El túmulo sobre los acantilados
El castigo de Simón por su reciente delito fue la suspensión de su nuevo aprendizaje y el confinamiento en las dependencias de la servidumbre.
Durante días recorrió los límites de su prisión, desde los fregaderos de la cocina hasta las habitaciones de costura y a la inversa, sin descanso, como un cernícalo en cautiverio.
«Me lo he buscado yo mismo —pensaba en ocasiones—. Soy tan estúpido como dice el Dragón que soy». «¿Por qué tienen que preocuparse tanto por mí? —se preguntaba en otras ocasiones—. Todo el mundo pensará que soy un animal salvaje en el que no se puede confiar».
Raquel, en un gesto de misericordia, le encontró una serie de labores domésticas que realizar; los días no pasaron tan desesperadamente lentos como había esperado, pero Simón tenía la impresión de ser algo menos que un caballo de tiro. Habría traído y llevado pesos hasta que hubiera sido demasiado viejo para trabajar; después iría de vuelta a los establos, en donde Shem le daría un buen martillazo en la frente para acabar con sus días.
Mientras tanto fueron pasando los últimos días de novendre, y decimbre se coló en sus vidas como un sinuoso ladrón.
A finales de la segunda semana del nuevo mes, a Simón le fue permitido recobrar su libertad. Se le prohibió regresar a la Torre del Ángel Verde y a otros de sus escondites preferidos; en cambio, le fue permitido volver a sus ocupaciones con el doctor, pero le encomendaron labores adicionales por las tardes que requerían su pronto regreso a las dependencias de los sirvientes. Incluso esas cortas visitas significaron para él un gran consuelo. De hecho, parecía que Morgenes confiaba cada vez más en Simón. El doctor le enseñó muchas cosas acerca de los usos y cuidados de la fantástica variedad de cachivaches que se amontonaban en el estudio.
Desgraciadamente, también aprendía a leer. Aquello era un trabajo mucho más laborioso que barrer suelos y fregar polvorientos alambiques y contenedores, pero Morgenes lo condujo a través de todo ello con mano decidida, explicándole que sin el conocimiento de las letras Simón nunca sería un aprendiz de utilidad.
El día de San Tunath, el veintiuno de decimbre, Hayholt hervía de actividad. La festividad del santo era la última gran celebración antes de Aedomansa y por ello se había preparado un gran festín. Las doncellas del servicio colocaban ramas de muérdago alrededor de docenas de esbeltos candelabros de cera de abeja; todos ellos se encenderían a la puesta del sol, cuando sus llamas pudieran traspasar las ventanas, para convocar al errante san Tunath desde la oscuridad del invierno o para que éste bendijese el castillo y a sus moradores. Otros sirvientes apilaban troncos en las chimeneas o esparcían alfombras en los suelos.
Simón, que había hecho todo lo posible durante la tarde para pasar inadvertido, fue, a pesar de ello, descubierto y encargado de dirigirse a las estancias del doctor Morgenes para averiguar si el sabio tenía algún tipo de aceite para dar brillo a las cosas. Las huestes de Raquel habían usado todo el disponible para obtener un brillo cegador en la Gran Mesa, y el trabajo no había hecho más que empezar en el Salón Principal.
Simón, que ya había pasado toda la mañana en las estancias del doctor, leyendo en voz alta y titubeante un libro titulado Remedios de los Sanadores wrananos, prefería cualquier cosa que Morgenes quisiera de él a los horrores de la dura mirada de Raquel. Casi voló desde el Salón Principal, por la Cancillería y el patio de los comunes, bajo el Ángel Verde. Poco después atravesaba el puente sobre el foso como un halcón en pleno vuelo; sólo habían pasado algunos instantes cuando se encontró ante las puertas de las estancias del doctor por segunda vez en aquel día.
El anciano tardó en responder a la llamada de Simón, pero éste pudo escuchar algunas voces provenientes del interior. Aguardó con tanta paciencia como fue capaz de reunir, rascando astillas de la vieja puerta, hasta que Morgenes llegó. Había visto al muchacho poco antes, pero no hizo ningún comentario sobre su reaparición. Parecía distraído cuando le indicó que pasase; al sentir su extraña disposición de ánimo, Simón lo siguió por el iluminado corredor sin decir palabra.
Gruesas telas cubrían los ventanales. Al principio, mientras sus ojos se acostumbraban a la oscuridad de la habitación, Simón no pudo ver ni rastro de ningún visitante. Después advirtió una borrosa forma sentada en un gran baúl, situado en un rincón. El hombre del manto gris miraba hacia el suelo, con el rostro oculto, pero el muchacho lo reconoció.
—Perdonad, príncipe Josua —se excusó Morgenes—. Éste es Simón, mi nuevo aprendiz.
Josua levantó la mirada. Sus pálidos ojos —¿eran grises… o azules?— lo miraron con desapego, como un comerciante hyrka examinaría un caballo que no intentase comprar. Tras una primera inspección el príncipe volvió a fijar su atención en Morgenes, como si Simón hubiera desaparecido. El doctor indicó al muchacho que esperase en el otro extremo de la habitación.
—Alteza —dijo Morgenes al príncipe—, me temo que no hay nada más que yo pueda hacer. Mis habilidades como doctor y boticario se han agotado. —El anciano se frotó las manos con un gesto de nerviosismo—. Perdonadme. Sabéis que amo al rey y que odio verlo sufrir, pero…, pero algunas cosas no pueden ser removidas por alguien como yo. Existen demasiadas posibilidades, demasiadas consecuencias imprevisibles. Una de ellas es el traspaso de un reino.
Morgenes, al que Simón nunca había visto con aquella disposición, extrajo de su manto un objeto unido a una cadena dorada y lo sopesó con nerviosismo. Por lo que el muchacho sabía, el doctor —al que le encantaba evitar todo tipo de presunción— nunca había llevado ninguna joya.
—¡Pero, en nombre de Dios, no os pido que interfiráis en la sucesión! —exclamó Josua, con una voz tensa como la cuerda de un arco.
A Simón le molestaba terriblemente estar presente en aquella conversación, pero no tenía ningún sitio en el que meterse sin que se advirtiera su presencia.
—No os pido que «remováis» nada, Morgenes —continuó Josua—, sólo os pido que me deis algo que haga que mi anciano padre pase sus últimos momentos de forma tranquila. Tanto si muere mañana como el año que viene, Elías será el Supremo Rey, y yo sólo seré el señor de Naglimund. —El príncipe agitó la cabeza—. Al menos pensad en el viejo vínculo que os une con mi padre… ¡Vos, que habéis sido su sanador y que habéis estudiado y realizado la crónica de su vida durante décadas!
Josua levantó la mano para señalar un montón de hojas apiladas en el carcomido escritorio del doctor.
«¿Ha escrito acerca de la vida del rey?», se preguntó Simón. Era la primera vez que oía hablar de un trabajo así. El doctor parecía lleno de muchos secretos aquella mañana.
El príncipe todavía intentaba convencerlo.
—¿No podéis tener un poco de piedad? Es un viejo león al final de sus días, una gran bestia rodeada de chacales. Dulce Jesuris, la deslealtad…
—Pero alteza… —había empezado a decir con voz lastimera Morgenes cuando los tres ocupantes de la estancia oyeron carreras y voces en el patio exterior.
Josua, con el rostro pálido y ojos enfebrecidos, se levantó con la espada desenvainada, con tanta rapidez que dio la impresión de haber aparecido por arte de magia en su mano izquierda. Un fuerte golpe hizo temblar la puerta. Morgenes se echó hacia adelante, pero fue detenido por un aviso del príncipe. Simón sentía galopar su corazón. El temor de Josua era contagioso.
—¡Príncipe Josua, príncipe Josua! —llamó alguien. El golpeteo sobre la puerta continuó.
El hijo del rey enfundó la espada y se adelantó al doctor a través del corredor. Abrió la puerta, en cuyo quicio aparecieron cuatro figuras. Tres vestían la librea verde propia de los hombres de Josua; la otra, que hincó una rodilla en el suelo ante el príncipe, vestía una brillante túnica blanca y sandalias. Como en sueños, Simón reconoció en él a san Tunath, un muerto protagonista de incontables pinturas de motivo religioso. ¿Qué quería decir aquello…?
—Oh, alteza… —dijo el santo arrodillado, y se detuvo para recuperar el aliento.
Simón se quedó boquiabierto al darse cuenta de que aquél no era sino otro soldado, disfrazado para representar el papel del santo en las festividades que se preparaban para aquella noche.
—Alteza… Josua… —repitió el soldado.
—¿Qué ocurre, Deornoth? —preguntó el príncipe, con voz tirante.
Deornoth elevó la mirada. Su cabello al estilo militar se percibía en el interior de su blanca capucha. En aquel instante tenía verdaderos ojos de mártir.
—El rey, señor, vuestro padre el rey… El obispo Domitis dice…, dice que ha muerto.
Sin decir una palabra, Josua apartó al hombre arrodillado y atravesó el patio, con los soldados corriendo tras él. Un instante después Deornoth se incorporó y los siguió, con las manos unidas ante el pecho en un gesto típico de monje, como si la tragedia hubiese cambiado impostura por realidad. La puerta se quedó batiendo debido al frío viento.
Cuando Simón se volvió hacia Morgenes, éste miraba hacia los que marchaban, con sus ancianos ojos muy brillantes y a punto de derramar lágrimas.
Así fue como el rey Juan el Presbítero murió el día de San Tunath, a una muy avanzada edad. Amado y reverenciado, como parte integrante de la vida de su pueblo, como la misma tierra. Aunque su muerte se sabía cierta, el dolor de su deceso hizo mella en todos los países habitados por el hombre.
Algunos de los más ancianos recordaron que fue en el día de San Tunath, el año 1083 de la Fundación —ochenta años antes—, cuando el Preste Juan mató al dragón Shurakai y salió triunfante a través de las puertas de Erchester. Cuando aquella historia fue explicada de nuevo, no sin algo de embellecimiento, las cabezas asintieron en un gesto de reconocimiento. Ungido rey por Dios —decían—, como fue revelado a través de ese gran acontecimiento, volvía al regazo del Redentor en su aniversario. Era de prever.
Aunque estaban a mediados de invierno y durante la festividad de Aedón, la gente llegaba a Erchester y al Castillo Supremo desde todos los puntos de Osten Ard. La verdad es que las gentes del pueblo empezaron a quejarse porque los visitantes tomaban para sí los mejores bancos de la iglesia, y lo mismo en las tabernas. Existía algo más que un poco de resentimiento hacia los extraños que tanto ruido hacían sobre su rey: aunque hubiera sido el señor de todos, Juan había dado la impresión de ser, principalmente, el señor de los habitantes de Erchester. En sus años mozos había gustado de mezclarse entre la gente, con su hermosa figura brillando, a causa de la armadura, sobre la grupa del caballo. Los habitantes del pueblo que vivían en los barrios más pobres a menudo hablaban con orgullo familiar de «nuestro viejo, allá en Hayholt».
Ahora se había ido, o al menos había marchado fuera del alcance de las almas simples. Ya pertenecía a los historiadores, escribanos, poetas y curas.
En los cuarenta días estipulados entre la muerte y el entierro del rey, el cuerpo de Juan permaneció en la Sala de Preparativos de Erchester, donde los sacerdotes lo ungieron con raros aceites, lo frotaron con olorosas resinas vegetales de las islas sureñas y lo envolvieron en lino blanco, mientras no dejaban de recitar piadosas plegarias. A continuación, el rey Juan fue vestido con una simple túnica, del tipo de las usadas por los jóvenes caballeros para jurar sus primeros votos, y se le dejó reposar en un féretro situado en la sala del trono, con delgadas velas negras ardiendo a su alrededor.
Mientras el cuerpo de rey era expuesto, el padre Helfcene, capellán de la Cancillería del rey, ordenó que se encendiera el gran fuego de la fortaleza de Wentmouth, algo que sólo se hacía en tiempos de guerra o con ocasión de grandes acontecimientos. Sólo algunos podían recordar la última vez en que la poderosa torre había sido prendida.
Helfcene también ordenó excavar un gran agujero en Swertclif, en las tierras al este de Erchester y sobre el Kynslagh, en la cumbre de una colina batida por el viento, donde permanecían los seis túmulos coronados por la nieve de los reyes que poseyeron Hayholt antes que Juan. El tiempo no era adecuado para cavar, pues el suelo se hallaba medio helado a causa del tiempo invernal; pero los trabajadores de Swertclif eran orgullosos y sufrieron los embates del viento a causa del honor que representaba el trabajo. La mayor parte del frío mes de eneror pasó antes de que la excavación fuese concluida y el hoyo fue cubierto con una gran tienda de tela de velamen, de color rojo y blanco.
En Hayholt, los preparativos procedieron a paso más lento. Las cuatro cocinas del castillo hervían como atareadas fundiciones al compás de una horda de sudorosos pinches que preparaban las viandas para el funeral, las carnes, el pan y las galletas. El senescal Pete Tazón-Dorado, un hombre pequeño y fiero de pelo amarillento, parecía estar en todos los lugares a la vez, como un ángel vengador. Con la misma facilidad probaba el caldo que hervía en ollas gigantescas, como andaba en busca de polvo entre las rendijas de la Gran Mesa —con escasa suerte, ya que pertenecía a los dominios de Raquel— o lanzaba imprecaciones tras los atareados servidores. Todos estuvieron de acuerdo en que se trataba de su hora más grande.
El velatorio reunió en Hayholt a todas las naciones de Osten Ard. Skali Nariz Afilada de Kaldskryke, odiado primo del duque Isgrimnur, llegó de Rimmersgardia con diez barbudos y sospechosos secuaces. De los tres clanes que reinaban en las salvajes y verdes Thrithings llegó el Primer Lord de sus casas reinantes. Extrañando a todos, los hombres de los clanes se olvidaron por una vez de sus enemistades y llegaron juntos; era una muestra de su respeto hacia el rey Juan. Incluso se decía que cuando las noticias sobre la muerte del rey llegaron a las Thrithings, los jefes de los tres clanes se encontraron en las fronteras —que con tanto celo guardaban unos de otros— y lloraron y bebieron juntos durante toda la noche a la salud del alma de Juan.
Desde Sancellan Mahistrevis, el palacio ducal de Nabban, el duque Leobardis envió a su hijo Benigaris con una columna de caballeros y legionarios con cotas de malla, en número de cien. Cuando desembarcaron de los navíos de guerra, cada uno de ellos con el dorado martín pescador, emblema de Nabban en la vela, la multitud congregada en los muelles irrumpió en exclamaciones llenas de admiración. Incluso se elevaron algunos gritos en honor de Benigaris cuando éste pasó, montado en un majestuoso corcel; pero también hubo mucha gente que murmuraba que si aquél era el sobrino de Camaris, el más grande caballero de la época de Juan, parecía estar cortado según el patrón de su padre y no por el de su tío. Camaris había sido un hombre alto y fuerte como una torre —o al menos eso decían los que lo recordaban—, mientras que Benigaris, si había que decir la verdad, parecía estar un poco gordo. Pero habían transcurrido casi cuarenta años desde que Camaris-sá-Vinitta se perdiera en el mar: muchos de los jóvenes albergaban la sospecha de que su estatura había crecido en la memoria de los vejetes y los parlanchines.
También llegó otra gran delegación desde Nabban, sólo que menos marcial que la de Benigaris: el lector Ranessin en persona navegaba en el Kynslagh a bordo de un hermoso bajel blanco, sobre cuya vela azulina brillaba el blanco Árbol y el dorado Pilar de la Madre Iglesia. La multitud apiñada en los muelles, que había recibido a Benigaris y a los soldados nabbanos con un poco de frialdad —como si recordasen los días en que Nabban se había enfrentado con Erkynlandia por el dominio de la nación—, saludaron con gritos entusiastas. Los apiñados en el muelle de atraque fueron los primeros que se echaron hacia adelante, y fue necesaria la fuerza combinada de los guardias del rey y del lector para mantenerlos a raya; incluso así, dos o tres no pudieron aguantar el empuje y cayeron en las frías aguas del lago. Sólo un rápido rescate permitió salvarlos de la congelación.
—Esto no es lo que yo hubiera deseado —susurró el lector a su joven ayudante, el padre Dinivan—. Me refiero a esa cosa que me han enviado —y señaló a la litera, una espléndida creación de madera de cerezo tallada con sedas azules y blancas.
El padre Dinivan, envuelto en un sencillo hábito negro, sonrió.
Ranessin, un hombre delgado y elegante de casi setenta años, frunció el entrecejo en señal de disgusto ante la litera que esperaba. Después hizo una gentil seña a un nervioso oficial de la guardia de Erkynlandia.
—Por favor, llevaos eso —dijo—. Apreciamos el detalle del canciller Helfcene, pero preferimos andar cerca del pueblo.
El ofensivo vehículo fue alejado y el lector se movió hacia las repletas escaleras del Kynslagh. Mientras hacía el signo del Árbol —el dedo pulgar y el meñique unidos, y los medianos en posición vertical—, la multitud, llena de júbilo, abrió un pasillo a lo largo de los altos y anchos escalones.
—Por favor, no andéis tan deprisa, señor —exclamó Dinivan, mientras apartaba los brazos que se estiraban hacia ellos—. Dejáis atrás a vuestros guardianes.
—¿Y qué os hace pensar —dijo Ranessin mientras una traviesa sonrisa cruzaba su rostro, tan rápida que sólo Dinivan pudo verla— que no es eso lo que trato de hacer?
Dinivan maldijo en silencio, para arrepentirse de inmediato de su debilidad. El lector iba un escalón por encima de él y la multitud se apretaba hacia ellos. Por fortuna, el viento que soplaba en los muelles arreció y Ranessin se vio forzado a aminorar el paso, mientras con sus manos desocupadas trataba de mantener el sombrero sobre su cabeza. Éste parecía tan alto, delgado y pálido como Su Santidad misma. El padre Dinivan, viendo que el lector empezaba a tener problemas con el viento, se abrió paso hacia adelante y, cuando estuvo a la altura del anciano, lo agarró con firmeza del codo.
—Perdonadme, señor, pero el escritor Velligis nunca podría entender que os dejase caer en el lago.
—Claro, hijo mío —asintió Ranessin, mientras continuaba trazando la señal del Árbol en el aire a cada lado de la ancha y larga escalera—. He sido un inconsciente. Ya sabes lo que me molesta toda esta pompa innecesaria.
—Pero lector —arguyó Dinivan con amabilidad, enarcando las cejas con una mirada entre burlona y sorprendida—, sois la voz en el mundo de Jesuris Aedón. No me gusta veros subir las escaleras como si fueseis un seminarista.
Dinivan quedó decepcionado cuando el lector sólo respondió con una débil sonrisa. Durante un rato subieron en silencio, mientras el joven mantenía su protector apretón en el brazo del anciano.
«Pobre Dinivan —pensó Ranessin—. Lo intenta con ganas, y es tan cuidadoso… No es que me trate, a mí, al Lector de la Madre Iglesia, nada menos, con una cierta falta de respeto. Bueno, claro que lo hace, pero porque yo se lo permito, en mi propio beneficio. Pero hoy no estoy de humor y él lo sabe».
Era a causa de la muerte de Juan, claro, pero no sólo porque se tratase de la muerte de un buen amigo y un gran rey: se trataba del cambio, y la Iglesia, en la persona del lector Ranessin, no podía afrontar un cambio tan súbito con demasiada facilidad. También se trataba de la marcha —aunque sólo de este mundo, se recordó el lector con firmeza— de un hombre de buen corazón y mejores intenciones, aunque en ocasiones Juan había sido demasiado directo en la consecución de esos fines. Ranessin le debía mucho a Juan, pues la influencia del rey había jugado un papel decisivo en la elevación del antiguo obispo de Stanshire a las alturas de la Iglesia y posteriormente al lectorado, que ningún otro erkyno había conseguido en cinco siglos. Al rey se lo iba a echar mucho de menos.
Por fortuna, Ranessin tenía depositadas grandes esperanzas en Elías. Sin duda, el príncipe era un hombre de coraje, decidido, valiente: rasgos todos ellos extraños de encontrar en los hijos de los grandes hombres. El heredero también poseía un temperamento no demasiado tranquilo, pero aquél era un defecto que se curaba, o al menos se suavizaba, a través de la responsabilidad y de los buenos consejos.
Cuando llegó a la cima de las escaleras del Kynslagh y entró con su cortejo en el Camino Real que rodeaba las murallas de Erchester, el lector se prometió que enviaría un consejero de confianza para ayudar al nuevo rey y, claro, para que se ocupase de incrementar el bienestar de la Iglesia. Alguien como Velligis, o incluso el joven Dinivan… No, no enviaría a Dinivan. No importaba, Ranessin mandaría a alguien para contrarrestar a los sanguinarios jóvenes nobles de Elías y al idiota del obispo Domitis.
El primero de ferruero, el día anterior a Candelmansa amaneció brillante, frío y claro. El sol apenas había aparecido por encima de los picos de las lejanas montañas cuando una lenta y solemne multitud empezó a llenar la capilla de Hayholt. El cuerpo del rey ya se encontraba frente al altar, en un féretro envuelto en ropa de hilo de oro con negros ribetes de seda.
Simón observaba con resentida fascinación a los nobles enfundados en sus ricas y sombrías vestimentas. Había llegado al desierto coro de la capilla directo desde las cocinas y todavía llevaba puesta la sucia camisa de trabajo; incluso oculto entre las sombras se sintió avergonzado de sí mismo por su pobre atuendo.
«Soy el único sirviente que se encuentra aquí —pensó—. ¡El único de todos los que vivieron en el castillo con nuestro rey! ¿De dónde serán todos esos elegantes caballeros y damas? Sólo reconozco a unos pocos…: el príncipe Isgrimnur, los dos príncipes y algún otro».
Había algo equívoco en todo ello, en que los que se sentaban abajo, en la capilla, estuvieran tan espléndidos en sus sedas funerarias mientras él llevaba la marca de las cocinas sobre sí, como una sábana. Pero ¿qué es lo que estaba equivocado? ¿Acaso debieran los servidores del castillo ser bienvenidos entre los nobles? ¿O acaso era él quien lo deseaba?
«¿Qué ocurriría si el rey Juan estuviera vigilando? —Sintió un estremecimiento al pensarlo—. ¿Y si estuviera haciéndolo desde algún lugar? ¿Le diría a Dios que me colé en la capilla con una camisa sucia?».
El lector Ranessin entró, cubierto con los ropajes propios de las circunstancias, en negro, plata y oro. Sobre la cabeza llevaba una guirnalda de sagradas hojas de ciyán, y en sus manos, un incensario y una vara de ónix negro. Hizo que el gentío se arrodillase y dio comienzo la recitación de las oraciones del Mansa-sea-Cuelossan, la Misa de Difuntos. Mientras leía las líneas en su rico, pero todavía ligeramente acentuado, nabbaneo, y envolvía en incienso el cuerpo del rey muerto, a Simón le pareció descubrir el brillo de una luz en el rostro del Preste Juan; pudo ver el aspecto del rey cuando era joven y cabalgaba con ojos brillantes en el fragor de la batalla, a las puertas de la recién conquistada Hayholt. ¡Cómo desearía haberlo visto en realidad!
Cuando las numerosas oraciones hubieron finalizado, la compañía de nobles se incorporó y cantó el Cansim Felis; Simón se contentó con musitar las palabras. Cuando los acompañantes del féretro volvieron a sentarse, Ranessin empezó a hablar y sorprendió a todos al abandonar el nabbaneo para usar el westerling, idioma que Juan había hecho la lingua franca de su reino.
—Debe ser recordado —entonó Ranessin— que, cuando el último clavo fue introducido en el Árbol del Sacrificio, nuestro Señor Jesuris fue abandonado a una terrible agonía. Una noble mujer de Nabban, llamada Pelippa, hija de un poderoso caballero, lo vio, y su corazón se llenó de piedad a causa de Su sufrimiento. Cuando la oscuridad llegó, durante la Primera Noche, mientras Jesuris Aedón colgaba, agonizando y solo (pues Sus discípulos fueron expulsados del patio del templo), ella se acercó con agua, y se la dio empapando su rico pañuelo en un cuenco dorado para después humedecer Sus secos labios.
«Cuando le dio de beber, Pelippa lloró al ver el dolor del Redentor, y le dijo: “Pobre hombre, ¿qué es lo que te han hecho?”. Jesuris le respondió: “Nada para lo que este pobre hombre no haya nacido”. Pelippa volvió a llorar, y dijo: “Pero es terrible que te hayan colgado sólo a causa de tus palabras, además de que lo hayan hecho cabeza abajo para humillarte aun más”. Jesuris el Redentor contestó: “Hija, no importa el modo en el que estoy colgado, cabeza arriba o al revés. Aun así puedo mirar en el rostro de Dios, mi Padre”.
»Así, pues… —el lector bajó su mirada para abarcar a los asistentes—, al igual que de nuestro Señor Jesuris, así podemos nosotros decir de nuestro amado Juan. La gente común del pueblo que está bajo nosotros dice que Juan el Presbítero no se ha ido, sino que permanece para proteger a su pueblo y a Osten Ard. El Libro de Aedón dice que ya ahora debe de haber ascendido a nuestro hermoso Cielo de luz, música y azules montañas. Otros, nuestros hermanos, los súbditos de Juan de Hernystir, dirán que ha marchado para unirse a los demás héroes en las estrellas. No tiene importancia. Esté donde esté el que una vez fue Juan el Rey, se encuentre en brillantes montañas o en campos estelares, sabemos esto: es feliz por ver el rostro de Dios…
Cuando el lector acabó de hablar, con lágrimas en los ojos, y las últimas plegarias fueron recitadas, los asistentes dejaron la capilla.
Simón observó, con reverente silencio, cómo el cuerpo de sirvientes del rey Juan daba comienzo a sus últimos servicios en su nombre, amontonándose a su alrededor como escarabajos en torno a una libélula, mientras lo vestían con todos los atributos reales y guerreros. Sabía que tenía que irse —aquello iba más allá del espiar; bordeaba la blasfemia—, pero no pudo moverse. Miedo y pena habían sido reemplazados por un extraño sentido de irrealidad. Todo parecía una representación o una mascarada, cuyos personajes se movían rígidos en sus papeles como si sus miembros se congelaran y se derritiesen y volvieran a congelarse de nuevo.
Los sirvientes del difunto rey lo vistieron con su blanca armadura, poniendo los guanteletes agarrados al tahalí, pero con los pies desnudos. Por encima del corselete de Juan colocaron una túnica de color azul cielo y le pasaron una capa de brillante color carmesí por encima de los hombros. Todo ello lo hicieron a un ritmo tan lento que parecían tener fiebre. El cabello y la barba del rey fueron anudados en coletas al estilo de los guerreros, y la corona en forma de anillo circular que significaba el señorío sobre Hayholt le fue colocada sobre la frente. Al final, Noah, el viejo ayuda de cámara del rey, trajo el anillo de hierro de Fingil; los súbitos lamentos del hombre resquebrajaron el silencio que a todos envolvía. Noah sollozaba con tanta amargura que Simón se preguntaba si, con los ojos llenos de lágrimas, podría encajar el anillo en el dedo del monarca. Por fin los escarabajos de negros ropajes colocaron al rey Juan de nuevo en el féretro. Envuelto en el manto de hilo dorado, lo sacaron del castillo por última vez, con tres hombres a cada lado del ataúd. Noah los seguía con el casco de guerra que había pertenecido al rey, cuya cimera tenía forma de dragón.
Entre las sombras de su observatorio, a Simón se le cortó la respiración. El rey se había ido.
Cuando el duque Isgrimnur vio pasar el cuerpo del Preste Juan a través de la Puerta Nearulagh y vio la procesión de nobles aparecer tras él, un extraño sentimiento se apoderó de su corazón, como un sueño de ahogo.
«No seas tan burro, viejo —se dijo—. Nadie vive pare siempre, aunque Juan pareciera estar a punto de hacerlo».
Lo más gracioso era que, incluso cuando estaban codo con codo en el infierno de las batallas y las negras flechas de Thrithings silbaban a su alrededor como relámpagos divinos, Isgrimnur siempre supo que Juan moriría en la cama. Verlo en la batalla era ver a un hombre ungido por el cielo, intocable y lleno de autoridad, un hombre que reía mientras el cielo se teñía de niebla color sangre. «Si Juan hubiera sido un rimmerio —sonrió Isgrimnur para sus adentros—, habría sido un auténtico demonio. Pero está muerto, y eso es lo que más cuesta de entender. Mira a los caballeros y señores…, ellos también creyeron que viviría para siempre. Asustados; la mayoría de ellos están asustados».
Elías y el lector habían ocupado sus lugares inmediatamente después del féretro del rey. Isgrimnur, el príncipe Josua y la rubia princesa Miriamele —la única hija de Elías— los seguían de cerca. Las otras grandes familias también habían ocupado sus lugares, sin que mediase ninguno de los acostumbrados codazos para lograr una mejor posición. Cuando el cuerpo fue llevado por el Camino Real hacia los promontorios, la gente común retrocedió un paso, emocionada por la procesión.
En un lecho de largas varas, en la base del Camino Real, se encontraba el barco del rey, Flecha del Mar, en el que, se decía, llegó a Erkynlandia desde las islas Westerling. Era un barco no muy grande, con no más de ocho metros de longitud; el duque Isgrimnur se alegró de ver que las maderas de su estructura habían sido lacadas de nuevo y ahora brillaban a la débil luz del sol de ferruero.
«¡Por los dioses, cómo amaba ese barco!», recordó Isgrimnur. Las obligaciones del reino le habían dejado poco tiempo para navegar, pero el duque recordó una noche infernal, hacía unos treinta años, cuando Juan se encontraba tan fuerte que nada pudo evitar que él e Isgrimnur —entonces un joven— cogieran Flecha del Mar y partieran por el Kynslagh, azotado por los vientos. El aire era tan frío que dolía. Juan, entonces casi con setenta años, reía mientras el navío volaba por encima de las olas. Isgrimnur, cuyos antepasados se habían convertido en hombres de tierra desde largo tiempo atrás, se tuvo que coger a la regala y rezar a sus viejos dioses, y al nuevo.
Ahora, los sirvientes y soldados del rey depositaban el cuerpo de Juan sobre el barco, con suma ternura, y lo dejaban sobre una plataforma que había sido preparada para recibir el féretro. Cuarenta soldados de la guardia real tiraron de las grandes planchas y se las colocaron en los hombros; a continuación, levantaron el barco y lo cargaron.
El rey y Flecha del Mar guiaron a la larga comitiva durante media legua, a lo largo de los promontorios que se extendían sobre la bahía; luego llegaron a Swertclif y a la sepultura. La tienda que cubría el agujero fue retirada, y el hoyo pareció una boca abierta junto a los seis pilares, solemnes y redondeados, de los seis señores anteriores de Hayholt.
A un lado del hoyo se amontonaban pilas de césped cortado y un montón de piedras, junto con maderas. Flecha del Mar fue depositado en la tumba, en un lado en que la tierra había sido removida para formar un ligero ángulo. Cuando el navío quedó fijo, las nobles casas de Erkynlandia y los sirvientes de Hayholt dejaron caer presentes sobre la cubierta del barco o sobre el túmulo, como muestra de amor. Cada una de las tierras bajo su Suprema Custodia también habían enviado alguna pieza valiosa, que el Preste Juan llevaría consigo hacia el Cielo; un tejido o seda preciosa de Perdruin, una cruz tallada de Nabban. El grupo de Isgrimnur trajo desde Elvritshalla, en Rimmersgardia, un hacha de plata con piedras preciosas incrustadas en el mango. Lluth, el rey de Hernystir, envió desde Taig, en Hernysadharc, una larga lanza toda taraceada en oro rojo y con la punta dorada.
El sol de mediodía parecía colgar demasiado alto en el cielo, y el duque Isgrimnur tuvo la impresión de que, aunque siguiera su recorrido a través de la bóveda celestial, el calor permanecería. El viento soplaba aun más fuerte, chillando a través de los acantilados. Isgrimnur llevaba en sus manos las gastadas botas de guerra negras del Preste Juan. No pudo encontrar fuerzas en su corazón para levantar la vista y mirar los blancos rostros que sobresalían de la multitud como el trémulo brillo de la nieve en el bosque profundo.
Al aproximarse al navío miró a su rey por última vez. Aunque más pálido que la pechuga de una paloma, Juan todavía parecía tan duro y lleno de durmiente vida que Isgrimnur se sorprendió al sentir pena por su viejo amigo, estirado allí de aquella forma, sin ninguna manta que ponerse. En aquel instante casi sonrió.
«Juan siempre decía que yo tengo el corazón de un oso y talento de un buey —se reprendió Isgrimnur—. Y si aquí hace frío, imagina el frío que hará para él en la tierra helada…».
Isgrimnur se movió con cuidado aunque de manera torpe por la empinada rampa de tierra, mientras empleaba una mano para ayudarse cuando era necesario. Aunque la espalda le dolía un horror, supo que nadie lo sospechaba; no era tan viejo como para sentirse orgulloso de ello.
Tomó los pies de Juan el Presbítero, llenos de venas azules, uno después del otro, les enfundó las botas y elogió las habilidosas manos que habían trabajado en la Sala de Preparaciones por la meticulosidad con que habían hecho su trabajo. Sin volver a mirar el rostro de su amigo, le tomó la mano y la besó; después se alejó, con una extraña rigidez en el cuerpo.
De repente le pareció que aquél no era el cuerpo sin vida del rey que había sido condenado a ser enterrado; el alma revoloteaba libre como una mariposa recién nacida, la flexibilidad de los miembros de Juan, el rostro familiar en reposo —tal y como Isgrimnur lo había visto en incontables ocasiones, cuando el rey se concedía una hora o dos de sueño durante una tregua en la batalla—, todas esas cosas lo hacían sentir como si abandonase a un amigo vivo. Sabía que Juan estaba muerto, pues había sostenido su mano cuando exhaló el último suspiro; pero aun así, se sintió como un traidor.
Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que casi tropezó con el príncipe Josua, que se movía con dificultad cerca de él mientras caminaba hacia el túmulo. Isgrimnur se sorprendió al ver que Josua llevaba la espada de Juan, Clavo Brillante, envuelta en tela gris.
«¿Qué ocurre aquí? —se preguntó Isgrimnur—. ¿Qué es lo que hace con la espada?».
Cuando el duque alcanzó la primera fila del gentío allí congregado y se dio la vuelta para observar, se acrecentó su desazón: Josua había depositado a Clavo Brillante sobre el pecho del rey y cerraba las manos de Juan sobre la empuñadura.
«Esto es una locura —pensó el duque—. Esa espada pertenece al heredero del rey. ¡Sé que Juan quería que la tuviese Elías! Y aunque éste prefiriese enterrarla con su padre, ¿por qué no la ha depositado él mismo? ¡Qué locura! ¿Es que no le extraña a nadie más?».
Isgrimnur miró a uno y otro lado, pero en los rostros que lo rodeaban no vio nada excepto dolor.
Ahora era Elías el que descendía con lentitud y se cruzaba con su hermano, como si participase en una danza estática, como de hecho así era. El heredero del trono se inclinó sobre la regala del barco. Lo que depositó junto a su padre nadie pudo verlo, pero todos advirtieron que, aunque una sola lágrima afloró en la mejilla de Elías cuando éste volvía, los ojos de Josua permanecían secos.
El cortejo elevó una plegaria más. Ranessin, cuyos ropajes ondeaban al viento del lago, salpicó a Flecha del Mar con los santos óleos. Después hicieron descender el barco con suavidad por la pendiente hasta el hoyo. Unos soldados realizaron aquella operación en silencio hasta que el navío reposó a una braza de profundidad en el interior de la tierra. Sobre él fueron depositadas grandes planchas de madera, formando un arco, y unos trabajadores pusieron los trozos de tierra y césped uno sobre otro. Por fin, mientras se iban amontonando las piedras que conformarían el túmulo de Juan, el cortejo fúnebre dio la vuelta y regresó por encima de los acantilados del Kynslagh.
El festín fúnebre que se celebró aquella noche en la gran sala del castillo no fue una reunión solemne, sino más bien una reunión llena de alborozo. Juan había muerto, claro, pero su vida había sido larga —más que la de la mayoría de los hombres— y dejaba un reino estable y en paz, así como un hijo fuerte para gobernarlo.
Las llamas de las chimeneas encendidas formaban extrañas y sobrecogedores sombras en los muros, mientras sudorosos sirvientes corrían de un lado para otro. Los participantes en el festín agitaban los brazos y lanzaban brindis por el anciano rey desaparecido, al igual que por el que iba a ser coronado al amanecer. Los perros del castillo, grandes y pequeños, ladraban y se lanzaban sobre los desperdicios que caían sobre el suelo cubierto de paja. Simón, que formaba parte del servicio y que cargaba con uno de los pesados aguamaniles llenos de vino, corría a las llamadas de los alborotados integrantes del festín; se sentía como si estuviera sirviendo vino en alguno de los ruidosos infiernos que aparecían en los sermones del padre Dreosan. Los huesos sobrantes de la comida se amontonaban encima de las mesas y crujían bajo los pies al ser pisados, como si se tratase de los osarios de los atormentados pescadores y luego fuesen apartados por los alegres demonios.
Aunque todavía no había sido coronado, Elías poseía el aspecto de un rey guerrero. Se sentaba a la mesa principal rodeado de los jóvenes nobles que gozaban de su favor: Guthwulf de Utanyeat, Fengbald, el conde de Falshire, Breyugar de Westfold y otros. Todos ellos llevaban en sus ropas de funeral un poco de color verde, representativo de Elías, y cada uno competía con los otros para brindar con más fuerza que el anterior y para hacer la broma más graciosa. El heredero presidía todo aquel esfuerzo y premiaba a los favoritos con su sonrisa. De vez en cuando se inclinaba para decirle algo a Skali de Kaldskryke, pariente de Isgrimnur, que se sentaba a la mesa de Elías por invitación expresa. Aunque era un hombre de aspecto imponente, con cara de halcón y barba rubia, Skali parecía algo abrumado por estar junto al príncipe coronado; sobre todo porque el duque de Isgrimnur no había recibido honores similares. Simón advirtió que algo que decía Elías provocaba la sonrisa del rimmerio, que estalló después en una gran carcajada, y vio cómo entrechocaba su copa de metal con la del príncipe. Elías, con sonrisa lobuna, se volvió y dijo algo a Fengbald; éste también se unió al alborozo.
En comparación, la mesa a la que Isgrimnur se sentaba, junto al príncipe Josua y algunos otros, parecía más bien seria y austera, a tono con la vestimenta gris del príncipe. Aunque el resto de los nobles hacían lo que podían para mantener la conversación, Simón pudo darse cuenta al pasar de que las dos figuras principales no tomaban parte en ella. Josua miraba al vacío, como fascinado por los tapices que se alineaban en los muros. El duque de Isgrimnur también aparecía silencioso, aunque sus razones no eran un misterio. Incluso Simón podía darse cuenta de la manera en que el viejo duque miraba a Skali Nariz Afilada, y cómo sus grandes y retorcidas manos doblaban, con aire distraído, el borde de su capa de piel de oso.
El desprecio que sentía Elías por uno de los más queridos caballeros de Juan no había pasado inadvertido para las otras mesas: algunos de los nobles más jóvenes, aunque lo suficientemente corteses como para no demostrarlo, parecían encontrar divertida la incomodidad del duque. Murmuraban ocultando sus labios tras las manos, con las cejas enarcadas para realzar la magnitud del escándalo.
Mientras Simón observaba todo aquello, fascinado por el estrépito y por sus propias y confusas observaciones, una voz se elevó desde una mesa y le increpó algo acerca del vino, lo que lo hizo volver a toda prisa a la vida.
Al anochecer, cuando por fin Simón hubo encontrado un momento para descansar en una alcoba tras uno de los gigantescos tapices, se dio cuenta de que un nuevo huésped se había sentado a la mesa principal, en un alto taburete, entre Elías y Guthwulf. El recién llegado no iba vestido de funeral, sino de escarlata, con lunares negros y dorados en el dobladillo de sus voluminosas mangas. Cuando el extraño se inclinó hacia Elías para susurrarle algo al oído, Simón se quedó observándolo con muda fascinación. El hombre no tenía ni un pelo sobre la cabeza, ni cejas ni pestañas, pero sus rasgos eran los de un joven. La piel, tersa y tirante sobre el cráneo, resultaba pálida incluso a la luz anaranjada que bañaba la estancia; los ojos aparecían hundidos en las órbitas, y eran tan oscuros que parecían puntos negros bajo las desnudas cejas. Simón conocía aquellos ojos; lo habían mirado desde la capucha del conductor del carro que casi se lo lleva por delante en la Puerta Nearulagh. El muchacho se estremeció y lo miró con fijeza. Había algo enfermizo, pero a la vez embelesador, en aquel hombre, como en una serpiente.
—Resulta repugnante mirarlo, ¿verdad? —dijo una voz a la altura de su hombro.
Simón brincó. Un hombre joven, de pelo oscuro y con una sonrisa en el rostro, se encontraba en la alcoba, tras de él, con un laúd colgado sobre una túnica de color gris paloma.
—Lo…, lo siento —tartamudeó el chico—. Me habéis sorprendido.
—No pretendía hacerlo —rió el otro—. Vine para saber si me podrías ayudar.
El desconocido sacó la otra mano de detrás de la espalda y mostró a Simón una copa de vino vacía.
—Oh… —dijo el muchacho—. Perdonadme…, estaba descansando, señor… Lo siento mucho.
—¡Paz, amigo, paz! No he venido a molestarte, pero si no dejas de disculparte, entonces me enfadaré. ¿Cómo te llamas?
—Simón, señor.
Levantó la jarra con dificultad, llenó la copa del joven y luego éste la dejó en una hornacina. Agarró el laúd, sacó otra copa del interior de la túnica y se la ofreció con una reverencia.
—Iba a robar esto, maese Simón, pero creo que deberíamos beber por la salud de ambos, y en memoria del viejo rey… Y, por favor, no me llames señor, porque no lo soy.
Acercó la copa a la jarra hasta que Simón la llenó.
—¡Así! —dijo el extraño—. Ahora, llámame Sangfugol o, como el viejo Isgrimnur lo hace, «Zong-vogol».
La perfecta imitación del acento rimmerio por parte del extraño dibujó una leve sonrisa en el rostro de Simón. Tras mirar a su alrededor en busca de Raquel, dejó el aguamanil en el suelo y empinó la copa que le había dado Sangfugol. Fuerte y amargo, el vino recorrió su garganta como agua de primavera; cuando bajó la copa, la sonrisa se le había ensanchado.
—¿Formáis parte del… cortejo del duque Isgrimnur? —preguntó Simón, mientras se secaba los labios con la manga.
Sangfugol rió. Las risas parecían aflorar con facilidad a su rostro.
—¡Cortejo! ¡Buena palabra para ser dicha por un chico que sirve el vino! No, soy el arpista de Josua. Vivo en la fortaleza de Naglimund, en el norte.
—¿Gusta Josua de la música? —preguntó Simón, y aquel pensamiento lo dejó pasmado—. Parece tan serio…
—Y lo es…, pero ello no significa que le disguste el arpa o el laúd. La verdad es que son mis canciones melancólicas las que son de su agrado, pero en ocasiones me pide la Balada de Tom el de tres piernas o cosas así.
Antes de que Simón pudiera hacer otra pregunta, se produjo una explosión de hilaridad que provenía de la mesa principal. El chico se dio la vuelta y vio que Fengbald había derramado su jarra de vino sobre el regazo de otro hombre que, con ademanes ebrios, trataba de quitarse la camisa, mientras Elías, Guthwulf y los demás nobles se burlaban y gritaban. Sólo el extraño calvo de ropa escarlata permanecía frío, con impasibles y fijos ojos y una leve sonrisa.
—¿Quién es ése? —preguntó Simón a Sangfugol, que había acabado con el vino y había cogido el laúd para acercárselo a la oreja y comprobar el estado de las cuerdas—. El hombre vestido de rojo.
—Sí —dijo el arpista—, ya he visto que lo mirabas al llegar. Tiene un aspecto que da miedo, ¿eh? Se trata de Pryrates, un sacerdote nabbano, uno de los consejeros de Elías. La gente dice que es un maravilloso alquimista, aunque parece demasiado joven para serlo, ¿no? Eso por no mencionar que no parece una actividad muy adecuada para un sacerdote. Si pones atención, también puedes oír murmurar que es un brujo: alguien que practica la magia negra. Y si todavía escuchas más atentamente…
Como para demostrarlo, Sangfugol bajó el tono de la voz y Simón tuvo que inclinarse para oír. Se dio cuenta de que acababa de beberse el tercer jarro de vino.
—Si escuchas con mucha atención, mucha atención… —continuó el arpista—, oirás decir a la gente que la madre de Pryrates era una bruja, y que su padre era… ¡un demonio!
Sangfugol hizo sonar en tono bajo una de las cuerdas del laúd, y Simón retrocedió, sorprendido.
—Pero Simón, no puedes creer todo lo que oyes, sobre todo lo que dicen los juglares borrachos.
Sangfugol acabó la frase con una risa sofocada y extendió la mano. El muchacho lo miraba con expresión estúpida.
El arpista sonrió.
—Me ha gustado mucho hablar contigo, pero me temo que debo regresar a la mesa, donde otros aguardan impacientes a que los divierta. Adiós.
—Adiós…
Simón le dio la mano y observó cómo el arpista cruzaba la sala con la torpeza de un experimentado borracho.
Cuando Sangfugol se sentó, los ojos del chico se posaron sobre dos muchachas del servicio que permanecían apoyadas contra una pared del vestíbulo, abanicándose con los delantales y charlando. Una de ellas era Hepzibah, la chica nueva; la otra era Rebah, una de las sirvientas de la cocina.
Simón notó que le empezaba a hervir la sangre. Resultaría tan fácil cruzar la estancia y ponerse a hablar con ellas… Había algo en Hepzibah, un descaro en sus ojos y boca cuando reía…
Como se sentía con la cabeza algo más que ligera, Simón se adentró en la estancia y el rugido de las voces lo engulló como una tormenta.
«Un momento, un momento —pensó, y empezó a sentirse asustado—, ¿cómo puedo acercarme y ponerme a hablar con ellas como si no pasase nada?… ¿No se darán cuenta de que las he estado mirando? No…».
—¡Eh, tú, vago patán! ¡Tráenos algo de vino!
Simón se giró para ver la cara enrojecida del conde Fengbald, que agitaba un jarro hacia él desde la mesa del rey. En el vestíbulo las chicas del servicio empezaban a alejarse despacio. Simón volvió a la carrera hacia la alcoba para recuperar su aguamanil y lo cogió de entre una enmarañada manada de perros que se disputaban el hueso de una costilla. Un cachorro, joven y escuálido, con una mancha blanca sobre su cabeza marrón, gimoteaba junto al resto del grupo, incapaz de competir con los demás perros más grandes. Simón encontró una tira de piel grasosa en una silla desierta y se la echó al perrito, que meneó la cola al recibir el regalo y después siguió al muchacho mientras salía de la pieza con el aguamanil.
Fengbald y Guthwulf, conde de Utanyeat, se encontraban inmersos en una especie de pulseada, con sus respectivas dagas clavadas sobre la mesa a cada lado de los brazos de los contendientes. Simón se acercó con todo el cuidado que pudo y escanció el vino del pesado aguamanil en las jarras de los bulliciosos espectadores mientras trataba de no pisar al perro, que jugueteaba entre sus piernas. El rey observaba la pulseada con regocijo, pero tenía a su propio paje a la espalda, por lo que Simón no le llenó el vaso. A Pryrates le sirvió el último mientras trataba de evitar la mirada de éste, aunque no le pasó inadvertida la extraña fragancia del hombre, una inexplicable amalgama de metal y especias dulzonas. Al retroceder vio que el perrillo se encontraba jugando cerca de las brillantes botas negras de Pryrates.
—¡Ven aquí! —siseó Simón, al tiempo que retrocedía un poco más y se palmeaba la rodilla; pero el animal no le hizo caso. Empezó a escarbar en la paja del suelo con ambas patas delanteras, mientras con el lomo rozaba el manto rojizo del sacerdote—. ¡Ven aquí! —volvió a susurrar el chico.
Pryrates se dio la vuelta y miró hacia abajo. La brillante cabeza se inclinó despacio sobre el largo cuello. Levantó el pie y puso la pesada bota sobre el lomo del perro con un rápido y compacto movimiento realizado en un abrir y cerrar de ojos. Se produjo un «crack» de huesos astillados y un chillido apagado; el perrito se agitó en la paja, hasta que Pryrates levantó el pie y le aplastó el cráneo.
El sacerdote miró el cuerpo con aire despreocupado, y después deslizó sus ojos sin brillo hacia el horrorizado rostro de Simón. La oscura mirada —sin trazas de remordimiento, despreocupada— se apoderó de él. Los mortecinos y fríos ojos de Pryrates volvieron a descender hacia el perro y, cuando se dirigieron de nuevo a Simón, una ligera sonrisa cruzaba el rostro del sacerdote.
«Ya no puedes hacer nada por él, muchacho —decía la mirada—. ¿A quién le importa?».
La atención del sacerdote volvió a dirigirse a la mesa; Simón, liberado, dejó caer el aguamanil y corrió en busca de un lugar para vomitar.
Era poco antes de medianoche y casi la mitad de los comensales se habían retirado o habían sido conducidos al lecho. Parecía dudoso que la mayoría de ellos pudiera asistir a la coronación al día siguiente. Simón escanciaba en la copa de un huésped ya borracho el vino aguado, que era todo lo que a aquellas horas servía Peter Tazón-Dorado, cuando el conde Fengbald, el único que quedaba en la mesa del rey, entró a la estancia desde el patio. El joven noble aparecía con el cabello desordenado y sus calzas a medio ajustar, aunque una beatífica sonrisa le cruzaba el rostro.
—¡Venid todos afuera! —gritó—. ¡Salid a mirar!
Volvió a salir por la puerta. Los que todavía podían hacerlo se levantaron y lo siguieron, mientras se daban empujones y reían, algunos de ellos cantando tonadas de borrachos.
Fengbald se hallaba en los comunes, con la cabeza mirando hacia arriba. El negro cabello le caía en cascada por la espalda de su manchada túnica mientras oteaba el cielo. Señalaba algo. Uno detrás de otro, los rostros de los que habían salido se elevaron para mirar.
—¡Una estrella que arde! —gritó alguien—. ¡Es un presagio!
—¡El viejo rey está muerto, muerto, muerto! —gritó Fengbald, mientras agitaba una daga al aire, como si tratase de retar a las estrellas—. ¡Larga vida al rey! —voceó—. ¡Una nueva era ha dado comienzo!
Los gritos de asentimiento llenaron el aire, y algunos de los presentes aullaron y patalearon. Otros dieron comienzo a un baile lleno de risas, en el que los hombres y las mujeres se cogían de las manos mientras giraban en círculos. Por encima de ellos la estrella roja brillaba como carbón encendido.
Simón, que había seguido a los juerguistas para descubrir cuál era la causa de todo aquel lío, volvió a la sala con los gritos de los bailarines flotando a su espalda. Se sorprendió al ver al doctor Morgenes entre las sombras del muro del bastión. El anciano, que no se percató de la presencia de su aprendiz, iba envuelto en una gruesa ropa para defenderse del aire frío y también miraba hacia la estrella, cuya roja cola rasgaba la bóveda celeste. Al contrario que los demás, no se veían rastros de borrachera o alegría en su rostro. Parecía asustado, pequeño y lleno de frío.
«Parece —pensó Simón— un hombre solitario oyendo la hambrienta canción de los lobos…».