Pasaron días y noches. No vi a nadie y no oí ningún sonido salvo mis propios miedos y el cuenco con sopa en el atisbadero. Conté los días con las comidas, una por la mañana, una por la noche, cada vez unas gachas frías: agua de cloaca con algunos granos de maíz. La cena incluía una tortilla.
El fraile que traía la comida golpeó la puerta y yo le entregué mi cuenco por la abertura para que me lo llenara. Esforzándome por ver a través de esa pequeña abertura, lo único que vi fue su oscura cogulla. Comprendí que el anonimato cumplía dos funciones: la falta de contacto humano aumentaba el miedo de los que estaban prisioneros en aquella pesadilla y protegía a los monjes de la venganza de los prisioneros que se ganaban su libertad pero recordaban las torturas que habían sufrido.
El que servía la comida jamás hablaba. Oí que desde otros calabozos lo llamaban y le gritaban que se estaban muriendo o le suplicaban misericordia, pero no había ninguna señal de que hubiera un ser humano debajo de aquel hábito oscuro.
Al cuarto día de mi arresto sonó un golpe en mi puerta, aunque ya había terminado mis gachas de la mañana. Fui hasta la puerta y se abrió la abertura del atisbadero. Por ella se filtró la luz de unas velas. La luz era opaca, pero mis ojos sedientos de luz tuvieron la sensación de ser perforados por agujas de maguey cuando la miré.
—Acércate a la luz para que pueda verte la cara —dijo el hombre que sostenía la vela.
Hice lo que me pedía. Al cabo de un momento la vela desapareció. Oí el sonido de algo que raspaba madera cuando él acercó un banco para poder sentarse y hablarme por la abertura. ¡Contacto humano! Estuve a punto de llorar ante la perspectiva de hablar con alguien. Ahora sabría lo que le había pasado a don Julio y a su familia y cuáles eran los cargos contra mí.
—He venido para oír tu confesión por las transgresiones que cometiste contra Dios y Su Iglesia —dijo el hombre. Su voz era monótona, el tono de un sacerdote que recita una oración que ha recitado mil veces antes.
—Yo no he cometido ningún crimen. ¿De qué se me acusa?
—No me está permitido decirte los cargos.
—¿Entonces cómo puedo confesarme? Si no conozco los cargos, ¿qué quiere que confiese? Puedo confesar pensamientos impuros cuando veía a una mujer, frecuentar una taberna cuando debería haber estado en misa…
—Eso resérvatelo para el confesionario. El Santo Oficio exige que confieses tus crímenes. Tú conoces la naturaleza de esos crímenes.
—Yo no he cometido ningún crimen. —De píe sobre el agua fría, mi cuerpo tembló y las palabras salieron a borbotones. Por supuesto, mentía. Había cometido muchos crímenes, pero ninguno contra Dios.
—Tu negativa no servirá de nada. Si no fueras culpable, no habrías sido arrestado y traído aquí. Ésta es la Casa de los Culpables. El Santo Oficio investiga fehacientemente cada acusación antes de llevarse arrestada a una persona. No sale a la caza de sacrílegos; a ellos los trae la mano de Dios.
—Yo fui traído aquí por demonios, no por ángeles.
—¡Eso es una blasfemia! No hables de esa manera… no obtendrás la misericordia del Señor denostando a Sus sirvientes. Quiero que entiendas esto: si no confiesas tus crímenes contra Dios y Su Iglesia, serás interrogado con más severidad.
—¿Quiere decir que seré torturado? —La furia crecía en mí, precisamente porque comprendía la impotencia de mi situación. Si confesaba haber cometido crímenes religiosos, me encontraría en la hoguera de un auto de fe, con una fogata ardiendo alrededor de mí. Y si me negaba a confesar cosas que jamás había hecho, sería torturado hasta que las confesara.
—Como todos los hombres que han vivido, amado y luchado —dije—, es posible que haya cometido una trasgresión en algún momento. Pero esos no son insultos a Dios ni ponen en peligro mi alma mortal. Le confesé mis pecados a la Iglesia y recibí su absolución. Si hay otros asuntos, usted debe decirme cuáles son, para que yo pueda responderle si hay alguna verdad en ello.
—Ése no es el procedimiento con el que el Santo Oficio cumple con su misión sagrada. No me está permitido decirte cuáles son los cargos. Ya los conocerás cuando te presentes ante el tribunal. Las cosas serán más fáciles para ti si confiesas ahora para poder estar a merced de ellos. Si no confiesas, te sacarán la verdad de otra manera.
—¿Cuál es el valor de palabras forzadas por medio del dolor? ¿Cómo puede la Iglesia tratar así a sus hijos?
—La Iglesia no inflige ningún dolor. Dios guía los instrumentos; así, el dolor es causado por los instrumentos, no por la sagrada mano de la Iglesia. Cuando se derrama sangre o se inflige dolor, la culpa es de la persona, no de la Iglesia. Las torturas no se infligen como castigo sino para confirmar la autenticidad del testimonio.
—¿Cómo justifica eso el Santo Oficio?
—Santo Domingo nos dice que, cuando las palabras fracasan, pueden prevalecer los golpes.
Casi me eché a reír y le pedí que me señalara algún pasaje de la Biblia en el que Jesús defendiera la violencia, pero me reprimí.
—¿Quién está autorizado a decirme cuáles son esos cargos?
—El tribunal.
—¿Cuándo veré al tribunal?
—Una vez que hayas confesado.
—¡Esto es una locura!
—Tu actitud no es nada positiva —me regañó—. Tratas de emplear razonamientos que los mercaderes utilizan cuando compran fardos de lana. Ésta no es una negociación acerca de la calidad de la carne ni de un juego de primera. No nos preocupa qué cartas tiene nuestro contrincante ni quién miente. Dios conoce tus pecados. Tu deber es confesar tus transgresiones. Si no lo haces, la verdad te será sonsacada a la fuerza.
—Sus torturas extraen confesiones de los inocentes, y yo soy inocente. No tengo nada que confesar. ¿Entonces, qué? ¿Me van a torturar hasta matarme?
—Dios reconoce a los Suyos. Si por casualidad mueres sin pecados y bajo la tortura, encontrarás la paz eterna. Es un sistema justo, aprobado por el Señor. Nosotros no somos más que Sus sirvientes. A ti se te ofrece la oportunidad de confesar antes de que te sonsaquemos la verdad. Nadie es castigado hasta tener una oportunidad de arrepentirse. Después, serás llevado ante un tribunal y se leerán los cargos que existen contra ti. El fiscal puede llamar a los testigos que te acusaron. Tu abogado podrá llamar a testigos que declaren en tu favor. Hasta que eso suceda, no serás castigado.
—¿Cuándo me presentarán ante el tribunal?
—Una vez que hayas confesado.
—¿Y si no confieso?
El hombre hizo un sonido nasal con el que expresaba su impaciencia frente a mi estupidez.
—Si no confiesas, se te considerará culpable. El tribunal determinará el grado de tu culpabilidad y cuál será tu castigo.
—Está bien, ¿y si confieso ahora mismo? ¿Cuándo me llevarán ante el tribunal?
—Cuando el Santo Oficio lo ordene. Para algunos, eso sucede rápidamente. Para otros…
—¿Qué es lo que la gente ha dicho de mí para que ustedes piensen que soy una mala persona?
—Eso se te dirá en el momento del juicio.
—Pero ¿cómo puedo preparar mi defensa frente a lo que esas personas dicen si ni siquiera sabré quiénes son hasta el momento del juicio?
—Estamos hablando en círculos y ya estoy cansado de este juego. —Se acercó más a la abertura y me dijo en un susurro—: Debido a su gravedad, te diré uno de los cargos que se te imputan para que puedas confesar y confiar en recibir misericordia. Tiene que ver con la criatura cristiana.
—¿La criatura cristiana?
—Una niña desaparecida que fue encontrada muerta en una cueva. Estaba clavada en una cruz de la misma manera que nuestro Salvador. Le habían hecho cosas abominables a su cuerpo desnudo. Cerca de la víctima se hallaron copas y vino con el signo de los judíos. En una de esas copas había vino y sangre de la pequeña.
—¿Y qué tengo que ver yo con ese crimen espantoso?
—Hay testigos que dicen que te vieron abandonar esa cueva.
Mi grito de negativa debió de haber sido oído hasta en el palacio del virrey. Levanté las manos e imploré la ayuda de Dios en medio de la oscuridad.
—¡No! Yo no tengo nada que ver con ese horror. Sí, he pecado. Padre Santo que estás en los Cielos, he vendido algunos libros deshonestos. Puse en escena una obra que ofendió a algunos, pero hasta ahí llegan mis crímenes. Jamás toqué a…
Cerré la boca. Una mirada de complacida satisfacción apareció en su cara. La historia de la criatura había sido una treta, cuya intención era escandalizarme y hacerme confesar mis verdaderos delitos.
—Nueva España está plagada de judíos —dijo entre dientes—. Simulan ser buenos cristianos, pero en realidad planean la muerte de todos ellos. Es obligación de los buenos cristianos denunciar a los falsos cristianos, aunque pertenezcan a su misma familia.
—¿Por qué está usted aquí? —pregunté.
—He venido a escuchar tu confesión para poder decirle al tribunal que te has arrepentido.
—Pues ya la ha oído. Soy un buen cristiano. He vendido algunos libros profanos. Me arrepiento de mis pecados. Mándeme a un sacerdote y le confesaré las cosas que acabo de decirle. No tengo otras que revelar.
—No he oído nada acerca de las actividades judías de don Julio y del resto de su familia.
—Tampoco oirá más de mis labios porque lo que usted quiere escuchar es una mentira. ¿Cuándo me reuniré con mi abogado?
—Ya lo has hecho. Yo soy el abogado de los presos; tu abogado.
Más tarde, me sacaron de la celda y me llevaron a un cuarto donde se aplicaba el potro y otros instrumentos de tortura.
Don Jorge estaba esperándome, el familiar que me había pagado para que imprimiera las listas de sospechosos y un viejo amigo: Juan el lépero.
—Es él —dijo Juan—. Me dijo que el dueño de la imprenta se había ido a Madrid. Pero jamás vi a nadie que no fuera él en la imprenta.
—Que usted sepa, ¿este hombre practica la brujería y tiene un pacto con el diablo?
—Sí, sí —respondió el lépero mentiroso—. Lo he visto hablando con el diablo. Y en una ocasión lo vi girando por el aire mientras el demonio lo sodomizaba.
Me eché a reír.
—Este lépero asqueroso sería capaz de vender el orificio de amor de su madre por una moneda.
Juan me señaló con un dedo acusador.
—Él me echó un maleficio. Me obligó a hacer el trabajo del diablo.
—Tú eres obra del demonio, canalla de mierda. ¿Acaso crees que alguien creerá una historia tan descabellada de labios de una escoria social como tú?
Miré a los familiares que estaban de pie junto a nosotros en busca de una señal de confirmación de que nadie le creería esa historia absurda. Pero sus caras me dijeron que sí creerían al lépero.
Después de ser llevado nuevamente a mi calabozo, el día y la noche volvieron a ser la misma cosa y ya no supe cuánto tiempo había estado prisionero porque perdí la cuenta de las veces que me servían aquella comida monótona. La grasa acumulada en mi cuerpo durante años de haber comido bien en la mesa de don Julio se fue deslizando de mis huesos. La ansiedad no me abandonó en ningún momento. ¿Cuándo me sacarían de mi celda y me torturarían? ¿Podría respaldar mis palabras valientes y soportar aquella tortura o lloraría como un bebé y confesaría lo que ellos quisieran? Peor aún que mis ansiedades, me pregunté cómo les iría a don Julio y a las pobres muchachitas. Si confesar haber tenido relaciones sexuales con el demonio significara que los dejaran libres a ellos, lo haría sin siquiera dudar. Pero en el fondo sabía que cualquier cosa que confesara sería utilizada contra todos los habitantes de la casa. Barajé la idea de implicar a la perra de Isabela y decir que ella había tenido relaciones sexuales con el diablo, pero, una vez más, confesar ser incluso el inocente espectador de una blasfemia equivaldría a firmar mi propia condena.
Estar en aquel calabozo helado y húmedo las veinticuatro horas del día suponía una tortura en sí misma. Ni en su imaginación más afiebrada podría haberme encontrado Isabela un lugar peor para estar. Ay, habría ofrecido varios dedos de los pies a cambio de una noche tendido sobre mi cama calentita y seca encima del establo. Los habría dado también aunque sólo fuera para dormir con los caballos.
Cuando vinieron a buscarme, no supe qué día ni qué hora era. La puerta de mi calabozo se abrió de pronto y quedé cegado por la luz de una antorcha.
—Da un paso al frente —me ordenó una voz—. Extiende las manos.
Cerré los ojos y me arrastré hacia la puerta. Me encadenaron las manos y tuvieron que levantarme y ponerme en pie porque las piernas no me sostenían. Ya no tenía ninguna sensación de fuerza en mis extremidades. Los dos frailes, ataviados con lo que yo había llegado a considerar hábitos del demonio, me ayudaron a llegar a la cámara de tortura.
Mi abogado me estaba esperando.
—Tienes la oportunidad de confesar antes de que te interroguen —dijo—. Yo estoy aquí para ser testigo de tu confesión.
—Confieso haberlo visto a usted chupar penes de hombre a la manera de las víboras —dije—. Confieso que he visto a esos dos sacerdotes del diablo sodomizar ovejas. Confieso…
—Pueden proceder —le indicó mi abogado a los frailes. No había nada en su voz que revelara que se sentía ofendido por mis insultos—. Él no debería llevar esto —dijo, y me quitó la cruz de mi madre.
Mientras me ataban al potro de tortura se quedó junto a mí y me dijo, en tono intrascendente:
—Tienes suerte de estar en Nueva España. Esta mazmorra no es peor que una caminata por la Alameda si se la compara con las prisiones de la Península. Una vez estuve en una prisión en España cuya mazmorra era tan profunda que se la llamaba el infierno. Era imposible distinguir una cara sin encender una luz.
—¿Fue allí donde lo concibió su madre? —le pregunté en un tono sumamente cortés.
—Cristo, Cristo, no deberías hablar mal de alguien cuya única misión en la vida es ayudar a la gente.
Mi risa se interrumpió cuando sujetaron a un gancho la cadena que me sujetaba las muñecas. Añadieron peso en los pies. Me levantaron por el aire cuando el gancho fue elevado y después me dejaron caer, pero me frenaron con una sacudida justo antes de que mis pies tocaran el suelo. Grité cuando casi me arrancaron los brazos y los pies de sus articulaciones por las pesas que habían agregado.
Mi abogado suspiró.
—¿No quieres hablarme de don Julio y de los ritos judíos que él practica?
No recuerdo cuál fue mi respuesta, pero sí que lo enfureció y que fascinó a mis torturadores. A los torturadores no les gustan las víctimas fáciles, porque les impide demostrar sus habilidades. Ni siquiera recuerdo lo que me hicieron; sé que en algún momento yo estaba tendido como en una cama, con la boca abierta con un taco de madera y me metieron un trozo de tela por la garganta. Lentamente fueron vertiendo agua sobre la tela, que fue filtrándose hacia mi estómago. Apenas podía respirar y estaba seguro de que mi estómago iba a estallar. Tuve una arcada, el vómito me llenó la boca y la nariz y me atraganté. Para mi pesar, mi abogado logró esquivar el chorro que iba dirigido hacia él.
Ninguna palabra más brotó de mí, ni en confesión ni en condena, y ellos siguieron torturándome hasta agotarse. Cuando terminaron, me sentía demasiado débil y demasiado mareado para caminar hasta mi calabozo, por lo que me ataron al potro hasta que pudiera volver a tenerme en pie.
Podría haberles dicho que perdían el tiempo torturándome, pero cuando comenzaron a bombardearme con preguntas, ya no me quedaba ningún sentimiento humano. Me limité a babear y a reír frente a sus preguntas porque estaba demasiado débil y dolorido para contestarles con respuestas e insultos.
Las paredes que separaban la cámara de tortura en la que yo me encontraba de la contigua estaban, llenas de anchas grietas. Oí el gemido de una voz femenina y me esforcé en moverme para poder espiar hacia la celda de al lado. Cuando lo conseguí, quedé horrorizado por lo que vieron mis ojos.
Juana estaba desnuda, atada a un potro de tortura. Su pequeño cuerpo transparentaba todos sus huesos. Dos frailes la examinaban y alcancé a ver que le habían abierto las piernas y empleaban un instrumento para comprobar si era o no virgen. Recordé lo que fray Antonio me había dicho: si el himen de una muchacha soltera estaba rasgado, la acusarían de haber tenido relaciones sexuales con el demonio. Y, si estaba intacto, la acusaban de lo mismo, porque alegaban que el diablo le había reparado el himen con su magia negra.
En lo más profundo de mi ser estalló un fuego y la vida volvió a vibrar en mí. Empecé a gritarles obscenidades a los frailes y resistí la mordaza con que querían cubrirme la boca. No me callé hasta quedar inconsciente por los golpes que me dieron.
Pero, desde luego, como mi abogado me había adelantado en nuestra primera entrevista, no eran los frailes los que me infligían dolor golpeándome con los garrotes: los culpables eran los garrotes mismos.