No viajé a las minas del norte en un caballo pura sangre, sino en el suelo de un carro tirado por mulas, con una caravana de prisioneros encadenados al carro. Compartía mi rincón del carro con un sambenito del auto de fe que había sido condenado a cien latigazos y dos años en las minas por sodomía. Mi sentencia era de por vida, pero como eran pocos los que sobrevivían más de un año en las minas, ser sentenciado a cadena perpetua no significaba trabajar allí demasiado tiempo.
Saludé con la mano a Mateo cuando me llevaban a la caravana de prisioneros. Muy pronto él abandonaría la prisión de la Inquisición para emprender su viaje a Manila, en las Filipinas, el lugar de destierro para los indeseables de Nueva España. Entre las fiebres tropicales y los guerreros nativos, también Filipinas era considerada una sentencia de muerte.
Había una docena de hombres encadenados conmigo, pero aparte del sodomita y de mí, todos eran delincuentes de poca monta que habían sido vendidos a las minas por la autoridad civil. Cada uno de ellos estaba condenado a no más de un año, y la mayoría esperaban que sus parientes pagaran un soborno para que ese plazo se acortara. Uno de ellos, un mestizo sentenciado por robar una bolsa de maíz para alimentar a su familia, hacía su segundo viaje a las minas. El primero fue por un retraso en el pago de una deuda y duró seis meses. En lugar de extender el plazo de pago o de agregar un interés adicional, el acreedor lo hizo arrestar y meter en la cárcel, y después lo vendió a una mina por el importe de la deuda.
Por momentos el terreno era demasiado empinado y escarpado para que el carro nos llevara, así que teníamos que bajar y caminar, todos encadenados unos con otros. Sin embargo, durante la mayor parte del trayecto fuimos dando tumbos en el carromato, con la espalda dolorida por los latigazos y la columna fuera de lugar.
El mestizo me recordaba al esclavo de las minas que había sido asesinado delante de mí cuando yo era un adolescente. Le hablé de aquel incidente y él me contó historias de las minas. No eran precisamente anécdotas divertidas, pero yo necesitaba saber todo lo posible acerca de mi nueva prisión. Había jurado vengar a mi familia y estaba decidido a no morir en una mina.
—Nos azotarán en cuanto lleguemos, para que aprendamos a ser sumisos —dijo—, pero no nos golpearán con tanta severidad como para que no podamos trabajar.
Todavía tenía la espalda en carne viva por los azotes del auto de fe: los que sintió la multitud no eran suficientemente crueles. A pesar de la opinión de los espectadores, incluso entonces supe que llevaría esas cicatrices durante el resto de mi vida, durara lo que durara.
—A los condenados a cadena perpetua o a los esclavos les marcan la cara por si tratan de escapar —siguió explicando el mestizo.
Todavía me parece ver las marcas que mi esclavo tenía en la cara llena de cicatrices cuando lo mataron delante de mí en la hacienda. Una de las marcas era una pequeña «S», que probablemente era la inicial del apellido del dueño de la mina.
—Los esclavos africanos y los condenados a cadena perpetua son los que hacen los trabajos más peligrosos: romper el mineral de la superficie de la mina.
El mestizo me miró al hablar porque todos los que iban en el carro sabían que a mí me habían sentenciado a cadena perpetua. Su color era bastante parecido al mío, pero a mí se me conocía como un español, un converso, y me comportaba como tal. Él no parecía saber que ambos teníamos sangre mezclada.
—La plata se rompe con picos de hierro y después se carga con palas en los capazos —dijo—. Constantemente se producen derrumbamientos, y muchos esclavos mueren la primera vez que dan un golpe con el pico.
Don Julio me había dicho que los dueños de las minas no suelen apuntalar los túneles con maderas debido al coste que eso representa. Se requerían grandes cantidades de madera en el proceso de fundición, y había que trasladarla a lo largo de grandes distancias. Era más barato reemplazar a los obreros que pagar por la madera.
Llegamos a la hacienda minera al cabo de poco menos de dos semanas. La hacienda daba a un peñasco alto y un río atravesaba la propiedad proporcionando agua a ese yermo en otros sentidos desolado. Sin embargo, en seguida me resultó obvio que aquella hacienda no era el típico campo, con sembrados y ganado. Cuando el portón se abrió entramos en un enorme complejo dedicado a extraer plata de una montaña muy poco cooperadora y, después, separar ese metal tan reacio de la roca, también renuente, que sólo se daba por vencida de mala gana. Excavar túneles, abrir galerías, extraer plata —miles y miles de cargas— y, después, refinar esa plata y separarla de la escoria, eso es lo que se hacía en la hacienda minera.
Entramos en el lugar con cadenas y grilletes. Yo me dediqué a estudiar minuciosamente cada cosa: la boca negra y abierta del túnel de la mina, el ruido atronador del taller de procesado, el rugido de la refinería; el taller ruidoso, sucio y humeante del forjador; las barracas largas, malolientes y llenas de hollín de los prisioneros. Y, encumbrada sobre nosotros, la inmensa casa del dueño de la mina, rodeada de muros, una mole blanca frente a tanta mugre y lobreguez.
Contemplé con especial atención los alrededores de aquellos muros encalados de gruesos ladrillos de adobe. Algún día escalaría esas altísimas paredes blancas y dejaría atrás para siempre aquel infierno obsceno.
Los indios salían del agujero practicado en el suelo como hormigas esclavas, uno tras otro, con bolsas y capazos colgando de la espalda y sujetos a correas atadas alrededor de la cabeza que, según el mestizo, pesaban un promedio de unos cuarenta y cinco kilos… es decir, cuatro quintos del peso de los hombres que los llevaban.
Las hormigas dejaron caer su carga en una pila cerca del taller de procesado. Pude ver muy poco del interior porque marchábamos hacia una barraca, pero estaba familiarizado con el proceso por haber leído un libro que don Julio había escrito sobre la industria minera.
Las rocas y el polvo sacado de las minas era triturado en el taller de procesado y después diseminado en enormes montones a lo largo de un patio empedrado. Luego se los agregaba agua a los minerales hasta que se formaba lodo. Después un azoguero mezclaba mercurio y sal en ese barro. El barro se dividía en «tortas» finas que se revolvían y se dejaban para «cocinar». Más tarde, la plata se lavaba y se calentaba hasta que se separaba el mercurio. Este proceso de amalgamado podía durar semanas o meses, dependiendo de la habilidad de la persona que realizaba la mezcla y del grado de la plata.
El mercurio o azogue era vital para la industria minera, y el rey mantenía un monopolio sobre él. La mayor parte procedía de la mina de Almadén, en España.
En la zona exterior, donde se tomaba la comida, fuimos asignados a distintos equipos de trabajo. Cada equipo tenía como supervisor a un esclavo africano.
El hombre que me asignaron a mí era bastante más alto que yo. Tenía una constitución física muy fuerte, había sobrevivido a una década de supervisar esclavos en la mina y en la actualidad comandaba a alrededor de una docena. Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices por innumerables accidentes sufridos en las minas. Me recordaba a los gladiadores romanos en la arena. Su nombre era Gonzalo.
—Quítate la camisa —me dijo, látigo en mano.
Lo hice. Las heridas de mi espalda seguían rojas pero ya no sangraban y se estaban curando.
El látigo me golpeó en las pantorrillas. Solté un grito, sorprendido por el dolor. Dos hombres me agarraron de los brazos y me sostuvieron mientras él me flagelaba cinco veces más en las pantorrillas y en la parte de atrás de los muslos.
—Estás aquí para trabajar, no para ser azotado. Te golpeo con el látigo para que trabajes más. No te pego en la espalda porque todavía no la tienes cicatrizada, y no quiero hacerte tanto daño como para que no puedas trabajar. ¿Entendido?
—Sí.
—Mientras trabajes, no recibirás los golpes de mi látigo demasiado a menudo y te daremos comida decente para que puedas trabajar intensamente. Si tratas de escapar, te matarán. Esto no es una cárcel. Allí, un intento de escapada equivale a estar más tiempo preso. Aquí, equivale a morir. ¿Me has entendido?
—Si eres holgazán y no trabajas, te azotaré más que los familiares en el auto de fe. La segunda vez, te cortaré una oreja. Cuando bajes a la mina, verás un poste donde empalamos las orejas. ¿Sabes qué pasará la tercera vez?
—Me cortarán la cabeza.
Gonzalo sonrió y me golpeó la cara con el mango del látigo. La sangre comenzó a brotar de mi mejilla.
—Tienes razón, pero no te conviene estar siempre en lo cierto. Aquí trabajarás como un animal, no como un hombre. Cuando hables conmigo, debes mantener la mirada baja para que yo sepa que me respetas.
Los indios entrenadores de perros acercaron sus mastines, sabuesos que mostraban sus afilados dientes y sus fuertes mandíbulas.
Algunos tratan de escapar de los dormitorios en mitad de la noche. Hubo un hombre que lo intentó. Cavó un túnel que iba por debajo de la pared de la casa y llegaba a la pared de la hacienda. Esa noche, los perros comieron bien.
Volvió a pegarme un latigazo en las pantorrillas.
—Ni se te ocurra esconder plata; aquí no tendrías en qué gastarla. La primera vez que te pillemos escondiendo plata perderás una oreja. La segunda vez, la cabeza.
El látigo me laceró las piernas debajo de las rodillas.
—Lleváoslo para que lo marquen.
Los dos hombres me sostuvieron mientras un herrero me acercaba a la cara un hierro calentado al rojo con la inicial «C», más o menos del tamaño de la primera articulación de mi dedo meñique. Instintivamente me eché un poco hacia atrás para apartarme del hierro y, en lugar de una «C» perfecta, me quedó una letra borrosa en la mejilla, en el mismo lugar que me sangraba por el golpe que el supervisor me había propinado con el mango del látigo.
Y así empezó mi vida como esclavo de una mina. Marcado y azotado, se me permitía comer y dormir sólo porque los animales de tiro necesitaban comer y descansar para poder trabajar. La casa dormitorio no tenía ventanas y era un edificio de ladrillos de barro con una sola puerta. Su finalidad era tenernos prisioneros, y vaya si lo conseguía. No había camas ni habitaciones, sólo un único dormitorio largo y angosto con paja y mantas esparcidas por el suelo.
Abajo, en las minas, los turnos eran de doce horas, a lo cual se sumaba más trabajo arriba, moviendo la plata desde las pilas del taller de procesado al lugar donde era amalgamado sobre el patio. Cuando una cuadrilla terminaba con su turno de doce horas, comía y se dirigía a las barracas, donde dormía hasta que llegara su siguiente turno.
La cuadrilla a la que fui asignado compartía el mismo lugar para dormir y las mismas mantas. Cuando una cuadrilla se iba, otra se buscaba una manta entre la paja y dormía. No teníamos pertenencias personales, excepto la ropa que llevábamos puesta. Cuando ésta se pudría, nos daban una camisa o un pantalón andrajoso de un montón de ropa perteneciente a los hombres que ya habían muerto.
Todos los días marchábamos en fila hacia la entrada de la mina y bajábamos por una escalera de un nivel al otro hasta llegar al túnel principal. El interior de la mina era oscuro, húmedo, frío, polvoriento y peligroso y, a medida que íbamos descendiendo, se volvía tan infernalmente caluroso que el sudor brotaba a chorros de nuestros cuerpos y los hombres se desplomaban, muertos, por falta de agua. La única luz provenía de velas y pequeñas antorchas y, cuando pasábamos las zonas iluminadas, nos perdíamos en la oscuridad.
Precisamente como estaba tan oscuro, escapar no era difícil; pero no había adonde ir. La única salida estaba vigilada por guardias y perros.
Estaba condenado a cadena perpetua, por lo que pasaba parte de mi tiempo trabajando con las cuadrillas encargadas de las voladuras. Picábamos y practicábamos agujeros bastante profundos en la superficie de la mina y después los rellenábamos con un polvo negro, el mismo explosivo utilizado en cañones y mosquetes. Le colocábamos una mecha, la encendíamos y salíamos disparados a toda velocidad.
Como era una innovación reciente, todavía no teníamos demasiada experiencia y, dada la falta de maderas que apuntalaran los túneles, la explosión entrañaba un grave riesgo. Si bien desprendía gran parte de la roca —una única explosión rompía más roca de la que podían aflojar doce hombres con sus picos en todo un día de trabajo—, también desprendía las paredes del túnel en toda la extensión de la mina. Nubes sofocantes de polvo y escombros soplaban por los túneles con una fuerza huracanada y los derrumbamientos se sucedían todos los días. Con frecuencia, algunos hombres eran sepultados vivos.
Yo solía quedar atrapado muy a menudo en los derrumbes y sólo por pura suerte lograba abrirme paso entre los escombros y salir. Pero muchos no tuvieron la misma fortuna. El mestizo que había tratado de educarme en las realidades de las minas quedó sepultado vivo la primera semana.
Después de las explosiones empuñábamos picos, palas y martillos de dos cabezas para triturar las rocas y la tierra.
Ese trabajo era tan terriblemente pesado que después nos alimentaban no sólo con fríjoles y tortillas sino que, alguna que otra noche, nos daban también carne. Así pues, después de algunos ataques iniciales de dolor, mareo y de la mordedura del látigo, mis fuerzas aumentaron. Cualquier hidalgo que hubiera visto cómo se habían endurecido los músculos de mis manos, mis brazos y mi espalda en seguida habría sabido que yo no era ningún caballero.
Los dueños de la mina empleaban el método de rato, o camino más corto, para extraer la plata. Cuando se encontraba una veta, se construía un túnel que seguía esa veta y podía girar, retorcerse, subir a la montaña y, de pronto, descender. Donde iba la veta, allí estábamos nosotros.
Entré en la mina antes del amanecer y aún estaba oscuro. Cuando salí, el sol ya se había puesto. Ya no sabía sí el sol seguía calentando la Tierra o si había caído sobre nosotros una noche eterna.
Mi mundo se convirtió en un mundo de oscuridad y de trabajo penoso y monótono. Muchas veces estaba demasiado cansado siquiera para pensar, y eso contribuía a cicatrizar el horror de mi cerebro, forjado por el feroz holocausto que había inmolado a don Julio y a su familia.
Cuando aprendí a enfrentarme a ese arduo ciclo de trabajar, comer, dormir y azotes intermitentes, comencé a pensar en huir de allí. Sabía que eso podía significar mi muerte, pero no me importaba lo más mínimo. Mi mayor temor era morir anónimamente en un derrumbe, sepultado para siempre bajo una montaña de rocas y sin poder vengar a don Julio.
Escapar no sería nada fácil. Las despiadadas condiciones físicas se equiparaban sobradamente con la brutal vigilancia de los guardas. Sin embargo, poco a poco fui viendo una manera. En una ocasión, mientras aguardaba en un túnel abandonado a que terminara la explosión, advertí un fino hilo de luz que se filtraba a través de una grieta del ancho de una uña.
¿Cómo podía ser que la luz entrara en un túnel que estaba a muchísimos metros de profundidad por debajo de la superficie de la tierra?
Gonzalo me vio mirando la luz y soltó una carcajada.
—¿Acaso te parece que es obra de magia?
—No. No tengo ni idea de qué es —confesé.
—Proviene de la ladera de la montaña. Si avanzas tres metros o tres metros y medio por esa grieta, te encontrarás de pie sobre un río. Te diré una cosa. Intenta salir por esa grieta y yo te permitiré abandonar esta mina.
Y rió un buen rato por su broma.
Algún día no sólo saldré de aquí, sino que te estrangularé con tu propio látigo, me prometí.
Lo cierto es que a partir de entonces no pude dejar de pensar en aquel rayo de luz. Tal vez se debía a las lecciones de don Julio. Él me había enseñado a cuestionar cada fenómeno físico, y cada pregunta que yo me hacía con respecto a ese hilo de luz me daba la misma respuesta: más allá de esa pared de piedra estaba la libertad.
Lo único que tenía que hacer era abrirme camino por esa hendidura.
Como es obvio, picar tres metros y medio de piedra no era una opción. Pero sí tenía algo que ensancharía esa grieta en un santiamén y, como condenado a cadena perpetua, sabía cómo usarlo: el polvo negro.
La grieta ya existía. Sólo tendría que ensancharla metiendo en ella suficiente cantidad de polvo. Después de hacer volar esa ladera de la montaña hasta el cielo, tendría que abrirme paso a través de toda esa roca… siempre y cuando la montaña no se me cayera encima…
Robar el polvo negro no sería nada fácil: estaba almacenado en una choza de adobe sin ventanas y con una puerta de hierro cerrada con llave. En cuanto al polvo que usábamos, se nos entregaba en pequeñas cantidades y bajo estricta vigilancia.
Pero en el momento en que introducía las cargas en la pared de la mina, yo estaba solo. Si antes de cada explosión lograba robar un pellizco de polvo y lo escondía después, la cantidad de polvo robado se iría sumando.
Si me pillaban, lo pagaría en el infierno.
Si no lo intentaba, moriría en la mina.