Una historia de dos ranas
Una mente ociosa es un semillero del mal.
Mientras observaba las armaduras para caballos que se hallaban esparcidas a lo largo del pasillo, Simón parecía ser un triste reflejo de la frase, una de las expresiones favoritas de Raquel. Un momento antes había descendido por el largo y adornado pasillo que corría a lo largo de la capilla, de camino hacia las habitaciones del doctor Morgenes, que tenía que barrer. Había estado moviendo la escoba, pretendiendo que era el estandarte del Árbol y el Dragón de la guardia erkyna del Preste Juan y que los conducía a la batalla. Tal vez le hubiera valido más la pena poner atención sobre dónde estaba agitando su escoba, pero ¿quién había sido el idiota que había colgado una armadura de caballo en el pasillo del capellán? No es necesario decir que el estruendo que provocó la armadura al ser golpeada por la escoba de Simón y caer al suelo había sido horroroso, y el muchacho esperaba, con el rostro expectante, que un vengativo padre Dreosan apareciese de un momento a otro.
Se dio mucha prisa en recoger los deslustrados trozos de la armadura, algunos de los cuales se habían soltado de las tiras de cuero que sujetaban la pieza entera. Simón consideró otra de las máximas de Raquel: «El mal siempre encuentra quehaceres para unas manos desocupadas». Aquello era una tontería, claro, pero lo puso furioso. No eran sus manos vacías ni lo ocioso de su pensamiento lo que le causaba problemas. No, eran el hacer y el pensar los que lo sacaban de quicio. ¡Si pudieran dejarlo en paz!
El padre Dreosan todavía no había hecho acto de presencia cuando Simón ya había conseguido amontonar todas las piezas en un precario equilibrio; luego, de forma precipitada, las escondió bajo los faldones de un tapete de mesa. Al hacerlo, casi derribó el relicario dorado que reposaba en el centro de la mesa; pero, por fin —y sin más contratiempos— consiguió hacer desaparecer de la vista los restos de la armadura, y nada, excepto un ligero cerco en la pared, indicaba que allí había reposado aquel objeto. Simón recogió su escoba y la restregó por la ennegrecida pared, tratando de borrar los bordes más oscuros de la marca que indicaba la presencia de la armadura colgada. Después echó a correr por el pasillo y a través de las escaleras del coro.
Volvió a aparecer en el Jardín de los Setos, de donde había sido brutalmente arrancado por el Dragón. Simón se detuvo para inhalar el fuerte aroma de las plantas y tratar de apartar de sus narices el hedor de sopa sebosa. Su mirada se vio sorprendida por una extraña forma que se perfilaba en las ramas superiores del Roble del Festival, un viejo árbol al otro extremo del jardín, tan retorcido y lleno de ramas que daba la impresión de que durante siglos había crecido bajo una cesta gigante. Bizqueó y levantó una mano para protegerse los ojos de los rayos del sol. ¡Se trataba de un nido de pájaros!
Aquello era algo que de verdad le gustaba. Tiró la escoba y dio algunos pasos en dirección al árbol antes de recordar su misión en las habitaciones de Morgenes. Si hubiera estado en situación de distraerse habría trepado al árbol en un instante, pero el tener que ver al doctor era un placer, aunque ello implicase trabajo. Se prometió a sí mismo que el nido no permanecería allí mucho tiempo sin que le echase un vistazo; pasó a través de los setos y penetró en el patio del castillo que se extendía ante la puerta del bastión interior.
Dos figuras acababan de traspasar la puerta y se dirigían hacia Simón. Una de ellas era achaparrada; la otra, todavía más. Se trataba de Jakob, el candelero, y de su ayudante Jeremías. Este último llevaba un enorme y al parecer pesado bulto sobre el hombro, y caminaba —si es que ello era posible— con más pereza de lo habitual. Simón los saludó al cruzarse con ellos. Jakob sonrió y alzó la mano.
—Raquel quiere velas nuevas para el comedor —dijo el candelero—, así que le llevamos velas.
Jeremías puso cara hosca.
Un corto trote por la verde pendiente llevó a Simón ante la inmensa puerta. Un pequeño retazo de sol todavía brillaba a aquellas horas de la tarde sobre las almenas que se extendían por encima de su cabeza, y las sombras de los gallardetes del muro occidental se revolvían como oscuros peces sobre la hierba. El guardia —poco mayor que Simón—, que vestía librea roja y blanca, sonrió y asintió mientras el señor de los espías traspasaba la puerta, con su mortífera escoba en la mano, y la cabeza baja por si a la tiránica Raquel se le ocurría asomarse a echar un vistazo desde una de las altas ventanas del torreón. Cuando se creyó al abrigo de la gran entrada, aminoró el paso. La atenuada sombra de la Torre del Ángel Verde atravesaba el foso; la distorsionada figura del Ángel, triunfante en su aguja, descansaba en una zona de tintes rojizos, en uno de los extremos del foso.
Tan pronto como se encontró allí, Simón decidió coger algunas ranas. No le llevaría demasiado tiempo, y el doctor las usaba a menudo para sus cosas. No estaría escabulléndose de su trabajo sino ampliando la gama de sus servicios, aunque tendría que apresurarse, ya que se acercaba la noche. Ya podían escucharse los laboriosos ensayos de los grillos para lo que debía de ser una de sus últimas actuaciones del año, a la vez que las ranas dejaban escapar sus sonoros contrapuntos.
Simón se metió en el agua y se detuvo para escuchar; vio cómo el cielo iba adquiriendo tintes violetas por el este. Junto con las habitaciones del doctor Morgenes, el foso era su lugar favorito en toda la Creación…, o al menos en lo que había podido ver de ella.
Con un suspiro inconsciente se quitó su deformada gorra de tela y chapoteó a lo largo del foso hacia los viveros de jacintos.
El sol había desaparecido por completo y el viento siseaba a través de los arbustos que bordeaban el foso cuando Simón llegó al bastión mediano para detenerse, con la ropa goteando y una rana en cada bolsillo, ante los aposentos del doctor Morgenes. Golpeó con los nudillos sobre el grueso panel de la puerta, procurando no tocar el extraño símbolo pintado con tiza sobre la madera. Había aprendido a través de una dura experiencia que no tenía que posar las manos sobre las cosas del doctor sin antes preguntar. Pasaron unos instantes antes de que la voz de Morgenes se hiciese audible.
—Idos —dijo, con un tono de irritación.
—¡Soy yo…, Simón! —gritó éste, y volvió a llamar.
En esta ocasión se produjo una pausa mayor que se deshizo al escucharse el sonido de unos pasos rápidos. La puerta se abrió. Morgenes, cuya cabeza apenas alcanzaba la barbilla de Simón, apareció enmarcado en una brillante luz azulada, y la expresión de su rostro se presentó oscurecida. Durante unos instantes pareció mirarlo con fijeza.
—¿Qué? —dijo, por fin—. ¿Quién?
—Soy yo. ¿Queréis ranas? —repuso Simón, sonriendo. Agarró una de las cautivas y se la alargó cogida de una pata.
—¡Oh, oh! —dijo el doctor, que pareció despertar de un profundo sueño. Agitó la cabeza—. ¡Simón…, claro! ¡Entra, entra! Te pido disculpas… Soy algo distraído.
El doctor Morgenes abrió la puerta lo suficiente como para que el muchacho pudiera deslizarse a través de ella y entrar en un estrecho vestíbulo interior. Luego volvió a cerrarla.
—Has dicho ranas, ¿eh? Hummm, ranas…
El doctor se adelantó y lo condujo a través del corredor. A la luz de las lámparas azules que se alineaban a lo largo del pasillo, la forma simiesca del doctor parecía inclinarse en vez de caminar. Simón lo siguió, con los hombros casi tocando los fríos muros de piedra de ambos lados. Nunca había podido entender cómo estancias que parecían tan pequeñas como las de Morgenes —las había observado desde la muralla y había medido la distancia desde el patio— podían tener corredores tan largos.
Las divagaciones de Simón se vieron interrumpidas por un repentino estruendo proveniente del final del pasillo. Silbidos, pitidos, estallidos y algo que parecía el aullido de cien podencos hambrientos.
Morgenes dio un salto de sorpresa, y dijo:
—Oh, en el Nombre del más grande, olvidé apagar las velas. Espérame aquí.
El hombrecito salió disparado por el corredor, con el fino cabello blanco ondeando, empujó la puerta hasta que consiguió entrar —el aullido y los silbidos doblaron su intensidad— y se deslizó en el interior. Simón pudo oír una explosión apagada.
El horroroso estruendo cesó al instante, de forma tan rápida y absoluta como…, como…
«Como una vela que se apaga», pensó.
La cabeza del doctor asomó por la puerta y le hizo una seña para que entrase.
Simón, que ya había presenciado escenas similares, siguió a Morgenes al interior de las estancias, no sin cierta precaución. Entrar de forma precipitada en ellas podía representar que uno cayese de bruces sobre algo desagradable y extraño.
En el interior no existía nada que pudiese ser relacionado con el espantoso griterío. El muchacho volvió a maravillarse de la diferencia entre lo que las estancias de Morgenes parecían ser —una garita de guardia reconvertida, de veinte pasos de largo, colgada entre la pared llena de hiedra de la esquina nordeste del bastión mediano— y la percepción del lugar una vez que uno se encontraba en su interior, que era la de una cámara de techo bajo pero espaciosa, casi tan larga como un campo de torneo, aunque no tan ancha. A la anaranjada luz que se filtraba a través de la larga hilera de ventanitas que daban al patio de armas, Simón oteó el rincón más lejano de la habitación y decidió que, si tirase una piedra, le costaría alcanzar la pared al otro lado de donde se encontraba, junto a la puerta.
Aquel curioso efecto de estiramiento le resultaba, a pesar de todo, familiar. De hecho, aparte de los sonidos horrorosos, toda la estancia tenía el aspecto usual, como si una horda de buhoneros enloquecidos hubieran sentado sus puestos de venta y a continuación hubiesen emprendido una precipitada retirada bajo una salvaje tormenta. La gran mesa del refectorio, que se extendía casi a lo largo de toda la pared, estaba atestada de aflautados tubos de vidrio, cajas, sacos de tela llenos de especias y olorosas sustancias, así como intrincadas estructuras de madera y metal de las que colgaban ampollas, frascos y otros recipientes irreconocibles. La pieza central de la mesa la constituía una gran bola llena de delgados tubos que se introducían en su interior a través de la brillante superficie y que parecía flotar en un recipiente de líquido plateado. Ambos artilugios se balanceaban en el vértice de un trípode de marfil labrado. De los tubos salía una especie de vapor, y la bola de metal no dejaba de agitarse.
El suelo y los estantes estaban llenos de objetos aun más extraños. Bloques de piedra pulida, cepillos y alas de cuero se veían extendidos por las losas del suelo, compitiendo por el espacio con jaulas —algunas llenas y otras no—, armatostes metálicos, láminas de brillante cristal amontonadas de forma caprichosa contra las paredes tapizadas… y libros, libros y más libros, por todas partes, medio abiertos o apilados aquí y allá por toda la habitación, como grandes y torpes mariposas.
También se veían bolas de vidrio con líquidos de colores en su interior, que hervían y burbujeaban sin estar al fuego, y una caja plana de brillante arena negra que cambiaba de forma en un movimiento sin fin, como si estuviese siendo modelada por una inexistente brisa del desierto. Cabinas de madera que colgaban de la pared dejaban entrever pájaros que piaban de forma impertinente para desaparecer a continuación. Junto a éstas colgaban grandes mapas de países de geografía desconocida, aunque la geografía nunca había sido uno de los fuertes de Simón. Todo aquello junto hacía que la guarida del doctor resultase un paraíso para un joven curioso… Sin lugar a dudas, era el lugar más maravilloso de Osten Ard.
Morgenes se paseaba por el extremo más alejado de la habitación bajo un mapa estelar medio caído, en el que se unían los brillantes puntos celestiales mediante una línea dibujada que conformaba el contorno de un extraño pájaro de cuatro alas. Con un silbido de triunfo, el doctor se inclinó y empezó a excavar entre todo aquel desorden como una ardilla en primavera. Un rollo de pergaminos, unas calzas de brillantes colores, un montón de copas y platos provenientes de alguna cena perdida salieron volando por encima de su cabeza. Por fin se incorporó, levantando una gran caja de cristal. Se abrió paso hasta la mesa, depositó la caja encima y cogió un par de frascos de una estantería, según creyó Simón, al azar.
El líquido de uno de ellos era del color de las puestas de sol; del frasco salía humo como si de un incensario de tratase. El otro estaba lleno de algo azul y viscoso que cayó muy lentamente a la caja en la que Morgenes vaciaba ambos frascos. Los fluidos se mezclaron y se tornaron tan claros como el aire de la montaña. El doctor sacó sus manos de la caja, como un ilusionista ambulante, y se hizo un silencio.
—Las ranas —pidió Morgenes, agitando los dedos.
Simón se acercó y sacó a los batracios de los bolsillos de su manto. El doctor los cogió y los echó a la caja con un ademán de triunfo. Los sorprendidos anfibios se sumergieron en el líquido transparente, hundiéndose con lentitud hacia el fondo para, a continuación, empezar a nadar con vigor por su nuevo hogar. Simón rió tanto a causa de la sorpresa como de lo divertido que encontró el comportamiento de las ranas.
—¿Es agua?
El anciano se volvió para mirarlo con ojos brillantes.
—Más o menos, más o menos… —Morgenes se pasó los largos dedos por su espesa barba—. Esto…, gracias por las ranas. Creo que ya sé qué hacer con ellas. No les dolerá lo más mínimo. Incluso diría que disfrutarán, aunque dudo de que les guste ponerse botas.
—¿Botas? —preguntó Simón, pero el doctor ya volvía a estar ausente y revolviéndolo todo de nuevo. Esta vez cogió un fajo de mapas de un estante inferior y le indicó al muchacho que tomase asiento.
—Bueno, jovencito, ¿qué te gustaría recibir a cambio de tu día de trabajo? ¿Una brillante moneda? ¿O tal vez preferirías quedarte a Coccindrilis como mascota?
El doctor soltó una carcajada y le alargó un lagarto disecado.
Simón dudó acerca de la oferta sobre el lagarto —sería estupendo dejarlo en la cesta de la ropa para que lo descubriese la chica nueva, Hepzibah—, pero no se decidió. El pensar en las sirvientas y en la limpieza lo irritó. Algo que quería ser recordado se abría paso a través de su mente, pero Simón se las arregló para apartarlo.
—No —dijo, al fin—. Me gustaría oír algunas historias.
—¿Historias? —preguntó Morgenes mientras se inclinaba hacia adelante con gesto sorprendido—. ¿Historias? Deberías acudir al viejo Shem, a los establos, si quieres escuchar ese tipo de cosas.
—No —respondió Simón, cabizbajo. Esperaba no haber ofendido al anciano. ¡Los viejos eran tan sensibles!—. ¡Me refiero a historias sobre cosas reales! ¡Sobre cómo eran las cosas —las batallas, los dragones—, cosas que hayan ocurrido!
—Aaahh —dijo Morgenes, al tiempo que la sonrisa volvía a aparecer en su sonrosada cara—. Ya comprendo. Te refieres a la historia. —El doctor se frotó las manos—. Eso está mejor. —Se incorporó y empezó a andar, evitando con ágiles pasos todos los cachivaches esparcidos por el suelo—. Bueno, ¿qué es lo que quieres escuchar, muchacho? ¿La caída de Naarved? ¿La batalla de Ach Samrath?
—Explicadme algo sobre el castillo —contestó Simón—. Sobre Hayholt. ¿Lo construyó el rey? ¿Qué antigüedad tiene?
—El castillo…
El anciano detuvo su caminar, se cogió una esquina de su brillante túnica gris y empezó a frotar, con aire ausente, una de las curiosidades favoritas de Simón: una armadura, de exótico diseño, pintada con flores de brillantes colores azul y amarillo, fabricada enteramente en madera pulida.
—Hummm…, el castillo… —repitió Morgenes—. Bueno, ésta es en verdad una historia de dos ranas. Si tuviera que contarte la historia completa tendrías que vaciar el foso y traer a todos sus verrugosos habitantes, carretadas de ellos, para merecerlo. Pero si lo que quieres es un apunte general, creo que te lo podré ofrecer. Ten un poco de paciencia mientras encuentro algo con lo que humedecerme la garganta.
Mientras Simón trataba de permanecer tranquilo, Morgenes se dirigió a su gran mesa y cogió una taza que contenía un líquido espumoso y marrón. La olió con aire sospechoso, la llevó a sus labios y bebió un trago. Tras una pausa en la que se detuvo a considerar el sabor, se relamió el labio superior y se atusó la barba con aire de felicidad.
—Ah, la Stanshire Negra. Sin lugar a dudas, la cerveza es lo mejor. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, del castillo.
Morgenes despejó un lado de la mesa y —con la taza cogida cuidadosamente— saltó con sorprendente facilidad para sentarse en ella; entonces dejó que los pies se balanceasen a medio codo por encima del suelo. Volvió a beber otro trago.
—Me temo que esta historia empieza mucho antes de nuestro rey Juan. Deberíamos empezar con los primeros hombres y mujeres que llegaron a Osten Ard, gente sencilla que vivía a orillas del Gleniwent. La mayoría eras pastores y pescadores; tal vez habían venido del perdido oeste a través de algún puente de tierra que ya no existe. A los señores de Osten Ard apenas les causaron molestias…
—Creí haberos oído decir que fueron los primeros en llegar aquí —interrumpió Simón, con el secreto placer de haber pillado a Morgenes en una contradicción.
—No. Dije que fueron los primeros hombres. Los sitha eran los amos de esta tierra mucho antes de que ningún hombre caminase sobre ella.
—¿Queréis decir que en verdad eran la Gente Pequeña? —Simón hizo una mueca—. ¿Tal y como Shem Horsegroom explica? ¿Pookahs, niskis y todo eso? Qué interesante.
Morgenes agitó su cabeza y bebió otro trago.
—No sólo eran: son, aunque eso ya se sale del marco de mi narración, y de ninguna manera son «gente pequeña»… Espera, muchacho, déjame seguir.
Simón se inclinó hacia adelante y trató de parecer paciente.
—¿Sí?
—Bueno, como ya he dicho, los hombres y los sitha fueron pacíficos vecinos, aunque bien es cierto que, de forma ocasional, se originaron disputas sobre pastos o cosas por el estilo. Pero como los humanos no representaban ninguna amenaza para el Pueblo Encantado, fueron generosos. Según fue pasando el tiempo, los hombres empezaron a construir ciudades, a veces a sólo medio día de camino de tierras sitha. Más tarde, emergió un gran reino en la península rocosa de Nabban, y los hombres mortales de Osten Ard empezaron a dirigir sus miradas hacia allí en busca de guía. ¿Me sigues, muchacho?
Simón asintió.
—Bien. —Antes de continuar, Morgenes echó un gran trago—. Pues bueno, la tierra parecía lo bastante grande como para ser compartida por todos, hasta que el hierro negro llegó de más allá de las aguas.
—¿El qué? ¿Qué hierro negro?
Simón se quedó rígido ante la mirada que le dirigió el doctor.
—El pueblo de marinos que vino del casi olvidado oeste, los rimmerios —continuó Morgenes—. Desembarcaron en el norte, iban muy armados y eran fieros como osos. Vinieron en sus grandes navíos en forma de serpiente.
—¿Los rimmerios? —preguntó el muchacho—. ¿Rimmerios como el duque Isgrimnur de nuestra corte? ¿En barcos?
—Los antepasados del duque eran grandes marinos antes de asentarse en estas tierras —afirmó el anciano—. Pero cuando llegaron no venían en busca de pastos o de tierra cultivable, sino a saquear. Aunque lo más importante es que trajeron el hierro con ellos, o al menos el secreto para darle forma. Hicieron espadas y lanzas de hierro, armas contra las que nada podía el bronce de Osten Ard; armas que incluso podían abatir las de madera encantada de los sitha.
Morgenes se incorporó y volvió a llenar la copa con el contenido de una barrilito situado sobre la catedral de libros que había junto a la pared. En lugar de regresar a la mesa se detuvo para pasar el dedo sobre las brillantes charreteras de la armadura.
—Nadie pudo contenerlos durante mucho tiempo; el trío y fuerte espíritu del hierro parecía estar tanto en los navegantes como en sus armas. Mucha gente huyó hacia el sur, en busca de la protección de las guarniciones fronterizas de Nabban. Las legiones de Nabban, fuerzas bien organizadas, resistieron todavía durante un tiempo. Pero al final también ellas se vieron forzadas a abandonar la Marca Helada en manos de los rimmerios. Huno… muchas matanzas.
Simón se revolvió inquieto.
—¿Qué pasó con los sitha? ¿Dijisteis que no tenían hierro?
—El hierro les resultaba mortal.
El doctor rascó con la uña e hizo desaparecer una mota de polvo de la pulida madera de la pechera de la armadura.
—Ni siquiera ellos pudieron derrotar a los rimmerios en campo abierto, pero —apuntó con su dedo lleno de polvo en dirección a Simón, como si el hecho le concerniese de forma personal—, pero los sitha conocían su tierra. Estaban unidos a ella, puede decirse que formaban parte de ella, de una manera que los invasores nunca conseguirían emular. La defendieron durante un tiempo y fueron retirándose poco a poco a posiciones de resistencia. El mayor de estos lugares, y ahora comprende la razón de todo este discurso, era Asu’a Hayholt.
—¿Este castillo? ¿Los sitha vivieron en Hayholt? —A Simón le resultaba imposible disimular el tono de incredulidad que tenía su voz—. ¿Cuánto hace que fue construido?
—Simón, Simón…
El doctor se rascó la oreja y volvió a sentarse en la mesa. La puesta de sol había desaparecido por completo de las ventanas, y la luz de las antorchas dividía su rostro como una máscara medio iluminada.
—Por todo lo que yo o cualquier otro mortal podemos saber, aquí ya había un castillo cuando llegaron los sitha…, cuando Osten Ard era tan nuevo e inmaculado como un arroyo de alta montaña. Lo cierto es que los sitha vivieron aquí desde incontables años antes de que apareciesen los hombres. Éste fue el primer lugar de todo Osten Ard que sintió el trabajo de manos artesanas. Es la fortaleza del país que domina las vías de agua, las tierras de cultivo y los pastos. Hayholt y sus predecesores, las antiguas ciudadelas que se hallan enterradas debajo de nosotros, han permanecido aquí desde mucho antes de la aparición de la humanidad. Ya era viejo, muy viejo, cuando llegaron los rimmerios.
A Simón le dio vueltas la cabeza al pensar en la enormidad de las afirmaciones de Morgenes. El viejo castillo le pareció de repente opresivo, como si sus muros fueran una jaula. Se estremeció y miró a su alrededor, como si alguna antigua y celosa cosa fuera a aparecer en aquel instante para cogerlo con manos polvorientas.
Morgenes se rió alborozado —una risa muy juvenil para un hombre tan viejo— y saltó de la mesa.
Las antorchas parecieron brillar con más intensidad.
—No temas, Simón. Creo, y yo, entre todo el mundo, soy el más indicado para saberlo, que ya no hay nada que temer de la magia sitha. No hoy en día. El castillo ha cambiado mucho, con piedras nuevas sobre las antiguas, y cada palmo ha sido bendecido por cien sacerdotes. Bueno, Judit y el personal de cocina de vez en cuando deben de notar la desaparición de alguna bandeja de pasteles, pero creo que eso se podría imputar tanto a los jovencitos como a los duendes…
La charla del doctor fue interrumpida por unos golpes secos sobre la puerta de las estancias.
—¿Quién es? —gritó.
—Soy yo —respondió una voz sombría. Se hizo una larga pausa—. Yo, Inch —acabó de decir la voz.
—¡Por los huesos de Anaxos! —juró el anciano, muy aficionado a las expresiones exóticas—. Abre la puerta…, yo ya estoy demasiado viejo para hacer caso a los tontos.
La puerta se abrió hacia adentro. El hombre que apareció enmarcado a la luz del vestíbulo interior parecía ser alto, pero tenía la cabeza gacha e inclinaba su cuerpo hacia adelante de forma que era difícil poder afirmarlo con seguridad. Una cara redonda y sin expresión flotaba como una luna por encima de las clavículas, tachonada de erizado cabello negro, como si hubiera sido cortado con un cuchillo sin filo y mellado.
—Siento… molestaros, doctor, pero…, dijisteis que viniese antes, ¿no?
La voz era lenta y pesada como la manteca al caer.
Morgenes hizo un gesto de exasperación y se tiró de una guedeja de su propio cabello gris.
—Sí, así lo hice, pero me refería a pronto después de la hora de la cena, que todavía no es el caso. Bueno, ahora no tiene sentido hacerte volver tras tus pasos. Simón, ¿conoces a Inch, mi ayudante?
El muchacho asintió educadamente. Había visto a aquel hombre una o dos veces; Morgenes lo había hecho venir alguna noche para que lo ayudase, al parecer, a mover cosas pesadas. Lo cierto es que no parecía servir para gran cosa más, ya que Inch no tenía el aspecto de ser la persona más idónea en la que confiar.
—Bien, joven Simón. Siento tener que poner fin a mi charla —dijo el anciano—, pero ya que Inch está aquí, debo aprovecharlo. Vuelve pronto, y hablaremos más, si quieres.
—Claro que sí.
Una vez más Simón saludó con una inclinación de cabeza a Inch, que lo miró con ojos de vaca. Había alcanzado la puerta, y casi la llegó a tocar, cuando una visión repentina volvió la vida a su cabeza: una clara visión de la escoba de Raquel, que seguía donde él la había dejado, en la hierba, junto al foso, como el cadáver de un extraño pájaro acuático.
¡Cabezahueca!
No respondería nada. Podría recoger la escoba en el camino de regreso y explicar al Dragón que había terminado la tarea encomendada. Raquel tenía demasiadas cosas en las que pensar, y, aparte de que ella y el doctor fueran dos de los habitantes más antiguos del castillo, apenas hablaban. No era un mal plan.
Sin comprender por qué, Simón se dio la vuelta. El anciano estaba inclinado sobre un rollo de pergaminos depositados sobre la mesa mientras Inch permanecía tras él sin tener la mirada fija en nada en particular.
—Doctor Morgenes…
Al conjuro de su nombre el doctor alzó la mirada, bizqueando. Pareció sorprendido de que Simón todavía permaneciese en la habitación, y éste también lo estaba.
—Doctor, me he portado como un loco.
Morgenes arqueó las cejas, expectante.
—Se suponía que tenía que barrer vuestras estancias. Eso es lo que Raquel me pidió que hiciese, y se me ha pasado toda la tarde sin que cumpliese el encargo.
—¡Ah, ya! —dijo Morgenes, mientras arrugaba la nariz; luego mostró una amplia sonrisa—. Conque barrer mis habitaciones, ¿eh? Bueno, muchacho, vuelve mañana y hazlo. Dile a Raquel que tengo más tareas para ti y que, por favor, sea tan amable de dejarte venir.
Morgenes volvió a depositar la mirada sobre el libro, la levantó de nuevo, con ojos entrecerrados, y frunció los labios. Cuando el doctor se sentó en silencio, la alegría que había sentido Simón se transformó en nerviosismo.
«¿Por qué me mirará así?»
—Piensa en ello, muchacho —añadió el doctor—. Tengo muchas tareas en las que me puedes ayudar y… puede que necesite un aprendiz. Vuelve mañana, como ya te he dicho. Yo hablaré con el ama de los sirvientes acerca de lo otro.
El doctor sonrió y regresó al estudio de sus pergaminos. Simón se dio cuenta de que Inch lo miraba desde detrás del doctor, con una indescifrable expresión que se movía por debajo de la plácida superficie de su pálida faz. El muchacho se dio la vuelta y salió corriendo a través de la puerta. La euforia hizo presa de él cuando abandonó el vestíbulo de luz azulina y emergió bajo el cielo oscuro y cubierto de nubes. ¡Aprendí! ¡Aprendiz del doctor!
Cuando llegó al gran portón, se detuvo y se asomó al borde del foso para buscar la escoba. Los grillos ya habían dado comienzo a su actuación coral. Cuando por fin la encontró, se sentó un momento, reclinado en el muro, junto a la orilla del agua para escucharlos.
Mientras la rítmica serenata crecía a su alrededor, pasó los dedos por las piedras cercanas. Al acariciar la superficie de una de ellas, tan suave y pulida como madera de cedro, pensó:
«Esta piedra puede que esté aquí desde…, desde antes de que nuestro Señor Jesuris naciera. Quizás algún chiquillo sitha se hubiera sentado en este mismo rincón tranquilo para escuchar los sonidos de la noche…».
«¿De dónde llegaría esa brisa?».
Se oyó una voz parecida a un silbido, aunque las palabras eran demasiado débiles para ser entendidas.
«Tal vez, también pasó la mano sobre la misma piedra».
Un silbido del viento: «Volveremos a tenerlo, hombrecito. Volveremos a tenerlo…».
Arrebujó el cuello de su manto para guarecerse de aquel frío inesperado y se incorporó para subir por la vertiente donde crecía la hierba. De repente, se sintió solo y lejos de las voces y luces familiares.