5

La ventana de la torre

Novendre balbuceaba en el exterior a través del viento y de la delicada nieve; decimbre aguardaba paciente, con el final del año atado en su cola.

El rey Juan el Presbítero había enfermado tras hacer que sus dos hijos regresasen a Hayholt, y había vuelto a sus sombrías estancias, rodeado de sanguijuelas, sabios doctores y del inquieto cuerpo de servidores. El obispo Domitis vino desde San Sutrino, la más grande iglesia de Erchester, y sentó plaza junto a la cama de Juan. Aquél despertaba al monarca a todas horas para inspeccionar la textura y el peso del alma real. El anciano rey, que se debilitaba por momentos, soportó a ambos, dolor y sacerdote, con valeroso estoicismo.

En la pequeña estancia situada junto a la del propio rey, que Towser había ocupado durante cuarenta años, reposaba la espada Clavo brillante, engrasada y enfundada, envuelta en finos lienzos en el fondo del baúl de roble del bufón.

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La noticia se extendió por la ancha faz de Osten Ard: el Preste Juan se moría. Hernystir al oeste y la norteña Rimmersgardia despacharon delegaciones inmediatamente junto al lecho de la sufrida Erkynlandia. El viejo duque Isgrimnur, compañero del rey a la izquierda de la Gran Mesa, llevó cincuenta rimmerios de Elvritshalla y Naarved. La compañía iba envuelta de pies a cabeza en pieles y cueros para cruzar la Marca Helada en invierno. Sólo veinte hernystiros acompañaron al hijo del rey Lluth, Gwythinn, pero el brillo del oro y la plata que vestían relucía tanto que ocultaba la pobreza de sus prendas.

El castillo empezó a llenarse de vida con música y lenguas que durante mucho tiempo habían dejado de escucharse: rimmerspakk, perdruinense y lengua harcha. El lenguaje isleño de Naraxi flotaba en el patio, y en los establos se oía el eco de las cadencias musicales de los hombres de Thrithings; los habitantes de las llanuras, como siempre, se encontraban más cómodos entre caballos. Entre éstos y aquéllos flotaba el lento hablar de Nabban, la articulada lengua de la Madre Iglesia y de sus sacerdotes aedonitas, siempre preocupados por las idas y venidas de los hombres y de sus almas.

En el alto Hayholt y bajo él, en Erchester, aquellos pequeños ejércitos de extranjeros llegaban juntos y se separaban, la mayor parte de las veces sin incidentes. Aunque muchas de esas gentes eran antiguos enemigos, casi ochenta años de tutela bajo el Supremo Rey habían curado muchas heridas. Se intercambiaron más litros de cerveza que duras palabras.

Existió una lamentable excepción a aquella regla de armonía, difícil de pasar por alto o dejar de entender. Allí donde se encontrasen, bajo las anchas puertas de Hayholt o en las estrechas callejuelas de Erchester, los soldados de verdes libreas, del príncipe Elías, y los de las camisas pardas, seguidores del príncipe Josua, se zarandeaban y discutían. Aquello era un reflejo público de la privada división que existía entre los hijos del rey. La guardia erkyna del Preste Juan tuvo que ser llamada para intervenir en varias reyertas. Al final, uno de los seguidores de Josua fue apuñalado por un joven noble meremundo, un íntimo del heredero. Por fortuna, la herida del hombre de Josua no resultó fatal y todos tuvieron que oír las reprimendas de los cortesanos más ancianos. Las tropas de ambos príncipes volvieron a las miradas frías y a las burlas desdeñosas; el derramamiento de sangre fue abortado.

Aquéllos eran extraños días en Erkynlandia y en todo Osten Ard; días cargados por igual de pena y excitación. El rey no había muerto, pero daba la impresión de que lo haría pronto. El mundo entero estaba en proceso de cambio. ¿Cómo podría continuar todo igual cuando el Preste Juan ya no se sentase en el Trono del Dragón?

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«¡Lunen: sueño… Jueses: mejor… Veirnes: el mejor… Sátedo: día de mercado… Domingo: descanso!».

Mientras bajaba las crujientes escaleras de dos en dos, Simón cantaba la vieja rima a voz en cuello. Casi tropezó con Sofrona, la dama que se ocupaba de la ropa, mientras ésta conducía a un escuadrón de doncellas cargadas con sábanas por la puerta del Jardín de Pinos. Sofrona se echó atrás, contra la jamba de la puerta, emitiendo un gritito mientras Simón la cruzaba. La mujer levantó un huesudo puño en ademán amenazante contra la espalda ya lejana del muchacho.

—¡Se lo diré a Raquel! —gritó.

Sus acompañantes ahogaron la risa.

¿A quién le preocupaba Sofrona? Hoy era sátedo —día de mercado— y Judit, la cocinera, le había dado dos peniques para que le comprase algo, y una pequeña pieza —¡bendito sátedo!— para que se la gastase en lo que Simón quisiera. Las monedas sonaban con ruido cantarín en su bolsa de piel mientras daba una vuelta por los acres de largos y circulares patios del castillo, yendo desde el bastión interno al mediano, ahora casi vacío, desde que sus residentes —soldados y artesanos— se encontraban, en su mayoría, atendiendo sus deberes o en el mercado.

Los animales pastaban en el patio de los comunes del bastión exterior, amontonados de forma miserable para resguardarse del frío, vigilados por pastores que apenas mostraban mejor aspecto que el ganado. Simón se apresuró a lo largo de las hileras de casas bajas, almacenes y cobertizos de animales, la mayoría de ellos demasiado viejos y tan cubiertos de hiedra que parecían tumores que le hubiesen salido a las murallas interiores de la Gran Torre.

El sol, apenas velado por las nubes, brillaba sobre los innumerables grabados que cubrían la imponente superficie de ágata de la Puerta Nearulagh. Mientras reducía la velocidad de sus pasos para evitar los charcos que se habían formado en el suelo y miraba con la boca abierta los intrincados grabados de la victoria del rey Juan sobre Ardrivis —la batalla por la que Nabban se inclinó ante la autoridad real—, Simón oyó el sonido de cascos de caballos y el chirrido de las ruedas de los carros. Levantó la mirada lleno de horror para encontrarse frente a los grandes ojos en blanco de un caballo que iba salpicando fango con sus cascos según penetraba a través de la Puerta Nearulagh. Simón se echó a un lado y sintió que el viento azotaba su rostro al paso del animal. El conductor del carro iba azuzando a la bestia mediante salvajes voces. El chico tuvo una breve visión del conductor, que iba enfundado en una oscura capa con capucha de color escarlata. Los ojos del hombre lo miraron con desprecio al pasar junto a él; eran negros y brillantes, como las crueles órbitas de un tiburón. Aunque el encuentro de sus miradas fue muy breve, Simón sintió que los ojos del conductor casi lo habían quemado. Se echó hacia atrás y se dejó caer, encogido, contra la piedra de la jamba de la puerta, mientras veía desaparecer el carro por el bastión exterior. Los pollos chillaban y revoloteaban a su paso, excepto los que quedaban aplastados bajo las ruedas del carro. Plumas sucias de barro cayeron al suelo.

—¡Eh, chico! ¿Estás herido? —preguntó uno de los guardias de la puerta mientras cogía la temblorosa mano de Simón y lo ayudaba a incorporarse—. Entonces, sigue tu camino.

La nieve se arremolinaba en el aire y se posaba casi deshecha sobre sus mejillas mientras Simón bajaba por la colina en dirección a Erchester. El tintineo de las monedas en su bolso tenía ahora un ritmo más lento.

—Ese sacerdote está más loco que una cabra —oyó decir al guardia, que se dirigía a su compañero—. Si no fuese porque es un hombre del príncipe Elías…

Tres niños seguían con dificultad a su madre colina arriba y señalaron al larguirucho Simón cuando se cruzó con ellos; se reían de la expresión que denotaba su pálido rostro.

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La calle Mayor aparecía cubierta de pieles estiradas a lo ancho, de edificio a edificio. En cada cruce había grandes fogatas; la mayor parte del humo que éstas producían subía en espirales y desaparecía a través de los agujeros practicados en los toldos de piel. La nieve caía lentamente a través de las improvisadas chimeneas y se fundía entre siseos al entrar en contacto con el aire caliente de las hogueras. Calentándose a las llamas o charlando y paseando —mientras examinaban los artículos que aparecían expuestos a cada lado de la calle—, la gente de Erchester y de Hayholt se mezclaban con aquellos llegados de los feudos más lejanos, mientras se arremolinaban arriba y abajo de la ancha calle que corría a lo largo de dos leguas, desde la Puerta Nearulagh hasta la Plaza de la Batalla, al final de la ciudad. Atrapado en medio de toda aquella agitación, Simón se sintió revivir. ¿Por qué tenía que preocuparse por un cura borracho? ¡Al fin y al cabo, era día de mercado!

El usual ejército de mercaderes y vendedores ambulantes que no dejaban de gritar, campesinos de mirada sorprendida, jugadores, ladronzuelos y músicos, había engrosado sus filas con la soldadesca de las misiones enviadas junto al rey moribundo. Rimmerios, hernystiros, warinstenos o perdruinos; su andar lleno de pavoneo y sus brillantes correajes atraían la mirada de Simón. Se encontró siguiendo a un grupo de legionarios nabbanos vestidos de azul y oro, admirando su contoneo y aires de superioridad, entendiendo sin que mediaran palabras la tonta manera en que se imprecaban los unos a los otros. Cada vez se iba acercando más a ellos, con la esperanza de echar una mirada a las cortas espadas enfundadas que colgaban de sus cinturas, cuando uno de ellos —un soldado de ojos brillantes y oscuros y espeso bigote— se volvió y lo vio.

—Ah, hermanos —dijo con una mueca, mientras agarraba el brazo de uno de sus compañeros—. ¡Mira! Un ladronzuelo. ¡Apuesto a que tenía la mirada puesta en tu bolsa, Turis!

Ambos hombres se detuvieron para mirar a Simón, y el más pesado de ellos, de espesa barba, el llamado Turis, miró al joven con una mueca.

—Tocó bolsa, lo mataré —gruñó.

Su dominio de la lengua westerling no era tan bueno como el del primer hombre; también parecía carecer de su humor.

Otros tres legionarios habían llegado para unirse a los primeros. Cada vez se acercaban más a Simón, hasta que éste se sintió como un zorro acorralado.

—¿Qué ocurre, Gelles? —preguntó uno de los recién llegados al compañero de Turis—. Hué fauge? ¿Ha robado algo?

Nai, nai… —dijo Gelles entre dientes—. Estábamos de broma con Turis. Este flacucho no ha hecho nada.

—¡Tengo mi propia bolsa! —espetó Simón, lleno de indignación. La desató del cinturón y la alzó para moverla ante los rostros de los sonrientes soldados—. ¡No soy un ladrón! ¡Vivo en la casa del rey! ¡Vuestro rey!

Todos los soldados estallaron en carcajadas.

—¡Heá, escuchadlo! —dijo Gelles—. ¡Nuestro rey, dice! ¡Qué valiente!

Simón se dio cuenta en aquel instante de que el joven legionario estaba borracho. Parte —aunque no toda— de su fascinación desapareció y se convirtió en disgusto.

—Oíd, muchachos. —Gelles alzó las cejas—. «Mulveiz-nei cenit drenizend», dicen. Hay que tener cuidado con este cachorro, así que dejémosle que duerma.

Otra explosión de risas sacudió a los soldados. Simón, con el rostro enrojecido, volvió a anudarse la bolsa y se dio la vuelta.

—¡Adiós, rata de castillo! —se despidió uno de los legionarios.

Simón no se dio la vuelta para contestar, sino que se alejó a toda prisa.

Había pasado junto a una de las fogatas y había salido bajo los toldos de la calle Mayor cuando sintió que una mano se posaba sobre su hombro. Giró sobre sí mismo, pensando que los nabbanos habían vuelto para seguir insultándolo, pero en su lugar encontró a un hombre rechoncho con la cara sonrosada a causa de lo que parecía una larga exposición a los elementos. El extraño vestía el manto gris y lucía la tonsura de un padre mendicante.

—Perdóname, muchacho —dijo, con fuerte acento hernystiro—. Sólo deseaba saber si te encontrabas a salvo, si esos goirach nabbanos te habían causado algún daño.

El extraño se acercó a Simón y lo palpó, para cerciorarse de que no había sufrido mal alguno. Sus ojos, bajo unas espesas cejas, se movían sin cesar en un rostro con arrugas que marcaban las curvas de una sonrisa que debía de ser frecuente, pero que parecía contener algo más: una sombra muy densa, que causaba desazón aunque no miedo. Simón se dio cuenta de que se había quedado con la mirada fija en el fraile, casi contra su voluntad, y la retiró.

—No, gracias, padre —empezó a decir, siguiendo las normas de educación—. Sólo se estaban divirtiendo a mi costa. No me han causado daño.

—Eso está bien, muy bien… Ah, perdóname, no me he presentado. Soy el hermano Cadrach ec-Crannhyr, de la orden vilderivana —dijo, y le dirigió una sonrisa al muchacho. Su aliento hedía a vino—. He venido con el príncipe Gwythinn y sus hombres. ¿Quién eres tú?

—Simón. Vivo en Hayholt —respondió, e hizo un vago gesto indicando el castillo.

El fraile volvió a sonreír, sin decir nada, y se dio la vuelta para observar a un hyrka vestido con brillantes colores; el hombre llevaba arrastrando de una cadena a un oso con bozal. Cuando el dúo hubo pasado, Cadrach volvió a dirigir sus vivos ojitos hacia Simón.

—Hay algunos que dicen que los hyrkas pueden hablar con los animales, ¿lo has oído alguna vez? Sobre todo con sus caballos, y que los animales les entienden perfectamente.

El fraile se encogió de hombros con una mueca burlona, como para mostrar que un hombre de Dios de ninguna manera puede creer aquella clase de tonterías.

Simón no contestó.

Él, desde luego, también había oído aquel tipo de historias a propósito de los salvajes hyrkas. Shem Horsegroom juraba que esas historias eran pura verdad. A los hyrkas se los podía ver a menudo en el mercado, donde vendían hermosos caballos a precios de escándalo y donde engañaban a los campesinos con trampas y rompecabezas. Al pensar en ello —sobre todo en la mala reputación de que gozaban—, Simón bajó la mano y se cogió la bolsa del dinero. Se sintió más seguro al advertir las monedas en el interior.

—Gracias por vuestra ayuda, padre —dijo, para acabar, aunque no recordaba que el hombre hubiera hecho nada por él—. Ahora debo irme. Tengo que comprar algunas especias.

Cadrach lo miró durante unos instantes, como si tratase de recordar algo, una clave que debiera estar escondida en el rostro de Simón. Después dijo:

—Me gustaría pedirte un favor, jovencito.

—¿Qué? —preguntó Simón, con una voz llena de sospecha.

—Como ya te he dicho, soy un extranjero en tu Erchester. Tal vez pudieras guiarme durante un rato, sólo para ayudarme un poco. Después, tras haber hecho una buena obra, podrás seguir tu camino.

—Ah… —dijo Simón.

Se sintió aliviado. Su primer impulso fue decir que no, pues ya era bastante raro que tuviese una tarde libre para recorrer el mercado. Pero ¿cuántas veces tiene uno la oportunidad de charlar con un monje aedonita de la pagana tierra de Hernystir? Además, el hermano Cadrach no parecía del tipo de los que sólo quieren aleccionarte sobre el pecado y la condenación. Volvió a mirar el rostro del hombre, pero la cara del monje le pareció inescrutable.

—Bueno, supongo que sí. Vamos… ¿Queréis ver las danzas de Nascadu en la Maza de la Batalla…?

Cadrach resultó ser un compañero interesante. Aunque no dejaba de hablar —explicó a Simón todo lo referente al frío viaje que, desde Hernysadharc a Erchester, había realizado con el príncipe Gwythinn, y sus frecuentes chanzas sobre los transeúntes y sus exóticas vestimentas—, parecía refrenado, como esperando siempre algo, incluso cuando se reía de sus propias historias. Ambos deambularon por el mercado durante buena parte de la tarde, miraron las mesas de pasteles y vegetales secos que se amontonaban contra las paredes de las tiendas de la calle Mayor, olieron los cálidos aromas de las panaderías y de los vendedores de castañas. Cuando se percató de la triste mirada de Simón al ver tales cosos, el fraile insistió en pararse a comprar un cestillo de castañas asadas, que pagó de buena gana, dando al vendedor de cara agrietada una pieza extraída con torpeza de un bolsillo de su casulla gris. Después de quemarse los dedos y lenguas en vano intento por comerse las castañas, reconocieron su derrota y esperaron a que se enfriasen mientras observaban una discusión entre un mercader de vinos y un malabarista que obstruía la puerta de su bodega.

Más tarde se detuvieron para ver una representación de títeres sobre la vida de Jesuris, a la que asistía una manada de niños chillones y fascinados adultos. Los muñecos hacían reverencias y más reverencias. Jesuris, con su túnica blanca, trataba de no ser capturado por el emperador Crexis, representado con cuernos y barba de chivo y agitando una larga pica. Al final Jesuris fue capturado y colgado en el Árbol; Crexis, con aguda y estridente voz, no hacía más que atormentar al Sabio colgado. Los niños, muy excitados, insultaban al emperador.

Cadrach dio un ligero codazo a Simón.

—¿Ves? —preguntó, mientras apuntaba con un grueso dedo hacia el teatrillo.

La cortina que colgaba desde el escenario hasta el suelo se movía, como agitada por una fuerte brisa. Cadrach volvió a dar un codazo a Simón.

—¿No dirías que ésta es una buena representación de Nuestro Señor? —inquirió, sin apartar los ojos del telón. Arriba, Crexis daba saltos y Jesuris sufría—. Mientras el hombre desarrolla su propia representación, el Manipulador permanece fuera de la vista; lo conocemos no porque lo hayamos visto, sino por la forma en que se mueven Sus títeres. De vez en cuando la cortina se agita, eso Lo hace permanecer oculto a Su fervoroso público. Ah, pero le estamos agradecidos incluso por ese pequeño movimiento del telón, ¡agradecidos!

Simón lo observó; Cadrach dejó de mirar la representación de títeres y sus ojos se encontraron. Una extraña y triste sonrisa hizo acto de presencia por una de las comisuras de la boca del fraile; por una vez su mirada podía ser valorada.

—Ah, muchacho —dijo—, ¿qué puedes saber tú de asuntos religiosos?

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Continuaron vagando por el mercado durante un tiempo antes de que el padre Cadrach se marchase agradeciendo su hospitalidad al muchacho. Simón continuó su andar sin rumbo durante bastante tiempo más, y los trozos de cielo que podían ser vistos a través de los toldos fueron adquiriendo un tinte oscuro antes de que recordase el encargo.

Cuando llegó al puesto del comerciante de especias descubrió que su bolsa había desaparecido.

El corazón empezó a latirle a un ritmo tres veces más rápido de lo normal mientras trataba de recordar. Sabía que había sentido el balanceo de la bolsa en el cinturón cuando junto a Cadrach se detuvieron para comprar las castañas, pero no pudo recordar su presencia a partir de entonces. Fuera donde fuese que había desaparecido, ya no la tenía, y no sólo se trataba de su moneda, ¡sino de los dos peniques que Judit le había confiado!

Recorrió en vano el mercado hasta que los agujeros del techo de toldos se hubieron vuelto del todo negros. La nieve que apenas había sentido antes le pareció muy fría y húmeda al regresar, con las manos vacías, al castillo.

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Peor que ningún castigo —como descubriría Simón al regresar a casa sin especias ni dinero— fue el observar la mirada de fastidio que la dulce, gorda y llena de harina Judit le dirigió. Raquel también utilizó la más desagradable de las tácticas al castigarlo con algo tan doloroso como una expresión de disgusto ante la chiquillada y la promesa de que trabajaría «hasta que se le gastasen los dedos» para devolver el dinero. Incluso Morgenes, a quien Simón acudió en busca de consuelo y simpatía, pareció poco sorprendido ante la falta de cuidado del joven. Aunque se había ahorrado una zurra, nunca se había sentido tan mal ni había tenido tan mala impresión de sí mismo.

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El domingo llegó y pasó, como un oscuro y triste día en el que la mayor parte del personal de Hayholt pareció estar en la capilla orando por el rey Juan. O eso, o diciéndole a Simón que se apartase. Sentía la clase de desagradable sentimiento que podía ser aliviado mediante una visita al doctor Morgenes o una excursión más allá de las puertas, para realizar alguna exploración. El doctor se encontraba ocupado, encerrado con Inch; parecía trabajar en algo grande y peligroso; no iba a necesitar a Simón para nada. El tiempo en el exterior era tan frío que ni siquiera en el estado en que se encontraba pudo convencerse para salir a deambular. En lugar de ello, el resto de la larga tarde lo pasó con el gordo aprendiz de candelero, Jeremías, amontonando rocas de uno de los torreones del bastión interno y hablando de cosas tan insulsas como si los peces se helaban en el foso durante el invierno o, si no, adonde iban hasta que llegase la primavera.

El frío exterior —así como la frialdad de una naturaleza diferente que se respiraba en las habitaciones de los servidores— permanecía cuando se levantó, la mañana del lunen, y se sintió mal y a disgusto. Morgenes también parecía encontrarse de no muy buen humor. Así que, cuando Simón hubo terminado sus labores en las estancias del doctor, cogió algo de pan y queso de la despensa y salió al exterior para estar solo.

Durante un rato permaneció con aspecto abatido en el Salón de los Archivos, en el bastión mediano, y se dedicó a escuchar el sonido seco y parecido al zumbido de un insecto que hacían los padres escribanos al copiar. Pero después de una hora empezó a sentirse como si fuese sobre su propia piel sobre la que las plumas de los escribas estuvieran rascando, rascando y rascando…

Decidió coger la comida y subir las escaleras de la Torre del Ángel Verde, algo que no había hecho desde que el tiempo había empezado a cambiar.

Teniendo en cuenta que Barnabás, el sacristán, lo echaría fuera si lo pillaba, resolvió no tomar el camino de la capilla para dirigirse a la torre, y en lugar de ello decidió tomar su propio y secreto camino hacia los pisos superiores. Envolvió con cuidado la comida en el pañuelo y partió.

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Caminó por las que parecían interminables salas de la Cancillería, de pasillos cubiertos a patios al aire libre. De vuelta otra vez a los pasillos —aquella parte del castillo estaba dotada de pequeños patios cerrados—, evitó, no sin cierta superstición, mirar hacia lo alto de la torre que, delgada y pálida, dominaba la esquina sudoeste de Hayholt como un abedul en un jardín de piedras, tan increíblemente alta y delicada que desde el nivel del suelo parecía erigirse en alguna lejana colina, a millas y millas de distancia de los muros del castillo. Cuando se detuvo la sintió estremecerse al contacto con el viento, como si fuese la cuerda de un laúd rasgada por alguna púa celestial.

Los cuatro primeros niveles de la Torre del Ángel Verde no se diferenciaban demasiado de cientos de otras estructuras similares esparcidas por el castillo. Antiguos señores de Hayholt habían encerrado su delgada base entre muros de granito y almenas; si lo hicieron con el objetivo de asegurar su estabilidad o por el extraño aspecto de la torre, nadie podría decirlo. Por encima del nivel del recinto que la rodeaba, la estructura de contención dejaba de existir; la torre seguía hacia arriba, desnuda, como una hermosa criatura albina que escapase de un monótono capullo. Balconadas y ventanas de extrañas formas habían sido abiertas en la misma brillante superficie de piedra, al igual que el diente de ballena lleno de grabados que Simón había visto a menudo en el mercado. En el distante pináculo de la torre brillaba un halo de cobre dorado y verde: se trataba del Ángel, con un brazo extendido como en un gesto de despedida y el otro con la palma de la mano extendida sobre los ojos, como si mirase lejos en la distancia.

La vasta y ruidosa Cancillería aparecía más ajetreada que de costumbre. Los muchachos a cargo del padre Helfcene corrían de aquí para allá y de una cámara a otra, o se amontonaban para discutir en el patio frío y nevado. Algunos de ellos, que llevaban rollos de papel y poseían una expresión distraída, trataron de conseguir que Simón les hiciera algunos encargos en el Salón de los Archivos, pero él siguió su camino, pretextando una misión del doctor Morgenes.

Se detuvo en la antecámara de la sala del trono, y trató de aparentar que admiraba los vastos mosaicos mientras esperaba que el último de los sacerdotes de la Cancillería pasase en su camino hacia la capilla. Cuando ese momento hubo llegado, abrió la puerta y se deslizó hasta el interior de la sala del trono.

Los grandes goznes crujieron para después quedar en silencio. Las propias pisadas de Simón produjeron un impresionante eco. El joven se detuvo y permaneció inmerso en un gran silencio, sin respirar. No importaba en cuántas ocasiones había visitado aquella sala —durante varios años había sido, al menos por lo que él sabía, el único residente del castillo que se había atrevido a entrar en ella—, el caso es que siempre le había parecido imponente.

Justo el mes pasado, tras la inesperada recuperación del rey Juan, a Raquel y a su grupo de ayudantes les fue permitido traspasar el prohibido umbral; habían realizado un asalto de dos semanas contra dos años de polvo y suciedad, cristales rotos, nidos de pájaros y telarañas. Pero aunque apareciese limpia, con las losas fregadas, las paredes igualmente pulidas y algunos —aunque no todos— de los estandartes librados de su armadura de polvo, a pesar de la infatigable e implacable acción de limpieza, la sala del trono emanaba un cierto envejecimiento y antigüedad.

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Los estrados se hallaban en el extremo más alejado de la enorme sala, en una laguna de luz que se filtraba desde una ventana situada en el techo abovedado. Por encima de los estrados se elevaba, como un extraño altar, el Trono del Dragón, desocupado, rodeado de brillantes y juguetonas motas de polvo, flanqueado por las estatuas de los seis Supremos Reyes de Hayholt.

Los huesos del trono eran grandes, más gruesos que las piernas de Simón, y tan pulidos que brillaban como piedra bruñida. Con algunas contadas excepciones se habían cortado y ajustado de manera que, aunque su tamaño era evidente, resultaba difícil adivinar en qué parte del otrora poderoso dragón habían encajado. Sólo el respalda del trono, una gran estructura de siete cúbitos de curvadas varillas amarillas que se elevaba por encima de la cabeza de Simón tras los cojines aterciopelados del rey, podría ser identificado de inmediato como el cráneo del dragón. Colgados por encima del respaldo del gran asiento, sobresaliendo lo suficiente como para servir de marquesina, se veían —si es que alguna vez había penetrado en la oscura sala del trono algo más que un débil rayo de sol— el cráneo y las mandíbulas del dragón Shurakai. Las cuencas de los ojos eran como rotas y negras ventanas, y los curvados dientes podían tener la misma longitud que los brazos de Simón. La calavera del dragón era del color de los viejos pergaminos, y estaba plagada de pequeñas grietas, pero en ella existía algo vivo, algo terrible y maravillosamente vivo.

De hecho, existía un aura impresionante y sagrada en toda la sala, que iba más allá del entendimiento de Simón. El trono de pesados y amarillentos huesos, así como los masivos bloques que conformaban las figuras negras que guardaban un trono vacío en una elevada y desierta cámara, parecían impregnados de algún terrible poder. Los ocho habitantes de la sala, el friegaplatos, las estatuas y la enorme calavera de cuencas vacías, parecieron contener la respiración.

Aquellos momentos robados llenaban a Simón de un éxtasis tranquilo y casi imponente. Tal vez los reyes de malaquita esperaran con oscura paciencia de piedras a que el muchacho tocase con su blasfema mano de hombre común el Trono del Dragón; esperarían…, esperarían, y entonces, con un horrible ruido lleno de crujidos, volverían a la vida. Simón sintió un estremecimiento de nervioso placer a la vista de su propia imaginación y poco a poco avanzó con la mirada puesta en los oscuros rostros. Sus nombres le habían resultado familiares tiempo atrás, cuando habían sido incluidos en una tonta rima de niños, una rima que Raquel —¿Raquel? ¿Era eso cierto?— le había enseñado cuando era un renacuajo de unos cuatro años. ¿Podía recordarla?

Si su propia niñez le parecía tan lejana, se preguntó, ¿cómo la sentiría el Preste Juan, que lo aventajaba en varias décadas? ¿Despiadadamente clara, como cuando Simón recordaba humillaciones pasadas, o suave e insustancial, como historias de un glorioso pasado…? Cuando te hacías viejo, ¿se mezclaba la memoria con el resto de los pensamientos, o perdías para siempre tu infancia, los odiados enemigos, los amigos…?

¿Cómo era esa vieja canción? Seis reyes…

Seis reyes gobernaron en las grandes salas de Hayholt;

seis señores caminaron por entre sus poderosos muros de piedra;

seis túmulos en los acantilados por encima del profundo Kynslagh;

seis reyes allí dormirán hasta el Día del Juicio Final.

¡Eso es!

Fingil, el primero, llamado el Rey Sanguinario,

que voló desde el norte en una roja ala de guerra.

Hjeldin, su hijo, el horroroso Rey Loco,

saltó hacia su muerte desde lo alto del chapitel.

Ikferdig, el siguiente, el Rey Quemado,

encontró al dragón llameante en la oscuridad de la noche.

Tres reyes norteños, todos muertos y fríos.

No más leyes del norte en el altivo Hayholt.

Aquéllos eran los tres reyes rimmerios que se encontraban a la izquierda del trono. ¿No era de Fingil de quien le había hablado Morgenes, el líder de aquel ejército criminal que mató a los sitha? A la derecha de los amarillentos huesos estaba el resto, que debían de ser…

El rey Sulis de Heron, llamado el Rey Garza,

dejó Nabban, pero en Hayholt encontró su destino.

El sagrado rey hernystiro, el viejo Tethtain,

que entró por la puerta para no volver a salir.

Y el último, Eahlstan, el Rey Pescador, de ciencias muy conocedor,

al dragón despertó, y en Hayholt murió…

«¡Ahá! —Simón miró al rey de Heron, con rostro satisfecho—. Mi memoria es mejor de lo que cree mucha gente, mejor que la de la mayoría de los cabezahuecas». Claro, ahora había un séptimo rey en Hayholt, el viejo Preste Juan. Simón se preguntó si alguien añadiría el rey Juan, algún día, a la canción.

La sexta estatua, la más cercana al trono por la derecha, era la favorita de Simón; se trataba del único nativo de Erkynlandia que se había sentado en el gran trono de Hayholt. Se acercó a ella para mirar en los profundos ojos de san Eahlstan, llamado Eahlstan Fiskerne porque provenía del pueblo pescador del Gleniwent, y llamado también el Mártir por haber sido asesinado por Shurakai, el dragón de fuego, criatura al fin destruida por el Preste Juan.

Al contrario que el Rey Quemado del otro lado del trono, el rostro del Rey Pescador no aparecía grabado con una mueca de miedo y duda: más bien el escultor había dotado los rasgos de una especie de radiante fe, le había dado a los opacos ojos la ilusión de estar mirando cosas remotas. El ya desaparecido artesano le confirió un aspecto humilde y reverente a Eahlstan, aunque también audaz. En lo más recóndito de sus pensamientos, Simón a menudo imaginaba que su propio padre, que había sido pescador, debía de parecerse al rey.

Mientras miraba, el muchacho sintió una súbita sensación de frialdad en la mano. ¡Había tocado el brazo de hueso del trono! ¡Un friegaplatos había tocado el trono! Retiró los dedos y se preguntó cómo incluso la muerta sustancia de una bestia tan fiera como aquélla podía tener un tacto tan helado. Dio un paso atrás.

Durante un instante terrorífico le pareció que las estatuas habían empezado a inclinarse sobre él, con sus sombras reflejadas en los tapices de los muros, y retrocedió. Una vez que hubo constatado que nada se movía, se irguió con toda la dignidad que pudo, hizo una reverencia a los reyes y al trono, y retrocedió. Palpó con la mano —«Calma, calma —se dijo a sí mismo—. No te comportes como un loco asustado» —y al final encontró la puerta de la sala de espera para las audiencias, su destino original. Dirigió una cauta mirada a la escena, que parecía seguir inmóvil, y se deslizó hacia el exterior.

Tras los pesados tapices de la sala, llenos de gruesos y rojos bordados de terciopelo que representaban escenas festivas, encontró la escalera que subía hasta un excusado. Éste se hallaba por encima de la galería que se extendía al sur de la sala del trono. Se maldijo por el nerviosismo de que había hecho gala instantes atrás y subió por la escalera. Una vez arriba sólo era cuestión de abrirse paso y apretarse a través de la larga ventana del excusado hasta llegar al muro que corría por debajo. El atajo se presentaba un poco más difícil que cuando estuvo allí por última vez, en setiendre: las piedras estaban resbaladizas a causa de la nieve y soplaba una fría brisa. Por fortuna, el borde del muro era ancho; Simón saltó con mucho cuidado.

Ahora venía la parte que más le gustaba. La esquina de aquel muro se encontraba a tan sólo cinco o seis pies de la ancha balaustrada del cuarto piso de la Torre del Ángel Verde. Se detuvo y casi pudo oír el tronar de las trompetas y el choque de las armas de los caballeros en las plataformas que había por debajo de donde él se encontraba. Se preparó para saltar…

Ya fuese porque su pie resbaló un poco al saltar o porque su atención se vio distraída por las imaginarias escaramuzas que tenían lugar abajo, el caso es que Simón llegó mal al borde del torreón. Se dio un tremendo golpe en la rodilla contra las piedras y casi resbaló hacia atrás, lo que habría provocado una caída de dos brazas hasta el muro inferior de la base de la torre o hasta el foso. La súbita conciencia del peligro hizo que el corazón se le desbocase de horror. Consiguió deslizarse en el espacio que había entre los esmerejones del torreón y se arrastró hasta el suelo de anchas tablas.

Empezaba a nevar cuando se sentó, lleno de una sensación de horrible pánico. Se frotó la rodilla herida, que le dolía como un pecado; si no fuera porque se dio cuenta de lo infantil que hubiese resultado, habría gritado.

Se incorporó y cojeó mientras entraba en la torre. Después de todo, había tenido suerte: nadie había oído su dolorosa caída. La culpa sólo había sido suya. Se palpó el bolsillo; encontró el pan y el queso, que, aunque aplastados, todavía estaban comestibles. Al menos por esa parte no tenía que preocuparse.

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El subir escaleras con la rodilla dolorida significó un esfuerzo, pero no estaría bien haber llegado a la Torre del Ángel Verde, la construcción más alta de Erkynlandia —era probable que de todo Osten Ard—, para después quedarse a la altura de los muros principales de Hayholt.

El hueco de la escalera era bajo y estrecho, y los escalones, hechos de lustrosa piedra blanca, distinta a la del resto del castillo, resultaban resbaladizos al tacto pero firmes bajo el pie. La gente del castillo decía que aquella torre era la única parte original de la fortaleza de los sitha que había permanecido sin cambios. El doctor Morgenes le había explicado una vez que aquello no era cierto. Si eso significaba que la torre había sufrido cambios, o que quedaban otros vestigios de la vieja Asu’a, el doctor —con su exasperante forma de ser— no se lo había dicho.

Tras haber subido durante algunos minutos. Simón pudo ver, desde las ventanas, que ya estaba más alto que la torre de Hjeldin. La siniestra columna abovedada desde la que el Rey Loco había encontrado la muerte miraba hacia el Ángel Verde a través de la extensión del tejado de la sala del trono, como un enano celoso mira a su príncipe cuando nadie lo ve.

A la altura en que se encontraba, la piedra del interior del hueco de la escalera era diferente: de suave color beige, estaba llena de vetas de color azul celeste. Apartó su atención de la Torre de Hjeldin y se detuvo por unos instantes donde la luz de una alta ventana iluminaba la pared, pero cuando trató de seguir el curso de una de las delicadas vetas de la piedra sintió su cabeza presa del vértigo y apartó la mirada.

Por fin, cuando parecía que había subido durante interminables y penosas horas, el hueco de la escalera se ensanchó y se abrió ante el reluciente suelo blanco del campanario, construido también éste con el mismo tipo de piedra que la escalera. Aunque la torre seguía hacia arriba durante casi cien codos más —hasta la cima en la que permanecía el mismísimo Ángel recortado contra el nublado horizonte—, la escalera acababa allí, donde colgaban grandes campanas de bronce alineadas en filas a lo largo de todo el techo abovedado, como solemnes frutas verdes. El campanario estaba abierto a la intemperie por los cuatro lados, así que, cuando sonaban los repiques a través de las arqueadas ventanas, todo el país podía oírlos.

Simón permaneció con la espalda apoyada contra uno de los seis pilares de oscura y lisa madera, dura como la piedra, que se extendían entre suelo y techo. Mientras masticaba el chusco de pan miró el paisaje que se abría hacía el oeste, donde las aguas del Kynslagh rompían con eterna monotonía contra los muros de Hayholt. Aunque el día era oscuro, y los copos de nieve danzaban enloquecidos ante él, Simón estaba sorprendido a causa de la claridad con la que veía el mundo que se extendía a sus pies. Muchos barcos sorteaban las olas del Kynslagh; hombres con capas negras se inclinaban de manera imperturbable sobre los remos. Más allá, pensó que apenas podía entrever el lugar en el que el río Gleniwent salía del lago al comienzo de su largo viaje hacia el océano, un sinuoso camino de quinientas millas, a lo largo de poblaciones portuarias y granjas. Ya fuera del curso del Gleniwent, en los brazos del mismo mar, la isla Warinsten guardaba la desembocadura del río; más allá de Warinsten, al oeste, no había nada sino incontables y desconocidas leguas de océano.

Comprobó el estado de su dolorida rodilla y, por el momento, decidió no sentarse, ya que después se tendría que levantar. Se hundió la gorra hasta las orejas, que enrojecían y le dolían a causa del viento, para empezar a mordisquear un trozo de queso desmenuzado. A la derecha, pero ya lejos de los límites de su visión, se encontraban las praderas y colinas de Ach Samrath, las todavía más lejanas marcas del reino de Hernystir y el sitio donde tuvo lugar la terrible batalla descrita por Morgenes. A mano izquierda, al otro lado del ancho Kynslagh, se extendían las Thrithings, tierras de pastos que parecían no tener fin. Claro que en algún lugar tenían que acabar: más allá estaban Nabban, Bahía Firranos y sus islas, y el pantanoso país Wran… Lugares que Simón no había visto y que lo más seguro es que nunca llegaría a conocer.

Cada vez más aburrido con el monótono Kynslagh y sus historias imaginarias sobre el inaccesible sur, se trasladó al otro lado del campanario. Mirando desde el centro de la pieza, desde donde no se podían ver detalles de la tierra que se extendía por debajo, la oscuridad envolvente y sin forma le resultaba un gris agujero en la nada, y la torre se convirtió por un instante en un navío fantasma a la deriva en un mar vacío y lleno de niebla. El viento aullaba, cantaba y se introducía por las ventanas abiertas; las campanas repicaban de forma apenas audible, como si la tormenta hubiera conducido a pequeños y asustados espíritus al interior de sus pieles de bronce.

Simón se asomó al bajo alféizar y se inclinó para mirar el revoltijo que conformaban los tejados de Hayholt, los cuales se extendían a sus pies. Al principio el viento lo estiraba como si desease agarrarlo y sacudirlo, como un gatito jugando con una hoja seca. Se agarró con más fuerza a la húmeda piedra, y pronto el viento se hizo más suave. Simón sonrió; desde su aventajado mirador, la gran mezcolanza de tejados de Hayholt —cada uno de ellos de diferente altura y estilo, con su bosque de chimenea, azoteas y cúpulas— parecía un patio lleno de extraños y robustos animales. Casi se arremolinaban unos encima de los otros, como si lucharen por hacerse un sitio, como cerdos ante la comida.

De menor altura que las dos torres, la bóveda de la capilla del castillo dominaba el bastión interior, y sus ventanas llenas de color aparecían cubiertas de aguanieve. Las demás construcciones de la fortaleza, las residencias, el refectorio, la sala del trono y la Cancillería, estaban, cada una de ellas, amontonadas y apretadas entre posteriores ampliaciones, muda evidencia de los diferentes señoríos del castillo. Los dos bastiones exteriores y la gran muralla exterior descendían de modo concéntrico por la colina y aparecían atestados de la misma forma. Hayholt nunca se había extendido más allá de las murallas exteriores; la gente construía hacia arriba, o dividía lo que ya tenía en porciones cada vez más pequeñas.

Más allá de la fortaleza se extendía el pueblo de Erchester en una desordenada sucesión de calles y casas bajas; únicamente la catedral sobresalía de esa monotonía, pero también quedaba empequeñecida al ser comparada con Hayholt y con la torre en la que se encontraba Simón. Aquí y allá se elevaban columnas de humo que se dispersaban en el viento.

Al otro lado de los muros de la ciudad, Simón podía percibir los difusos, ahora suavizados por la nieve, contornos del cementerio, del antiguo cementerio pagano, un lugar de mala reputación. Más allá de aquel lugar las colinas se extendían casi hasta el mismo borde del bosque; por encima de aquella humilde formación se elevaba la alta colina llamada Thisterborg, que se erguía de forma tan dramática como la catedral por encima de las bajas techumbres de Erchester. Aunque Simón no pudiera verlos, sabía que Thisterborg estaba coronada por un anillo de pilares de piedra, pulidos por el viento, que los habitantes del pueblo llamaban Piedras de la Cólera.

Y más allá de Erchester y del cementerio, de las colinas y de la coronada de piedras Thisterborg, se extendía el Bosque. Su nombre era Aldheorte y era como el mar: vasto, oscuro e insondable. Los hombres que vivían en sus lindes mantenían abiertos unos cuantos caminos al borde del bosque, pero muy pocos se aventuraban en su interior, más allá de la periferia. Era un gran y sombrío país en el centro de Osten Ard; no enviaba embajadas y recibía muy pocos visitantes. Comparado con su magnificencia, incluso el inmenso Circoille, el enmarañado bosque de Hernystir, al oeste, era un mero bosquecillo. Sólo existía un Bosque.

El mar hacia el oeste, el Bosque al este; el norte y sus hombres de hierro; la tierra de los imperios caídos hacia el sur… Al mirar a través del rostro de Osten Ard, Simón se olvidó de su rodilla durante un rato. La verdad es que durante ese tiempo el muchacho se sintió como el rey de todo el mundo conocido.

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Cuando el velado sol invernal hubo traspasado el borde del cielo, Simón se movió para marcharse. Al estirar la pierna dio un grito de dolor: la rodilla se había quedado rígida durante la hora larga que había estado en el alféizar. Resultaba obvio que no podría tomar su accidentada ruta secreta para bajar del campanario. Tendría que probar suerte ante Barnabás y el padre Dreosan.

La larga escalinata le resultó un martirio, pero la vista desde la ventana de la torre apartó sus pesares; ya no sentía la pena de sí mismo que de otra forma hubiera sentido. Ardía en su interior el deseo de conocer más acerca del mundo, y el calor de ese fuego se extendía hasta la punta de sus dedos. Le pediría a Morgenes que le hablase de Nabban y de las Islas del Sur, y de los Seis Reyes.

Al llegar al cuarto nivel, por donde había entrado, oyó un ruido: alguien bajaba la escalera con rapidez por debajo de él. Simón se detuvo mientras se preguntaba si habría sido descubierto. No es que estuviese prohibido de una forma estricta el subir a la torre, pero no tenía una buena razón para justificar su presencia allí; el sacristán sospecharía de su culpabilidad. Era extraño, pero las pisadas iban disminuyendo de intensidad. La verdad es que Barnabás o cualquier otro hubiera albergado pocas dudas en cuanto a subir y cogerlo del cuello hasta llegar abajo. Simón continuó descendiendo por las escaleras; al principio con cuidado; después, y a pesar de su rodilla herida, más deprisa.

El hueco de la escalera finalizaba en el amplio vestíbulo de entrada de la torre, que se encontraba iluminado por una débil luz y de cuya pared colgaban grandes y apenas visibles tapices que representaban, seguramente, motivos religiosos. Simón se detuvo en el último escalón, todavía al abrigo de la oscuridad de la escalera. No se oía ruido de pasos, ni de ninguna otra cosa. Caminó tan en silencio como pudo a través de la fría habitación y cada roce de sus botas sobre el suelo parecía elevarse, a causa del eco, hasta el techo de vigas de roble. La puerta principal se hallaba cerrada; la única iluminación provenía de la luz que se filtraba a través de las ventanas situadas por encima del dintel.

¿Cómo había podido, quienquiera que estuviese en las escaleras, haber abierto y cerrado una puerta gigantesca como aquélla sin que él lo hubiese oído? Los pasos se habían escuchado con mucha claridad, y había estado esperando el chirrido que harían los goznes de la puerta al abrirse. Se volvió para inspeccionar el vestíbulo otra vez.

Allí, bajo el adornado reborde inferior de uno de los tapices que colgaban junto a las escaleras, sobresalían dos pequeñas formas: unos zapatos. Si miraba con atención podía observar que el viejo tapiz parecía abultado, como si alguien estuviera escondido detrás.

Se sostuvo sobre un pie, como una garza, y primero se quitó una bota para después hacer lo mismo con la otra. ¿Quién podría ser? Tal vez se tratase del gordo Jeremías, que lo había seguido para gastarle una broma. Bueno, si así era, Simón pronto le enseñaría lo que es bueno.

Con los pies descalzos, sin hacer ruido, se deslizó a través de la sala hasta que se encontró justo enfrente del sospechoso abultamiento. Durante unos momentos, mientras elevaba la mano hasta el borde del tapiz, recordó las extrañas cosas que había dicho el hermano Cadrach sobre las cortinas, cuando eran espectadores de la representación de títeres. Dudó y se sintió avergonzado de su propia timidez, pero apartó el tapiz a un lado.

En lugar de abrirse y revelar al espía, el gran tapiz se salió de las guías y cayó como una monstruosa sábana rígida. Simón sólo pudo captar una ligera visión de una carita asustada antes de que el peso de la tela lo hiciese caer al suelo. Mientras caía, maldiciendo y luchando por liberarse, una figura vestida de marrón salió corriendo.

Simón oyó a quienquiera que fuese luchar con la pesada puerta mientras él mismo forcejeaba con la polvorienta y envolvente colgadura. Al fin pudo liberarse del tapiz y ponerse en pie; trató de cruzar la habitación para atrapar a la pequeña figura antes de que se deslizara por la puerta, ahora en parte abierta. Logró asir con firmeza un justillo. El espía fue capturado con medio cuerpo fuera.

Simón estaba enfadado, en gran parte debido a la turbación.

—¿Quién eres? —gruñó—. ¡Eres un espía!

Su cautivo no dijo nada, sólo trató de liberarse con más fuerza. Quienquiera que fuese, no tenía el vigor suficiente como para librarse de Simón. Al forcejear para colocar a la figura que se le resistía contra la puerta —un trabajo que no le resultó fácil—, Simón se quedó asombrado al reconocer la ropa de color marrón que asía con sus manos. ¡Aquél debía de ser el joven que lo había espiado en la puerta de la capilla! Simón estiró con fuerza y apretó la cabeza y los hombros del otro muchacho contra la jamba de la puerta, para poder mirarlo.

El prisionero era pequeño y de finas facciones: había algo en la nariz y en la barbilla que le recordaba a un zorro, pero no resultaba desagradable. Su cabello era negro como ala de cuervo. Simón llegó a pensar que se trataba de un sitha, a causa de su altura —trató de recordar las historias de Shem sobre los duendes: si pescabas a uno no tenías que dejarlo marchar hasta que te diese su caldero de oro—, pero antes de que pudiera gastar nada de su tesoro imaginario vio el miedo que se reflejaba en aquel rostro y en las mejillas enrojecidas, y decidió que aquello no era una criatura sobrenatural.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

El cautivo trató de desasirse, pero estaba bien sujeto. Un instante después desistió de toda lucha.

—¿Cuál es tu nombre? —volvió a insistir Simón, esta vez con voz más suave.

—Malaquías —dijo el joven, respirando con dificultad.

—Bien, Malaquías, ¿por qué me seguías?

Simón acompañó su frase con un empujón en el hombro del otro para recordarle quién había capturado a quién.

El joven se volvió y lo miró con resentimiento. Tenía unos ojos muy oscuros.

—¡No te estaba espiando! —respondió con vehemencia.

El chico volvió a desviar el rostro una vez más y Simón se vio asaltado por la sensación de que existía algo que le resultaba familiar en la cara de Malaquías, algo que debería reconocer.

—Entonces, ¿qué eres? —preguntó Simón, y volvió la barbilla del otro chico hacia él—. ¿Trabajas en los establos… o en algún otro sitio de Hayholt?

Antes de que pudiese volver el rostro del chico para mirarlo de nuevo, Malaquías puso ambas manos en el pecho de Simón y le dio un fuerte y sorprendente empujón. Simón soltó el justillo del joven y se tambaleó hacia atrás, para acabar cayendo al suelo. Antes de que hiciese amagos de levantarse, Malaquías su había esfumado por la puerta y la había cerrado con un agudo y sonoro chirrido de los goznes de bronce.

Simón todavía permanecía sentado en el suelo de piedra —con la rodilla dolorida, el trasero resentido y su dignidad mortalmente herida— cuando Barnabás, el sacristán, salió de la Cancillería para investigar las causas de todo aquel barullo. Se detuvo bajo el umbral de la puerta, vio a Simón descalzo en el suelo, miró el tapiz caído y amontonado frente a la escalera y volvió a mirar a Simón. Barnabás no dijo ni palabra, pero una vena empezó a hacerse visible y a palpitar a la altura de sus sienes, y sus párpados se entrecerraron hasta que los ojos parecieron meras rendijas.

Simón, dolorido y humillado, sólo pudo sacudir la cabeza, como un borracho que hubiese tropezado con su propia jarra y hubiese caído sobre el gato del mismísimo lord mayor.