NOVENTA Y DOS

Con el éxito de la obra del lago, aun incluso después de pagar todos los gastos —incluyendo el incendio de dos canoas y de la mitad de la barcaza algunos días después—, pude separar suficiente dinero del montón ahorrado para invertirlo en la obra de Elena.

Contraté al actor y a la actriz que habían creado la desavenencia en la obra de Cortés y alquilé el mismo escenario cerca de la Casa de la Moneda, donde ellos representaron su fracasada comedia.

Era preciso ajustar la obra a la perfección. Le había entregado una copia manuscrita tanto al Santo Oficio como a la gente del virrey, con el fin de obtener la licencia y el permiso requeridos. Como es natural, tuve que modificar la historia de Elena y los diálogos, porque no había ninguna posibilidad de que ninguna de esas dos autoridades nos otorgara su permiso tal como estaba escrita. Cambié el argumento para que lo que leía la mujer fuera el poema de su marido en lugar del suyo propio, puesto que habría resultado inaceptable mostrar a una mujer intelectualmente superior a su marido. También moderé un poco la pasión de alguno de los parlamentos de la mujer y le di a la obra un final feliz… con el hijo de ambos, que aparecía al final, subiendo al cielo después de morir a causa de la peste.

Por supuesto, la versión de la obra que les di a los actores era la de Elena. Mi plan era poner en escena la obra a la mañana siguiente, cuando tanto el virrey como el arzobispo y el obispo inquisidor estuvieran en Puebla para la investidura de un obispo en esa ciudad. La representación de la obra duraría varias noches y sería retirada de cartel antes de que ellos regresaran. En cuanto al familiar cuyo deber era comprobar la fidelidad del texto… le pondría al lado a un lépero que le salpicaría una pequeña cantidad de polvo de la tejedora de flores para desorientarlo.

Elena tendría su triunfo, pero la obra no estaría ya en cartel cuando los hombres más poderosos de Nueva España volvieran a la ciudad. Y aunque algunos frailes vieran la obra y la encontraran profana, un mensajero tardaría varios días en llegar a Puebla y regresar con permiso para interrumpir la representación.

No quería crearle problemas a Elena con la Inquisición por ser la autora de lo que sería considerado el retrato indecente de una mujer, pero al mismo tiempo quería que supiera que su obra no le había sido robada sino que se le atribuía a ella. También necesitaba un chivo expiatorio que se llevara la culpa cuando los inquisidores tomaran cartas en el asunto. Solucioné el problema inventando un autor llamado Anele Zurc, que había escrito y financiado la obra. El nombre no era de varón ni de mujer, y parecía ser vagamente extranjero, quizá holandés, algunos de los cuales eran ciudadanos del rey. A través de su criada, le enviaría un mensaje a Elena, en el que sutilmente le haría saber que el nombre del autor era en realidad el suyo, Elena de la Cruz, sólo que escrito al revés. La nota llevaría la firma de «Hijo de la Piedra», en referencia a las líneas de la obra de Miguel de Cervantes que yo le había citado en el carruaje hacía una eternidad.

Además de un par de papeles menores de criados, la obra de Elena sólo requería dos actores: el marido y la esposa, y les dejé a ellos la preparación artística de la representación. Yo estaba muy ocupado vendiendo entradas para la obra de Cortés y reuniendo gente para los papeles de conquistadores y aztecas a medida que se lesionaban cada vez más en las batallas.

Cuando llegó la noche del estreno estaba más nervioso y excitado que un hombre durante el nacimiento de su primer hijo. Recé y confié en que Elena hubiera entendido mi mensaje y asistiera a la representación. Después de firmar como «Hijo de la Piedra» no podía arriesgarme a que me viera, ni siquiera con la cara cubierta con una máscara, pues como ella no conocía mi identidad ni mis intenciones, tal vez viniera con representantes del virrey y de la Inquisición.

Como necesitaba a alguien que recaudara el dinero de las entradas, elegí a un indio que trabajaba para un tendero, cerca de nuestra imprenta. Después de dudar acerca de si elegir a un sacerdote o a otro español para confiarle el dinero, opté por el indio. Me oculté detrás de las cortinas que había junto al escenario.

Amigos, ¿realmente creíais que me arriesgaría a que la obra de teatro de mi enamorada fuera arruinada por unos vulgares mosqueteros que abucheaban a los actores y les arrojaban tomates? ¿Y correr el peligro de que la obra dejara de representarse casi con la misma rapidez con que se estrenaba? Envié a Juan el lépero a las calles con folletos que servían de entrada gratis para los que deseaban asistir a la obra. Después de darles instrucciones a personas de la calle con respecto a cómo avivar la obra a medida que se representaba, distribuí entre ellas monedas con la promesa de que habría más para aquellos que mostraran más entusiasmo.

Cuando vi que Elena entraba en el teatro tuve que frenarme para no salir de mi escondrijo y correr hacia ella. Como de costumbre, mi fervor se vio amortiguado por la presencia de Luis, que la escoltaba a todas partes. Ahora sabía que era vox populi que iban a casarse, circunstancia que era como un puñal que se me clavaba en el corazón.

Al ver que el familiar enviado para controlar la obra entraba con los ojos húmedos y una gran sonrisa en la cara, supe que no había ningún problema en proceder. Como siempre, vi que acudían al teatro algunos frailes y que pasaban junto al que recogía las entradas como si fueran invisibles.

Durante la obra, mi mirada estaba más fija en Elena que en los actores. Me di cuenta de que ella estaba tan fascinada con la obra como aburrido parecía Luis. Elena estaba sentada en el borde de la silla y miraba con atención la acción que se desarrollaba en el escenario; con frecuencia sus labios se movían y en silencio repetía las líneas a medida que los actores las decían. Estaba radiante y hermosa y me sentí privilegiado por haber tenido la oportunidad de devolverle el gran favor que me había hecho.

A la mitad de la obra, los frailes se marcharon corriendo, sin duda ofendidos por las palabras pronunciadas por la actriz. Me alegré de que Puebla quedara bien lejos.

Cuando llegó la escena final, con la heroína tendida en el suelo, agonizando, y revelando que ella era la autora del poema, un grupo de frailes y familiares irrumpieron de pronto en el teatro. Desde mi escondite, quedé estupefacto al ver que el obispo del Santo Oficio de la Inquisición entraba también detrás de sus sacerdotes y familiares.

—Esta comedia queda cancelada —anunció el obispo—. Y el autor debe presentarse ante mí.

Parece ser que el obispo no se había ido a Puebla.

Huí de allí a toda velocidad.

Mateo me esperaba en mi habitación.

—La Inquisición ha cancelado nuestra obra —me dijo.

¿«Nuestra obra»? ¿De qué estaba hablando? ¿Acaso sabía que yo había puesto en escena la obra de Elena?

—¿Cómo lo has sabido? ¿Cuándo te enteraste?

Él levantó las manos en una actitud de súplica para que Dios reconociera la injusticia.

—Fue la más grande interpretación de mi vida, y el obispo en persona clausuró la obra. Y también se llevó el dinero de las entradas.

—¿Dices que clausuró nuestra obra? ¿Por qué lo hizo? —No podía creerlo. ¿Cómo podía prohibir el obispo una obra que glorificaba a España?

—Debido a la escena de amor con doña Marina.

—¿Escena de amor? No hay ninguna escena de amor con doña Marina.

—Bueno, fue un pequeño añadido —dijo Mateo.

—¿Agregaste una escena de amor a la batalla por Tenochtitlán? ¿Pero es que te has vuelto loco?

Él trató de parecer arrepentido.

—Cuando termina la batalla, un hombre necesita tener a una mujer en sus brazos para que le lama las heridas.

—¿Al final? ¿Tu escena de amor tenía lugar en la cima del templo? ¿Qué pasó con la espada y la cruz que se suponía que debías llevar en las manos?

—Seguí llevándolas en las manos. Doña Marina, bueno, ella me ayudó poniéndose de rodillas mientras yo…

—Dios mío. Y yo que creí que se trataba de mi obra.

—¿Tu obra?

Cierta vez, mientras viajaba con el Sanador, pisé una serpiente y, al bajar la vista, vi que mi pie la aplastaba justo por detrás de la cabeza. No tenía nada con que golpearla y me sentía aterrado y perplejo: si movía el pie, me mordería pero, sin embargo, no podía quedarme en aquella posición para siempre.

Y ahora acababa de pisar otra serpiente.

Simulé no haber oído a Mateo y enfilé hacia la puerta. Él me agarró por detrás de la casaca y tiró de mí.

—Te has estado comportando de una manera muy extraña, Bastardo. Por favor, siéntate y cuéntame qué estuviste haciendo mientras yo ganaba dinero para ambos conquistando a los aztecas. —Su voz era suave, casi melosa, como el ronroneo de un tigre… justo antes de atacar. Él nunca decía «por favor», a menos que estuviera listo para cortarme el cuello.

Cansado de tantas intrigas, me senté y se lo conté todo. Comenzando con Elena en el carruaje hacía tantos años, el descubrimiento de que ella era el poeta erótico y la puesta en escena de su obra como atributo a su persona.

—¿Cuánto dinero nos queda? —preguntó.

—Gasté todo lo que tenía, y la Inquisición se llevó el resto. ¿Cuánto tienes tú…?

Mateo se encogió de hombros. Era una pregunta absurda. Lo que yo no había robado y perdido, sin duda él lo había perdido en juegos de cartas y mujeres.

Esperaba, no, merecía ser golpeado por mi traición. Pero él pareció tomárselo con filosofía, en contraposición con el mal hombre que yo sabía que era.

Encendió uno de sus inmundos cigarrillos.

—Si me hubieras robado el dinero para comprarte un caballo, te mataría. Pero para comprarle una joya a una mujer… que es lo que hiciste, bueno, eso es diferente. Yo no puedo matar a un hombre por amar tanto a una mujer como para robar o matar por ella. —Me arrojó el humo hediondo a la cara—. Yo lo hago con mucha frecuencia.

A la mañana siguiente descubrí que la Inquisición se había incautado de nuestra imprenta y había arrestado a Juan el lépero. Él ignoraba mi identidad, por lo que no podría darles pistas sobre mí a los sabuesos de la Inquisición, y además era demasiado ignorante como persona para que lo quemaran en la hoguera acusado de blasfemo.

De la noche a la mañana, Mateo y yo estábamos fuera del negocio del teatro, fuera del negocio de los libros, sin dinero y sin ser ya los impresores de la Inquisición.

Nuestro desaliento aumentó cuando comenzó a llover torrencialmente y el nivel del lago de Texcoco empezó a subir. Nuestra preocupación se centraba ahora en don Julio, en un momento en que, repentinamente, él necesitaba nuestra ayuda.