La estrella del conquistador
La primavera y el verano del primer año del reinado de Elías fueron mágicos y brillaron de pompa y lujo. Todo Osten Ard pareció renacer. La joven nobleza volvió a llenar los salones de Hayholt, durante mucho tiempo desiertos, cubriendo de luz y color lo que antes era oscuridad. Como en los días de juventud de Juan, el castillo se llenó de risas, bebida y del movimiento de brillantes espadas de batalla y armaduras. Durante las noches, la música volvía a oírse en los jardines de setos y las espléndidas damas de corte iban y venían de citas amorosas amparadas por la cálida oscuridad, como gráciles espíritus que flotasen. El campo de torneos renació y se llenó de tiendas multicolores como si fuese un jardín de flores. A la gente común todo aquello le hacía tener la impresión de que cada día era festivo y de que el alborozo no tenía fin. El rey Elías y sus amigos estaban siempre de broma. Todo Erkynlandia parecía festejar y dar volteretas como un perro emborrachado de verano.
Algunos de los habitantes del pueblo murmuraban que resultaba difícil plantar la cosecha con tanta despreocupación a su alrededor. Muchos de los viejos y amargados sacerdotes hacían predicciones sobre tan licenciosas costumbres, pero la mayor parte de la gente se reía de aquellos pronósticos. La monarquía de Elías era de nuevo cuño, y Erkynlandia —y de hecho parecía que todo Osten Ard— había salido de un largo invierno para despertar a una imperecedera estación de juventud. ¿Cómo podía todo ello ser antinatural?
Simón sentía que le dolían los dedos mientras trazaba las letras sobre el pergamino gris con gran laboriosidad. Morgenes se encontraba junto a la ventana, con una larga y aflautada pipa de cristal que examinaba a la luz del sol, como si buscase suciedad en ella.
«¡Si dice una sola palabra acerca de que esa cosa no está suficientemente limpia, me marcharé! —pensó Simón—. La única luz del sol que puedo ver es la que se refleja en los vasos que limpio».
Morgenes se apartó de la ventana y trajo la pieza de cristal hasta la mesa en la que el muchacho sudaba tinta con la escritura. Mientras el anciano se acercaba, Simón se iba preparando para la reprimenda y sintió un ramalazo de resentimiento.
—¡Un excelente trabajo, Simón! —dijo Morgenes, y depositó la pipeta junto al rollo de pergamino—. Parece ser que tratas todas estas cosas con más cuidado del que yo tendré nunca.
El doctor le dio una palmada en el brazo y se inclinó hacia los escritos.
—¿Cómo te va con eso? —preguntó Morgenes.
—Muy mal —se oyó contestar el aprendiz. Aun cuando el nudo de resentimiento seguía en él, se sentía disgustado por el tono frívolo de su voz—. Quiero decir que nunca lo haré bien. No puedo trazar las letras sin que lo manche todo de tinta, ¡y tampoco puedo leer nada de lo que escribo!
Al decirlo se sintió algo mejor, pero todavía se notaba estúpido.
—Simón, te preocupas por nada —dijo el doctor, y se incorporó.
Tenía un aire distraído y, mientras hablaba, parecía buscar algo con la mirada por la habitación.
—En primer lugar, cuando se aprende a escribir todo el mundo hace borrones. Algunos malgastan sus vidas «emborronando»; eso significa que no tienen nada importante que decir. Y en segundo lugar, claro que no puedes leer lo que escribes, pues el libro está escrito en nabbaneo y tú no conoces esa lengua.
—Entonces, ¿por qué tengo que copiar palabras que no entiendo? —rezongó Simón—. Es una tontería.
Morgenes volvió a posar la mirada sobre el muchacho.
—Ya que he sido yo el que te ha dicho que lo hagas, ¿también soy yo un tonto?
—No, no quería decir eso… Es que…
—No te molestes en explicarlo.
El doctor acercó un taburete y se sentó junto a Simón. Sus largos y curvados dedos rascaban distraídamente unas manchas de la mesa.
—Quiero que copies esas palabras porque es más fácil concentrarse en la forma de las letras si no te distraes con el significado.
—Ya —respondió Simón, que se sentía satisfecho a medias—. ¿Podéis decirme qué libro es éste? Aunque miro las pinturas no puedo imaginármelo.
Pasó las páginas hasta dar con una ilustración que había mirado muchas veces durante los últimos tres días: un grotesco grabado de un hombre con una cornamenta, que miraba con grandes ojos y poseía negras manos. Unas figuras aparecían postradas a sus pies; por encima del hombre un sol flamígero colgaba en un cielo negro.
—Como ésta —señaló Simón a la extraña pintura—; aquí al pie dice Sa Asdridan Condiquilles. ¿Qué significa?
—Quiere decir —respondió Morgenes mientras cerraba la tapa y cogía el libro— «la Estrella del Conquistador», y no es de la clase de cosas que necesitas saber —añadió, y colocó el libro en precario equilibrio en una estantería que había en la pared.
—¡Pero soy vuestro aprendiz! —protestó el chico—. ¿Cuándo vais a enseñarme algo?
—¡Muchacho idiota! ¿Qué es lo que crees que estoy haciendo? Intento enseñarte a leer y escribir. Eso es lo más importante. ¿Qué quieres aprender?
—¡Magia! —dijo Simón de inmediato.
Morgenes lo miró con fijeza.
—¿Y leer…? —preguntó el doctor, amenazador.
El muchacho estaba malhumorado. Como de costumbre, la gente parecía determinada a burlarse de él en todo momento.
—No sé… —dijo—. ¿Qué importa la lectura y las letras? Los libros son sólo historias sobre cosas. ¿Por qué tendría que leer libros?
Morgenes sonrió mostrando los dientes, como un viejo zorro al encontrar un agujero en la tapia del gallinero.
—Ah, muchacho, podría enfadarme tanto contigo… ¡Qué maravillosa, encantadora y perfectamente estúpida cosa acabas de decir!
El doctor rió.
—¿Qué queréis decir? —repuso Simón frunciendo el entrecejo—. ¿Por qué es maravillosa y estúpida?
—Es maravillosa por haber obtenido esa maravillosa respuesta —rió Morgenes—. Y estúpida porque…, porque los jóvenes son estúpidos. Supongo que, al igual que las tortugas han sido provistas de caparazones y las avispas de aguijones, es su protección contra las incomodidades de la vida.
—Perdonadme, ¿qué habéis dicho?
Ahora Simón se encontraba totalmente desconcertado.
—Los libros… —explicó Morgenes con gesto imponente—, los libros son magia. Ésa es la respuesta. Y los libros también son trampas.
—¿Magia? ¿Trampas?
—Los libros son una forma de magia —el doctor cogió el volumen que acababa de dejar en el estante— porque atraviesan el tiempo y la distancia de forma más segura que cualquier encantamiento. ¿Qué hizo que alguien pensase así sobre esto y lo otro hace doscientos años? ¿Puedes volar hacia el pasado y preguntárselo? No…, seguramente que no… Pero, ah, si escribió sus pensamientos, si en alguna parte existe un rollo de pergaminos o un libro de sus discursos…, ¡esa persona te habla a través de los siglos! Y si deseas visitar Nascadu o la perdida Khandia, no tienes más que abrir un libro.
—Sí, creo que eso lo entiendo —dijo Simón, que no trataba de ocultar su desagrado. Aquello no era lo que él entendía por «magia»—. ¿Y las trampas? ¿Por qué trampas?
Morgenes se inclinó hacia adelante y agitó el volumen forrado de cuero bajo la nariz del muchacho.
—Un escrito es una trampa —explicó de forma jovial—, y del peor tipo. Mira, un libro es la única clase de trampa que mantiene a su cautivo, que es el conocimiento, vivo para siempre. Cuantos más libros tienes —dijo el doctor mientras con sus manos abarcaba la estancia—, más trampas, y por ello más oportunidades de capturar alguna presa elusiva y brillante que de otra forma moriría sin ser vista.
Morgenes finalizó con un ademán grandilocuente, y dejó caer el libro sobre los otros. Una tenue nube de polvo se elevó y las motas se hicieron visibles en la franja de luz solar que se filtraba a través de las ventanas barradas.
Simón miró durante un instante el polvo, mientras trataba de poner en orden sus pensamientos. Seguir las explicaciones del anciano era como tratar de coger con mitones a un ratón.
—Pero ¿qué me decís de la magia real? —preguntó al fin, con un pliegue de tozudez entre las cejas—. Magia como la que dicen que practica Pryrates en la torre.
Durante un breve instante una mirada de rabia —¿o tal vez de miedo?— contrajo el rostro del doctor.
—No, Simón —dijo con calma—. No me hables de Pryrates. Es peligroso y está loco.
A pesar de sus malos recuerdos sobre el sacerdote rojo, Simón pensó que la intensidad de la mirada del sabio resultaba extraña y algo asustadiza, pero se animó para realizar otra pregunta.
—Vos hacéis magia, ¿no? ¿Por qué es Pryrates peligroso?
Morgenes se incorporó de repente, y por un instante el joven temió que el anciano fuese a golpearlo o a gritarle. En lugar de ello, caminó con rigidez hasta la ventana y miró hacia afuera durante un momento. Desde donde Simón permanecía sentado, el fino cabello del doctor formaba un halo pajizo por encima de los hombros.
Morgenes se volvió y regresó junto al aprendiz. Su rostro aparecía lleno de gravedad y turbado por la duda.
—Simón —dijo—, lo más seguro es que lo que voy a decirte no me reporte ningún bien, pero quiero que te mantengas lejos de Pryrates. No te le acerques ni hables de él…, excepto conmigo, claro.
—Pero ¿por qué?
Contrariamente a lo que el doctor pudiera pensar, Simón ya había decidido mantenerse alejado del alquimista. Morgenes nunca se mostraba tan comunicativo y, por ello, el chico no quería desperdiciar la ocasión.
—¿Qué hay de malo en él? —preguntó.
—¿Te has dado cuenta de que la gente tiene miedo de Pryrates, de que cuando desciende de sus nuevas habitaciones en la Torre de Hjeldin la gente se aparta corriendo de su camino? Existe una razón. Lo temen porque él mismo no posee ni un ápice de miedo. Sus ojos así lo demuestran.
Simón se puso el extremo de la pluma en la boca y la mordió, para volver a preguntar:
—¿Ni un ápice de miedo? ¿Eso qué significa?
—No existe lo que se llama «falta de temor», Simón, a menos que un hombre esté loco. La gente a la que se llama intrépida lo único que hace es esconderlo bien, y eso es una cosa muy diferente. El viejo rey Juan conocía el miedo, y sus dos hijos también lo han conocido… Yo también. Pero Pryrates… Bueno, la gente se da cuenta de que él no teme ni respeta las cosas que los demás sí respetan y temen. Eso es lo que queremos decir cuando llamamos loco a alguien.
A Simón todo aquello le pareció fascinante. Ni siquiera estaba seguro de poder llegar a creer que el Preste Juan o Elías hubiesen tenido miedo, pero el tratar sobre Pryrates se le hacía irresistible.
—¿Está Pryrates loco? ¿Cómo puede ser? Es un sacerdote y uno de los consejeros del rey —preguntó el muchacho; aunque recordó los ojos y la sonrisa dentona y supo que Morgenes tenía razón.
—Deja que te lo explique de otra forma —dijo el sabio, al tiempo que se retorcía un rizo cíe la nevada barba entre los dedos—. Te he hablado de trampas, de la búsqueda del conocimiento como de la caza de una criatura escurridiza. Bien, mientras que yo y otros buscadores del conocimiento ponemos nuestras trampas para ver qué brillante presa podemos tener la suerte de atrapar, Pryrates deja abierta su puerta durante la noche y espera a ver qué es lo que entra.
Morgenes apartó la pluma de Simón, se cogió la manga del manto y frotó para quitar la tinta que se extendía por la mejilla del muchacho.
—El problema del método de Pryrates —continuó— es que, si no te gusta la presa que ha acudido a la llamada, es muy difícil, muy, muy difícil, volver a cerrar la puerta.
—¡Ajá! —aulló Isgrimnur—. ¡Te he tocado! ¡Admítelo!
—No tengo el más mínimo rasguño sobre la ropa —dijo Josua, con una ceja enarcada y aire de fingida sorpresa—. Siento ser testigo de que los achaques os hayan conducido a tan desesperados recursos…
A media frase se echó hacia adelante. Con un ruido sordo, Isgrimnur paró con su propia empuñadura la estocada de la hoja de madera, y desvió el golpe.
—¿Achaques? —siseó el duque a través de su boca desdentada—. ¡Yo te daré un achaque que te enviará llorando de regreso con tu niñera!
Todavía veloz, a pesar de su corpulencia y los años, el duque de Elvritshalla avanzó, con ambas manos sobre la empuñadura de la hoja, lo que le permitía mantener un buen control al lanzar mandobles en amplios arcos con la espada de madera. Josua retrocedió de un salto, tratando de defenderse, mientras los finos cabellos se le pegaban a la frente empapada de sudor. Vio una abertura en la guardia del duque y, cuando éste tuvo la espada de prácticas a su espalda para volver a lanzar otro barrido, el príncipe agachó la cabeza. Entonces, usando su propia arma para ayudarse a esquivar el golpe, metió un pie tras el talón de Isgrimnur y estiró. El duque cayó de espaldas al suelo sobre la hierba, junto a él. Con su única mano se desató el grueso traje y rodó sobre la espalda.
Isgrimnur, que trataba de recuperar el aliento, no dijo nada durante un rato. Tenía los ojos cerrados y las gotas de sudor que le humedecían la barba brillaban a la luz del sol. Josua se sentó para mirarlo y una mueca de pesar le atravesó el rostro. Se incorporó del todo para desabrochar el traje de Isgrimnur. Cuando puso los dedos sobre el nudo, la manaza rosada del duque se levantó, lo golpeó a un lado de la cabeza y lo hizo caer de nuevo al suelo. El príncipe se llevó una mano a la oreja y su rostro expresó una mueca de dolor.
—¡Ajajá! —jadeó el duque—. Eso te enseñará…, joven cachorro.
Pasó otro lapso de tiempo en silencio mientras ambos hombres continuaban estirados mirando hacia el cielo despejado.
—Has hecho trampa —dijo Isgrimnur mientras se sentaba sobre la hierba—. La próxima vez que aparezcas en Hayholt te pediré la revancha. Además, si no hiciese este maldito calor y yo no estuviera tan malditamente gordo, te habría roto las costillas hace una hora.
Josua se sentó, con ojos ensombrecidos. Dos figuras se acercaban a través de la hierba amarillenta del campo de torneo. Una de ellas iba enfundada en un largo manto.
—Hace calor —apuntó el príncipe.
—¡Y estamos en novendre! —gruñó Isgrimnur, despojándose del traje de duelo—. Los días de verano están lejos, y todavía hace este calor. ¿Dónde está la lluvia?
—Tal vez se haya asustado y haya desaparecido —dijo Josua, y miró con ojos entornados las figuras que se aproximaban.
—¡Hola, hermano menor! —saludó una de ellas—. ¡Y hola a ti también, viejo tío Isgrimnur! ¡Parece que os hayáis lastimado con vuestro juego!
—Josua y el calor casi me matan, majestad —respondió el duque al aproximarse el rey.
Elías vestía una rica túnica de color verde mar; Pryrates, con la mirada oscura, caminaba a su lado con un manto rojo.
Josua se levantó y le ofreció la mano a Isgrimnur para que pudiera incorporarse.
—El duque exagera, como de costumbre —dijo el príncipe con suavidad—. Me vi obligado a derribarlo y sentarme encima de él para salvar mi vida.
—Sí, sí, ya vimos vuestros juegos desde la Torre de Hjeldin —explicó Elías, y agitó la mano hacia donde la mole de la torre se elevaba por encima de la muralla exterior de Hayholt—, ¿no es así, Pryrates?
—Sí, sire —respondió el sacerdote, con voz rasposa y una sonrisa tan delgada como un cabello—. Vuestro hermano y el duque son en verdad hombres vigorosos.
—A propósito, majestad —intervino Isgrimnur—, ¿puedo pediros algo? Odio tener que molestaros con asuntos de Estado en estos momentos.
Elías, que había tenido la vista perdida por el campo de torneo, se volvió hacia el viejo duque con una mirada de ligera molestia.
—Ahora estoy tratando algunos asuntos importantes con Pryrates. ¿Por qué no venís a verme cuando conceda audiencia para tratar ese tipo de asuntos? —respondió, y miró hacia otra parte.
Al otro lado del campo de torneo, Guthwulf y el conde Eolair de Nad Mullach —un pariente del rey Lluth de Hernystir— trataban de coger a un semental que había roto las riendas. Elías se rió al verlo y dio un ligero codazo a Pryrates, quien le obsequió con otra sonrisa superficial.
—Eh…, os pido perdón, majestad —Isgrimnur volvió a la carga—, pero hace quince días que trato de hablar con vos sobre este asunto. Vuestro canciller Helfcene no hace más que decirme que estáis muy ocupado…
—… en la Torre de Hjeldin —añadió Josua.
Durante un instante los hermanos entrecerraron los ojos; después, Elías se volvió hacia el duque.
—Está bien. ¿De qué se trata?
—Se trata de la guarnición real de Vestvennby. Hace más de un mes que se marcharon y continúan sin ser reemplazados. La Marca Helada sigue siendo un lugar salvaje, y yo no tengo los hombres suficientes como para mantener abierta la ruta de Wealdhelm sin la guarnición de Vestvennby. ¿Enviaréis otra tropa?
Elías había vuelto a dirigir la mirada hacia Guthwulf y Eolair, dos pequeñas figuras que brillaban al sol mientras trataban de dar caza al cada vez más lejano caballo. Respondió sin darse la vuelta.
—Skali de Kaldskryke asegura que tenéis hombres más que suficientes, viejo tío. Dice que estáis acumulando hombres en Elvritshalla y Naarved. ¿Por qué lo hacéis?
Antes de que el furioso Isgrimnur pudiera responder, Josua elevó su voz.
—Skali Nariz afilada es un mentiroso si afirma eso, y tú eres un loco si le crees.
Elías se dio la vuelta, con los labios contraídos.
—¿Es eso cierto, hermano Josua? ¿Es Skali un mentiroso? ¿Y debo creeros a vos, a vos, que nunca habéis ocultado vuestro odio hacia mí?
—Un momento, un momento… —interrumpió Isgrimnur, nervioso y algo más que asustado—. Elías…, vuestra majestad, sabéis de mi lealtad. ¡Fui el amigo más firme que vuestro padre jamás tuvo!
—¡Oh, sí, mi padre! —gruñó el monarca.
—Y, por favor, no prestéis oídos a esos escandalosos rumores, porque eso es lo que son, sobre Josua. ¡Él no os odia! ¡Os es tan leal como yo!
—De eso —dijo el rey— no tengo ninguna duda. ¡Enviaré una guarnición a Vestvennby cuando esté listo para ello, y no antes!
Tras decir aquello, Elías miró a ambos con ojos muy abiertos. Pryrates, que había permanecido callado todo el rato, levantó una mano y la apretó contra la manga de la túnica de Elías.
—Mi señor —intervino—, éste no es el lugar ni el momento adecuado para este tipo de asuntos… —añadió, y le dedicó una imprudente y burlona sonrisa a Josua—, o así humildemente lo creo.
El rey miró a su valido, y asintió una vez.
—Tenéis razón. Me he puesto colérico por nada. Perdonadme, tío —le dijo a Isgrimnur—. Como bien habéis dicho, es un día caluroso. Perdonad mis maneras —acabó, y sonrió.
El duque sacudió la cabeza.
—Desde luego, sire. Es fácil dejarse llevar por los malos humores en un día tan caluroso, lo cual resulta muy extraño en esta época del año. ¿No es así?
—Así es —respondió Elías, y sonrió de oreja a oreja mirando al sacerdote vestido de rojo—. Pryrates, aquí presente, a pesar de su sagrada pertenencia a la Iglesia, no parece poder convencer a Dios para que nos conceda la lluvia por la que rezamos, ¿no es cierto, consejero?
Pryrates miró al rey con extrañeza y hundió la cabeza en el cuello del manto, como una tortuga albina.
—Por favor, mi señor… —dijo—, prosigamos nuestra conversación y dejemos a estos caballeros con su esgrima.
—Sí —asintió el rey—, supongo que será lo mejor.
La pareja empezó a alejarse, cuando Elías se detuvo. Se dio la vuelta con lentitud hasta encararse con Josua, que recogía las espadas de madera de la seca hierba.
—¿Sabes, hermano? —empezó a decir el rey—. Hace mucho tiempo que no cruzamos nuestras espadas. Al observarte he recordado los viejos tiempos. ¿Qué te parece si hacemos un poco de ejercicio, aprovechando que estamos aquí?
Pasó un momento en el que nadie dijo nada.
—Como deseéis, Elías —replicó Josua, y lanzó una de las hojas de madera hacia el rey. Éste la cogió por el mango con la mano derecha.
—De hecho —dijo el monarca, con una media sonrisa en los labios—, creo que no nos hemos vuelto a enfrentar desde tu… accidente. —Elías adoptó una mirada solemne—. Tuviste suerte de no perder la mano con la que esgrimes la espada.
—Mucha suerte, en verdad —respondió Josua, retrocediendo un paso y medio antes de enfrentarse al rey.
—Por otra parte —empezó a decir el rey—, es una tontería que lo hagamos con estas pobres espadas de madera. —Elías movió el arma de prácticas—. Me divertiría mucho veros usar…, ¿cómo llamáis a esa gruesa hoja vuestra?… Ah, Naidel. Es una lástima que no la hayáis traído.
Sin avisar, Elías se echó hacia adelante y fue a golpear a Josua en la cabeza con el dorso de la mano. El príncipe vio venir el golpe y pudo esquivarlo; y, a su vez, contraatacó. El soberano eludió con destreza la estocada. Ambos hermanos se separaron.
—Sí —dijo Josua, al tiempo que levantaba la espada frente a sí, con el rostro mojado de sudor—. Es una pena que Naidel no esté conmigo. También me disgusta que Clavo Brillante no esté con vos.
El príncipe arremetió con una estocada baja, pero el rey retrocedió con rapidez para contraatacar a su vez.
—¿Clavo Brillante? —dijo Elías, respirando con un poco de dificultad—. ¿Qué queréis decir con eso? Sabéis que fue enterrada con nuestro padre.
Giró la espada y se lanzó hacia su hermano, que retrocedió.
—Ya lo sé —respondió Josua, rechazando el golpe—, pero la espada de un rey, así como su reino, debe ser sabia —avanzó— y valiente —volvió a echarse hacia adelante— … Debe ser usada con sabiduría y cuidado… por su heredero.
Las dos hojas de madera entrechocaron con el ruido de un hacha al penetrar en la madera. Ambas empuñaduras quedaron juntas y los rostros de los hermanos se encontraron separados por unos pocos centímetros. Los músculos de ambos se hincharon bajo la ropa; durante un instante casi parecieron estar rígidos. El único movimiento que se apreció fue un ligero temblor al presionar uno contra el otro. Por fin, Josua, que no podía coger la empuñadura con ambas manos, como el rey, sintió que su espada empezaba a resbalar. Con un rápido encogerse de hombros pudo deshacerse de la presión contraria y retroceder, al tiempo que volvía a elevar la espada entre él y su hermano.
Mientras ambos se enfrentaban sobre la hierba, con respiración agitada, se oyó un repique a través del campo de torneo; se trataba de las campanas de la Torre del Ángel Verde, que tocaban la hora de mediodía.
—¡Ya está bien, caballeros! —gritó Isgrimnur, con una débil sonrisa en el rostro. No había posibilidad de pasar por alto el odio que flotaba entre ambos hermanos—. Han sonado las campanas y eso significa que es la hora de comer. ¿Podemos decir que ha sido un empate? Si no me aparto del sol y encuentro una jarra de vino, temo que no llegaré a final de año.
—El duque tiene razón, mi señor —dijo Pryrates, y puso la mano sobre la de Elías, que todavía sostenía la espada enhiesta. Una sonrisa de reptil apareció en los labios del sacerdote—. Podemos seguir con nuestro asunto mientras regresamos.
—Muy bien —gruñó Elías, y tiró la espada por encima del hombro. La hoja rebotó en el suelo, se irguió un poco y volvió a caer plana—. Os agradezco el ejercicio, hermano.
El rey se dio la vuelta y ofreció el brazo a Pryrates. Ambos se alejaron, escarlata y verde.
—¿Qué me dice, Josua? —preguntó Isgrimnur, y cogió la espada de la mano del príncipe—. ¿Vamos a tomar un poco de vino?
—Sí, me parece que sí —replicó Josua, que se agachó para recoger la capa mientras Isgrimnur agarraba la espada que había tirado el monarca—. ¿Pueden los muertos permanecer para siempre entre los vivos, tío? —inquirió con calma, y se pasó la mano por el rostro—. Es igual. Vamos a ver si encontramos un lugar más fresco.
—De verdad, Judit, está bien, a Raquel no le importará…
La mano de Simón fue capturada a pocos centímetros del recipiente. A pesar de lo rolliza y sonrosada que era Judit, la asió con fuerza.
—Acaba de una vez con eso de que «a Raquel no le importará». Me rompería todos los huesos de mi frágil y viejo cuerpo.
Retiró la mano de Simón y se apartó de los ojos un mechón de cabello; después se limpió las manos en el sucio delantal.
—Tendría que haber sabido que el más mínimo soplo del olor a pastel te traería hacia aquí como a un perro de Inniscrich.
El muchacho trazó formas sin sentido sobre la mesa llena de harina, con triste expresión en el rostro.
—Pero Judit, has hecho montones y montones de masa, ¿por qué no puedo probar un poco?
La mujer se incorporó del taburete y se dirigió, llena de gracia, hacia uno de los cientos de estantes de la cocina, como una barcaza sobre un plácido río. Dos jóvenes pinches salieron corriendo ante ella, como gaviotas asustadas.
—Y ahora… —musitó—, ¿dónde está la vasija de la mantequilla?
Mientras permanecía con el dedo sobre los labios en actitud pensativa, Simón se acercó al recipiente de la masa.
—Ni te atrevas, jovencito. —Judit se había dirigido al muchacho por encima del hombro, sin ni siquiera haberlo mirado. ¿Es que tenía ojos en la nuca?—. Ahí no hay masa para ti, Simón. A Raquel no le gusta que luego no cenes.
Judit continuó su búsqueda a través de los ordenados estantes llenos de cosas, al tiempo que Simón volvía a sentarse.
A pesar de las periódicas frustraciones, la cocina era un lugar agradable. Más grande, incluso, que las estancias de Morgenes; daba la sensación de ser pequeña y acogedora, envuelta en el calor de los hornos y en los aromas de los buenos alimentos. El cordero estofado se estaba haciendo en cazuelas de hierro, panes de Aedontide se cocían en el horno y marrones cebollas colgaban como campanas de cobre en la empañada ventana. El aire resultaba espeso, lleno del aroma de las especias y del fuerte olor a jengibre y canela, azafrán, clavo y pimienta molida. Los pinches movían barriles de harina y pescado en escabeche a través de la puerta, o extraían panes de los hornos con largas palas de madera. Uno de los jefes de cocina hervía pasta de arroz sobre el fuego en un cazo de leche de almendras, para el postre del rey. La misma Judit, una mujer tan corpulenta como amable, que había conseguido que la gigantesca cocina pareciese tan íntima como una cabaña de granjero, lo dirigía todo sin apenas levantar la voz. Parecía una amable y lista soberana en su reino de pucheros y fuegos.
La buena mujer regresó con el frasco de la mantequilla, y Simón vio con pesar cómo con un largo cepillo bañaba la superficie de los panes con la mantequilla deshecha.
—Judit —preguntó el chico—, casi es Aedomansa[2]. ¿Por qué no ha nevado todavía? Morgenes dice que nunca había tardado tanto en hacerlo.
—No lo sé —dijo ella con rapidez—. Tampoco hemos tenido lluvia en novendre. Creo que debe de tratarse de un año seco —añadió, y volvió a cepillar la barra más cercana.
—Han estado dando de beber agua del foso de Hayholt al ganado del pueblo —dijo Simón.
—¿De veras?
—Sí. Puedes incluso darte cuenta de cómo ha bajado su nivel por las marcas que ha dejado el agua en la tierra. ¡Hay algunos sitios en los que ni siquiera te llega a las rodillas!
—Y seguro que tú te los conoces todos, no tengo la menor duda.
—Pues sí —respondió Simón con orgullo—. El año pasado, a estas alturas, ya estaba helado. ¡Piensa en ello!
Judit levantó la vista de lo que hacía para mirar al muchacho con sus pálidos ojos azules.
—Ya sé que todo eso es muy interesante —dijo—, pero recuerda que necesitamos el agua. No habrá más comidas decentes sí no tenemos lluvia o nieve. Ya sabes que no nos podemos beber el Kynslagh.
El Kynslagh, al igual que el Gleniwent que lo alimentaba, era tan salado como el mar.
—Ya lo sé —replicó Simón—. Estoy seguro de que pronto nevará, o lloverá, porque hace mucho bochorno. Simplemente estamos pasando una temporada rara.
Judit estaba a punto de decir algo más, pero se contuvo al mirar el vano de la puerta por encima del hombre de Simón.
—¿Sí, muchacha? ¿Qué ocurre? —preguntó.
El chico se volvió para encontrarse con una joven de rizado cabello que estaba a unos metros: Hepzibah.
—Raquel me ha enviado a buscar a Simón, Judit —explicó con una especie de reverencia cansina—. Lo necesita para coger algo de una estantería alta.
—Bien, querida, no tienes que preguntármelo. Él está aquí sentado remoloneando alrededor de la masa, y no me es de ninguna ayuda.
Judit hizo un gesto hacia Simón, como despidiéndolo, aunque él no lo vio, pues estaba admirando el entallado delantal de Hepzibah y el suelto cabello que ni siquiera la cofia podía contener.
—Por el amor de Lysia, muchacho, levántate —dijo Judit, y se inclinó hacia él con el mango de un cepillo en alto.
Hepzibah ya había dado media vuelta y casi había salido de la habitación. Cuando Simón saltó del taburete para seguirla, la encargada de la cocina posó una cálida mano sobre su hombro.
—Aquí —le indicó— parece que se ha estropeado éste… Mira, está torcido.
La mujer le alargó una barra de pan recién hecho, torcido como un trozo de cuerda. El pan olía a azúcar.
—¡Gracias! —respondió el muchacho.
Partió un trozo y se lo metió en la boca mientras corría hacia la puerta.
—¡Está muy bueno! —dijo, como despedida.
—¡Claro que lo está! —añadió Judit a su espalda—. ¡Si se lo dices a Raquel te desollaré vivo!
Cuando hubo acabado de lanzar su amenaza, se encontró gritando ante un umbral vacío.
A Simón sólo le costó unos pasos alcanzar a Hepzibah, que no iba muy deprisa.
«¿Me esperaba?», se preguntó, y sintió que le faltaba el aire. Decidió que sería mejor dar una vuelta lejos de la mirada de Raquel.
—¿Te gustaría…, te gustaría un poco de esto? —preguntó Simón, con voz trémula.
—Oh, claro que sí —dijo Hepzibah, y obsequió al muchacho con una deslumbrante sonrisa—. Dame otro trozo, ¿quieres?
Simón quiso.
Salieron por el vestíbulo hacia el patio. Hepzibah cruzó los brazos como para abrazarse a sí misma.
—¡Qué frío! —exclamó la muchacha, aunque hacía bastante calor, considerando que estaban en decimbre; pero ahora que ella lo había mencionado, Simón se dio cuenta de que se había levantado brisa.
—Sí, hace frío —dijo, y volvió a callarse.
Mientras daban la vuelta al bastión interior que albergaba las estancias reales, Hepzibah señaló hacia una pequeña ventana que estaba situada bajo el torreón superior.
—¿Ves aquella ventana? —preguntó—. Pues el otro día vi allí a la princesa mientras se cepillaba el cabello… ¡Qué hermoso pelo tiene!
Un ligero recuerdo del oro que atrapaba la luz del atardecer vino a la memoria de Simón, pero aquello no lo iba a distraer.
—Bueno, yo creo que tú tienes el cabello mucho más bonito —dijo, y miró hacia una de las torres de vigilancia del bastión mediano, aunque el rubor de sus mejillas lo traicionó.
—¿De verdad? —rió Hepzibah—. Me parece que lo tengo muy enredado. La princesa Miriamele tiene damas que le cepillan el pelo. Sara, la chica rubia, ¿sabes?, conoce a una de ellas y dice que esa dama le explicó que la princesa a veces está muy triste, y que quiere regresar a Meremund, en donde se crió.
Simón miraba el cuello de Hepzibah con mucha atención. Un cuello que estaba inundado de los bucles del rizado cabello de la muchacha que se escapaban por debajo de la cofia.
—Hummm —musitó el joven.
—¿Quieres saber alguna cosa más? —preguntó Hepzibah. Se dio la vuelta y miró a Simón—. ¿Qué es lo que miras? —preguntó con una mueca, aunque sus ojos parecían divertidos—. Deja de hacerlo. Ya te dije que tenía el cabello muy enredado. ¿Quieres saber algo más sobre la princesa?
—¿Qué, por ejemplo?
—Su padre quiere casarla con el conde Fengbald, pero ella se niega. El rey está furioso con ella, y Fengbald amenaza con dejar la corte y volver a Falshire, aunque quién sabe por qué querrá hacerlo. Lofsunu dice que nunca se irá, porque en su condado nadie tiene el dinero suficiente como para apreciar sus caballos, ropajes y demás.
—¿Quién es Lofsunu? —quiso saber Simón.
—Oh… —Hepzibah pareció evasiva—. Es un soldado que conozco. Ha venido con la guardia del conde Breyugar. Es muy bien parecido.
El último pedazo de pan pareció convertirse en ceniza mojada en la boca de Simón.
—¿Un soldado? —dijo, con calma—. ¿Es… un familiar tuyo?
Hepzibah rió cantarina, de una forma que al joven le empezaba a resultar irritante.
—¿Un familiar? Por el misericordioso Rhiap, no. ¡No hace más que ir detrás de mí! —volvió a reír. A Simón la risa de la muchacha le gustaba cada vez menos—. Tal vez lo hayas visto —continuó Hepzibah—. Está de guardia en los cuarteles orientales. Posee anchas espaldas y lleva barba. —Mientras hablaba, sus manos dibujaban una figura de hombre en el aire, en cuyo interior hubieran podido caber dos Simones con comodidad.
El chico se sintió herido en sus sentimientos.
—Los soldados son estúpidos —gruñó, irritado.
—¡No es cierto! —respondió la muchacha—. ¡Lofsunu es muy agradable, y algún día se casará conmigo!
—Qué bien, haréis una bonita pareja —gruñó Simón, aunque un instante después se arrepintió de haberlo dicho—. Espero que seáis felices —acabó, con la esperanza de que las razones de su resentimiento no se hiciesen tan transparentes como él sentía que eran.
—Lo seremos —dijo Hepzibah, calmada, y miró a un par de guardianes que caminaban por las almenas, con largas picas apoyadas en los hombros—. Algún día Lofsunu será sargento y tendremos una casa propia en Erchester. Seremos tan felices… como podamos. Pero, en cualquier caso, más felices que la pobre princesa.
Con una mueca de disgusto, Simón cogió una piedra y la lanzó por encima del muro del bastión.
El doctor Morgenes, que paseaba por las almenas, miró hacia abajo y vio que Simón y una de las jóvenes sirvientas pasaban por debajo de él. Un golpe de viento le quitó la capucha justo cuando la pareja estaba a su altura. Sonrió y le deseó a Simón buena suerte, pues el chico parecía necesitarla. Aunque su carácter lo aproximaba más a un niño que a un hombre, ya era bastante alto y en él se podían ver indicios de que algún día crecería. Simón se encontraba en la frontera, e incluso el doctor, cuya edad nadie del castillo podía adivinar, recordó lo que eso significaba.
Se produjo un súbito batir de alas a espaldas del sabio; éste se volvió, con cuidado, como si lo esperase. Todos los que hubiesen estado observándolo habrían podido ver una sombra de color gris frente al anciano durante algunos segundos; la sombra desapareció después en los anchos pliegues de sus mangas grises.
Las manos del doctor, que un momento antes estaban vacías, ahora se hallaban ocupadas con un delgado pergamino enrollado y sujeto mediante una cinta azul, cuyo nudo deshizo con suaves ademanes. El mensaje estaba escrito en la lengua sureña de Nabban y de la Iglesia, pero las letras eran runas de Rimmersgardia.
«Morgenes:
»Los fuegos del Pico de las Tormentas han sido encendidos. Desde Tungoldyr he podido ver el humo durante nueve días y las llamas durante ocho. Los Zorros Blancos han vuelto a despertar otra vez, y en la oscuridad amenazan a los niños. Envío también palabras aladas a nuestro pequeño amigo, aunque no creo que lo cojan desprevenido. Alguien ha llamado a puertas peligrosas.
»Jarnauga».
Junto a la firma el autor había dibujado una pluma en un círculo.
—Qué tiempo tan extraño, ¿verdad? —dijo una seca voz—. Pero resulta muy agradable para pasear por las almenas.
El doctor se dio la vuelta mientras estrujaba el mensaje en la mano. Pryrates estaba a su espalda, con una sonrisa en el rostro.
—El aire parece estar hoy lleno de pájaros —añadió el sacerdote—. ¿Estudiáis vos a los pájaros, doctor? ¿Sabéis mucho de sus hábitos?
—Tengo algún conocimiento sobre ellos —dijo Morgenes, con calma, aunque sus ojos azules se achicaron.
—Yo también he pensado en estudiarlos —asintió Pryrates—. Son muy fáciles de capturar, ¿sabéis…?, y poseen numerosos secretos que pueden resultar de mucho valor para una mente inquisitiva. —Suspiró y se frotó la barbilla—. Ah, bueno, tan sólo es algo que está por considerar. Buenos días, doctor. Disfrutad del aire.
Pryrates se retiró de las almenas.
Morgenes no se movió hasta que hubo pasado un buen rato tras la partida del sacerdote y se quedó con la vista fija en dirección al norte, cuyo cielo aparecía de color azul grisáceo.