ahora que estaba en ello y había reemplazado al laborioso Inch como ayudante del doctor, la gloria había empezado a palidecer. En primer lugar, representaba demasiado trabajo, y Morgenes era tan malditamente riguroso con todo… ¿Había podido aprender algo de magia? No. Comparados con las largas horas de lectura, escritura, barrido y limpieza de la oscura cámara del doctor, los grandes hechos del campo de batalla y las miradas llenas de admiración de las mujeres jóvenes no podían ser desperdiciadas así como así.

En lo más profundo del gabinete —lleno de olor a sebo— del candelero Jakob, el gordo Jeremías también había caído en las redes del esplendor marcial que reinaba durante el primer año desde la ascensión de Elías al trono. Durante las justas, de una semana de duración, que el soberano promovía cada mes, todo el color de la realeza se hallaba representado en los torneos. Los caballeros parecían relucientes mariposas de seda y brillante acero, mucho más hermosos que cualquier cosa mortal. El viento lleno de gloria que batía el campo de torneos despertaba profundos anhelos en los pechos de los jóvenes.

Simón y Jeremías fueron al taller del tonelero en busca de trozos de madera para convertir en espadas, como habían hecho en su infancia, e intercambiaron estocadas y golpes durante horas, después de finalizar sus tareas. Al principio sus fingidas batallas tenían lugar en los establos, hasta que Shem los echó de allí con el fin de proporcionar paz a sus huéspedes; después se trasladaron a la franja de hierba que había justo al lado del campo de torneos. Noche tras noche Simón volvía cojeando a las dependencias de la servidumbre, con las calzas llenas de rotos y la camisa rasgada, y Raquel el Dragón apartaba los ojos de él y rezaba en voz alta a san Rhiap para que la salvase de la estupidez de los chicos; después se arremangaba y añadía algunos moretones a los que ya mostraba el muchacho.

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—Creo… —bufó Simón— que… es suficiente.

La sonrosada cara de Jeremías sólo pudo asentir.

Cuando volvían hacia el castillo, sudorosos y resoplando como bueyes atados a un arado, Simón notó con cierta alegría que el aprendiz de velero empezaba a perder parte de su torpeza. Un mes más y empezaría a parecerse a un soldado. Antes de que sus duelos dieran comienzo de una forma regular, tenía el aspecto de algo en lo que su maestro podría poner una mecha.

—Hoy ha estado bien, ¿no te parece? —preguntó Simón. Jeremías se frotó la cabeza y lo miró con disgusto.

—No sé por qué he dejado que me metieras en esto —se quejó—. A la gente como nosotros nunca la dejarán ser otra cosa que chicos de cocina.

—¡Pero en el campo de batalla puede suceder cualquier cosa! —dijo el maestro—. ¡Puedes salvar la vida del rey frente a los hombres de Thrithings o los jinetes de Naraxi, y ser nombrado caballero allí mismo!

—Ya… —Jeremías no parecía muy impresionado—. ¿Y cómo nos las vamos a arreglar para estar en primera fila, sin familias, caballos, ni espadas? —preguntó mientras levantaba el trozo de madera.

—Sí —dijo Simón—, bueno…, esto…, ya pensaré en algo.

—Ya —asintió Jeremías, y se enjugó el sudor del rostro con el dobladillo de la túnica.

El resplandor de las antorchas se cruzó en su camino al menos en una veintena de lugares mientras se acercaban a los muros del castillo. Lo que había sido un espacio vacío a la sombra de las murallas exteriores de Hayholt se encontraba ahora infestado de tiendas y chozas amontonadas unas sobre otras, como las escamas de un viejo y enfermo lagarto. La hierba había desaparecido ya hacía tiempo, arrancada del suelo por cabras y ovejas. Mientras los harapientos moradores iban arriba y abajo, encendían las hogueras para la noche y llamaban a sus hijos en la oscuridad, el polvo se convirtió en arena y revoloteó un poco en el aire antes de posarse sobre las ropas y las telas de las tiendas, a las que confirió un oscuro color gris marrón.

—Si no llueve pronto —observó Jeremías, enarcando las cejas al mirar a un grupo de niños gritones que se cogían a las descoloridas ropas de una mujer de cara amarga—, la guardia tendrá que echarlos. No tenemos suficiente agua como para ir dándosela a ellos. Que se vayan y caven sus propios pozos.

—Pero ¿dónde…? —empezó a preguntar Simón, para detenerse y quedarse con la mirada fija.

Al final de una de las travesías del poblado de chozas le pareció ver un rostro familiar. Sólo fue durante un segundo, luego desapareció; pero estaba seguro de que se trataba del chico al que había encontrado espiando, el que lo había abandonado a la cólera del sacristán Barnabás.

—¡Es de quien te he hablado! —siseó lleno de excitación. Jeremías miró hacia atrás sin comprender—. Ya sabes, Mal…, ¡Malaquías! ¡Le debo algo! —Simón llegó hasta el grupo de gente entre el que estaba seguro de haber visto la cara del espía. La mayoría eran mujeres y niños pequeños, pero también encontró a unos cuantos hombres mayores entre los miembros del grupo, doblados y marchitos como árboles viejos. Rodeaban a una mujer joven que estaba sentada en el suelo, ante una casucha medio caída que se apoyaba en la parte baja de la muralla exterior. Sobre su regazo sostenía a un niño diminuto al que mecía, llorando. Malaquías no estaba a la vista.

Simón observó las caras impasibles y ajadas de su alrededor y luego bajó la mirada hasta encontrar a la mujer que lloraba.

—¿Está enfermo el niño? —preguntó a alguien que había a su lado—. Soy el aprendiz del doctor Morgenes. ¿Quieren que vaya a buscarlo?

Una anciana volvió el rostro hacia él. Sus ojos, entre una intrincada maraña de sucias arrugas, eran tan duros y oscuros como los de un pájaro.

—Lárgate de aquí, hombre del castillo —dijo, y escupió en el polvo—. Vete, hombre del rey.

—Pero quisiera ayudar… —empezó a contestar Simón, cuando una fuerte mano lo cogió del codo.

—Haz lo que la vieja te ha mandado, muchacho.

El que le había dicho aquello era un hombre anciano de barba enmarañada. La mirada que aparecía en su rostro no era del todo desagradable, y apartó a Simón del círculo.

—Nada puedes hacer aquí. La gente está llena de ira. El niño está muerto. Sigue tu camino.

El hombre le dio a Simón un amable pero firme empujón.

Jeremías todavía lo esperaba en el mismo lugar. Los fuegos del campamento de alrededor iluminaban la expresión de preocupación de su rostro.

—No hagas eso, Simón —se quejó su amigo—. No me gusta estar aquí, sobre todo cuando el sol ya ha desaparecido.

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Ninguna de las antorchas estaba encendida, pero una extraña y desvaída luz llenaba la amplia sala. Simón no podía ver ni un alma en Hayholt, pero en cada pasadizo sonaban los ecos de voces que cantaban y reían.

Simón pasaba de una habitación a otra, apartaba las cortinas, abría las puertas de las despensas, pero no podía encontrar a nadie. Las voces parecían burlarse de él y de su búsqueda; aumentaban el volumen para luego disminuir, cantaban y reían en cien diferentes lenguas y ninguna de ellas resultaba ser la de Simón.

Al final se encontró delante de la puerta de la sala del trono. Las voces se oían más fuertes que antes, y todas parecían gritar desde el interior de la gran sala. Empujó la puerta con una mano y se abrió, no estaba cerrada. Mientras la empujaba las voces se iban callando, como si fuesen desterradas al silencio por el chirriar de los goznes. La luz pastosa salió como humo brillante. Simón entró.

El trono amarillento, el Trono del Dragón, se encontraba en el centro de la habitación. A su alrededor danzaban unas figuras en círculo, con las manos entrelazadas, que se movían con tanta lentitud como si estuvieran en aguas profundas. Simón reconoció a algunas: Judit, Raquel, Jakob el candelero y a otra gente del castillo, con sus rostros contraídos por el salvaje alborozo mientras se inclinaban y brincaban. Entre ellos se movían bailarines de más alto rango: el rey Elías, Guthwulf de Utanyeat, Gwythinn de Hernystir; éstos, al igual que la gente del castillo, giraban con tanta lentitud como el hielo que cae de las montañas convertido en polvo. Dispersas a lo largo del silencioso círculo había figuras amenazadoras, de un negro brillante como escarabajos: los reyes, que habían bajado de sus pedestales para unirse a la etérea festividad. En el centro se alzaba el gran trono, una montaña de apagado marfil que, en cierta forma, parecía lleno de vitalidad, inundado por una vieja y misteriosa energía que sostenía a los bailarines del círculo mediante unas tensas aunque invisibles riendas.

La sala del trono estaba silenciosa, a excepción de un hilo de melodía que flotaba en el aire: el Himno de la Alegría. La tonada era tensa y desafinada, como si las manos invisibles que la hacían posible no estuvieran preparadas para manejar instrumentos terrenales.

Simón se sintió empujado hacia la terrible danza, hacia el centro de un torbellino; apretó los pies contra el suelo, pero aun así se sintió atraído hacia el centro de manera inexorable. Las cabezas de los bailarines se volvieron hacia él con lentos movimientos, como tallos de hierba echados al viento.

En el centro del anillo, en el mismo Trono del Dragón, se iba conformando la oscuridad; se estaban uniendo oscuridades procedentes de muchas partes, que revoloteaban como una nube de moscas. Cerca del extremo superior de aquella hirviente y hormigueante negrura, dos latentes chispas carmesíes empezaron a brillar, como si fuesen avivadas por una súbita brisa.

Los bailarines miraban a Simón, mientras pasaban por su lado, y murmuraban su nombre: Simón, Simón, Simón… En la parte más alejada del círculo, más allá de la oscuridad del trono, se abrió una rendija: dos manos apretadas se separaron produciendo el ruido de una tela al ser rasgada.

Cuando el círculo se movió hacia él, una de las manos flotó como un ondulante pez. Era Raquel, y al acercarse lo llamó por señas. En lugar de su acostumbrada mirada llena de sospechas, el rostro de la mujer estaba plagado de líneas de desesperada alegría. Raquel alargó la mano y, a través de ella, el gordo Jeremías mantuvo la rendija abierta, con una menguada sonrisa en su pálido rostro.

—Ven, muchacho… —dijo Raquel, o al menos eran sus labios los que se movían, aunque la voz suave y ronca era de la un hombre—. Ven, ¿es que no ves el lugar que hemos dejado para ti? Un sitio especialmente preparado.

La mano lo cogió del cuello y empezó a tirar de él hacia La órbita de la danza. Simón luchó, trató de desasirse de los dedos pegajosos, pero estaba sin fuerzas. La boca de Raquel y la de jeremías estaban contraídas en una mueca. Las voces se hicieron más profundas.

—¡Muchacho! ¿Es que no me oyes? ¡Vamos, muchacho!

—¡No! —El grito salió al fin, liberándose de la constreñida prisión que constituía la garganta de Simón—. ¡No, no quiero, no!

—Oh, vamos, por la ligas de Frayja, muchacho. ¡Despierta! ¡Has desvelado a todo el mundo!

La mano volvió a sacudirlo con brusquedad, y se hizo un súbito rayo de luz. Simón se sentó, trató de gritar y cayó de espaldas, presa de un ataque de tos. Una negra sombra se inclinó sobre él, perfilada por una lámpara de aceite.

«La verdad es que el chico no ha despertado a nadie —pensó Isgrimnur—. Los demás han estado agitados y quejándose desde que he entrado, como si todos padeciesen la misma pesadilla. ¡Por los dioses, qué noche tan extraña!».

El duque observó cómo las agitadas figuras que lo rodeaban caían poco a poco en la quietud y volvió a fijar su atención en el chico.

«Mira, el pequeño cachorro no deja de toser. Aunque la verdad es que no es tan pequeño, lo que ocurre es que está más delgado que un potro hambriento».

Isgrimnur colocó la lámpara en una hornacina, retiró a un lado la sábana de basto tejido para poder coger mejor el hombro del joven. Levantó al chico en la cama y le dio una firme palmada en la espalda. El muchacho tosió una vez más y luego dejó de hacerlo. El duque le dio unas cuantas palmadas más con su ancha y velluda mano.

—Perdona, amigo, perdona. Tómate tu tiempo.

Mientras el joven recobraba el ritmo respiratorio, Isgrimnur miró alrededor de la alcoba compartida en la que la lisa cama del muchacho estaba extendida, separada por una sábana colgada. Del otro lado de la sábana provenían los murmullos de sueño y nocturnidad de una docena o más de pinches, que permanecían acostados en las proximidades.

Isgrimnur volvió a coger el candil y echó una mirada a las extrañas formas que colgaban en la pared llena de sombras: un desenmarañado nido de pájaros, un gallardete de seda —parecía verde a la débil luz— que con toda probabilidad provenía del equipo de algún caballero. Cerca de ellos, también colgados en clavos incrustados en las hendiduras de la pared, podían verse una pluma de halcón, un tosco Árbol de madera y una pintura cuyo borde rasgado mostraba que provenía de un libro. Isgrimnur torció el gesto; en el grabado distinguía a un hombre que lo contemplaba con el cabello totalmente alborotado…, ¿o eran cuernos…?

Cuando volvió a mirar hacia el suelo, sonriendo ante el desorden de los jóvenes, el chico había recuperado el aliento. Miraba hacia arriba, al duque, con grandes y nerviosos ojos.

«Con esa nariz y cubierto de —¿qué es, rojo?— pelo, el muchacho parece un maldito pájaro de los pantanos», pensó.

—Perdóname por haberte despertado —dijo el viejo duque—, pero eras el que más cerca estaba de la puerta. Necesito hablar con Towser, el bufón. ¿Sabes quién es?

El muchacho asintió, y miró el rostro del conde con aire dormido.

«Dios —pensó el rimmerio—, al final resultará que no es más que un tonto».

—Me dijeron que esta noche dormía por aquí, pero no veo dónde está. ¿Lo sabes tú?

—Vos sois…, vos sois…

El joven tenía problemas para acabar.

—Sí, soy el duque de Elvritshalla, y no empieces a hacer reverencias y a decir un «sire» tras otro. Sólo dime dónde está el bufón y te dejaré volver a dormir.

Sin mediar otra palabra el muchacho se deslizó fuera del jergón y se incorporó, cogió la sábana y se la puso como abrigo por encima de los hombros. La camisa le caía por debajo y se agitaba entre las piernas desnudas mientras saltaba por encima de los cuerpos tendidos en la pieza, algunos de los cuales aparecían enfundados en sus capas en el desnudo suelo, como si no hubiesen sido capaces de recorrer el camino hasta sus camas. Isgrimnur lo siguió con la lámpara, saltando con cuidado por encima de las negras formas como si siguiese a una de las doncellas-espíritus de Udún[3] a través de la carnicería de un campo de batalla.

Atravesaron dos habitaciones más de la misma forma, el gran espíritu y el pequeño; en la última, unas cuantas brasas de carbón ardían en la chimenea. En las baldosas del suelo frente al hogar, hecho un ovillo y con una bota de vino de piel de carnero agarrada con sus viejos dedos huesudos, estaba estirado y roncaba Towser, el bufón.

—Ah —gruñó Isgrimnur—. Bien, gracias, muchacho. Vuelve a la cama con mis disculpas, aunque creo que tenías un sueño del que debes de haberte sentido feliz de despertar. Ahora vete.

El joven se dio la vuelta y se dirigió de regreso hacia la puerta. Cuando pasó al lado del duque, éste se sorprendió al reparar en que casi era tan alto como él, e Isgrimnur no era bajo. Era la delgadez del muchacho y el modo en que se encorvaba al andar lo que hacía su talla menos evidente.

«Es una pena que nadie le enseñe a caminar erguido —pensó—. Y lo más seguro es que nunca lo aprenderá en las cocinas, o dondequiera que esté».

Cuando al cabo de un instante el joven hubo desaparecido, Isgrimnur se agachó y zarandeó a Towser; con suavidad, al principio, para luego pasar a hacerlo con más vigor, cuando se hizo patente que el hombrecito estaba totalmente ausente. Las más fuertes sacudidas del duque sólo provocaban débiles sonidos de protesta. Al final se agotó la paciencia de Isgrimnur. Se agachó, cogió un tobillo del hombrecito con cada una de sus manos y tiró de ellos hacia arriba, hasta que Towser quedó colgando cabeza abajo; únicamente su calva coronilla estaba en contacto con el suelo. La modorra de Towser dio paso a graznidos de disgusto, que al final se convirtieron en inteligibles palabras en lengua westerling.

—¿Qué…? ¡Abajo!… Ponedme… en pie, Aedón os maldiga…

—¡Si no te despiertas, viejo borracho, golpearé tu cabeza contra el suelo hasta que te convenzas para siempre de que el vino es pecado!

El duque añadió hechos a sus palabras y levantó los tobillos del bufón unos cuantos palmos, para dejarlo caer de nuevo de cabeza, sin demasiada amabilidad, sobre las frías piedras.

—¡Desistid! ¡Demonio, yo… me rindo! Dadme la vuelta, hombre, dadme la vuelta. ¡No soy Jesuris para que me colguéis cabeza abajo para la instrucción de… de las masas!

Isgrimnur lo bajó con suavidad hasta que el pequeño bufón estuvo del todo estirado sobre la espalda.

—No añadas blasfemias a las tonterías, viejo loco —gruñó.

Mientras contemplaba cómo Towser rodaba con dolor sobre su estómago, el duque no observó la delgada sombra que tomó posición en el vano de la puerta, tras él.

—Oh, misericordioso, misericordioso Aedón —gorgoteó el bufón mientras se incorporaba, hasta que logró quedar sentado—. ¿Habéis venido para usar mi cabeza como un pico? SI lo que queréis es excavar un pozo, yo mismo os hubiera podido decir que el suelo es aquí, en las habitaciones de los servidores, demasiado duro.

—Ya basta, Towser. No me he levantado dos horas antes de la salida del sol para oír chistes malos. Josua se ha marchado.

El hombrecito se rascó la coronilla, mientras con la otra mano buscaba la bota de vino a tientas.

—¿Adónde ha ido, Isgrimnur? Por piedad, hombre, ¿habéis roto mi calva porque Josua no ha acudido a encontrarse con vos en alguna parte? Yo no tengo nada que ver con ello, os lo juro. Towser tomó la bota y bebió un largo trago.

—Idiota —increpó Isgrimnur, pero el tono de su voz no denotaba enfado—. Me refiero a que el príncipe se ha ido. Ha abandonado Hayholt.

—Imposible —respondió el otro con firmeza, al tiempo que recobraba algo de compostura gracias al segundo trago de vino dulce—. No se marchará hasta la semana que viene. Así lo anunció. Me dijo que si lo deseaba podía ir con él y ser su juglar en Naglimund. —Towser torció la cabeza y escupió a un lado—. Le dije que le daría mi respuesta mañana…, hoy, ya que a Elías parece no importarle si me quedo o me voy. —Meneó la cabeza—. Yo, el más querido compañero de su padre…

El duque movió la cabeza con impaciencia y se acarició la barba gris.

—No, hombre, se ha ido. Ha partido en algún momento después de medianoche; eso es todo lo que puedo decir, o al menos eso afirma el guardia erkyno que encontré en sus estancias vacías cuando me dirigía a la reunión que debíamos mantener. Me dijo que fuera a esas horas de la noche, aunque yo ya me hubiese acostado, porque me explicó que había algo que no podía esperar. ¿Es eso propio de él: marcharse así, sin ni siquiera dejarme un mensaje? —explicó.

—¿Quién sabe? —dijo Towser. Su rostro arrugado se tensó mientras pensaba—. Tal vez por eso quería hablaros, porque se marchaba en secreto.

—Entonces, ¿por qué no esperó hasta que llegase? Todo esto no me gusta nada. —Isgrimnur se sentó en cuclillas y removió el carbón con un atizador—. Esta noche se respira un ambiente extraño en las salas de esta casa.

—A menudo los actos de Josua parecen extraños —intervino el bufón con tranquila seguridad—. En ocasiones es caprichoso, por el Señor, ¡ya lo creo que es caprichoso! Lo más seguro es que haya salido a cazar búhos, o por cualquier otro motivo. No temáis.

Tras un largo silencio, el duque dejó escapar un suspiro.

—Ah, estoy seguro de que tienes razón —dijo, y el tono de su voz casi resultó convincente—. Aunque él y Elías estén abiertamente enfrentados, nada puede suceder aquí, en la casa de su padre, ante Dios y ante la corte.

—Nada excepto que vengáis a golpearme la cabeza en plena noche. Parece que Dios se muestra hoy un poco torpe, por lo que respecta al reparto de castigos —sonrió Towser, con una mueca.

Mientras ambos hombres seguían hablando en un murmullo, cerca de las brasas casi apagadas, Simón volvió en silencio hacia su lecho, en donde se mantuvo despierto durante bastante tiempo, envuelto en la sábana y con los ojos abiertos en la oscuridad; pero cuando el gallo del patio vio aparecer el primer rayo de sol, el chico ya había vuelto a caer dormido.

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—Ahora recordad —avisó Morgenes, mientras se secaba el sudor de la frente con un brillante pañuelo azul—, no comáis nada hasta que lo traigáis de regreso y me preguntéis. Especialmente si tiene manchas rojas. ¿Entendido? Muchas de las cosas que os he pedido que me consigáis son puro veneno. Evitad la estupidez, si es posible. Simón, muchacho, tú estás a cargo de todo. Té encomiendo la responsabilidad de velar por la seguridad de los otros.

Los otros eran Jeremías, el muchacho del candelero, e Isaak, un joven paje de la residencia de arriba. El doctor había escogido aquel cálido atardecer de ferruero para organizar una batida en busca de setas y plantas en el Kynswood, un pequeño bosque de menos de cien acres que se extendía en la orilla superior del Kynslagh, a lo largo del muro occidental de Hayholt. A causa de la sequía, las provisiones de importantes productos del doctor Morgenes habían disminuido de forma alarmante, y Kynswood, situado como estaba, junto al gran lago, parecía ser un buen lugar para buscar los apreciados tesoros de humedad del doctor.

Se dispersaron por el bosque y Jeremías se quedó atrás para esperar hasta que el sonido de las pisadas de Morgenes disminuyera de intensidad entre los poblados arbustos.

—¿Se lo has preguntado? —inquirió Jeremías, cuyas ropas ya aparecían tan empapadas de sudor que se le pegaban al cuerpo.

—No —respondió Simón, que se había agachado para observar una apresurada fila de hormigas que subía por un tronco de pino de Vestivegg—. Lo haré hoy, pero tengo que pensar en la forma más adecuada de hacerlo.

—¿Y si dice que no? —preguntó el otro, mientras miraba la procesión con cierto disgusto—. ¿Qué haremos entonces?

—No dirá que no. —Simón se incorporó—. Y si lo hace…, bueno, tendré que pensar en algo.

—¿Qué andáis cuchicheando vosotros dos? —exclamó el joven Isaak, que había reaparecido en el claro del bosque—. No está bien guardar secretos.

Aunque tenía tres o cuatro años menos que ellos, Isaak ya había desarrollado un tono «de arriba». Simón frunció el entrecejo.

—No te importa.

—Mirábamos el árbol —terció Jeremías, que ya se sentía culpable.

—Debería haberlo pensado —dijo el paje, asqueado—. Hay un montón de árboles a los que mirar sin necesidad de permanecer oculto y contar secretos.

—Ya, pero éste… —empezó Jeremías—. Éste es…

—Deja el estúpido árbol —añadió Simón con disgusto—. Vamos. Morgenes nos puede pillar y entonces sabremos cómo las gasta.

Simón apartó una rama y se sumergió en la espesura de los arbustos.

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Era un trabajo duro; cuando se detuvieron para beber agua y descansar a la sombra, una hora y media después, los tres chicos estaban cubiertos de fino polvo rojo, desde las manos hasta los codos y de los pies a las rodillas. Cada uno de ellos llevaba un pequeño montón de artículos envueltos en un pañuelo. El de Simón era el más grande, y los de Isaak y Jeremías presentaban un aspecto más modesto. Encontraron una gran picea en la que se acomodaron con las piernas, llenas de polvo, extendidas en abanico como los radios de una rueda. Simón tiró una piedra a través del claro; éste fue a parar a un montón de ramas rotas, e hizo temblar unas cuantas hojas.

—¿Por qué hace tanto calor? —se quejó Jeremías, mientras se secaba la frente—. ¿Y por qué debo llevar el pañuelo lleno de ridículas setas y secarme el sudor con las manos? —y mostró las palmas húmedas.

—Hace calor porque hace calor —refunfuñó Simón—, porque no llueve.

Pasó un largo rato sin que nadie dijese nada. Incluso los insectos y los pájaros parecían haber desaparecido, haberse ido a lugares más oscuros para dormir durante el seco atardecer.

—Supongo que deberíamos alegrarnos de no estar en Meremund —intervino Jeremías al fin—. Dicen que allí han muerto más de mil personas a causa de la plaga.

—¿Mil? —dijo Isaak, desdeñoso. El calor había hecho que su acostumbrada tez pálida apareciese sonrosada—. ¡Miles! Es la comidilla de la residencia. Mi amo va por todo Hayholt con un pañuelo empapado en agua bendita sobre el rostro, y eso que la plaga todavía no ha llegado a cien leguas de aquí.

—¿Sabe tu amo lo que ocurre en Meremund? —preguntó Simón, interesado— ¿Te habla de ello?

—Continuamente —explicó el joven paje, pagado de sí mismo—. El marido de su hermana es el alcalde. Fueron de los primeros en huir de la plaga. Ha obtenido mucha información de ellos.

—Elías ha nombrado Heraldo del Rey a Guthwulf de Utanyeat —dijo Simón.

Jeremías se quejó y se apartó del tronco, para estirarse en el manto de agujas de pino que cubría el suelo.

—Eso está bien —replicó Isaak, que con una ramita escarbaba en el suelo—, y ha conseguido mantener la enfermedad a raya, sin que se extendiera.

—¿Qué es lo que causó la plaga, la pestilencia? —preguntó Simón—. ¿Lo sabe alguien de la residencia?

Se sintió estúpido haciendo preguntas a un chico mucho más joven que él, pero el paje oía los chismorreos de arriba y no se mostraba reticente en compartirlos.

—Nadie lo sabe con certeza. Algunos dicen que celosos comerciantes hernystiros de Abaingeat, al otro lado del río, envenenaron los pozos. También ha muerto mucha gente en Abaingeat. —Isaak dijo aquello con cierto aire de satisfacción; después de todo, los hernystiros no eran aedonitas, sino paganos. Aunque nobles y aliados, la Casa de Lluth debería estar bajo la Tutela del Supremo Rey—. Otros dicen que la sequía ha hecho que la tierra se resquebraje, y que aires venenosos escaparon del suelo. Sea lo que fuere, mi amo dice que no se detiene ante nadie, ricos, sacerdotes o campesinos. Primero sientes calor y fiebre…

Jeremías, estirado sobre la espalda, gruñó y se palpó la frente.

—… después te salen ampollas, como si hubieses caído sobre carbones encendidos. Luego las ampollas empiezan a supurar. —Isaak enfatizó la última frase con una mueca infantil, enmarcada por el rubio cabello que le caía sobre el rostro contraído—. Y finalmente te mueres. Con muchos dolores.

El bosque parecía exhalar calor a su alrededor cuando se quedaron sentados sin hablar.

—Mi amo Jakod —explicó Jeremías— teme que la plaga llegue a Hayholt, a causa de todos esos sucios campesinos que viven al otro lado de las murallas. —El bosque pareció volver a exhalar una pesada respiración—. Rubén el Oso, el herrero, le dijo a mi amo que un fraile mendicante le había hablado de que Guthwulf había tomado medidas muy crueles en Meremund.

—¿Crueles medidas? —preguntó Simón, con los ojos cerrados—. ¿Eso qué quiere decir?

—El fraile le dijo a Rubén que, cuando Guthwulf llegó a Meremund, como Heraldo del Rey, reunió a la guardia erkyna y fue a los hogares de los afectados. Cogieron martillos, clavos y tablas y sellaron las casas.

—¿Con la gente dentro? —interrogó Simón, horrorizado a la vez que fascinado.

—Claro. Lo hizo para detener el avance de la plaga. Sellaron las casas para que los familiares de los enfermos no pudieran huir y extender la enfermedad a los demás.

Jeremías levantó la manga y se volvió a secar el sudor.

—Pero yo creía que la plaga provenía de malignos vapores escapados de la tierra.

—Incluso así podía extenderse. De esa manera han muerto numerosos sacerdotes, monjas y sanguijuelas. El fraile dijo que por la noche, y durante muchas semanas, las calles de Meremund eran…, eran…, ¿cómo dijo?, «como los Salones del Infierno». Podías oír aullar como perros a la gente que había quedado en las casas selladas. Al final, cuando todos hubieron callado, Guthwulf y la guardia erkyna quemaron las viviendas sin abrirlas.

Mientras Simón se maravillaba ante aquel último detalle, se oyeron ruidos de ramas rotas.

—¡Así que estáis aquí, vagos! —dijo Morgenes al aparecer entre la espesura, con la ropa llena de ramitas y hojas. Un poco de hierba colgaba del borde de su ancho sombrero—. Debería haberme imaginado que os iba a encontrar así.

Simón se puso en pie.

—Sólo llevamos sentados un poco, doctor —intervino—. Hemos estado buscando durante mucho tiempo.

—¡No te olvides de preguntárselo! —siseó Jeremías, a la vez que se incorporaba.

—Bien —dijo Morgenes, mientras los observaba con ojo crítico—. Supongo que no lo habéis hecho del todo mal, teniendo en cuenta las circunstancias. Veamos qué es lo que habéis encontrado. —Se agachó como un granjero que recortase un seto y miró entre lo que los chicos habían hallado—. ¡Ah! ¡Oreja de Diablo! —gritó, y sostuvo un festoneado champiñón para mirarlo a la luz del sol—. ¡Estupendo!

—Doctor —dijo Simón—, quisiera pediros un favor.

—¿Hummm? —respondió Morgenes, revolviendo entre los hongos, con un pañuelo extendido como mesa.

—Bueno, Jeremías está interesado en entrar a formar parte de la guardia, o en intentarlo. El problema reside en que el conde Breyugar no nos conoce mucho, a nosotros, la gente del castillo, y Jeremías no tiene conexiones en esos círculos.

—Eso —dijo Morgenes— no me sorprende.

El doctor vació el siguiente pañuelo.

—¿Creéis que podríais escribirle una carta de recomendación? Vos sois bien conocido por todos.

Simón trataba de aparentar un tono de tranquilidad en la voz. Isaak miraba al sudoroso Jeremías entre admirado y divertido.

—Hummm. —El tono de voz del anciano era neutro—. Sospecho que soy demasiado bien conocido para Breyugar y sus amigos. —Morgenes elevó la mirada y enfocó a Jeremías—. ¿Lo sabe Jakob?

—El…, él conoce mis deseos —aseguró el interesado.

El sabio doctor amontonó todo lo encontrado en un saco y devolvió los pañuelos a los muchachos. Luego se incorporó y se sacudió unas hojas y agujas de pino de la ropa.

—Supongo que sí que podría —dijo, mientras regresaban a Hayholt—, aunque no lo apruebo. Y no creo que una nota de mi parte les merezca una respetuosa atención. Pero supongo que si Jakob lo sabe, está bien.

Caminaron en fila india a través de la espesura.

—Gracias, doctor —expresó Jeremías casi sin respiración, mientras luchaba por mantener el equilibrio.

—Dudo de que te acepten —añadió el paje, con algo de envidia. Mientras regresaban al castillo su altanería reapareció.

—Doctor Morgenes —dijo Simón, tratando de aparentar un tono de indiferencia—, ¿por qué no escribo yo la carta? Vos podéis verla después y firmarla. Sería una buena práctica para mí, ¿no creéis?

—Por qué no… —respondió el doctor y saltó por encima del tronco de un árbol caído—. Me parece una excelente idea. Me alegra verte tomar ese tipo de iniciativas. Tal vez haya hecho de ti un verdadero aprendiz.

La alegre afirmación del anciano, su tono de orgullo, cayeron sobre el muchacho como un manto de plomo. Todavía no había hecho nada, nada malo, y ya se sentía como un asesino o algo peor. Iba a decir algo más cuando el apacible ambiente del bosque fue roto por un grito.

Simón se volvió y vio a Jeremías, con la cara tan blanca como la harina, que señalaba hacia algo en la espesura, junto a una rama caída. Isaak estaba junto a él, helado de terror. Simón retrocedió a la carrera, con Morgenes a sus talones.

Se trataba de un cuerpo caído; se veía a medias a través de la vegetación. Aunque el rostro estaba parcialmente cubierto de arbustos, el estado casi descarnado de las zonas expuestas indicaba que llevaba muerto bastante tiempo.

—Oh, oh, oh —boqueó Jeremías—. ¡Está muerto! ¿Hay bandidos por aquí? ¿Qué haremos?

—Oh, calla —saltó Morgenes—. Esto será el principio. Dejadme echar una mirada.

El doctor se cogió el vuelo de la ropa y se introdujo en la espesura; luego se detuvo y apartó las ramas que ocultaban parte del cuerpo.

Por la barba enredada que todavía colgaba del rostro picoteado por pájaros e insectos, parecía que se trataba de un norteño, tal vez de un rimmerio. El cadáver vestía ropas de viaje, una ligera capa de lana y botas de cuero teñido, ahora podrido, por las que asomaban trozos del forro.

—¿Cómo habrá muerto? —preguntó Simón.

Las vacías cuencas de los ojos, oscuras y taciturnas, lo ponían nervioso. La boca llena de dientes, en la que faltaban algunos trozos de carne, parecía estar paralizada en una sonrisa, como si el cadáver hubiera estado allí tendido durante semanas, riéndose de algún chiste.

Morgenes usó un palo para apartar la túnica del muerto. Unas cuantas moscas se alzaron perezosas y volaron en círculo.

—Mira —dijo.

De un putrefacto agujero en el reseco tronco del cadáver sobresalía un fragmento de flecha, rota un palmo por encima de las costillas.

—Lo ha hecho alguien que tal vez tuviera prisa; alguien que no quería ser reconocido por la flecha.

Tuvieron que esperar un rato hasta que Isaak volvió a encontrarse bien antes de regresar al castillo.