NOVENTA Y SEIS

Más oscuridad. Más goteo interminable del techo.

Más torturas. Preguntas que no fueron contestadas. Estaba ya tan débil que tuvieron que sacarme a rastras del calabozo y llevarme por el pasillo hasta el lugar donde me aguardaba el potro de tortura.

Mi cuerpo anticipaba ya tan bien las torturas que yo gritaba antes de que me causaran dolor. No sé qué cosas debieron de brotar de mi lengua, pero puesto que las torturas continuaban, no debían de gustarles mis respuestas. Había aprendido un extenso vocabulario de expresiones barriobajeras en las calles de Veracruz; comentarios acerca de la esposa, las hijas, los hijos, la madre y el padre de la persona en cuestión. Y se los apliqué con generosidad a mi abogado y a los curas.

Confesé muchas cosas. Cada día que pasaba confesaba más y más y les gritaba mis pecados, exigiéndoles que me quemaran en la hoguera para que no volviera a tener frío. Pero mis confesiones no les parecieron satisfactorias porque en ellas nunca impliqué a don Julio ni a su familia.

Y un día se acabó todo: no me arrastraron de la celda, no oí más gritos. Ya no tenía la menor idea del paso del tiempo o siquiera de si éste transcurría. Pero la vida continúa incluso en las situaciones más terribles, y muy pronto caí en la cuenta de que me dolía todo el cuerpo. Tenía llagas por todas partes, causadas por heridas no cicatrizadas y la humedad que reinaba en el lugar.

Cierto día volví a ver al hombre que decía ser mi abogado. Vino después de que me sirvieron una comida que supe que era el desayuno sólo porque no incluía una tortilla.

—Hoy te presentarás frente al tribunal para ser juzgado. Vendrán a buscarte dentro de pocos minutos. ¿Tienes algún testigo que declare en tu favor?

Tardé bastante rato en contestarle. No porque la boca me funcionara mal, sino porque quería articular correctamente las palabras. Cuando hablé, mi voz fue calma y serena:

—¿Cómo puedo saber a qué testigos llamar si no conozco los cargos? ¿Cómo puedo llamar a testigos si no puedo abandonar mi celda para hablar con ellos? ¿Cómo puedo llamar a testigos si acaba de decirme que el juicio está a punto de comenzar? ¿Cómo puedo hablar en mi defensa si mi abogado es un hijo de puta que recibe su paga del diablo?

No sé durante cuánto tiempo le hablé a la puerta cerrada. Creo que mi abogado se marchó después de oír mi primera frase, pero, como es lógico y razonable, yo seguía hablándole a la puerta, que no me contestó.

Los inquisidores deben de tener los ojos como los murciélagos. El lugar donde se reunía el tribunal contaba con la misma iluminación que el resto de la mazmorra. En la habitación había media docena de hombres con hábito. Sus caras estaban ocultas por las sombras y su función casi no tenía significado para mí. Tuve la impresión de que había dos inquisidores, un riscal y otras personas cuya función concreta ignoraba, pero que tal vez eran jueces. También había escribientes que anotaban cuanto se decía.

Me encontraba encadenado a la silla en la que estaba sentado. Mi abogado estaba lejos de mí, como si yo pudiera contagiarle alguna enfermedad terrible si se me acercaba demasiado. Tal vez era mi olor. No parecía contento conmigo. Supongo que por lo general informaba al tribunal de que había tenido éxito en obtener una confesión de un acusado, y mi negativa representaba una deshonra a sus habilidades como abogado.

Oí que el fiscal leía los cargos, pero no tenían ningún sentido para mí: vagas alegaciones de herejía, de ser un judío en secreto, de blasfemia y adoración del diablo. De lo único de que realmente podían acusarme era de ser una persona corrupta que vendía libros prohibidos y ponía en escena obras ofensivas.

Mi abogado se puso en pie e informó al tribunal de que en tres ocasiones él me había pedido que confesara la verdad de los cargos y yo me había negado a nacerlo.

—El potro de tortura no logró aflojarle la lengua y ahora él está en manos de Dios.

—Yo no veo a Dios en esta sala —dije—. Veo a unos hombres que creen servir a Dios pero que no le hacen justicia al Señor.

Mis afirmaciones no fueron recibidas con el aplauso de una comedia exitosa, sino con la mirada de desaprobación de uno de los jueces.

—Si el prisionero vuelve a hablar sin permiso, amordácenlo —le ordenó al condestable. Yo cerré la boca.

Los cargos contra mí se iniciaron con un testimonio de los inquisidores, que me habían interrogado verbalmente con respecto a la Iglesia, Dios, Cristo, los judíos, Satanás, los brujos y sólo Dios sabía qué más. Las preguntas se parecían a las que fray Antonio me había descrito como el Martillo de los Brujos, en el que no había verdaderas respuestas y cada respuesta podía ser tergiversada.

—Se le preguntó cuántos cuernos tiene Satanás —testificó el fraile en la audiencia de la Inquisición—. Y el acusado respondió que lo ignoraba. Como todos sabemos, Satanás tiene dos cuernos.

—¡Si hubiera contestado que tenía dos cuernos, me habría acusado de haber visto personalmente a Satanás! —grité.

—La mordaza —le ordenaron al condestable.

—No ha sido mi intención ofender a nadie, monseñor. Por favor, prometo mantener mis labios sellados.

Una vez más, me salvé de estar amordazado.

Llamaron al primer testigo. Llevaba una máscara, pero por su voz me di cuenta de que era una criada de la casa de don Julio. Era una anciana medio loca que siempre veía diablos y demonios por todas partes. Todos sabíamos que era inofensiva, pero poseía la extraña clase de locura de la que se nutrían los inquisidores.

—Los vi bailar —le dijo al tribunal—. A ése —con lo cual se refería a mí—, a don Julio, a su hermana y a su sobrina. Se turnaban para bailar con el diablo.

Los jueces le hicieron preguntas acerca de las costumbres judías en la casa, si observábamos el sabbat, si comíamos carne los viernes: la anciana confirmó que comíamos carne los viernes, lo cual era mentira, pero en respuesta a otras preguntas no hizo más que referirse a distintos actos cometidos por nosotros con el demonio. Era obvio que no estaba en su sano juicio; balbuceaba acerca de cosas demoníacas cuando le hacían preguntas sobre los ritos judíos.

Francamente, no creo que aquellos jueces hubieran quedado siquiera impresionados con sus historias aparte de notar de manera específica la violación de la prohibición de comer carne los viernes.

La pobre Juana no podría haber bailado con sus débiles piernas aunque el diablo la hubiera sostenido, pero mantuve la boca cerrada.

La siguiente testigo era otra mujer enmascarada, sólo que ésta iba muy bien vestida. En seguida la reconocí.

Isabela había venido a poner otro clavo en la tapa de mi ataúd. A juzgar por su aspecto, jamás había estado en la mazmorra de la Inquisición, pero tampoco yo esperaba estarlo.

Me impresionó escuchar su testimonio porque había en él cierta dosis de verdad.

—¿Usted llama telescopio a este tubo metálico? —le preguntó un juez.

—Así lo llamaba don Julio. Desde luego, yo no sé nada de estas cosas. En mi opinión, ese pillastre —dijo, y me señaló a mí— trajo ese horrible instrumento desde España, pasándolo de contrabando y ocultándolo de los funcionarios del Santo Oficio, que son los que inspeccionan tales blasfemias.

—¿Y usted dice que la finalidad de este instrumento es espiar los cielos?

—Sí, ésa y muchas otras cosas malvadas de las que no tengo conocimiento.

¿No tenía conocimiento pero sí podía prestar testimonio sobre ellas? Al igual que el nacimiento de nuestro Salvador, ¿se trataba eso de conocimiento inmaculado? Por el testimonio de Isabela comprendí que los inquisidores no habían encontrado el instrumento en cuestión. Sospeché que don Julio, temeroso de tener problemas en la ciudad con respecto al túnel, había escondido sus libros prohibidos y el telescopio en la hacienda.

Le hicieron algunas preguntas a Isabela acerca de las prácticas judías y ella las negó por una buena razón: esas prácticas también la incriminarían a ella. Pero logró asestarle un golpe a don Julio de otra manera.

—Me forzó a acostarme con él cuando yo estaba con el período.

Realizar el coito durante la menstruación de la mujer era un sacrilegio porque no era posible concebir en ese momento. Por lo general, se creía que los judíos y los moros lo hacían para evitar tener hijos que, necesariamente, serían educados como cristianos.

—¿Usted no tiene hijos, señora?

—Es cierto, no los tengo. Pero no es culpa mía. Mi marido era un hombre brutal con un mal genio terrible. Y yo vivía sintiendo un miedo espantoso hacia él.

Tuve que reprimirme para no dar un salto y rodearle el cuello con las manos. Si ha habido alguna vez un hombre que caminaba con los ángeles en su relación con su familia y sus amigos, ése era don Julio.

Le mostraron un libro.

—Este libro es el que usted les entregó a los familiares, ¿no es así?

—Sí. No había visto el libro antes, pero después de que arrestaron a mi marido, lo vi en la biblioteca. Él lo tenía escondido en un lugar secreto.

—Este libro describe los ritos de la práctica del judaísmo —dijo el juez.

—Sobre eso no sé nada. Soy una buena cristiana. El libro pertenecía a mi marido. Estoy segura de que debe de ser el libro con que él y su familia, incluyendo a éste —sentí su mirada de odio a través de la máscara—, practicaban sus ritos tenebrosos.

Esta vez sí salté de la silla.

—Eso es mentira. Ese libro no pertenece a don Julio y puedo probarlo. —Señalé el libro—. Don Julio marca sus obras con sus iniciales en el borde, como es costumbre entre los dueños de libros. Y ése no tiene ninguna marca. ¡Ese libro es una prueba falsa!

Me amordazaron.

Deliberadamente, Isabela nos incriminaba a don Julio y a mí con pruebas falsas. Las únicas motivaciones que aquella mujer tenía en su vida eran el dinero y la vanidad. El Santo Oficio se apoderaba de los bienes de aquellos que eran encontrados culpables. No hacía falta tener demasiada imaginación para llegar a la conclusión de que se había hecho un arreglo por el cual Isabela recibiría esos bienes a cambio de su testimonio. O quizá Ramón de Alva estuviera detrás de ella, para poder así librarse del marido de su amante y, al mismo tiempo, también de la amenaza de que quedara expuesta su participación en los problemas surgidos en el túnel.

El tercer testigo era un hombre que no pude identificar. Aseguró haber trabajado para don Julio en el proyecto del túnel y que nos había observado a don Julio y a mí mofarnos cuando dijo que debíamos dedicar el túnel a san Pablo. Que más adelante nos había visto a don Julio y a mí llevar un objeto al túnel, una estrella de seis puntas. En aquel momento el objeto no tuvo ningún significado para él; pero cuando un fraile se lo explicó, comprendió que lo que llevamos era un símbolo místico judío, el escudo de David, al que los judíos atribuían propiedades mágicas.

Yo nunca había estado en el túnel, jamás había visto esa estrella de seis puntas, pero no habría hecho objeciones a su testimonio aunque no hubiera estado amordazado. Mi culpabilidad y la de don Julio ya estaban decididas. No había nada que yo pudiera hacer o decir, ninguna apelación a la razón bastaría para cambiar las cosas.

Mi abogado no interrogó a ninguno de los testigos.

Me quitaron la mordaza y un juez me preguntó si deseaba hablar de los cargos.

—Las acusaciones son absurdas —dije—. Este juicio tiene la misma validez que el juicio a otro judío hecho hace mucho tiempo.

—Entonces reconoce que es judío —dijo el juez.

—El judío al que me refiero es Jesucristo, nuestro Salvador, cuyo nombre eligieron para mí. Ahora entiendo por qué llevo este nombre. Seré martirizado por falsos testigos, tal como Él lo fue.

Al tribunal no le satisfizo nada mi respuesta. Me llevaron de vuelta a la oscuridad de mi calabozo. Sólo estuve allí esa noche. Al día siguiente la puerta se abrió y yo estaba seguro de que me llevarían directamente a la hoguera. Pero, en cambio, me condujeron a una celda grande situada a ras de suelo, en la que había cinco prisioneros, incluyendo a quien yo conocía muy bien.

Sin prestar atención a su incomodidad, le di un fuerte abrazo a mi amigo. Mateo me llevó a un rincón y me habló en susurros.

—Te has librado de la hoguera, pero no de un castigo severo. Recibirás cien latigazos y te enviarán a las minas del norte.

—¿Cómo lo sabes?

—Mi primo de Oaxaca, que hizo fortuna comprándoles tierras a los indios después de emborracharlos, pagó al Santo Oficio por mis pecados. El tiene pruebas de que la sangre de mi familia es pura. Me llevarán a Acapulco y me subirán a bordo del galeón de Manila. La travesía del océano es sólo comparable a la de Caronte por la laguna Estigia. Muchos de los que sobreviven a ese viaje son comidos por los nativos.

»Pedí un pasaje para ti y me dijeron que se sospechaba que eras un marrano, y que por tanto el exilio en Manila no era posible. Pero mi primo descubrió que alguien había pagado por tu vida. Una sentencia a las minas no es menos dolorosa que ser quemado en la hoguera, pero al menos vives otro día y… ¿quién sabe? —se encogió de hombros.

—¿Y qué sabes de don Julio? ¿Y de Juana e Inés?

Su cara se ensombreció y no quiso mirarme.

—¿La hoguera? ¿Serán quemados en la hoguera? Santa María —susurré—. ¿No hay manera de pagar el rescate y liberarlos?

—Inés y Juana son marranas.

—No lo creo.

—Tenían un libro de ritos judíos que encontró Isabela.

—Era una prueba falsa. En ese libro no estaban las iniciales de don Julio.

—El libro era de ellas, no de don Julio. Yo lo vi en la hacienda. También sé que por lo general ellas practicaban los ritos. Las he visto. Por eso don Julio las recluyó en la hacienda y les prohibió llevar consigo algunos de sus instrumentos o libros judíos. Pero aun así los trajeron a la ciudad, Isabela los descubrió y los usó contra ellas. Los frailes me mostraron el libro y yo negué haberlo visto antes.

—A mí no me importa si son judías. Son mis amigas.

—No son amigos, Bastardo, son nuestra familia. Y aunque a nosotros no nos importa, a muchas personas sí les importa.

—¿No hay nada que podamos hacer?

—Si se arrepienten, las estrangularán en la hoguera antes de encender el fuego. Son mujeres, por lo que tal vez podrían eludir la hoguera si se arrepienten, pero ellas se niegan a hacerlo. El problema es Inés. Ese pajarillo nervioso está decidido a convertirse en mártir por sus creencias, y creo que la pequeña Juana está cansada de vivir. Don Julio no permitirá que su hermana y su sobrina mueran solas, de modo que también él se niega a arrepentirse.

—¡Qué locura! Esto parece una obra de teatro escrita por un demente.

—No, Cristo, esto no es ninguna obra de teatro. La vida es más triste que cualquier comedia. Y la sangre es real. Esto es una pesadilla real.