Los inquisidores cogieron nuestras espadas y nuestras dagas y nos ataron las manos a la espalda mientras yo los atosigaba con preguntas.
—¿Por qué nos hacen esto? Nosotros no hemos hecho nada.
La única respuesta fue un repentino chaparrón de lluvia que nos castigó como un látigo de nueve puntas desde el cielo. Sabía muy bien quiénes eran, pero frente a una acusación, el silencio es entendido como un signo de culpabilidad, así que grité bien fuerte mi inocencia y exigí que le presentaran sus credenciales a don Julio.
Después de atarme las manos, me cubrieron la cabeza con una capucha negra. Unas manos ásperas me guiaron hasta un carruaje. Antes de que la capucha bajara del todo, vi a Mateo encapuchado y que era conducido a otro coche. Cuando mi capucha bajó del todo, mis oídos se convirtieron en mis ojos. Solamente oía el ruido violento de la lluvia y el de las pisadas. Las únicas palabras que oí cuando nos separaron fue que un «familiar» me llamaba «el marrano», es decir, un judío encubierto. Eso me dijo que no nos habían arrestado por las obras y los libros deshonestos, sino a causa de los problemas de don Julio con el túnel. La Inquisición quemaba a los judíos. Desde luego, podía evitar que me quemasen en la hoguera. Podía decirles que en realidad no era un español converso, que sólo había simulado ser un gachupín; que, de hecho, era un mestizo buscado por el asesinato de dos españoles. De esa manera sólo me torturarían, me ahorcarían y empalarían mi cabeza a las puertas de la ciudad.
Tláloc, el dios de la lluvia, quería inundar la ciudad. Don Julio, con sus grandes ideas para salvar la villa con un túnel, se había interpuesto en el camino de la venganza del dios.
Tanto mi mente como mi cuerpo estaban extrañamente tranquilos. Sentía que el pánico me atenazaba el corazón, pero mis pensamientos se centraban en don Julio y su familia, la dulce, delicada y pequeña Juana y ese pequeño pez nervioso, Inés. Pobre Inés, había esperado toda su vida que se produjera un desastre y, ahora, ese desastre llegaba a su puerta en mitad de la noche.
No sentí ninguna preocupación por Isabela. Estaba seguro de que ella encontraría la manera de escapar de la Inquisición, quizá incluso recibir una recompensa por entregar a don Julio. Con su conexión con De Alva, sin duda Isabela le había presentado un informe al Santo Oficio. No hacía falta un adivino azteca para imaginarlo: si con ello obtenía algo a cambio, la esposa de Don Julio les habría dicho a los inquisidores que nosotros éramos adoradores del diablo que comíamos la carne de los cristianos.
El coche retumbaba sobre el empedrado de las calles y la lluvia tamborileaba sobre el techo. Yo me mecía hacia adelante y hacia atrás en mi asiento y seguía haciendo preguntas con la esperanza de averiguar algo de la suerte corrida por don Julio. El silencio no era ignorancia sino intimidación. Cada pregunta no respondida generaba más preguntas ansiosas, más miedo, y ése era el objetivo. Fray Antonio me había hablado de sus propias experiencias con la Inquisición, del silencio. Pero oír que le sucedía a otra persona era completamente diferente de experimentarlo uno mismo.
Quería decirles a los hombres que tenía al lado que sabía las execrables personas que eran. El ejército secreto de la cruz verde, los sabuesos del Santo Oficio de la Inquisición. Hombres de negro que se aparecían en la oscuridad de la noche para sacarlo a uno de la cama y llevarlo a un lugar donde no pudiera volver a ver el sol. Me pregunté si «don» Jorge era uno de ellos. Si llegaba a identificarme como el editor de libros profanos, me quemarían dos veces en la hoguera.
La lluvia torrencial cesó y mi mundo de sonidos se transformó en la respiración dificultosa del hombre que tenía al lado y el silbido del agua debajo de las ruedas del carruaje. La mazmorra del Santo Oficio no estaba lejos.
El vehículo se detuvo y la puerta se abrió. El hombre que estaba a mi derecha se apeó y me arrastró con él. Cuando traté de pisar el suelo con cautela, me sacudió y me hizo perder pie. Me doblé de costado al caer y golpeé contra el empedrado con el hombro izquierdo.
Unas manos silenciosas me levantaron y me guiaron a través de un portal. De pronto el suelo desapareció bajo mis pies, comencé a caer y me estrellé contra un muro. De nuevo unas manos volvieron a levantarme. Estaba en una escalera. Al bajar por ella, resbalé y empecé a tambalearme. Caí contra alguien que estaba delante de mí y que interrumpió mi caída. Luego, caí contra los escalones, me golpeé la cabeza y el mismo hombro que me había lesionado contra el empedrado de la calle.
Una vez más me pusieron de pie y medio me arrastraron por la escalera. Cuando llegamos al piso, me guiaron y me pusieron contra una estructura de madera. Me desataron las manos y volvieron a atármelas, y me quitaron la casaca y la camisa, así que quedé desnudo de cintura para arriba. Me quitaron también la capucha. Me encontraba en una habitación sombría, casi oscura, en donde unas enormes velas ardían en lo alto de las esquinas de dos paredes. La estructura de madera a la que me habían atado era el famoso instrumento de tortura llamado potro. La habitación era una cámara de torturas.
Las paredes de piedra brillaban con la humedad. El agua corría en arroyos sobre el suelo, lo cual hacía que la atmósfera de la mazmorra fuera aún más macabra. Incluso en condiciones climáticas normales, el nivel del agua de la ciudad era tan alto que las tumbas se llenaban de agua antes de que se arrojara tierra en ellas. La mazmorra desafiaba la tendencia de cualquier agujero de llenarse con agua más de algunos centímetros de profundidad. Sin duda la Inquisición tenía los medios para construir un cuarto que no se inundara. O, como seguramente el obispo del Santo Oficio alegaba, Dios impedía que ese salón quedara anegado para que los inquisidores pudieran realizar su trabajo.
Cuando estuve bien atado, me amordazaron. Ruidos de lucha y la voz de Mateo lanzando imprecaciones me llegaron de una habitación contigua. El sonido cesó y supuse que a él también lo habían amordazado. Me pregunté cuántas de esas pequeñas cámaras del horror habría en aquel lugar repugnante.
Los familiares hablaron de punta a punta de la habitación con dos frailes. Estos últimos llevaban hábitos negros con capucha. No pude oír con exactitud qué decían, pero una vez más logré descifrar la palabra «marrano».
Los familiares se marcharon y los dos frailes lentamente se acercaron a mí. Sus movimientos eran pausados. Me sentí como un cordero acorralado por bestias salvajes a punto de arrancarme las entrañas.
Permanecieron de pie frente a mí. Llevaban las capuchas puestas pero no les cubrían completamente el rostro. Detrás de los bordes del hábito, sus caras eran tan vagas como las de los peces en el agua oscura. Uno de ellos me bajó la mordaza lo suficiente como para que pudiera hablar.
—¿Eres judío? —me preguntó. Me formuló la pregunta en un tono muy gentil, un tono paternal, el de un padre que le pregunta a su hijo si se ha portado mal.
Aquel tono bondadoso me cogió por sorpresa y tartamudeé al responder:
—Soy un buen cristiano.
—Eso ya lo veremos —murmuró él—, ya lo veremos.
Empezaron a quitarme las botas y los pantalones de montar.
—¿Qué hacen? ¿Por qué me quitan la ropa?
El silencio recibió mis preguntas. Volvieron a amordazarme.
Cuando quedé desnudo, me ataron las piernas al armazón de madera y los dos frailes iniciaron un cuidadoso examen de mi cuerpo. Uno se subió a un banco y me separó el pelo para examinarme el cuero cabelludo. Lentamente fueron bajando por mi cuerpo y observando cada marca, no sólo las cicatrices, sino los lunares y las manchas, la forma de mis ojos, incluso las pocas arrugas que tenía en la cara. Cada uno recorrió con atención las líneas de las palmas de mi mano. Mientras trabajaban en silencio, uno le indicaba al otro que comprobara de nuevo una mancha o una arruga.
Buscaban alguna señal del demonio en mi piel.
Lo absurdo de sus acciones me sorprendió. Me eché a reír y me ahogué con la mordaza. La indignidad de lo que aquellos dos frailes estaban haciendo, tocándome el cuerpo, examinando mi piel, mi pelo y hasta mi parte viril. ¿Para eso se habían hecho sacerdotes? ¿Para encontrar al diablo en un lunar? ¿Para ver demonios en una arruga de la piel?
Mientras examinaban mí miembro viril comprendí lo afortunado que era por que los dioses aztecas hubieran robado una parte de mi prepucio. Con su lógica retorcida, si no hubiera estado circuncidado, habrían llegado a la conclusión de que, como judío, había sido circuncidado y que Lucifer me había devuelto el prepucio para poder disfrazarme de cristiano.
Cuando terminaron con la parte delantera de mi cuerpo hicieron girar la estructura para poder examinar la parte posterior. ¡Ay! ¿Acaso creían que el demonio se ocultaba en mi puerta trasera?
Me manejaron como dos carniceros que deciden cómo trinchar un trozo de carne. No me dijeron si llevaba o no la marca del demonio.
Con movimientos de la mandíbula logré bajarme la mordaza lo suficiente como para mascullar. Pregunté de nuevo por qué estaba arrestado y cuáles eran los cargos contra mí.
Los dos frailes eran sordos a todo lo que no fueran sus propios comentarios y los mensajes que creían que Dios les susurraba.
—¿También Juana ha sido arrestada? Ella tiene necesidades especiales; su cuerpo es muy frágil. Dios castigaría a cualquiera que dañara a una pobre criatura enferma como ella —amenacé.
La mención de los castigos de Dios llamó la atención de uno de los frailes, que levantó la vista de su búsqueda del diablo entre los dedos de mis pies. No pude verle bien la cara encapuchada, pero por un momento fugaz su mirada se cruzó con la mía. Sus ojos eran negros, ardientes hoyos profundos, llamas oscuras en un pozo insondable, una ira cavilada que me invitaba a… no, que trataba de chuparme. Sus ojos compartían la misma locura macabra de los sacerdotes aztecas que arrancaban corazones que todavía latían y se alimentaban de sangre como los vampiros.
Cuando terminaron con su examen me soltaron los brazos y las piernas y me dieron la camisa y los pantalones de montar para que me los pusiera. Me hicieron bajar un par de escalones hacia un corredor de piedra con calabozos a los lados protegidos por puertas de acero con atisbadero. En ese nivel había más agua y mis pies se hundieron por encima de los tobillos. Procedente de uno de los atisbaderos oí gemidos al caminar junto a una puerta. Una voz agonizante brotó de otra.
—¿Quién está ahí? Por favor, díganme qué día es hoy. ¿Qué mes? ¿Qué saben de la familia de Vicente Sánchez? ¿Están bien? ¿Mis hijos saben que su padre todavía vive? ¡Ayúdenme! ¡Por el amor de Dios, ayúdenme!
Abrieron una puerta oxidada de hierro y con gestos me indicaron que entrara. Delante de mí había un vacío informe y negro. Vacilé antes de entrar, por miedo a que se tratara de un truco, a que me hicieran caer en un profundo hoyo para que muriera allí. Uno de los frailes me empujó y me tambaleé hacia el calabozo, salpicando el agua que me llegaba a las rodillas antes de que mis manos extendidas encontraran una pared para sostenerme.
La puerta se cerró detrás de mí con un golpe y yo quedé sumergido en una oscuridad completa. El Mictlán. La Tierra de los Muertos no podría haber sido más negra. El infierno no podría asustarme más que aquella negra mazmorra.
Utilizando mis manos para palpar, lentamente me fui orientando en la habitación. No, nada de habitación sino un cuartucho que parecía un sumidero de sabandijas. Con los brazos bien extendidos a cada lado podía tocar las paredes. Un banco de piedra era mi único refugio del agua.
No era suficientemente largo como para que me acostara sobre él, por lo que me senté, con la espalda contra una pared y las piernas extendidas sobre el banco. De la pared que tenía al lado brotaba agua continuamente. El goteo del techo era incesante y siempre encontraba mi cabeza, no importaba en qué posición me pusiera.
Ninguna manta, ningún lugar para los desechos corporales salvo el mismo sumidero. No me costó mucho adivinar que no podría probar el agua, salvo la que yo mismo excretara.
El lugar era húmedo y frío, pero a las ratas eso les importaba poco. Más aún, percibí otra presencia en la celda. Algo frío y pegajoso se deslizó por mis piernas y me hizo lanzar un grito de terror. Mi primera impresión fue que se trataba de una serpiente, pero incluso una serpiente se negaría a habitar en aquel lugar infernal. Si no era una serpiente, ¿qué otra cosa podía parecerme fría, viscosa y resbaladiza?
¡Ay de mí!
El miedo me trepó por la piel. Inspiré y exhalé con lentitud, tratando de controlar el pánico. Sabía lo que estaban haciendo aquellos malditos fanáticos con el disfraz de hermanos mendicantes: dejando que el pánico se apoderara de mí y me viniera abajo. Reí para mis adentros. Por lo visto, tenían éxito. Lo único que me impedía derrumbarme por completo era que fray Antonio me había hablado de esos horrores.
Helado y tiritando, le rogué a Dios que tomara mi vida pero salvara a los demás. Yo no había rezado mucho en mi vida, pero se lo debía a don Julio y a su familia, que me habían tratado como si formara parte de ella. ¿Cómo se estaría tomando don Julio todos estos abusos? ¿E Inés y la pobre Juana? ¿Y mi amigo Mateo? Él era un hombre fuerte, más fuerte que yo y mucho más que don Julio y las mujeres. Le iría tan bien como a alguien que de pronto despierta y descubre que, durante la noche, ha sido arrastrado al infierno de Dante, sólo que este infierno helado está dirigido por la Iglesia, que ha bendecido su nacimiento y bendecirá también su muerte.
El mundo es un lugar cruel.