NOVENTA Y NUEVE

Durante meses fui reuniendo y escondiendo el polvo poquito a poco, cerca de la grieta en el túnel abandonado. Con un poco de mi propia orina fui formando «tortas» con el polvo negro. Y, cuando se secaban, las rompía y trituraba hasta darles la forma de lo que don Julio llamaba polvo de «maíz», porque cada trozo era más o menos del tamaño de un grano de maíz.

Cada vez que me dirigía subrepticiamente al túnel abandonado, metía un poco de polvo negro en la grieta.

Apoderarme del polvo, robar pequeños momentos para ir al túnel, rellenar la grieta, recibir latigazos, presenciar derrumbes y el agotamiento físico se estaban cobrando su precio. Cuando estuve listo para llevar a cabo mis planes, me sentí bastante más que frenético: ahora me enloquecían el horror y la imposibilidad de lo que estaba haciendo.

Además, Gonzalo me vigilaba constantemente. Con el fin de poder hacer realidad mi sueño, cada vez llegaba más tarde al trabajo y, aunque una vez en la mina era uno de los que trabajaban con más ahínco, la falta de puntualidad era algo que Gonzalo no toleraba.

Ese día, cuando llegué tarde a la mina, él me golpeó en la cabeza con el mango de su látigo con tanta fuerza que empezaron a silbarme los oídos. Después dijo:

—Esta noche, cuando termine de azotarte, marrano, jamás volverás a llegar tarde a la mina. Y los funcionarios de la Inquisición te parecerán ángeles de la misericordia. Suponiendo, desde luego, que sobrevivas a mi castigo.

De modo que así estaban las cosas: era hoy o nunca.

Durante el resto del turno, Gonzalo no me quitó los ojos de encima. Cuando transportaba mi capazo con el mineral, cuando iba a buscar el polvo negro, las herramientas, lo que fuera, él me seguía como una sombra. Y cuando llegó la hora del cambio de cuadrilla, él mismo me condujo, su mano derecha cerrada sobre mi codo.

En el momento en que pasábamos junto al túnel abandonado, me volví hacia él y me detuve.

—Sólo quiero pedirle un favor —dije, con mi tono más contrito y la mirada baja.

Tenía que estar seguro de que estábamos solos. Gonzalo era siempre el último en abandonar los túneles, y automáticamente iba en busca de los rezagados. Los últimos hombres doblaron la curva del túnel de enfrente y nosotros dos nos quedamos solos.

—¡Tú no tienes derecho a pedir nada, marrano! —repuso con furia, y una vez más balanceó hacia mí la empuñadura de su látigo.

Pero las lecciones de esgrima de Mateo no habían caído en saco roto. Detuve el golpe con mi martillo de minero de dos cabezas y luego se lo estrellé en la nariz. Después lo agarré por el cuello, lo arrastré al túnel abandonado y lo estampé contra la pared.

—¡Muere, hijo de puta, muérete! —le grité.

Le clavé el martillo en la sien izquierda y murió en el acto; una muerte mucho más misericordiosa, por cierto, que las que él dispensaba.

Ahora tenía dos opciones: hacer volar esa montaña o ser torturado hasta morir a manos de un ejército de guardias de la mina.

Me apresuré a meter el resto del polvo negro escondido en la grieta y le introduje la mecha. En un túnel de más abajo estaba la cocina en la que encendíamos las antorchas que utilizábamos para hacer explotar el polvo. Corrí hacia ese túnel. Debía llegar a él antes de que entrara la cuadrilla del siguiente tumo.

Una vez allí, cogí un pequeño trozo de madera con la punta empapada en alquitrán de la caja que los contenía y lo encendí.

Un guardia gritó:

—Tú, prisionero, ¿qué haces aquí? ¿Dónde está Gonzalo?

La voz de otro guardia dijo:

—¿Por qué no estás con el resto de tu cuadrilla?

Eché a correr a toda velocidad hacia el túnel abandonado.

Fui más rápido que ellos y encendí la mecha. No tenía idea de si aquello surtiría efecto; era poco más que un cordel mojado en orina y polvo negro. Tampoco sabía con cuánta rapidez ardería. Podía ser que tardara cinco segundos o que no ardiera en absoluto. No había tenido tiempo de probarla.

Mientras encendía la mecha, dos guardias penetraron en el túnel.

Ambos iban armados con espadas cortas y, una vez más, las instrucciones de Mateo me salvaron la vida. Cuando el primer guardia —un africano bajito y flaco con el pelo cortado casi al rape y desdentado— trató de agarrarme del cuello, yo adopté mi postura de esgrima y lo esquivé. El impulso que llevaba le hizo perder el equilibrio y, al mismo tiempo, bloquear cualquier ataque que el otro guardia pudiera estar planeando.

Estrellé mi puño contra su nuez, mientras mi pesado martillo le pulverizaba la pelvis. Él gritó y quedó flácido en mis brazos.

Usando su cuerpo como escudo, esquivé los golpes de espada de su compañero, mientras buscaba la espada corta que éste había dejado caer al suelo. Finalmente la encontré. Solté al guardia y me enfrenté al otro con la espada en una mano y el martillo en la otra.

Mateo me había enseñado que, cuando se lucha con espadín y daga, esta última se utiliza como arma para apuñalar. En otras palabras, que debía entretener a mi contrincante con el espadín y, después, matarlo con la daga.

Esa espada corta no era un espadín y mi martillo tampoco era una daga, pero la estrategia seguía siendo la misma, en especial combinada con otro consejo de irrefutable sabiduría de Mateo: mantenerse siempre al ataque.

Salté sobre el hombre como un tigre enloquecido, el martillo en alto y un poco hacia atrás en la mano izquierda, el filo de la espada resplandeciendo, haciendo fintas, cortando y embistiendo con la derecha.

Al verse acorralado con un demente armado, dio media vuelta y huyó, y yo corrí tras él, sediento de sangre y enloquecido de furia.

Y eso fue precisamente lo que me salvó la vida, pues la mecha funcionó demasiado bien y su longitud de sesenta centímetros explotó en menos de medio minuto e hizo estallar el kilo de polvo negro que había escondido en la pared del túnel.

La explosión nos sepultó al guardia y a mí debajo de una pequeña montaña de rocas. Recobré el conocimiento lentamente y alcancé a oír voces provenientes del pozo. La cuadrilla del turno siguiente, además de los guardias, vendrían directamente hacia el lugar donde yo me encontraba para despejar los escombros y averiguar qué había sucedido.

Había matado a un supervisor y a dos guardias y había hecho volar la mitad del pozo. Tenía que hacer que mi intento de escapada mereciera la pena. Corrí hacia el túnel abandonado. También se había derrumbado y estaba lleno de rocas casi hasta el techo. Pero, a través de esas rocas y escombros, algo más se había abierto camino: la luz.

Trepé sobre los escombros como un gato para llegar hasta el rayo de luz. Con las manos y el martillo, empecé a despejar las rocas y a fabricarme un lugar por donde arrastrarme. Me pareció que podía salir hacia afuera, excepto por una piedra que bloqueaba la salida. Recé y confié en que podría romperla con el martillo.

Los gritos procedentes del túnel se volvían más intensos y la grieta crujía. No me quedaba mucho tiempo. Muy pronto los guardias estarían allí y la montaña se desmoronaría y sellaría de nuevo la abertura.

Con dificultad fui avanzando hacia la grieta.

Me arrastré por aquellas rocas puntiagudas que me herían hacia la luz y hacia lo que estaba del otro lado. Cuando llegué a la maldita salida, mi cuerpo era un amasijo de cortes y de sangre. Además, oí que algunos hombres entraban en el túnel abandonado, lo cual significaba que podían oír mis martillazos.

Al diablo con todo.

Me acerqué a la piedra que bloqueaba la salida y comencé a golpearla con fuerza y con las dos manos. El estruendo de los martillazos era suficiente para despertar a los condenados, y los gritos que oía a mis espaldas sonaban cada vez más fuertes. Con el cuarto martillazo, la piedra se partió y voló por entre la grieta. En ese mismo momento, un hombre que estaba detrás de mí me agarró un pie, reptó hacía arriba por el túnel y me sujetó el muslo. Me volví y ya estaba a punto de partirle el cráneo con el martillo cuando él gritó:

—¡Yo voy contigo!

—¡Entonces ven —le grité—, adondequiera que vayamos!

Me agarré del borde exterior de la grieta con las manos y asomé la cabeza. Tardé varios minutos en adaptarme gradualmente a la luz, pero siguió cegándome. Me protegí los ojos y seguí avanzando. Tenía que salir antes de que los guardias vinieran y nos pillaran a los dos.

Ya estaba prácticamente fuera de la grieta cuando mi vista se adaptó lo suficiente a la luz como para ver la ruta de escape. A mi derecha, tal vez a treinta metros, había una fisura en diagonal en la ladera del peñasco, que se extendía transversalmente a lo largo de ciento veinte o ciento cincuenta metros. No pude ver hasta dónde descendía, pero era mi única posibilidad. Tenía que cruzar ese peñasco vertical y después bajar por la fisura.

Ahora el prisionero que estaba detrás de mí se puso histérico. Un guardia había logrado llegar a la grieta y lo sujetaba por el tobillo.

—¡No, no! —gritó—. No puedo retroceder.

Compartí sus sentimientos. La grieta —con un millón de toneladas de roca presionando sobre ella— crujía como un animal agonizante. Logré agarrarme a un par de asideros y me balanceé sobre el abismo. Mis sandalias salieron volando de mis pies y cayeron durante lo que pareció una eternidad en las aguas espumosas del rápido que fluía debajo. Mejor así. Descalzo podría tantear con más facilidad los puntos de apoyo.

Encontré uno y comencé a avanzar por la pared del peñasco hacia la fisura.

Treinta metros, un pie por vez, fui avanzando por esa pared vertical de roca y tuve la sensación de que eran como ciento sesenta kilómetros. Las manos y los pies me temblaban, me dolían muchísimo y me sangraban y, como para estar en armonía, la propia montaña crujió, se quejó, vibró como si agonizara por el horrible dolor que yo le había provocado.

Ya faltaba poco. Estaba a un metro y medio de la fisura en diagonal, por la cual tal vez llegaría a la libertad. Al menos, no tendría que seguir reptando por la pared del peñasco como un insecto asustado.

Pero la montaña no opinaba lo mismo. Yo la había lastimado demasiado; y, por ser una montaña, su venganza fue enorme. Las explosiones del polvo negro habían colapsado los túneles de toda la montaña. Grietas y agujeros hacía mucho olvidados en la pared de ese peñasco exudaban ahora humo y polvo. A mi derecha, un humo negro seguía saliendo de la grieta por la que yo había emergido.

De hecho, la cabeza de un guardia asomó por la abertura. El hombre estaba negro por el polvo de la mina, como lo estaba yo, y gritaba obscenidades que no alcancé a oír porque la montaña también gritaba. Se sacudía, temblaba, atronaba y rugía, y un millón de toneladas de roca bajaron por la grieta y la sellaron para siempre. Desde donde me encontraba, sentí que un montón de túneles se derrumbaban por toda la montaña. Más espirales de humo y de tierra se elevaban de la pared del peñasco.

Una sonrisa de lobo me partió la cara y no pude evitar soltar una carcajada. No sólo había librado a la mina de Gonzalo, sino que también había librado a la montaña de la mina.

Extendí el brazo izquierdo en busca de la fisura, pero en lugar de poder agarrarme de su borde, me zarandeó el eco de un derrumbe del otro lado del peñasco. Mi mano izquierda sólo tocó aire. La montaña me sacudió como un jaguar que sacude a una rata. El saliente en el que estaba sujeta mi mano derecha se rompió y, de pronto, me di cuenta de que no estaba agarrado a nada. Ahora la montaña vibraba con furia y se libraba de mí. Se libraba de su saqueador y yo caía, caía, caía.

Me sentí tan libre, cayendo por el aire, que por un instante fugaz me pregunté si no sería así como se sentían los ángeles; pero entonces recordé que los ángeles no caen: vuelan. Y yo decididamente caía. De hecho, al mirar hacia abajo vi cómo ese río espumoso subía hacia mí a increíble velocidad.