3

Pájaros en la capilla

—En el nombre del Bendito Aedón…

¡Paf!

—… Y de Elysia, su madre…

¡Paf!

—… Y de todos los santos que cuidan de nosotros…

¡Paf!

—… Cuidad… ¡Bah! —sonó un grito de frustración—. ¡Malditas arañas!

Entre golpes, maldiciones e invocaciones, Raquel limpiaba de telarañas el techo del comedor.

Dos muchachas estaban enfermas y otra se había torcido un tobillo. Aquélla era la clase de día que proporcionaba un brillo peligroso a los ojos color ágata de Raquel el Dragón. Ya era bastante tener a Sara y a Jael en cama con la menstruación. —Raquel era muy severa, pero sabía que cada día de trabajo de una chica que se encuentra mal puede significar perderla tres días más—. Sí, ya era bastante desagradable que Raquel tuviera que cuidarse del trabajo restante a causa de la ausencia de aquéllas. Como si no tuviera suficiente, ahora el senescal había anunciado que el rey cenaría aquella noche en el Gran Salón, y Elías, el príncipe regente, había llegado de Meremund, por lo que todavía había más trabajo que hacer.

Y Simón, a quien había enviado hacía horas a recoger unos pocos montoncitos de polvo, todavía no había regresado.

Así que allí estaba ella con su cansado y viejo cuerpo, colgada de una desvencijada escalera, mientras trataba de desprender las telarañas de los altos rincones del techo con una escoba. ¡Ese chico! Ese, ese…

—Sagrado Aedón, dame fuerzas…

¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!

¡Ese maldito chico!

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No sólo se trataba —pensó después Raquel, mientras trepaba por la escalera, con la cara enrojecida— de que el chico fuese perezoso y difícil. Había hecho por él todo lo posible durante años para evitarle desgracias; y a causa de ello sabía que era mejor de lo que cabía esperar. No, lo peor de todo es que parecía que no le importaba a nadie más. Simón ya tenía la altura de un hombre y una edad en la que casi debería desempeñar las labores de un hombre… Pues no. Se escondía, desaparecía y soñaba despierto. Los trabajadores de la cocina se reían de él. Las sirvientas lo mimaban y le hacían llegar comida, cuando ella, Raquel, lo había castigado sin comer. ¡Y Morgenes! Bendita Elysia. ¡Ese hombre incluso lo animaba a hacerlo!

Y encima, ahora le había pedido a Raquel que dejara que el chico trabajase para él, a diario, para que barriese y le ayudase a tener las cosas en orden —¡ja!— y para asistir al anciano en algunos de sus trabajos. Como si ella no lo supiera. Ambos no harían más que sentarse, y el viejo trasegaría cerveza y le explicaría al chico sólo el cielo podía llegar a saber qué clase de perniciosas historias.

De todas formas, no podía dejar de tener en cuenta la oferta. Era la primera vez que alguien se interesaba por el muchacho. ¡Parecía tan hundido la mayor parte del tiempo! Al fin y al cabo Morgenes parecía creer que podía ser en beneficio del chico…

El doctor a menudo irritaba a Raquel con sus historias y su florido lenguaje —pues estaba segura de que ocultaba burla—, pero parecía querer cuidar al mozo. Morgenes siempre parecía haber sentido interés por todo lo referente a Simón… Una sugerencia aquí, una idea allí: en una ocasión intercedió por él cuando el jefe de los lavaplatos lo echó y le prohibió volver a las cocinas. Morgenes se había interesado por el chico.

Raquel miró por entre las anchas vigas del techo y su mirada se deslizó a través de las sombras, sopló para apartarse un mechón de húmedo cabello del rostro.

Volvió a acordarse de aquella lluviosa noche, ¿cuándo fue…? ¿Hace casi quince años? Se sintió muy vieja al volver a pensar en aquello… Le parecía que sólo había transcurrido un momento…

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La lluvia había caído durante todo el día y toda la noche. Raquel atravesó el patio lleno de barro, levantando su capa por encima de la cabeza con una mano y con la otra sosteniendo un candil. De repente metió el pie en una ancha rodera dejada por un carromato y sintió que el agua le salpicaba las pantorrillas. Liberó el pie, pero sin el zapato. Juró con amargura y continuó su agotadora carrera en una noche como aquélla con un pie descalzo, pero no disponía de tiempo para hurgar en los charcos en busca de su zapato.

Una luz permanecía encendida en el estudio de Morgenes, pero los pasos que la llevaron hasta su entrada le parecieron interminables. Cuando el doctor abrió la puerta, Raquel se dio cuenta de que estaba acostado: vestía un largo camisón que necesitaba unos cuantos remiendos y se frotaba los ojos con aspecto adormilado a la luz de un candil. Las enredadas sábanas del lecho, rodeado de una especie de empalizada de libros, hicieron que a Raquel le viniese al pensamiento el cubil de algún animal salvaje.

—¡Doctor, dese prisa! —dijo la dama—. ¡Tiene que venir enseguida, ahora mismo!

Morgenes la miró y retrocedió.

—Entra, Raquel. No tengo idea de qué clase de palpitaciones nocturnas son las que padeces, pero ya que estás aquí…

—No, no, loco, se trata de Susana. Ha llegado la hora, pero está muy débil. Tengo miedo de lo que pueda ocurrirle.

—¿Quién? ¿Qué? Bueno, un momento, deja que coja mis cosas. ¡Qué noche más horrorosa! Ve para allá. Ya te alcanzaré.

—Pero, doctor Morgenes, he traído el candil para usted.

Demasiado tarde. La puerta ya estaba cerrada y Raquel se encontró sola en el escalón con el agua de lluvia goteando por su larga nariz. Maldijo y volvió hacia las dependencias de los servidores.

Poco después Morgenes aparecía subiendo las escaleras mientras se quitaba el manto. Al llegar al umbral se dio cuenta de cuál era la situación con una sola mirada: una mujer estaba tendida en la cama con el rostro vuelto hacia el otro lado; estaba embarazada y gemía. Su oscuro cabello le cruzaba el rostro, y con un puño sudado agarraba la mano de otra joven arrodillada junto a ella. Raquel estaba al pie de la cama con otra mujer de más edad.

La mayor de ellas se dirigió a Morgenes mientras éste se deshacía de su abultado vestuario.

—Hola, Elispeth —saludó él con calma—. ¿Cómo está?

—No muy bien. Tengo miedo, señor. Sabéis que si fuese de otra forma lo habría hecho yo misma, pero ella ha probado durante horas y ahora se está desangrando. Su corazón está muy débil.

Mientras Elispeth hablaba, Raquel se acercó.

—Hummm —dijo Morgenes, se inclinó y revolvió en la bolsa que había traído consigo—. Dale un poco de esto, por favor —indicó, y alargó hacia Raquel un frasquito tapado—. Sólo un trago, pero cuida de que lo tome.

El doctor volvió a rebuscar en su bolsa mientras Raquel abría con mucho cuidado la temblorosa mandíbula de la mujer que reposaba en el lecho y vertía un poco del líquido en el interior de la boca. El olor de sangre y sudor que impregnaba la habitación cambió de repente y se convirtió en una fuerte y aromática fragancia.

—Doctor —dijo Elispeth cuando Raquel regresaba—, no creo que podamos salvar a los dos.

—Debéis salvar la vida del niño —interrumpió Raquel—. Ése es el deber de los temerosos de Dios. Así lo afirman los sacerdotes. Salvad al niño.

Morgenes se volvió para dirigirle una mirada de desagrado.

—Buena mujer, yo temo a Dios a mi manera, si es que no te importa. Si la salvo a ella, y no pretendo que pueda hacerlo, siempre podrá tener otra criatura.

—No, no puede —respondió Raquel, con tono duro—. Su esposo ha muerto.

La mujer pensó que de todas las personas que allí había, Morgenes tenía que ser el que mejor lo supiera. El marido de Susana había sido pescador y visitaba a menudo al doctor antes de ahogarse, aunque Raquel no podía imaginarse de qué hablaban.

—Está bien —dijo Morgenes, distraído—, siempre puede encontrar otro… ¿Qué? ¿Su marido?

Su mirada se iluminó y corrió junto al lecho. El doctor pareció darse cuenta finalmente de quién estaba en el lecho, desangrando su vida en la áspera sábana.

—¿Susana? —preguntó, con calma, y volvió el doloroso rostro de la mujer hacia él. Los ojos de ella se abrieron durante un instante y lo vieron; después, tras sufrir otra oleada de agonía, se volvieron a cerrar—. Pero ¿qué es lo que ha pasado aquí? —suspiró Morgenes. Susana sólo podía gemir, y el doctor miró a Raquel y a Elispeth con rabia en el rostro—. ¿Por qué no me ha informado nadie de que esta pobre muchacha estaba a punto de concebir a su hijo?

—No esperaba hacerlo hasta dentro de dos meses —respondió amablemente Elispeth—. Ya lo sabéis, estamos tan sorprendidas como vos.

—¿Y por qué tendría que preocuparos que la viuda de un pescador fuera a dar a luz? —preguntó Raquel. Ella también podía ponerse furiosa—. ¿Y por qué perdéis el tiempo preguntando?

Morgenes la miró y bizqueó.

—Tenéis toda la razón —dijo, y volvió junto al lecho—. Salvaré al niño, Susana —dijo a la temblorosa mujer.

Ella asintió una vez y luego se puso a llorar.

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Era un llanto débil, pero se trataba del llanto de un niño vivo. Morgenes tendió la delgada y enrojecida criatura a Elispeth.

—Es un niño —explicó el doctor, y volvió a posar su atención sobre la madre.

Susana estaba tranquila y respiraba con más calma, pero su piel estaba tan blanca como el mármol de Harcha.

—Lo he salvado, Susana. Tenía que hacerlo —susurró el doctor. Las comisuras de la boca de la mujer se tensaron en lo que podía ser el esbozo de una sonrisa.

—Lo… sé… —dijo, con una voz cada vez más débil—. Si mi… Eahlferend… no hubiera…

El esfuerzo fue demasiado para ella y se detuvo. Elispeth se inclinó sobre el lecho para enseñarle la criatura, envuelta en sábanas, y todavía unida por el cordón umbilical.

—Es muy pequeño —dijo la anciana mujer—, pero se debe a que ha llegado demasiado pronto. ¿Cuál es su nombre?

—Llamadle… Seomán… —jadeó Susana—. Quiere decir… «espera»…

Susana se volvió hacia Morgenes y pareció desear decir algo más. El doctor se le acercó, y con su blanco cabello rozó una mejilla pálida como la nieve, pero ella no pudo decir nada más. Después volvió a toser, y sus ojos oscuros rodaron para mostrarse blancos. La muchacha que sostenía una de sus manos sollozó.

También Raquel sintió sus ojos llenos de lágrimas. Se alejó y pretendió hacer ver que limpiaba algo. Elispeth separaba a la criatura del último vínculo que lo unía a su madre ya muerta.

El movimiento hizo que la mano derecha de Susana, que había estado cogida a su propio cabello, se liberase y cayese hasta el suelo. Cuando chocó contra éste, algo que brillaba saltó de su palma cerrada y rodó hasta detenerse junto a los pies del doctor. Raquel vio por el rabillo del ojo cómo Morgenes se agachaba y recogía el objeto. Se trataba de algo pequeño, que desapareció de inmediato en la palma de su mano y de allí fue a parar al interior de su bolsa.

A Raquel no le gustó el gesto, pero parecía que nadie más se había dado cuenta. Trató de enfrentarse al doctor, con lágrimas en los ojos, pero la mirada de aquél la hizo permanecer donde se encontraba sin decir palabra.

—Se llamará Seomán —dijo el anciano, cuyos ojos aparecían más extraños y ensombrecidos cuando se acercó a Raquel, a quien dijo con ronca voz—: Debes cuidar de él, Raquel. Sus padres han muerto.

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Con la respiración entrecortada Raquel volvió a la realidad y a punto estuvo de resbalar y caer del taburete en el que estaba sentada. Se sentía avergonzada de sí misma, ¡había soñado despierta! Aquello venía a añadirse al ritmo brutal con que había trabajado durante todo el día para cubrir las ausencias de las tres chicas… y de Simón.

Lo que necesitaba era un poco de aire fresco. No había duda de que subida a un taburete y pasando la escoba de aquí para allá como una loca, su cuerpo había empezado a ser presa de los vapores. Salió al exterior para que le diera un poco el aire. El señor sabía que tenía todo el derecho a hacerlo. Aquel Simón estaba hecho un holgazán.

Lo habían criado ella y las sirvientas. Susana no tenía parientes, y nadie quería saber mucho o poco acerca de Eahlferend, su esposo, que murió ahogado, así que se quedaron con el chico. Raquel pretendió protestar por ello, pero tampoco habría dejado que se marchase, al igual que no habría traicionado al rey o dejado las camas sin hacer. Fue ella la que le dio el nombre de Simón, todo el mundo al servicio del rey Juan tomaba un nombre proveniente de la isla de donde era nativo el monarca, Warinsten. Simón era el que más se aproximaba a Seomán, así que se quedó con Simón.

Raquel descendió por las escaleras hasta el piso inferior y notó que le temblaban las piernas. Pensó que debería haber traído una capa con ella, ya que parecía refrescar. La puerta se abrió poco a poco, ruidosamente —se trataba de una puerta imponente, cuyos goznes necesitaban algo de aceite—, y la mujer caminó hacia el patio. El sol matutino empezaba a asomar por encima de las almenas, como un niño travieso.

A Raquel le gustaba aquel lugar, situado bajo el puente de piedra que conectaba el pasillo del refectorio con el cuerpo principal de la capilla. El pequeño patio a la sombra del puente aparecía lleno de pinos y brezos, dispuestos en las pequeñas vertientes de la colina; todo el jardín no tenía más extensión que la que podría alcanzar un tiro de piedra. Mirando hacia arriba, más allá del pasadizo de piedra pudo ver la forma puntiaguda de la Torre del Ángel Verde, que brillaba frente al sol como un colmillo de marfil.

Raquel recordaba que había existido un tiempo, mucho antes de la llegada de Simón, en que ella misma también había sido una niña que jugaba en aquel mismo jardín. ¡Cuánto reirían algunas de las doncellas si llegaba a saberse!: el Dragón también había sido niña. Bueno, lo había sido, y después se había convertido en una joven dama, incluso atractiva. Por aquel entonces el jardín se había llenado del frufrú de los brocados y la seda, de damas y caballeros que reían, y que portaban halcones en sus puños y una alegre canción en los labios.

Ahora Simón creía saberlo todo. Dios hacía que los jóvenes fueran estúpidos y ahí estaba la causa de todo. Las chicas lo habían estropeado hasta que casi no hubo posibilidad de recuperación, sin embargo, Raquel siempre había permanecido vigilante. Ella sabía muchas cosas, aunque los jóvenes pensasen lo contrario.

«Las cosas eran diferentes, entonces», pensó Raquel… Y, mientras meditaba sobre todo ello, el aroma a pino del sombreado jardín pareció apoderarse de su corazón. El castillo había sido un lugar tan maravilloso y emocionante…: altos caballeros con brillantes armaduras, hermosas jóvenes con elegantes ropajes, la música…, ay, y el campo de los torneos, lleno del colorido de las tiendas de los contendientes. Ahora el castillo reposaba tranquilo y únicamente parecía soñar. Las altas almenas estaban ahora a cargo de los de la misma condición de Raquel: cocineros y sirvientas, senescales y lavaplatos…

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Hacía un poco de frío. Raquel se inclinó hacia adelante y se arrebujó en el chal, para volver a mirar frente a sí. Simón estaba allí, con las manos escondidas a su espalda. ¿Cómo habría conseguido deslizarse hasta ella sin que se diera cuenta? ¿Y por qué mostraba aquella sonrisa idiota en el rostro? La dama sintió que la fuerza de su carácter volvía a inundar su cuerpo. La camisa de Simón —limpia tan sólo una hora antes— aparecía ennegrecida y sucia, además de descosida en varios sitios, al igual que sus calzas.

¡Bendita sea santa Rhiap! —gritó Raquel—. ¿Qué has hecho?

Rhiappa había sido una mujer aedonita de Nabban que había perecido con el nombre del único Dios en sus labios tras haber sido repetidamente violada por piratas del mar. Gozaba de gran devoción entre el personal doméstico.

—¡Mira lo que tengo, Raquel! —dijo Simón, y le mostró un sucio y desproporcionado cono de paja: un nido de pájaros del que salían débiles gorjeos— ¡Lo encontré debajo de la Torre de Hjeldin! Debe de haberse caído a causa del viento. ¡Tres de ellos todavía viven, y yo voy a cuidarlos!

—¿Estás loco? —preguntó Raquel, al tiempo que elevaba la escoba, como si fuera el rayo vengador del Señor que con toda probabilidad había destruido a los violadores de Rhiap—. Tú no criarás a esas criaturas en mi casa. Cosas peludas y sucias que estén todo el día volando por ahí y enredando en el cabello de las gentes. Además, mira tus ropas. ¿Sabes cuánto tiempo le llevará a Sara recomponerlas?

El palo de la escoba se estremeció en el aire.

Simón bajó la mirada. Desde luego no había encontrado el nido en el suelo: era el que había localizado desde donde había estado sentado, bajo el Roble del Festival. Se había subido al árbol para cogerlo y, en su excitación al pensar en quedarse para sí los pajaritos, no había reparado en el trabajo que ello le iba a proporcionar a Sara, la tranquila y hogareña muchacha que realizaba los zurcidos en el piso de abajo. Una ola de vergüenza y frustración se abatió sobre él.

—¡Pero Raquel, me acordé de recoger las esteras!

Simón balanceó el nido con cuidado y extrajo de debajo de su justillo un magro y mojado grupo de cañas.

La expresión de Raquel se suavizó un poco, pero siguió con el entrecejo fruncido.

—Es que no piensas, muchacho, no piensas: eres como un crío. Si algo se rompe o se hace demasiado grande, alguien tiene que responsabilizarse de ello. Así es como el mundo funciona. Ya sé que no lo haces con mala intención, pero… ¿Por qué tienes que ser tan estúpido?

Simón levantó la mirada con precaución. Aunque su rostro todavía mostraba preocupación y arrepentimiento en la medida justa, Raquel, a través de su ojo de basilisco, pudo observar que él creía que lo peor había pasado. La ceja de la dama volvió a enarcarse.

—Lo siento, Raquel, de verdad que… —dijo el chico, al tiempo que ella se incorporaba y le daba un golpecito en el hombro con el mango de la escoba.

—No me vengas con el «lo siento» de siempre, muchacho. Lo que debes hacer es devolver esos pájaros al lugar donde los has encontrado. En este lugar no habrá criaturas revoloteadoras.

—Venga, Raquel. ¡Puedo meterlos en una jaula! ¡Construiré una!

—No y no. Cógelos y llévaselos a tu inútil doctor si te place, pero no los traigas por aquí para que molesten a la gente honrada que tiene trabajo que hacer.

Simón se dio la vuelta arrastrando los pies, con el nido entre sus manos. En alguna parte debía de estar el fallo. Raquel había estado a punto de ceder, pero era una vieja dura. El más ligero error de cálculo al tratar con ella significaba una rápida y terrible derrota.

—¡Simón! —llamó Raquel.

El joven giró sobre sus talones.

—¿Puedo quedármelos?

—Desde luego que no. No seas cabezahueca. La mujer lo miró con fijeza. Pasó un incómodo espacio de tiempo; Simón se apoyaba ora en un pie ora en el otro y esperaba.

—Vete a trabajar con el doctor —dijo ella, al fin—, tal vez él pueda inculcarte algo de sentido común. Yo abandono. —Raquel lo miró con viveza—. Y haz lo que te diga que debes hacer, y agradécele que te dé esa última oportunidad. ¿Has entendido?

—¡Claro que sí! —dijo Simón, lleno de felicidad.

—No siempre vas a escaparte de mí con tanta facilidad. Regresa a la hora de comer.

—¡Sí, señora!

Simón se dio la vuelta para salir corriendo en dirección a los aposentos de Morgenes, pero se detuvo.

—¿Raquel? Gracias.

La dama respondió con un gruñido y regresó a las escaleras del refectorio. Simón se preguntó por qué tenía tantas agujas de pino enganchadas en el chal.

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Un débil manto de nieve había empezado a caer desde las nubes bajas. El tiempo se ponía bueno. Simón sabía que haría frío para la Candelaria. En lugar de llevar a los pajaritos a través del ventoso patio, decidió sumergirse en la capilla y continuar por la parte oeste del bastión interior. Las plegarias matinales habían finalizado hacía una o dos horas y la iglesia debía de estar vacía. Al padre Dreosan no le gustaba ver a Simón merodear por su territorio, pero sin duda el buen padre debía de estar muy atareado en la mesa, en uno de sus habituales tentempiés de media mañana, canturreando las excelencias de la mantequilla o la consistencia del pastel de pan y miel.

Simón subió las dos docenas de escalones que conducían a la puerta lateral de la capilla. La nieve empezaba a arreciar y la piedra gris de la arcada de entrada aparecía moteada con los húmedos restos de copos mortecinos. La puerta se abrió sobre unos goznes increíblemente silenciosos.

Antes de que sus zapatos mojados dejaran huellas que pudieran delatarlo, optó por cogerse a los tapices de terciopelo que colgaban de la entrada y subir otro tramo de escalones que conducían a la barandilla del coro.

El desordenado y mal ventilado coro, un horno durante el verano, ahora resultaba agradable y cálido. El suelo estaba lleno de restos dejados por los monjes: cascaras de nuez, un corazón de manzana, trozos de pizarra en los que habían sido escritos mensajes contraviniendo los votos de silencio. Más parecía una jaula de monos que una pieza en la que se cantaban alabanzas al Señor. Simón sonrió, mientras seguía su recorrido por entre otros objetos: ropa amontonada, unos pocos taburetes de madera… Resultaba reconfortante el saber que aquellos hombres de rostro adusto y cabeza afeitada podían llegar a ser tan revoltosos como niños.

Alarmado por el repentino sonido de unas voces que conversaban abajo, se detuvo y se escondió bajo el tapiz que colgaba de la pared trasera del coro. Apretado tras el tejido, tanto su respiración como el corazón emprendieron una loca carrera. Si el padre Dreosan o Barnabás, el sacristán, estaban abajo, nunca podría salir por donde pensaba hacerlo, así que tendría que escabullirse por donde había entrado y, después de todo —el maestro de espías cogido en campo enemigo—, atravesar por el patio.

Agachado, más callado que un muerto, Simón puso atención para localizar a los que hablaban. Le pareció oír dos voces; en ello estaba concentrado cuando los pajarillos asomaron por entre sus manos. Durante un instante balanceó el nido en el ángulo interior del codo al tiempo que se desprendía del gorro —¡si el padre Dreosan lo cogía con el gorro puesto en la capilla, su situación empeoraría aun más!— y lo colocaba en el nido. El piar de los pajarillos pronto se apagó, como si sobre ellos hubiera descendido la noche. Apartó un poco los bordes del tapiz y asomó la cabeza. Las voces provenían del pasillo situado junto al altar. Por el tono tranquilo que de ellas se desprendía supo que no había sido descubierto.

Tan sólo unas pocas antorchas permanecían encendidas. El vasto techo de la capilla estaba casi por completo oculto entre las sombras; las brillantes ventanas de la cúpula parecían flotar en un cielo nocturno, como agujeros en la oscuridad a través de los cuales podían ser observadas las líneas del cielo. Con sus huerfanitos tapados y mecidos, Simón avanzó sin ruido hasta la barandilla del coro. Se colocó en la zona más oscura y cercana a las escaleras que conducían a la propia capilla y asomó la cabeza por entre las columnitas de la balaustrada, con una mejilla contra el martirio de san Tunath y la otra rozando el nacimiento de santa Pelippa de la Isla.

—… Y tú, ¡con todas tus malditas quejas! —despotricaba una de las voces—. Estoy harto de todo esto.

Simón no podía ver el rostro del que hablaba, pues estaba de espaldas al coro y vestía una capa con el cuello levantado. Su compañero, hundido en un banco, tampoco era muy visible; sin embargo, el muchacho enseguida lo reconoció.

—La gente que oye cosas que no quiere oír, a menudo lo llama «quejas», hermano —dijo el del banco, y movió una mano de dedos muy delgados—. Te prevengo sobre ese sacerdote en interés del reino —se hizo un silencio— y a causa del aprecio que una vez tuvimos el uno por el otro.

—¡Puedes decir todo, todo lo que quieras! —aúllo el primer hombre, y su rabia pareció retumbar con dolor—. Pero el trono es mío por ley y por el deseo de nuestro padre. ¡Nada de lo que pienses, digas o hagas cambiará eso!

Josua el Manco, como Simón había oído llamar a menudo al hijo menor del rey, se irguió del banco. Vestía una túnica gris perla y calzas bordadas con finos estampados rojos y blancos; el cabello castaño le caía sobre la frente. Donde debería haber estado su mano derecha aparecía un cilindro de cuero negro.

—Yo no quiero el Trono del Dragón; créeme, Elías —siseó.

Sus palabras fueron pronunciadas en voz baja, pero volaron hasta el lugar en que Simón se ocultaba como si de flechas se tratase.

—Sólo quiero prevenirte acerca del sacerdote Pryrates, un hombre con… intereses insanos. No lo traigas aquí, Elías. Créeme, lo conozco desde los tiempos en que estaba en el seminario jesuriano de Nabban. Los monjes de allí le rehuían como al portador de una plaga. Y aun así continúas oyendo sus consejos, como si fuera tan de fiar como el duque Isgrimnur o el anciano sir Fluiren. ¡No seas loco! Ese sacerdote arruinará nuestra casa. —Josua retomó la compostura—. Sólo intento ofrecerte un consejo desinteresado. Por favor, créeme. No ambiciono el trono.

—¡Entonces, abandona el castillo! —rugió Elías, y volvió la espalda a su hermano, con los brazos cruzados ante el pecho—. Vete, y deja que me prepare para gobernar como un hombre debe hacerlo: libre de tus quejas y manipulaciones.

El hermano mayor poseía la misma frente despejada y la misma nariz aguileña que Josua, pero era de complexión mucho más fuerte; daba la impresión de ser un hombre que podía romper cuellos con la única ayuda de sus manos. El cabello, al igual que las botas de montar y la túnica, eran negros. La capa y las calzas aparecían manchadas de verde a causa del viaje.

Ambos somos hijos de nuestro padre, ¡oh, heredero del trono…! —La sonrisa de Josua era de burla—. La corona es tuya por derecho. Los recelos que tenemos uno contra otro no tienen que preocuparte. Tu persona, ya casi, casi real, está a salvo; te doy mi palabra. Pero —la voz alzó el tono—, pero yo no seré, óyeme, no seré echado de la casa de mi señor por nadie. Ni siquiera por ti, Elías.

Éste se dio la vuelta y miró a Josua; el reflejo que aparecía en sus miradas encontradas le recordó a Simón el entrechocar de espadas.

—¿Los recelos que existen entre nosotros? —gruñó Elías, y había algo roto y agonizante en su voz—. ¿Qué clase de recelos puedes tener contra mí? ¿Tu mano? —preguntó, y se alejó de Josua unos pasos, para permanecer de espaldas a él y dirigirle palabras llenas de amargura—. La pérdida de tu mano. Gracias a ti, ahora estoy viudo, y mi hija es medio huérfana. ¡No me hables de penas!

Josua pareció contener la respiración durante un instante antes de responder.

—Tu dolor… no es desconocido para mí, hermano —dijo—. ¡Sabes que no sólo habría dado mi mano derecha sino mi vida…!

Elías se dio la vuelta, llevó una mano a su garganta y extrajo algo brillante de su túnica. Simón miró entre las columnas de la balaustrada. No se trataba de un cuchillo, sino de algo suave y flexible, algo así como un retal de trémulo tejido. Elías lo mantuvo ante el rostro encendido de su hermano con una muestra de desprecio, luego lo tiró al suelo, giró sobre sus talones y salió por el pasillo. Josua permaneció sin moverse durante unos instantes, después se agachó, como un hombre en sueños, para recoger el brillante objeto, un pañuelo dorado de mujer. Mientras lo veía brillar en su mano, el rostro se le contrajo en un rictus de dolor o de rabia. Simón respiró varias veces antes de que Josua metiera el pañuelo en el interior de su camisa y siguiera los pasos de su hermano hacia el exterior de la capilla.

Transcurrió un tiempo hasta que Simón se sintió lo suficientemente a salvo como para descender de su escondite y dirigirse hacia la puerta principal de la capilla. Se sentía como si hubiese presenciado una extraña representación de títeres, una representación expresamente realizada para él. De repente el mundo le pareció menos estable, menos merecedor de confianza, al ver que los príncipes de Erkynlandia, herederos de todo Osten Ard, podían insultarse y gritar como soldados borrachos.

Se asomó al interior de la sala y se sobresaltó al percibir un súbito movimiento, una figura con un justillo marrón que corría por el pasillo: una pequeña figura, un joven de aproximadamente la misma edad que Simón. El extraño dirigió una breve mirada hacia atrás y dio la vuelta a la esquina. Simón no lo reconoció. ¿Podría aquella figura haber estado espiando a los príncipes? El muchacho agitó la cabeza y se sintió tan confuso y estúpido como un buey deslumbrado por el sol. Levantó el gorro del nido, haciendo que volviese a ser de día para los pajaritos, que volvieron a piar, y de nuevo sacudió la cabeza. Había sido una mañana muy perturbadora.