El saltamontes y el rey
Aquel día podía apreciarse una agitación fuera de lo común en el dormido corazón de Hayholt, en la desconcertante maraña de tranquilos pasillos y en los patios llenos de hiedra, en las celdas de los monjes y en las húmedas y sombrías cámaras. Cortesanos y sirvientes murmuraban con los ojos fuera de las órbitas. Los pinches de las cocinas intercambiaban significativas miradas a través de los fogones humeantes. Conversaciones en susurros parecían tener lugar en cada pasillo y puerta de la gran fortaleza.
Debía de ser el primer día de primavera, a juzgar por el ambiente de expectación que parecía existir, pero el gran calendario situado en las abarrotadas estancias del doctor Morgenes parecía indicar algo muy diferente: era el mes de novendre. El otoño estaba en pleno apogeo y el invierno se acercaba lentamente.
Lo que hacía que aquel día fuese diferente de los demás era algo que no tenía nada que ver con la estación del año, sino con lo que ocurría en la sala del trono de Hayholt. Durante tres largos años sus puertas habían permanecido cerradas por orden del rey y sus ventanas multicolores habían sido igualmente cubiertas con grandes telas. Ni siquiera se les había permitido traspasar el umbral a los criados que se ocupaban de la limpieza, lo que provocó una angustia sin fin a la dama encargada de las sirvientas. Tres veranos y tres inviernos había permanecido cerrada aquella sala, pero hoy había dejado de estar vacía y eso hacía que el castillo hirviese de rumores.
Lo cierto es que había una persona en Hayholt cuya atención no se hallaba volcada en la sala que durante tanto tiempo había permanecido cerrada; era una solitaria abeja, en un panal lleno de murmullos, cuya canción solitaria no entroncaba con el zumbido general. Aquel ser se hallaba en el corazón del Jardín de los Setos, en un hueco entre la apagada piedra roja de la capilla y la parte trasera de un seto cardado, y esperaba que nadie lo echase de menos. Había tenido un día horroroso; todas las mujeres andaban de aquí para allá muy ocupadas, con poco tiempo para responder a preguntas; el desayuno había sido preparado tarde, y frío por añadidura. Como siempre, le habían dado órdenes confusas, y parecía que nadie tenía tiempo para ninguno de sus problemas…
De mala gana pensó que aquello también era de prever. Si no fuera por el descubrimiento de aquel grande y magnífico escarabajo —que había llegado deambulando a través del jardín, tan satisfecho de sí mismo como un próspero aldeano—, toda la tarde habría resultado una gran pérdida de tiempo.
Con una ramita ensanchó el delgado caminito que había escarbado en la oscura y fría tierra junto a la muralla, pero aun así el cautivo no pudo seguir hacia adelante. Movió ligeramente el brillante caparazón, pero el terco escarabajo se negó a moverse. El muchacho enarcó las cejas y se mordió el labio superior.
—¡Simón! En el nombre de la Creación, ¿dónde has estado metido?
La ramita cayó de sus nerviosos dedos, como si una flecha le hubiese atravesado el corazón. Poco a poco se volvió para mirar la sombra surgida por encima de él.
—En ningún sitio… —empezó a decir Simón, y según sentía salir las palabras a través de sus labios un par de huesudos dedos lo cogían de la oreja y lo levantaban hasta ponerlo en pie, mientras aullaba de dolor.
—No me digas que en ninguna parte, gandul —rugió en su oreja Raquel el Dragón, dama encargada de las sirvientas, una yuxtaposición únicamente posible gracias a que Raquel estaba de puntillas y a la natural inclinación de Simón a estar cabizbajo, ya que a la cabeza de la sirvienta le faltaba más de un palmo para alcanzar la estatura del muchacho.
—Perdonad, señora, lo siento —murmuró Simón, a la vez que percibía, lleno de tristeza, que el escarabajo se dirigía hacia una rendija en la pared de la capilla, hacia la libertad.
—El sentirlo no siempre te va a servir —rezongó Raquel—. ¡Todos los chicos de la casa están trabajando y poniéndolo todo a punto menos tú! Eso ya está bastante mal, pero, claro, yo tengo que perder mi valioso tiempo en tratar de encontrarte. ¿Cómo puedes ser tan malo, Simón, cuando deberías actuar como un hombre? ¿Eh, cómo?
El chico, de catorce larguiruchos años y totalmente aturdido, no dijo nada. Raquel lo miró.
«Ya tiene un aspecto bastante triste —pensó la mujer— con ese pelo rojo y las pecas, pero cuando entorna los ojos y frunce el entrecejo, parece medio bobo».
A su vez, Simón miró a su apresadora, y vio que respiraba pesadamente, exhalando el aire de novendre con bufidos de vapor. Ella también temblaba, aunque el muchacho no podía afirmar si era de frío o de rabia. En realidad, no tenía mucha importancia, pero lo hacía sentirse peor.
«Todavía espera una respuesta. ¡Qué aspecto más enfadado y cansado tiene!». Simón se encogió todavía más y se miró los pies.
—Bueno, pues vas a venir conmigo. El buen Dios sabe que tengo un montón de cosas que un chico ocioso como tú puede hacer. ¿Es que no sabes que el rey se ha levantado de su lecho de enfermo?
Raquel lo agarró del codo y lo llevó arrastrando por el jardín.
—¿El rey? ¿El rey Juan? —preguntó Simón, lleno de sorpresa.
—¡No, ignorante, el rey Perico-de-los-Palotes! ¡Claro que se trata del rey Juan!
Raquel detuvo sus pasos para apartarse una guedeja de lacio cabello gris y sujetarla bajo su bonete. Le tembló la mano.
—Espero que estés contento —dijo—. Me has hecho enfadar tanto que he sido irrespetuosa con el nombre de nuestro buen rey Juan, que tan enfermo está. —Respiró ruidosamente y se inclinó para dar una dolorosa manotada en la parte carnosa del brazo de Simón—. Sígueme.
La dama echó a andar, con un compungido muchacho pisándole los talones.
Simón nunca había conocido otro hogar aparte del antiquísimo castillo llamado Hayholt, que quiere decir Gran Torreón. El nombre era adecuado: la Torre del Ángel Verde, su punto más alto, se elevaba por encima de los más altos y viejos árboles. Si el mismo ángel, encaramado en el extremo de la torre, hubiera dejado caer una piedra de su verdusca mano, habría recorrido cerca de doscientos codos[1] antes de caer ruidosamente en el foso salobre y turbar el sueño de los grandes lucios que se agitaban por encima del lodo centenario.
Hayholt era más antiguo que todas las generaciones de campesinos erkynos que hubieran podido nacer, trabajar y morir en los campos y pueblos que rodeaban el gran torreón. Los erkynos eran sólo los últimos poseedores del castillo; otros muchos también lo habían llamado suyo, pero nadie había podido conseguirlo del todo. La muralla exterior que rodeaba la desgarbada torre mostraba el trabajo de diversas manos y épocas. La áspera roca y la madera labradas por los rimmerios, los extraños grabados de los hernystiros, junto con las meticulosas tallas de los nabbanos. Pero, por encima de todo ello, permanecía la Torre del Ángel Verde, erigida por los imperecederos sitha mucho antes de que los hombres llegasen a estas tierras, cuando todo Osten Ard formaba parte de sus dominios. Los sitha fueron los primeros en construir aquí; edificaron el baluarte primigenio en los promontorios situados junto al lago Kynslag y al río que corría hacia el mar. Asu’a llamaron los sitha a su castillo. Si esta casa con tantos señores tuviera un nombre real, ése sería Asu’a.
Aquella «raza mágica», los sitha, desaparecieron de las verdes praderas y se dirigieron hacia los bosques, las escarpadas montañas y a otros lugares desconocidos no recomendables para el hombre. Los restos de su castillo —un hogar para los usurpadores— quedaron atrás.
Asu’a representaba una paradoja; orgulloso y desvencijado, festivo y prohibido, se alzaba imponente por encima de los campos y del pueblo, inclinado sobre su feudo como un oso durmiendo entre sus crías.
A menudo Simón tenía la sensación de ser el único habitante del inmenso castillo que no había encontrado su lugar en la vida. Los albañiles enyesaron la parte frontal de la residencia y repararon los desperfectos de los muros del castillo —aunque a menudo aquellos desperfectos parecían volver a abrirse paso a través de la restauración— sin dedicar un solo pensamiento al porqué o al cómo giraba el mundo. Los carniceros, entre alegres silbidos, llevaban rodando grandes barriles de buey en salazón, de aquí para allá. Junto con el senescal del castillo, regateaban con granjeros, todavía con tierra húmeda pegada a la piel, sobre las cebollas y zanahorias que cada mañana llegaban a las cocinas de Hayholt. Raquel y las sirvientas que estaban a su cargo siempre se hallaban terriblemente ocupadas, arriba y abajo con sus escobas de paja, juntando montoncitos de polvo como si estuviesen reuniendo un rebaño de asustadizas ovejas, entre murmullos de piadosas imprecaciones sobre la forma en que algunas gentes dejan las habitaciones cuando se marchan, y, en general, siendo el terror de los perezosos y dejados.
En medio de tanta actividad, el desgarbado Simón era como un desfallecido saltamontes en un hormiguero. Sabía que nunca llegaría a ser gran cosa; así lo había pronosticado demasiada gente, casi todos ellos mayores que él, y presumiblemente más listos. A una edad en la que otros chicos clamaban por las responsabilidades de los hombres adultos, Simón todavía era una persona atolondrada. No importaba el trabajo que le encomendasen, su atención pronto empezaba a vagar y caía en sueños sobre batallas, gigantes, viajes por mar a bordo de grandes y brillantes navíos…, y, de alguna manera, las cosas se le rompían, perdían o salían al revés.
En otras ocasiones no se lo encontraba por ninguna parte. Permanecía oculto en el castillo como una escuálida sombra, podía escalar los muros como los encargados de reparar los tejados o como los vidrieros, y conocía tantos pasadizos y lugares ocultos que la gente del castillo lo llamaba «el chico fantasma». Raquel le tiraba con bastante frecuencia de las orejas y lo llamaba cabezahueca.
Por fin Raquel le había soltado el brazo, y Simón arrastró los pies con aspecto sombrío mientras seguía, como un cordero, a la dama encargada de las sirvientas. Había sido descubierto, el escarabajo había escapado y toda la tarde se había desplomado sobre él.
—¿Qué es lo que tengo que hacer, Raquel? —murmuró desganado—. ¿Ayudar en la cocina?
La dama gruñó con desdén y siguió andando. Simón miró hacia atrás con pesar al tener que abandonar el refugio de los árboles y arbustos del jardín. Las pisadas de ambos resonaron llenas de solemnidad a lo largo del pasillo enlosado.
Simón había sido criado por las sirvientas, pero estaba claro que él nunca podría entrar en el servicio; dejando su niñez aparte, Simón era alguien a quien obviamente no se le podían confiar delicadas operaciones domésticas. Se había realizado un gran esfuerzo para encontrarle tareas adecuadas. En una gran casa, y Hayholt sin duda era la mayor de ellas, no había lugar para los que no estaban ocupados. Encontró una especie de trabajo en las cocinas del castillo, pero incluso en esa labor, que no pedía demasiado de él, le fue imposible acomodarse. Los demás friegaplatos reían y se daban codazos unos a otros al observar cómo Simón —con los brazos metidos hasta el codo en agua caliente y los ojos entrecerrados, mientras se perdía en el mundo de los sueños— aprendía el secreto del vuelo de los pájaros o salvaba a doncellas de bestias imaginarias, mientras su estropajo flotaba lejos, en la superficie de la pila.
La leyenda dice que sir Fluiren —un familiar del famoso sir Camaris de Nabban— llegó en su juventud a Hayholt para convertirse en caballero, y que durante un año trabajó disfrazado en el mismo fregadero, debido a su gran humildad. Los trabajadores de la cocina se burlaban de él y lo apodaron «manos finas», ya que el terrible trabajo no conseguía disminuir la blancura de sus dedos.
Simón sólo tenía que mirar sus agrietadas y enrojecidas manos para darse cuenta de que él no era el hijo huérfano de ningún gran señor. Siendo no mucho mayor que él, el rey Juan había matado al Dragón Rojo. Simón peleaba con escobas y cacerolas, lo que para él no resultaba muy diferente. Se trataba de un mundo más tranquilo, diferente del de los tiempos de la juventud de Juan, gracias, en gran parte, a los actos del ahora anciano rey. Ya no había dragones —al menos vivos— que habitasen las oscuras y grandes estancias de Hayholt. Aunque Raquel —según se decía Simón—, con su hosca faz y sus dedos retorcidos, se parecía bastante a ellos.
Llegaron a la antecámara de la sala del trono, centro de una desacostumbrada actividad. Las sirvientas se movían casi a la carrera, de una pared a otra, como moscas encerradas en una botella. Raquel se detuvo y, con los brazos apoyados en las caderas, dio un vistazo a sus dominios; por la sonrisa que afloró a sus labios, lo que vio parecía agradarle.
Durante un momento se olvidó de Simón, que permanecía medio apoyado en una pared llena de tapices. Con la cabeza baja dirigió una mirada de reojo a la chica nueva, Hepzibah, que estaba rellenita y tenía el cabello ensortijado; observó cómo caminaba con un balanceo de caderas insolente. Al pasar junto a él con un cubo de agua, vio cómo la miraba y la muchacha sonrió abiertamente, divertida. Simón sintió que el fuego le subía por el cuello hasta inundarle las mejillas y se volvió para cogerse al deshilachado tapiz que colgaba de la pared.
A Raquel no le había pasado inadvertido el intercambio de miradas.
—Que el Señor te azote como a un burro, chico, ¿no te he dicho que te pusieras a trabajar? ¡Pues ponte!
—¿En qué? —respondió Simón, y se sintió mortificado al oír la risita burlona de Hepzibah desde el pasillo. El muchacho se pellizcó el brazo, lleno de frustración, y le dolió.
—Coge esa escoba y vete a barrer las habitaciones del doctor. Ese hombre vive como en un nido de raras, y quién sabe dónde querrá ir el rey, ahora que se ha levantado.
Por el tono de voz de Raquel podía percibirse que el hecho de ser rey no aminoraba la generalizada aversión que sentía hacia los hombres.
—¿A las habitaciones del doctor Morgenes? —preguntó Simón; por primera vez desde que había sido descubierto en el jardín, se sintió revivir—. ¡Ahora mismo voy!
Asió una escoba a la carrera y desapareció.
Raquel bufó y se dio la vuelta para examinar la más mínima mota de polvo que pudiera quedar en la antecámara. Durante un instante se preguntó lo que sería poder atravesar la gran puerta de la sala del trono, aunque apartó el pensamiento de sí de un manotazo. Reunió a sus legiones con unas palmadas y con su recia mirada las condujo fuera de la antecámara para librar otra batalla contra su gran enemigo: el desorden.
En la sala que se extendía más allá de la puerta colgaban polvorientos estandartes, una fila sobre otra, a lo largo de los muros, llenos de animales fantásticos: el dorado pura sangre del clan Mehrdon, la brillante cimera en forma de martín pescador de Nabban, lechuzas y bueyes, nutrias, unicornios y serpientes fabulosas; todas las hileras estaban llenas de silenciosas y durmientes criaturas. Ningún destacamento agitó aquellos raídos colgantes; incluso las telarañas aparecían vacías y deshechas.
Algunos pequeños cambios se habían producido en la sala del trono, algo volvía a revivir en la lóbrega cámara. Alguien cantaba una tranquila canción con la delicada voz de un joven o de un anciano.
En el extremo más alejado de la sala colgaba un inmenso tapiz entre las estatuas de los Supremos Reyes de Hayholt, un tapiz con el escudo de armas, el Dragón y el Árbol. Las ceñudas estatuas de malaquita, una guardia de honor en número de seis, flanqueaban un enorme y pesado trono que daba la impresión de estar completamente hecho de amarillento marfil. Los brazos del trono eran nudosos y el respaldo aparecía cubierto por una enorme y dentada calavera cuyos ojos eran pozos de sombras.
Ante el trono aparecían sentadas dos figuras. La más menuda de ellas iba vestida con ropas multicolores y cantaba: era su voz la que se elevaba desde los pies del trono, demasiado débil para producir ni siquiera un ligero eco. Sobre ella se cernía una gran forma, sentada en el borde como una vieja y cansada ave de presa encadenada al hueso del trono.
El rey, tras tres años de enfermedad y debilitamiento, había regresado a su polvorienta sala y escuchaba mientras el hombrecito cantaba a sus pies; las largas y moteadas manos del monarca se aferraban a su grande y amarillento trono.
Se trataba de un hombre alto; tiempo atrás lo habría parecido mucho más, pero ahora aparecía encorvado, como un monje en posición de orar. Vestía una túnica del color del cielo y llevaba barba como un profeta jesureo. Una espada reposaba cruzada en su regazo, brillando como si acabase de ser limpiada; en la frente del rey descansaba una corona de hierro, tachonada de esmeraldas y ópalos.
El enano que había a los pies del soberano reposó durante un largo y silencioso instante, para luego volver a empezar otra canción:
¿Pueden contarse las gotas de lluvia
cuando el sol luce en lo alto?
¿Se puede nadar en el río
cuando su lecho está seco?
¿Se puede coger una nube?
No, no se puede, tampoco yo…
y el viento grita: «Espera»
cuando pasa una.
El viento grita: «Espera»
cuando pasa una…
Una vez que la canción hubo acabado, el hombre alto con la túnica azul bajó su mano y el bufón la tomó entre las suyas. Ninguno de los dos dijo ni una palabra.
Juan el Presbítero, Señor de Erkynlandia y Supremo Rey de todo Osten Ard; azote de los sitha y defensor de la verdadera fe, poseedor de la espada Clavo Brillante, flagelo del dragón Shurakai… Preste Juan, sentado una vez más en el trono hecho con huesos de dragón. Era muy, muy anciano, y estaba llorando.
—Ay, Towser —balbuceó al fin, con voz profunda pero cascada por la edad—, debe de tratarse de un Dios inmisericorde para que me haga pasar este mal trago.
—Tal vez, mi señor —respondió el hombrecito con una sonrisa amarga—. Tal vez…, pero sin duda otros muchos no se quejarían de crueldad si los condujera a vuestra posición en la vida.
—¡Eso es precisamente lo que quiero decir, viejo amigo! —El rey agitó la cabeza—. En esta edad enfermiza, todos los hombres son ecuánimes. Cualquier aprendiz de sastre ha sacado seguramente más provecho de la vida que yo.
—Ay, mi señor… —La canosa cabeza de Towser se movió de lado a lado, pero los cascabeles de su sombrero, desde hacía tiempo sin badajo, no tintinearon—. Mi señor, os quejáis oportunamente pero sin razón, todos los hombres llegan a este momento, grandes o pequeños. Habéis tenido una hermosa vida.
El Preste Juan levantó la empuñadura de Clavo Brillante ante él, blandiéndola como si se tratase del Sagrado Árbol. Estiró la mano y pasó el dorso ante sus ojos.
—¿Conoces la historia de esta espada? —preguntó.
Towser la miró abiertamente. Había oído aquel relato en numerosas ocasiones.
—Explicádmela, ¡oh, rey! —dijo, tranquilo. El Preste Juan sonrió, pero sus ojos no dejaron de mirar la empuñadura forrada de cuero.
—Una espada, mi pequeño amigo, es la extensión de la mano derecha de un hombre… y el extremo de su corazón. —Elevó todavía más la espada, para que atrapase un delgado rayo de luz que atravesaba una de las diminutas y altas ventanas—. Al igual que el Hombre es la mano derecha de Dios, el Hombre es el ejecutor de los deseos del Corazón de Dios. ¿Lo entiendes?
De repente se agachó y miró con ojos brillantes bajo las pobladas cejas.
—¿Sabes lo que es esto?
Su tembloroso dedo señalaba un trozo de gastado metal incrustado en la empuñadura de la espada.
—Decidme, señor —contestó Towser, a pesar de saber perfectamente de qué se trataba.
—Éste es el único clavo del verdadero Árbol que todavía queda en Osten Ard. —El Preste Juan llevó la empuñadura a sus labios y la besó, para después apretar el frío metal contra su mejilla—. Este clavo proviene de la mano de Jesuris Aedón, nuestro Salvador…, de Su mano…
Los ojos del rey se convirtieron en espejos al recibir el reflejo de una extraña luz proveniente del techo.
—Y también está la reliquia, claro —dijo un instante después—, el hueso del dedo del martirizado san Eahlstan, el azote de los dragones, que está aquí, en la empuñadura…
Hubo otro intervalo de silencio, y cuando Towser alzó la mirada vio que su señor lloraba de nuevo.
—¡Al diablo con ello! —se quejó Juan—. ¿Cómo puedo ser merecedor del honor de poseer la Espada de Dios? Tanto pecado hay en mi alma que todavía siento su peso, y el brazo que una vez castigó al dragón apenas puede ahora levantar una taza de leche. ¡Me muero, querido Towser, me muero!
El bufón se inclinó hacia adelante y desasió de la empuñadura de la espada una de las huesudas manos del rey para besarla mientras éste sollozaba.
—Por favor, mi señor —suplicó—. ¡No lloréis más! Todos los hombres deben morir; vos, yo, todo el mundo. Si no nos matamos a causa de la estupidez de nuestra juventud o por la mala ventura, es nuestro destino vivir como los árboles: envejecer hasta que nos tambaleemos y caernos. Ése es el camino que siguen todas las cosas. ¿Cómo se puede luchar contra la voluntad del Señor?
—¡Pero es que yo construí este reino! —El Preste Juan tembló de rabia y liberó su mano de la presión del bufón para depositarla en el brazo del trono—. ¡Eso debería contar y contrarrestar cualquier pecado que hubiese en mi alma, por muy manchada que ésta estuviese! ¡Seguro que el Buen Dios lo tiene en cuenta! Saqué a esa gente del fango, fui el azote de los malditos, expulsé a los sitha del país, di a los campesinos ley y justicia… El bien que he hecho debe ser tenido en cuenta.
Durante un instante la voz de Juan se hizo apenas perceptible, como si sus pensamientos vagasen por otros mundos.
—¡Ay, mi querido amigo! —dijo, por fin, con un tinte de amargura en la voz— y ahora ni siquiera puedo ir al mercado de la calle Mayor. Debo permanecer en el lecho, o caminar penosamente por el castillo apoyado en los brazos de hombres más jóvenes. Mi…, mi reino se está corrompiendo mientras los sirvientes murmuran y caminan de puntillas al otro lado de mi cámara. ¡Todo es pecado!
La voz del rey rebotó en las paredes de piedra de la sala provocando un eco que se disipó entre las motas de polvo que revoloteaban por todas partes. Towser volvió a tomar la mano de Juan y la apretó hasta que el monarca volvió a recuperar la compostura.
—Bueno —dijo el Preste Juan al cabo de unos instantes—, mi Elías reinará con mayor firmeza de lo que yo soy ahora capaz. Al ver la decadencia de todo esto —y extendió el brazo como para abarcar la sala del trono—, hoy he decidido hacer que regrese de Meremund. Debe prepararse para ser coronado. —El rey suspiró—. Supongo que debo abandonar estos lamentos propios de mujer y estar agradecido por tener lo que otros muchos reyes no tuvieron: un hijo fuerte que pueda mantener el reino unido después de mi marcha.
—Dos hijos fuertes, mi señor.
—Bah —sonrió el rey—. Podría llamar muchas cosas a Josua, pero no creo que «fuerte» fuera una de ellas.
—Sois demasiado duro con él, mi señor.
—Tonterías. ¿Crees que puedes hacer que cambie de opinión, bufón? ¿Conoces al hijo mejor de lo que puede hacerlo el padre?
La mano de Juan tembló, y éste pareció ponerse enteramente rígido. La tensión se aflojó al cabo de un instante.
—Josua es un cínico —volvió a empezar el rey con voz más tranquila—. Un cínico, un melancólico, frío con sus súbditos, y el hijo de un rey no tiene nada excepto súbditos, cada uno de los cuales es un potencial asesino. No, Towser, mi hijo menor es muy extraño, sobre todo desde…, desde que perdió la mano. Ay, misericordioso Aedón, tal vez sea culpa mía.
—¿Qué queréis decir, mi señor?
—Tendría que haber tomado otra esposa tras la muerte de Ebekah. Mi hogar, sin una reina, ha sido un lugar frío… Tal vez sea éste el origen del extraño carácter del chico. Sin embargo, creo que Elías no es de esa manera.
—Hay una especie de franqueza brutal en la naturaleza del príncipe Elías —murmuró Towser, pero si el rey lo oyó no hubo reacción por su parte que así lo indicase.
—Doy gracias a Dios por hacer que Elías naciese primero. Posee un carácter valiente y marcial. Creo que si fuese el menor, Josua no estaría seguro sobre el trono.
El rey Juan agitó la cabeza para asentir a sus propias palabras y, a tientas, agarró la oreja del bufón, pellizcándola como si el viejo saltimbanqui fuese un niño de cinco o seis años.
—Prométeme una cosa, Towser…
—¿Qué, señor?
—Cuando muera (sin duda pronto, no creo que resista el invierno) traerás a Elías a esta sala… ¿Crees que la coronación tendrá lugar aquí? No importa; si es así, esperarás hasta el final. Tráelo aquí y entrégale Clavo Brillante. Sí, tómala ahora y sostenla. Temo morir mientras Elías esté lejos, en Meremund o en cualquier otro lugar, y quiero que la hoja llegue a sus manos con mis bendiciones. ¿Lo has entendido, Towser?
Con manos temblorosas Juan volvió a enfundar la espada y durante unos instantes luchó por deshacer el nudo de tahalí del que colgaba. Towser se arrodilló para tratar de ayudar al rey con sus hierres dedos.
—¿Cuáles son vuestras bendiciones, mi señor? —preguntó Towser, con la lengua entre los dientes, mientras trataba de desenredar el nudo.
—Dile lo que yo te he explicado. Dile que esta espada es la punta de su corazón y de su mano, al igual que nosotros somos los instrumentos del Corazón y la Mano del Dios… Y dile que nada vale tanto, vale tanto…, vale tanto… —Juan dudó, y condujo sus manos temblorosas hacia los ojos—. No, déjalo. Explícale únicamente lo que te he dicho sobre la espada. Dile sólo eso.
—Lo haré, mi señor —respondió Towser, y enarcó las cejas al deshacer el nudo—. Cumpliré vuestros deseos de buen grado.
—Muy bien. —El Preste Juan volvió a apoyarse en su trono de huesos de dragón y cerró sus ojos grises—. Vuelve a cantar para mí, Towser.
Así lo hizo el bufón. Por encima de ellos, los polvorientos gallardetes parecieron moverse ligeramente, como si un susurro se deslizase entre la multitud de observadores, entre las viejas garzas, osos de ojos apagados, y otros todavía más raros.