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Jaula de grillos

Morgenes revolvía todo su estudio en busca de un libro extraviado. Con la mano dio permiso a Simón para que encontrase una jaula para los pajaritos y volvió a su búsqueda, tirando pilas de papeles y manuscritos como un gigante ciego en una frágil ciudad.

Encontrar un hogar para los ocupantes del nido resultó una tarea más difícil de lo que Simón había esperado: todo estaba lleno de jaulas, pero ninguna parecía adecuada. Unas tenían barrotes tan separados que parecían haber sido construidas para cerdos u osos; otras ya estaban llenas de extraños objetos, ninguno de los cuales parecía tener el aspecto de un animal. Por fin encontró una que parecía adecuada bajo un trozo de tejido brillante. Le llegaba hasta la rodilla y tenía forma de campana; estaba construida con cañas de río y se hallaba vacía, a excepción de una capa de arena que reposaba en el fondo. Había una puertecita en uno de los lados que permanecía cerrada con un trozo de cuerda. Simón deshizo el nudo y abrió la jaula.

¡Alto! ¡Detente ahora mismo!

—¿Qué?

El chico retrocedió de un salto. El doctor apareció corriendo tras él y cerró la puerta de la jaula con un pie.

—Perdóname por asustarte, muchacho —dijo Morgenes mientras respiraba con dificultad—, pero tendría que haberlo pensado antes de dejarte rebuscar por ahí. Esta jaula no sirve para tus propósitos. Lo siento.

—¿Por qué no?

Simón se inclinó hacia adelante y miró la jaula con ojos inquisitivos, pero no pudo descubrir nada extraordinario.

—Bueno, amigo mío, espera aquí un momento y no toques nada, te lo enseñaré. Qué tonto he sido por no acordarme.

Morgenes rebuscó durante unos instantes hasta que encontró una cesta de frutos secos con aspecto de haber sido olvidada hacía mucho tiempo. Sopló para quitar el polvo de un higo mientras se acercaba a la jaula.

—Ahora observa con atención —le dijo a Simón.

El doctor abrió la jaula y echó el fruto en el interior, que fue a parar sobre la arena que reposaba en el fondo.

—¿Y…? —preguntó Simón, perplejo.

—Espera —susurró el doctor.

No había acabado de decir aquellas palabras cuando algo ocurrió. Al principio dio la impresión de que empezaba a soplar el viento en el interior de la jaula, y por ello temblaba; pero pronto se hizo patente que la arena se deslizaba y rodeaba el higo. De pronto —tan de golpe que Simón reculó sobresaltado— una inmensa boca dentada se abrió en la arena y engulló el fruto con tanta rapidez como una carpa emerge a la superficie de un estanque para atrapar un mosquito. Se produjo una ligera onda a través de la arena, y volvió a quedar inmóvil, con una apariencia tan inocente como antes.

—¿Qué es lo que hay debajo? —balbuceó Simón.

Morgenes rió.

—¡Es la arena! —dijo, con aire satisfecho—. ¡Ella es la bestia! No es arena: para decirlo de alguna manera, es un disfraz. Lo que hay en el fondo de la jaula es un animal muy listo. Encantador, ¿verdad?

—Eso parece —respondió Simón, sin demasiada convicción—. ¿De dónde proviene?

—De Nascadu, en los países desérticos. Ahora puedes ver por qué no quería que pusieras nada ahí. No creo que a tus temerosos huerfanitos les hubiera ido muy bien ahí dentro.

Morgenes volvió a cerrar la puerta de la jaula con una tira de cuero y la colocó en una de las estanterías de arriba. Habiéndose subido a la mesa para conseguirlo, continuó a lo largo de ella, con paso experto, por encima de todos los objetos que allí se encontraban hasta que dio con lo que buscaba. Volvió a saltar al suelo. La caja que sostenía, hecha de tiras de madera, no contenía arena de aspecto sospechoso.

—Es una jaula de grillos —explicó el doctor.

A continuación ayudó al joven a meter los pajarillos en ella. En el interior colocaron un plato con agua, y, de alguna parte, Morgenes sacó una bolsita de semillas, que esparció por el suelo de la jaula.

—¿Ya tienen edad para esto? —preguntó Simón.

El anciano hizo un gesto para quitarle importancia al asunto.

—No te preocupes —dijo—. Es bueno para sus picos.

Simón les prometió a sus pájaros que estaría pronto de regreso con algo más adecuado y siguió al doctor hacia el estudio.

—Bueno, joven Simón —sonrió Morgenes—. ¿Qué puedo hacer por ti en esta fría mañana? Creo que el otro día, antes de ser interrumpidos, no acabamos de completar la muy honorable transacción de tus ranas.

—Así es, y esperaba…

—Y creo que hay algo más, ¿verdad?

—¿Qué? —trató de pensar Simón.

—¿Una minucia acerca de un suelo que necesita ser barrido? ¿Algo sobre una escoba, solitaria y abandonada, que con el corazón compungido espera ser utilizada?

El muchacho asintió con tristeza. Había supuesto que el aprendizaje empezaría de manera más propicia.

—Ah…, ya veo, ¿padeces de una pequeña aversión a las labores menores? —preguntó el doctor, con una ceja enarcada—. Es comprensible, pero está fuera de lugar. Uno debe realizar esas humildes tareas que mantienen el cuerpo ocupado, pero debe dejar la mente y el corazón libres y sin trabas. Bien, tenemos que esforzarnos para ayudarte durante tu primer día de trabajo y he pensado en un magnífico arreglo. —Dio un gracioso saltito—. Yo hablaré y tú trabajarás. ¿Está bien, verdad?

Simón se encogió de hombros.

—¿Tenéis una escoba? —preguntó—. Me he olvidado la mía.

Morgenes echó un vistazo detrás de la puerta y volvió con un objeto viejo y lleno de telarañas, en el que apenas se podía reconocer una escoba.

—Ahora —dijo el doctor, al presentársela con tanta dignidad como si fuera el estandarte real—, ¿de qué quieres que hable?

—Acerca de los marinos y de su hierro negro, y de los sitha…, y de nuestro castillo, claro. ¡Ah, y del rey Juan!

—Ah, sí —asintió Morgenes—. Se trata de una larga lista, pero si ese tonto y haragán de Inch no nos vuelve a interrumpir, tal vez sea capaz de rebajarla un poco. Ponte a barrer, muchacho, ponte a hacerlo, ¡haz volar el polvo! A propósito, ¿en qué parte de la historia me había quedado?

—Cuando llegaron los rimmerios y se retiraron los sitha, y en las espadas de hierro con que los rimmerios troceaban a la gente, y mataban a todo el mundo y a los sitha con hierro negro…

—Hummm —dijo Morgenes—, ahora me acuerdo. Humm. Bueno, a decir verdad, los saqueadores del norte no mataban exactamente a todo el mundo; ni sus saqueos y asaltos fueron tan implacables como pudiera parecer. Permanecieron en el norte durante muchos años antes de cruzar la Marca Helada; después se encontraron ante otro gran obstáculo: los hombres de Hernystir.

—¡Sí, pero los sitha…! —interrumpió Simón, impaciente. Lo sabía todo acerca de los hernystiros, pues había conocido a mucha gente de las tierras del oeste pagano—. ¡Dijisteis que la Gente Pequeña tuvo que huir de las espadas de hierro!

—No Gente Pequeña, Simón… ¡Oh! —contestó el doctor, y se lanzó sobre una pila de libros forrados de piel para, a continuación, atusarse la espesa barba—. Veo que tendré que darle más profundidad a mi historia. ¿Esperan en la cocina que regreses a la hora de comer?

—No —mintió el chico con prontitud. Una historia ininterrumpida de boca del doctor valía la pena a cambio de una de las zurras de Raquel.

—Bien. Entonces, vamos a buscar algunas cebollas y pan para nuestros estómagos…, y tal vez un vasito de algo para beber: hablar es un oficio que da mucha sed. Y después haremos un esfuerzo para convertir la escoria en Metal Absoluto: en otras palabras, para tratar de enseñarte algo.

Cuando se hubieron provisto de todo ello, el doctor Morgenes volvió a tomar asiento.

—Bueno, bueno, Simón. Oh, no hace falta que sigas con la escoba mientras comes. ¡Los jóvenes sois tan flexibles! Ahora, por favor, corrígeme si me equivoco: hoy es jueves, quince…, ¿dieciséis?… No, quince de novendre. Y el año es mil ciento sesenta y cuatro, ¿no es así?

—Creo que sí.

—Estupendo. Pon eso encima del taburete, ¿quieres? Así que hace mil ciento sesenta y cuatro años, ¿de qué? ¿Lo sabes?

Morgenes se echó hacia adelante.

Simón compuso una amarga expresión. El doctor sabía que era un cabezahueca y se burlaba de él. ¿Cómo se suponía que un friegaplatos podía saber de esas cosas? Continuó barriendo en silencio.

Instantes después levantó la mirada. El anciano masticaba y lo miraba con intensidad por encima de un mendrugo de oscuro pan.

«¡Qué ojos más azules tiene!», pensó Simón, y volvió a apartar la vista.

—¿Y bien? —dijo el doctor con la boca llena—. ¿De qué?

—No lo sé —susurró el muchacho, y odió el sonido de su propia voz resentida.

—Dejémoslo así. No lo sabes…, o tal vez crees que no. ¿Escuchas las proclamaciones cuando las lee el pregonero?

—A veces. Cuando estoy en el mercado. Otras veces Raquel me explica lo que ha dicho.

—¿Y qué es lo que dice al final? Lee la fecha, ¿recuerdas?… Ten cuidado con esa urna de cristal, muchacho, barres como alguien que estuviera afeitando a su peor enemigo. ¿Qué es lo que dice al final?

Simón, lleno de vergüenza, estaba a punto de tirar la escoba y salir corriendo cuando, de repente, una frase flotó y emergió de las profundidades de su memoria, trayendo consigo los sonidos del mercado —el ondear de los gallardetes y toldos— y el nítido olor de la hierba de primavera esparcida a sus pies.

—Desde la Fundación.

Estaba seguro de ello. Lo había oído en la calle Mayor.

¡Excelente! —dijo el doctor, y levantó la jarra como en un brindis para al final echar un largo trago—. Y ahora, ¿la «Fundación» de qué? No te preocupes —continuó Morgenes mientras Simón empezaba a negar con la cabeza—, yo te lo diré. No espero que los jóvenes de hoy día, criados como lo hacen, sepan demasiado sobre la verdadera naturaleza de los acontecimientos —añadió el doctor sacudiendo la cabeza, en un rictus mitad en broma, mitad en serio—. El Imperium Nabbanai fue fundado, o declarado fundado, hace mil ciento sesenta y cuatro años, por Tiyagaris, el primer Imperator. En ese tiempo, las legiones de Nabban gobernaban en todos los países del hombre, tanto al norte como al sur, y a ambas orillas del río Gleniwent.

—Pero…, pero Nabban es pequeño —dijo Simón, sorprendido—. ¡Es la parte más pequeña del reino del rey Juan!

—Eso, jovencito —explicó Morgenes—, es lo que llamamos «historia». Los imperios tienen tendencia a declinar; y los reinos, a caer. En el lapso de mil años o algo así, cualquier cosa puede suceder. La época de máximo apogeo de Nabban no se alargó tanto. Lo que quiero decir, al fin y al cabo, es que Nabban gobernó un tiempo a los hombres, y los hombres vivían codo a codo con los sitha. El rey de los sitha reinaba aquí, en Asu’a, o Hayholt, como nosotros lo llamamos. El rey-erl, «erl» es una vieja palabra que quiere decir sitha, negaba a los humanos el derecho a entrar en las tierras de su gente, si no era mediante un permiso especial; y los humanos, más ligeramente temerosos de los sitha, lo obedecían.

—¿Qué son lo sitha? Dijisteis que no eran Gente Pequeña.

Morgenes sonrió.

—Aprecio tu interés, muchacho, ¡en especial cuando todavía no he hablado de matanzas ni amputaciones!, pero lo apreciaría todavía más si no te mostrases tan tímido con la escoba. Baila con ella, muchacho, ¡baila con ella! Mira, si puedes, limpia eso de ahí.

Morgenes trotó hasta la pared y señaló una mancha de hollín de varios codos de diámetro. Parecía una pisada. Simón decidió no preguntar, y en lugar de ello se puso a tratar de borrarla de la pared enyesada.

—Ahhh, te doy las gracias. He esperado para sacar eso de ahí durante meses; de hecho, desde la víspera de los Difuntos del último año. Ahora, ¿por dónde, en el nombre de los Vistrilies Interiores, iba yo…? Ah, sí, tus preguntas. ¿Los sitha? Bueno, ellos fueron los primeros y tal vez sigan aquí cuando desaparezcamos todos nosotros. Son tan diferentes de nosotros como el hombre lo es de los animales, aunque más parecidos… —El doctor se detuvo para reconsiderar sus afirmaciones—. Para ser franco, el hombre y los animales viven un mismo y breve lapso de años, pero no ocurre lo mismo entre el hombre y los sitha. Si bien el Pueblo Encantado no es inmortal, la verdad es que viven mucho más que cualquier hombre, incluso más que nuestro nonagenario rey. Puede que tal vez no mueran, si no es por propia elección o a través de la violencia… Tal vez, si fueras sitha, la violencia en sí misma podría ser una elección…

Morgenes perdió el hilo. Simón lo miraba con la boca abierta.

—Oh, vamos, cierra esa mandíbula, muchacho, pareces Inch. Es mi privilegio el poder divagar un poco. ¿Preferirías regresar y escuchar a la dama encargada de la servidumbre?

Simón cerró la boca y continuó frotando el hollín de la pared. Había conseguido cambiar la forma original de la mancha para convertirla en algo parecido a un cordero; de vez en cuando se detenía para valorar su trabajo. Una picazón de fastidio se hizo presente en la base del cuello; le gustaba el doctor, y prefería estar aquí antes que en cualquier otra parte, pero el anciano hablaba tanto… Tal vez si frotase un poco más por la parte superior de la mancha ésta podría llegar a parecerse a un perro… Su estómago rugió intranquilo.

Morgenes siguió con sus explicaciones, llenas de lo que para Simón resultaban detalles innecesarios, sobre la era de paz entre los súbditos del rey-erl de edad indefinida y los de los Imperatores humanos emergentes.

—… Así, sitha y hombres encontraron una especie de equilibrio —dijo el anciano—, incluso comerciaban un poco…

El rugido del estómago de Simón se hizo audible. El doctor sonrió y dejó otra vez sobre la mesa la última cebolla que acababa de coger.

—Los hombres traían especias y tintes de las Islas del Sur, o piedras preciosas de las Montañas Grianspog de Hernystir; a cambio recibían hermosas cosas provenientes de los cofres del rey-erl, objetos de una misteriosa y exquisita artesanía.

La paciencia de Simón tocaba a su fin.

—Pero ¿qué ocurrió con los hombres de los barcos, los rimmerios? ¿Qué pasó con las espadas de hierro?

El muchacho miró a su alrededor en busca de algo a lo que hincarle el diente. ¿La última cebolla? Se acercó con cautela hacia ella. Morgenes estaba frente a la ventana, desde donde observaba el gris atardecer. Simón se la metió en el bolsillo y corrió de vuelta hasta la mancha de la pared. Con un tamaño claramente inferior al original, la mancha tenía ahora la forma de una serpiente. Morgenes continuaba sin apartarse de la ventana.

—Supongo que ha habido un poco de tiempos pacíficos y gentes de igual talante en mi historia de hoy —dijo. Meneó la cabeza y se dirigió hacia su asiento—. La paz pronto acabará…

El doctor volvió a sacudir la cabeza y un mechón de fino cabello se cruzó en su frente arrugada. Simón mordisqueaba la cebolla a escondidas.

—La edad de oro de Nabban duró unos cuatro siglos, hasta el advenimiento de los rimmerios sobre Osten Ard. El Imperium Nabbanai se había recluido sobre sí mismo. El linaje de Tiyagaris había muerto, y cada nuevo emperador que se hacía con el poder era como un dado escogido de un cubilete; algunos eran buenos y trataban de mantener al reino unido; otros, como Crexis el Chivo, eran peores que los saqueadores del norte. Y algunos, como Enfortis, eran simplemente débiles.

»Durante el reinado de Enfortis se produjo la llegada de los poseedores del hierro. Nabban decidió retirarse del norte. Lo hicieron a través del río Gleniwent, de forma tan apresurada que muchos de los puestos fronterizos del norte se encontraron solos y abandonados a su suerte: unirse a los rimmerios o morir.

»Hummm… ¿Te aburro, muchacho?

Simón, apoyado contra la pared, se sacudió para enfrentarse con la conocida sonrisa de Morgenes.

—¡No, doctor, no! —Tenía los ojos cerrados para poder escuchar mejor—. ¡Seguid!

Todos aquellos nombres, nombres y más nombres le estaban provocando sueño…, y deseó que el anciano se apresurase para llegar a la parte de las batallas. Pero le gustó ser el único del castillo para quien hablaba Morgenes. Las sirvientas no sabían nada de aquel tipo de cosas…, cosas de hombres. ¿Qué sabían las sirvientas o las chicas más jóvenes sobre ejércitos, banderas y espadas…?

—¿Simón?

—¡Oh! ¿Sí? ¡Seguid!

El chico se dio la vuelta con rapidez para restregar los últimos restos de la mancha mientras el doctor continuaba. La pared estaba limpia. ¿Lo habría hecho sin darse cuenta?

—Así que trataré de acortar un poco la historia, muchacho. Como iba diciendo, Nabban retiró sus ejércitos del norte y se convirtió por primera vez en un imperio totalmente sureño. Fue el principio del fin, claro; según fue pasando el tiempo, el imperio se replegó sobre sí mismo como una sábana, cada vez más y más pequeño, hasta nuestros días, cuando ya no es más que un ducado, una península con unas cuantas islas añadidas. En el nombre de la Flecha de Paldir, ¿qué es lo que haces?

Simón se contorsionaba como un podenco mientras trataba de rascar una mancha en un lugar difícil. Sí, allí estaban los restos de la mancha de la pared: una silueta en forma de serpiente cruzaba toda la espalda de su camisa. Se había apoyado contra ella. Se volvió hacia Morgenes con cara de borrego, pero el doctor se rió y continuó.

—Sin las guarniciones imperiales, Simón, el norte quedó inmerso en el caos. Los hombres que habían llegado en los barcos capturaron la mayor parte del norte de la Marca Helada, y llamaron a su nuevo hogar Rimmersgardia. No contentos con ello, los rimmerios avanzaron hacia el sur, barriendo todo lo que encontraban en su sangriento camino. Pon esas hojas en la estantería, contra la pared, ¿quieres?

»Robaron y arruinaron a otros hombres, hicieron numerosos cautivos, pero para los sitha fueron criaturas fatales; los cazaron y dieron muerte allí donde los encontraron, mediante el fuego y el hierro frío… Cuidado con eso, muchacho.

—¿Aquí encima, doctor?

—Sí…, pero ¡por los Huesos de Anaxos, no los tires! ¡Ponlos bien! ¡Si supieras la de horas que durante una terrible noche estuve jugando a los dados en un cementerio utanyeato para poner mis manos sobre ellos…! ¡Allí! Así está mucho mejor.

»Por aquel entonces, la gente de Hernystir, un orgulloso y aguerrido pueblo al que ni siquiera los emperadores de Nabban habían podido conquistar, no parecía estar dispuesta a ofrecer sus cuellos a los rimmerios. Estaba horrorizada por lo que los norteños hacían con los sitha. De todos los humanos, los hernystiros eran los más cercanos a los sitha; todavía hoy son visibles las marcas de una antigua ruta comercial entre este castillo y el Taig de Hernysadharc. El señor de Hernystir y el rey-erl formaron una alianza desesperada, y durante un tiempo mantuvieron a distancia la marea norteña.

»Pero ni siquiera unidos podían oponer suficiente resistencia frente al avance invasor. Fingil, el rey de los rimmerios, marchó hacia el sur de la Marca Helada por encima de las fronteras del territorio del rey-erl… —Morgenes sonrió con tristeza y continuó—: Estamos a punto de acabar, joven Simón, no temas, llegamos al final de todo ello…

»En el años seiscientos sesenta y tres, las dos grandes huestes llegaron a las praderas de Ach Samrath, al norte del río Gleniwent. Durante cinco días de horribles y despiadados combates, los hernystiros y los sitha consiguieron hacer retroceder a los rimmerios. Pero en el sexto día fueron atacados a traición por su flanco desprotegido. El ataque fue llevado a cabo por un ejército de hombres de Thrithings, que durante mucho tiempo habían codiciado las riquezas de Erkynlandia y de los sitha. Amparados por la oscuridad, llevaron a cabo una carga mortífera. La línea de defensa fue rota; los carros hernystiros, aplastados, y el Blanco Venado de la Casa de Hern, pisoteado sin miramientos. Se dice que, sólo en ese día, diez mil hombres de los hernystiros encontraron la muerte en el campo de batalla. Nadie sabe cuántos sitha cayeron, pero sus pérdidas también fueron enormes. Los hernystiros que sobrevivieron huyeron hacia los bosques de su tierra. En Hernystir, Ach Samrath es un nombre que se emplea para designar odio y pérdida.

—¡Diez mil! —silbó Simón. Los ojos le brillaron a causa del terror y la enormidad de la cifra.

Morgenes se percató de la expresión del chico e hizo una mueca, aunque sin añadir comentario alguno.

—Ése fue el día en que el señorío de los sitha sobre Osten Ard tocó a su fin, aunque todavía pasaron tres años de duro sitio antes de que Asu’a cayese en manos de los victoriosos norteños.

»Si no hubiera sido por las horribles magias realizadas por el hijo del rey-erl, no habría sobrevivido ni un solo sitha a la caída del castillo. Sin embargo, muchos lo hicieron y huyeron a los bosques y hacia el sur, en dirección a las aguas, y… hacia cualquier parte.

Ahora la atención de Simón estaba fija como si se hallase clavado al suelo.

—¿Y el hijo del rey-erl? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué clase de magia invocó? —preguntó el chico, y un pensamiento repentino atravesó su mente—. ¿Y qué hay del rey Juan? Creí que ibais a explicarme algo del rey…, ¡de nuestro rey!

—Otro día, Simón.

Morgenes se abanicó la frente con un fajo de pergaminos, aunque la pieza estaba bastante Fría.

—Hay mucho que explicar sobre las eras oscuras tras la caída de Asu’a, muchas historias. Los rimmerios gobernaron aquí hasta la llegada del dragón. Años más tarde, mientras el dragón dormía, otros hombres poseyeron el castillo. Muchos años y varios reyes pasaron por Hayholt, muchos años oscuros y muchas muertes hasta el advenimiento de Juan…

Se detuvo y pasó una mano por el rostro como para apartarse el cansancio.

—Pero ¿qué pasó con el hijo del rey de los sitha? —preguntó Simón, con calma—. ¿Qué hay sobre… la «terrible magia»?

—Sobre el hijo del rey-erl… es mejor no decir nada.

—¿Por qué?

—¡Basta de preguntas, muchacho! —rugió Morgenes, agitando las manos—. ¡Estoy cansado de tanto hablar!

Simón se ofendió. Sólo había tratado de oír la historia completa; ¿por qué la gente mayor se enfada con tanta facilidad? De todas formas, era mejor no matar la gallina de los huevos de oro.

—Lo siento, doctor.

Trató de parecer contrito, pero el viejo sabio tenía un aspecto tan gracioso, con su cara sonrosada y su cabello encrespado, que Simón sintió cómo se iba conformando en sus labios una sonrisa. Morgenes lo vio, pero mantuvo su adusta expresión.

—De verdad que lo siento.

No se produjo ningún cambio. ¿Qué más podía probar?

—Os doy las gracias por explicarme la historia.

—¡No es ninguna «historia»! —gruñó Morgenes—. ¡Es Historia! ¡Ahora vete! ¡Vuelve mañana por la mañana dispuesto a trabajar, porque apenas has empezado la faena de hoy!

Simón se incorporó y trató de ocultar su sonrisa, pero según se daba la vuelta para marcharse se le escapó y se dibujó a través de su rostro. Al cerrar la puerta tras de sí oyó al anciano maldecir a no-sé-qué-demonios que habían ocultado su jarra de cerveza.

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La luz del atardecer se introducía como un cuchillo a través de los claros abiertos entre las nubes mientras Simón volvía de camino al bastión interior. Tenía el aspecto de un holgazán tonto y boquiabierto, un alto y desagradable chico pelirrojo, vestido con ropas polvorientas. Pero en su interior bullían extraños pensamientos, como un panal de deseos y murmullos zumbones.

«Mira el castillo», pensó. Estaba viejo y muerto, con piedras amontonadas sobre piedras carentes de vida, una montaña de rocas habitada por criaturas de mente estrecha. Pero una vez había sido diferente. Grandes acontecimientos ocurrieron aquí. Los cuernos habían sonado; las espadas, brillado; grandes ejércitos se habían enfrentado como las olas del Kynslagh batiendo contra el muro. Cientos de años habían transcurrido, pero a Simón le pareció que estaba ocurriendo en aquel instante y sólo para él, mientras la lerda y tonta gente con la que compartía el castillo se arrastraba sin pensar en nada excepto en la próxima comida, y en echar una cabezada inmediatamente después.

«Idiotas».

Al atravesar la postrera puerta, una luz le llamó la atención hacia la distante pasarela que rodeaba la Torre de Hjeldin. Vio a una muchacha, brillante y pequeña como una pieza de joyería. Su ropa de color verde y el dorado cabello eran abrazados por un rayo de luz solar como si hubiera sido lanzado como una flecha desde el cielo para ella sola. Simón no podía verle el rostro, pero estaba seguro de que tenía que ser hermosa; hermosa y compasiva como la imagen de la Inmaculada Elysia que había en la capilla.

Durante un momento aquel destello de verde y oro lo encendió, como una chispa sobre madera seca. Sintió desaparecer todo el fastidio y el resentimiento que llevaba dentro de sí, que se esfumaron en un instante. Se sintió ligero y capaz de flotar como una pluma de ganso y rogó que la brisa se lo llevase de un soplo hacia el rayo dorado.

Apartó la mirada de la maravillosa muchacha sin rostro y miró sus ropas harapientas. Raquel lo esperaba, y su comida se habría enfriado. Un indefinible peso volvió a tomar su lugar acostumbrado y le hizo inclinar el cuello y hundir sus hombros mientras caminaba arrastrando los pies hacia las dependencias de los servidores.