NOVENTA Y TRES

Don Julio, ocupado con el proyecto del túnel, poco sabía de nuestras actividades, salvo que Mateo había obtenido un papel en una obra de teatro. Isabela se negó a ver la obra aduciendo que asistir a una obra en que uno de sus sirvientes trabajaba equivaldría a rebajarse.

La falta de interés de don Julio con nuestras actividades fue algo bastante insólito. Por lo general, a él le preocupaba la idea de que pudiéramos meternos en problemas. El hecho de que estuviera tan absorbido por el asunto del túnel nos preocupó, porque eso significaba que las cosas no marchaban bien. En la calle oímos rumores de que seguía habiendo problemas con el túnel.

Don Julio nos llamó a su espadachín y a mí a su biblioteca en la casa de la ciudad.

—Tienes que convertirte en lépero de nuevo —me dijo don Julio—, y una vez más ser mis ojos y mis oídos y también los del rey.

Esta vez se trataba de robos de plata. La zona de las minas de plata se centraba en alrededor de cien leguas al norte de Zacatecas. Yo sabía algo con respecto al negocio de las minas a pesar de no haber visto ninguna jamás. Mateo sostenía que yo era parecido a don Julio en el sentido de que el saber me atraía más que las mujeres, y su afirmación tenía bastante de cierto. La biblioteca de don Julio contenía varios libros sobre técnicas de minería e incluía relatos breves de minas en Nueva España; yo había leído todo lo que se podía saber sobre las minas de plata, aunque al que debía perseguir era a un ladrón de plata y no a un buscador de minas, y convencí a don Julio para que se sentara conmigo y me diera información adicional al respecto.

En 1546, Juan de Tolosa encontró una montaña fantástica de plata, La Bufa, en Zacatecas, ubicada en la región india de Chichimeca. El descubrimiento, y las docenas que siguieron, convirtió a Nueva España en el lugar más rico en plata de la Tierra.

Tolosa, el comandante de un destacamento de soldados, estableció campamento a los pies de una montaña llamada La Bufa por los indios. Tolosa les hizo regalos a los indios, chucherías y mantas, y ellos, a su vez, lo llevaron a un lugar donde, decían, las rocas estaban «vivas». El espíritu resplandeciente que vivía en las rocas era la plata, y Tolosa llegó a convertirse en el hombre más rico de Nueva España.

Muy pronto surgió en Nueva España un nuevo tipo de conquistador: buscadores de minas que se aventuraban al norte en el peligroso país indio, donde los salvajes chichimecas todavía no habían sido conquistados. Los hombres se enfrentaban a indios sedientos de sangre, quienes se comían a sus cautivos y a sus exploradores, que les habrían clavado un cuchillo en la espalda por un filón de plata. A menudo trabajaban en parejas y, cuando encontraban plata, construían una pequeña torre sobre su denuncio, en la que un hombre permanecía con un mosquete en la mano, mientras el otro corría a registrar el denuncio.

Zacatecas era considerada por algunos la segunda ciudad de Nueva España, eclipsada sólo por la mayor gloria de la Ciudad de México. Don Julio dijo que esas ciudades de florecimiento repentino son como un barril de pescado: cuando el último trozo de plata se extrae de ella, la ciudad desaparece. Pero hasta entonces era un lugar en el que un hombre podía estar hundido hasta las rodillas en el barro y maldiciendo a las mulas mientras transportaba suministros a las minas, y al día siguiente descubrir que es un refinado «caballero» de Nueva España, al que se le trata de «don» y que, quizá, se le ocurra comprarse un título de nobleza.

—En un primer momento teníamos una nobleza provinciana en Nueva España —dijo don Julio—, cuando a cada conquistador se le otorgó un dominio por el cual cobrar tributo; después, una clase mercantil, cuando las ciudades comenzaron a elevarse encima de las ruinas aztecas. Ahora tenemos una nobleza de plata, hombres que descubrieron que la suciedad que había debajo de sus uñas era polvo de plata. Esos hombres compran títulos y esposas a familias nobles y construyen palacios. Un día arrean mulas y llevan estiércol pegado a la suela de los zapatos, y al día siguiente en sus orejas sucias resuena el murmullo de «señor marqués», cuando colocan un nuevo escudo de armas en el costado de sus carruajes.

Don Julio me contó la historia de un arriero que él conocía, y que se convirtió en conde.

—Con las ganancias que obtuvo de las caravanas de mulas compró una mina que estaba abandonada porque se había inundado y nadie sabía cómo drenar el agua. Él me consultó, pero yo estaba demasiado ocupado diseñando una manera de impedir que la Ciudad de México quedara anegada, y no lo ayudé. Sin embargo, él y un amigo suyo diseñaron una manera de extraer el agua por medio de un túnel. Y el hombre se enriqueció tanto que, cuando su hija contrajo matrimonio, pavimentó el camino de su casa a la iglesia con plata.

Los nobles de plata enviaban a España el quinto del rey a bordo de la flota del tesoro que traía los lujos de la Península: los mejores muebles, espadas, alhajas. De Extremo Oriente, los galeones de Manila les traían seda, marfil y especias.

—En una tierra de chinos llamada China se está construyendo una inmensa muralla, de miles y miles de kilómetros de largo, para detener el avance de los bárbaros del norte. Se dice que el emperador chino financia la construcción de esa muralla con plata de Nueva España obtenida por la venta de seda.

Yo sabía algo de ese lugar llamado China, o Cathay, porque la biblioteca de don Julio contenía un ejemplar de los viajes de Marco Polo. Cristóbal Colón, por supuesto, creía que su viaje lo conduciría a China y llevaba consigo una copia del libro de Marco Polo.

La plata no sólo servía para comprar títulos de nobleza: el quinto que le correspondía al rey financiaba las guerras perpetuas que la Madre Patria libraba en Europa. Para obtener ese dinero, la plata era extraída de las minas, refinada al norte del país y trasladada a la capital a lomo de mulas. Allí, algunos de los lingotes eran acuñados en monedas y otros eran embarcados enteros a España en la flota del tesoro.

El transporte de la plata a Veracruz una vez al año se realizaba con una tropa de soldados, y ningún bandolero se atrevía a atacarlo. Pero el metal llegaba a la Casa de la Moneda desde las minas en tantas caravanas de mulas a lo largo de un año que resultaba imposible protegerlas a todas. Se había creado un sistema en el que, como señuelo, a lomo de las mulas se transportaban bolsas con tierra. Cuando los bandidos atacaban, se encontraban con la fuerte resistencia de soldados que simulaban ser simples indios arrieros.

—Los ladrones han empezado a evitar esas caravanas de mulas con cargamento falso y a atacar solamente las que transportan plata. El virrey quiere saber por qué. Los horarios de los transportes falsos se organizan en la Casa de la Moneda y se envían por mensajeros a las minas. En mi opinión, alguien de la Casa de la Moneda está vendiendo esa información a los bandidos.

—¿No podría ser el mensajero? ¿O alguien de las minas?

—Ambas cosas me parecen poco probables. Las instrucciones son diferentes para las distintas minas, y todas van en bolsas selladas. Por la manera en que los bandidos evitan las trampas, es obvio que conocen la totalidad de las fechas y los horarios, y no sólo los de una sola mina. La única fuente para obtener la totalidad de la información está en un único lugar: la Casa de la Moneda.

—¿Y yo tengo que ir allí a investigar? —Ya imaginaba montones de oro y de plata, parte de las cuales terminarían en mis bolsillos.

—Eso sería lo mismo que poner un zorro a vigilar los pollos. No, tu trabajo será en el exterior, en las calles, como de costumbre. Además del director de la Casa de la Moneda, que está más allá de toda sospecha, hay un solo hombre que tiene acceso a la lista. Debes vigilarlo para averiguar si establece contactos sospechosos. Todas las semanas se prepara una nueva lista, y el sospechoso tiene acceso a ella. Él es quien prepara las listas individuales para las minas y las envía al norte por mensajero. Después de eso, debe pasárselas inmediatamente a un cómplice, que se dirige al norte y se las entrega a las bandas de bandidos. Tal vez lo haga durante la noche, camino de regreso a su casa de la Casa de la Moneda, o quizá por la mañana, cuando va al trabajo. Después de eso, será demasiado tarde y llegará a manos de los bandidos. Espero que vigiles al hombre de la Casa de la Moneda para ver a quién le pasa la información.

Ahora se dirigió a Mateo.

—Tú debes relevar a Cristo durante su vigilancia. Y tener caballos listos para vosotros dos para cuando llegue el momento de seguir a la persona que lleva al norte la información robada.

Le prometimos que iniciaríamos inmediatamente la vigilancia del funcionario de la Casa de la Moneda.

—Parece cansado, don Julio —dije—. Más que cansado. Debe olvidarse un poco del túnel y descansar.

—Pronto descansaré en la tumba. Llueve torrencialmente y cada día que pasa aumenta el nivel del agua.

—¿Y el túnel?

—Mis planos no se respetaron. He tratado de parchear el túnel por una docena de lugares, pero después de reparar un desperfecto, el agua acumulada en los ladrillos de adobe hace que se produzca un derrumbe en otra parte. El terremoto de hace algunos días deshizo todo un año de trabajo para despejar el túnel. ¿Habéis oído decir que tenemos un profeta que vaticina que el túnel se derrumbará porque fue construido por un judío? Él ni siquiera me llama converso.

Conocía a ese individuo, se trataba de un fraile franciscano que ya no pertenecía a su orden sagrada y sin duda había perdido el juicio. Se había convertido en un vagabundo y vivía de la caridad de aquellos que les tienen miedo a los locos. Los terremotos siempre asustan a la gente porque son muy intensos en el valle. Después del gran terremoto, el monje se puso a predicar en la plaza mayor y a decirle a la gente que la ciudad era como Sodoma y que Dios iba a destruirla. Numerosos terremotos de poca intensidad siguieron a ese sismo importante y el pánico se apoderó de la gente, que corrió a refugiarse en las iglesias.

Nuestra vigilancia del empleado de la Casa de la Moneda no reveló a quién le pasaba la lista de los embarques de plata. Sin embargo, esa lista había cambiado de manos, porque volvieron a producirse robos por parte de bandas de bandidos que sabían con exactitud qué caravanas de mulas eran las que transportaban plata.

Cuanto más observábamos al empleado, más dudas teníamos de que él fuera el culpable; sin embargo, solamente él poseía esa información. Al mensajero que llevaba las listas a las minas, el empleado le entregaba bolsas lacradas. Si el mensajero hubiera abierto esas bolsas, los destinatarios lo habrían sabido.

El empleado vivía solo en una modesta casa, con sólo un criado. Mateo y yo vigilamos con mucha atención a él y a su criado, pero nunca vimos que él pasara la información.

Mateo se dejó crecer la barba y yo dejé de recortarme la mía. Ninguno de los dos quería ser identificado como el autor de las obras de teatro censuradas y que eran la comidilla de la ciudad.

Una visita a la tienda del orfebre finalmente me permitió descubrir a quién le pasaba la información el empleado de la Casa de la Moneda. Don Julio me había enviado a la tienda del joyero a recoger una cadena de oro con un medallón que él había comprado para el cumpleaños de Isabela. Mientras aguardaba en el interior del local, entró un hombre que mandó hacer un anillo de oro para su esposa, un anillo por cierto muy caro. El comprador era el mensajero que llevaba las listas a las minas del norte.

La única manera que tenía el mensajero de meterle mano a la lista completa era si el empleado de la Casa de la Moneda se la daba. De pronto entendí cómo lo hacían. El empleado de la Casa de la Moneda que vigilábamos conspiraba con el mensajero, dándole no sólo las listas individuales que debía entregar a los dueños de las minas sino también una copia separada de la lista completa destinada a los bandidos. Nunca llegamos a ver cómo se pasaba la lista porque la transacción ilícita se realizaba en el interior de la Casa de la Moneda, cuando al jinete mensajero se le entregaban las bolsas lacradas que legalmente debía llevar.

Cuando se elaboró una nueva lista, Mateo y yo seguimos al jinete hacia el norte. Nosotros teníamos una copia completa del recorrido del mensajero, pero no sabíamos dónde debía reunirse con los ladrones.

Cabalgamos hacia el norte en dirección a Zacatecas, siguiendo al jinete mensajero. Era un camino muy transitado y nos mezclamos con los mercaderes, las caravanas de mulas y los funcionarios cuyo destino eran las minas del norte. Después de abandonar el valle de México, la zona que los aztecas llamaban Anáhuac o Tierra junto al Agua, entramos en una tierra más árida; no los enormes desiertos del norte que se extendían interminablemente, las vastas arenas de Francisco Vázquez de Coronado y las legendarias Siete Ciudades Doradas de Cíbola, sino una tierra que no era tan húmeda como el valle ni tan árida como los desiertos.

Los indios todavía eran salvajes en el territorio que rodeaba Zacatecas, pero estaban desnudos y se desplazaban a pie, y era poco frecuente que atacaran a dos hombres bien armados y a caballo.

Los indios de la región eran llamados chichimecas, un nombre que los españoles aplicaban a muchas tribus bárbaras y nómadas que todavía comían carne cruda… parte de la cual era humana. Cuando miles de mineros invadieron su territorio, se libró un guerra feroz con los indios. Las batallas habían continuado durante décadas. Incluso después de que las tropas del virrey derrotaron a la última resistencia a gran escala, la lucha no cesó. Los indios continuaron viviendo y batallando en grupos pequeños, reclamando para sí cabelleras, armas y mujeres como sus trofeos.

—Están tan desnudos como el pecado —me dijo Mateo—. Los frailes no pueden conseguir que se pongan ropa y, mucho menos, que vivan en casas y planten maíz. Pero son grandes guerreros, verdaderos maestros con los arcos e intrépidos en el ataque. Ningún indio de Nueva España es así de feroz.

Todos los ataques perpetrados por bandidos sobre las caravanas de mulas que transportaban plata se realizaron en la zona de Zacatecas y nosotros confiábamos en que la lista no abandonara las manos del jinete emisario antes de que nosotros llegáramos a la ciudad llamada Capital de la Plata del Mundo.

Zacatecas tenía fama de ser el lugar más salvaje de Nueva España, donde las fortunas se ganaban y se perdían al mostrar una sola carta y los hombres morían con idéntica rapidez. Un paraíso para Mateo, así que me sorprendió que no le entusiasmara la idea de visitar esa ciudad.

—Es considerada una gran ciudad, pero no tiene espíritu. Barcelona, Sevilla, Roma, México, ésas sí que son ciudades que sobreviven al tiempo. Como dice don Julio, Zacatecas es un barril de pescado plateado. Cuando se terminan el pescado, Zacatecas deja de existir. Además, allí hay como cien hombres por cada mujer. ¿Qué lugar puede llamarse ciudad si en ella los hombres deben encontrar amor en la palma de su mano? En esa ciudad no hay amor ni honor.

Yo debería haber sabido que las mujeres estarían detrás de la opinión que él tenía de la ciudad. Vivir por el amor y el honor o morir defendiéndolo era el lema de los caballeros.

Zacatecas estaba construida en una depresión rodeada de montañas, a una altura incluso mayor que la del valle de México. Las colinas estaban cubiertas de matorrales y árboles atrofiados. La totalidad de la región de las minas era un yermo árido con pocos ríos y escaso cultivo de maíz y otras plantaciones. La ciudad estaba diseñada con una plaza en el centro, frente a la que se encontraban una iglesia y el palacio del alcalde. Las mejores casas —y algunas eran palacios— se des-plegaban en abanico a partir de la plaza central. Más allá del corazón de la ciudad había un barrio indio y un barrio de libertos y de mulatos.

Durante el trayecto no nos habíamos mantenido demasiado cerca del jinete, pero ahora que habíamos llegado a un lugar donde creíamos que era probable que la lista cambiara de manos, acortamos la distancia para no perderlo de vista. Él se dirigió a una posada próxima a la plaza central y nosotros lo seguimos. Estábamos bajando nuestras mochilas del anca de los caballos para dejar a los animales al cuidado del establo cuando oímos una risa fuerte y aguda que tenía cierto tono abrasivo y familiar.

Dos hombres que se acercaban por la calle conversaban y el más grandote de los dos, un hombre excepcionalmente feo y corpulento que usaba una casaca amarilla y pantalones de montar, entró en la posada.

No nos habían visto y Mateo se había agachado simulando revisar algo en un flanco del caballo. Cuando se incorporó, nos miramos.

—Ahora ya sabemos quién es el que recibe la lista —dijo.

Sancho de Erauso, cuyo verdadero nombre era Catalina de Erauso, el hombre-mujer por el que una vez violé una antigua tumba, estaba ahora en el negocio de robar la plata del rey.

—No podemos entrar en la posada: ella nos reconocería —dije.

Mateo se encogió de hombros.

—Han pasado años desde la última vez que nos vio. Ahora los dos llevamos barba, lo cual está de moda en este lugar frío y perdido de la mano de Dios. Tenemos el mismo aspecto que miles de mineros y arrieros.

Yo no estaba impaciente por tentar al destino frente a una mujer que simulaba ser un hombre, tenía la fuerza de un toro y el temperamento de una víbora venenosa.

—Opino que no deberíamos entrar. Pidámosle al alcalde que la arreste.

—¿Con qué pruebas? ¿De que robó una tumba hace años? Todavía no tenemos ninguna prueba de que ella esté involucrada en el robo de la plata, excepto que frecuenta la misma posada que el jinete emisario. Necesitamos averiguar dónde se esconde su banda para poder sacarlos del negocio.

Obligado a entrar en la posada o a parecer un cobarde, seguí a Mateo al interior del local. Nos acomodamos en una mesa ubicada en un rincón oscuro de la taberna. Catalina y su compañero estaban sentados frente a una mesa en el otro extremo del salón, con el jinete emisario. No les prestamos ninguna atención, pero yo estaba seguro de que los ojos de Catalina nos lanzaron disparos de mosquete cuando nos dirigimos a nuestra mesa.

Mateo pidió pan, carne, una rebanada de queso y una jarra de vino.

Mientras comíamos, Mateo observó a la gente por el rabillo del ojo.

Él le pasó la lista a Catalina y ella le dio una bolsa, probablemente con oro.

—¿Qué vamos a hacer?

—De momento, nada. Cuando Catalina salga, la seguiremos para ver si le presenta un informe a alguien y dónde se oculta la pandilla de bandoleros.

Ella salió algunos minutos después con su compañero y nosotros los seguimos a distancia. Se dirigieron al establo de otra posada y nosotros fuimos a buscar nuestros propios caballos. Abandonaron la ciudad en el camino a Panuco, una ciudad minera que quedaba a tres leguas al norte. Las minas más ricas de Nueva España se encontraban en esa zona. Pero no fue a una mina adonde los caballos los llevaron, sino a otra posada, ésta mucho más pequeña. Junto al establo había un carruaje estacionado. El vehículo no era tan lujoso como el que ostentaba el mismo escudo de armas en el que yo había viajado en Veracruz y el que vi en México, pero no cabía ninguna duda: era el escudo de armas de la familia De la Cerda, el clan noble de Luis. Hijo de un marqués, él era nieto de una mujer que me tenía jurada una vendetta sangrienta e insondable y, si los rumores resultaban ser ciertos, pronto Luis sería el marido de la mujer que yo amaba.

Mateo advirtió la intensidad de mis sentimientos y entonces le expliqué a quién pertenecía ese carruaje.

—O sea, que Luis puede estar relacionado con los robos —dijo Mateo.

—Lo está, al igual que Ramón de Alva.

—¿Acaso aprendiste de un brujo el poder de leer la mente?

—No, el poder de la plata. ¿Cómo se llama el funcionario de la Casa de la Moneda que les entrega la lista a los ladrones?

—De Soto, el mismo apellido de los cuñados de De Alva, pero es un apellido muy común.

—Estoy seguro de que comprobaremos que sí existe una conexión. La familia de Luis es conocida por tener negocios con De Alva.

—Todos los integrantes de la nobleza en Nueva España negocian entre sí.

En mi corazón, tenía la certeza de que Luis estaba involucrado en los robos. No podía explicárselo a Mateo, pero había en Luis cierta faceta sombría que también poseía De Alva. Los dos hombres me parecían fríos y despiadados. No obstante, robar caravanas de mulas que transportaban plata era menos grave que matar a miles de indios por culpa de haber utilizado materiales de mala calidad en la construcción del túnel, una actividad en la que yo estaba convencido que De Alva tenía mucho que ver. Y, ahora, no me cabía ninguna duda de que tanto él como Luis estaban implicados en los robos de plata.

Bajé del caballo y le entregué las riendas a Mateo.

—Voy a averiguarlo.

Me escabullí por el costado de la posada y tuve acceso a una ventana. A poca distancia de ella, Catalina y Luis bebían y hablaban como viejos amigos… y conspiradores. El hombre-mujer de pronto volvió la cabeza y me miró a los ojos. Aterrado, empecé a correr hacia los caballos.

—Luis y Catalina me han visto. ¿Qué vamos a hacer? —le pregunté a Mateo.

—Volvamos a toda prisa a México y presentémosle nuestro informe a don Julio.

Quince días más tarde, después de tres cambios de caballo y de una maldita lluvia que nos acosó tan pronto cruzamos las montañas hacia el valle de México, galopamos por la calzada elevada hacia la ciudad. La lluvia nos había empapado como si el dios de la lluvia hubiera decidido vengarse de nosotros por todo el trabajo que nos tomábamos en negarle sacrificios sangrientos. Con frecuencia tuvimos que buscar caminos más altos para evitar praderas que se habían transformado en pequeños lagos. Al cruzar la calzada elevada que conducía a la ciudad tuvimos que hacerlo por encima de treinta centímetros de agua. En algunas calles, el agua llegaba hasta la barriga de nuestros caballos.

Ninguno de nosotros dos habló. Estábamos demasiado cansados y éramos demasiado conscientes de las consecuencias que esa lluvia podía acarrearle a don Julio. El hecho de que hubiéramos solucionado la cuestión del robo de la plata contribuiría a ayudarlo en sus problemas con el virrey, me dije. Pero que un lépero, buscado por dos homicidios, y un pícaro que debería ser exiliado a Manila, ambos empleados por un converso, acusaran a hombres ricos y poderosos… ay, ¿quién era yo para engañarme con pensamientos de verdad y justicia?

La preocupación hizo que me doliera el pecho y el estómago cuando nos aproximábamos a la casa de don Julio. Apenas eran las nueve en punto de la noche cuando llegamos. Nos sorprendió no ver ninguna luz en la casa. Isabela insistía en mantener la mansión siempre iluminada con velas, tanto en el interior como en el exterior, para que el mundo supiera cómo brillaba ella, pero no vimos ninguna vela encendida. Mis instintos de lépero normalmente me habrían enviado señales de alarma por ello, pero habíamos galopado como si nos persiguiera el diablo y estábamos rendidos y muertos de hambre.

Desmontamos junto al portón principal y lo abrimos: dos hombres empapados que llevaban a pie a sus caballos embarrados al establo. De pronto vi que Mateo había desenvainado la espada. Así con torpeza mi propia espada, pero me detuve cuando Mateo bajó la suya.

Una docena de hombres nos rodearon, armados con espadas y mosquetes. Llevaban la cruz verde de la Inquisición.