NOVENTA

Con Mateo en Acapulco, don Julio en el proyecto del túnel e Isabela de muy mal humor, yo me mantenía lejos de la casa el mayor tiempo posible. Cuando no estaba en la imprenta, daba largas caminatas por los soportales, deteniéndome de vez en cuando en alguna tienda.

Estaba trabajando en el taller, bastante tarde, cuando oí un ruido en la puerta de atrás y el sonido de un paquete que caía. Pensando que podía ser el autor de los poemas románticos que me resultaban tan provocativos y convincentes, corrí a abrir la puerta y, después, hacia el callejón. Vi a alguien que huía, un hombre bajo y delgado, cuya capa con capucha aleteaba mientras corría. Desapareció a la vuelta de una esquina. Cuando llegué a esa esquina, el carruaje ya avanzaba por la calle y estaba demasiado oscuro para poder ver si el vehículo tenía alguna marca que lo identificara.

Mientras caminaba de regreso al taller me sorprendió percibir la fragancia de un perfume francés que sabía que era muy usado por las mujeres jóvenes de la ciudad. Al principio me resultó extraño que un hombre lo llevara, pero había muchos petimetres que no sólo usaban perfume francés sino también tantas sedas y encajes que, al examinarles los genitales, cabría esperar encontrar una teta de bruja en lugar de un pene. No me sorprendería nada que el autor de los poemas románticos fuera uno de esos hombres que encuentran atractivos a otros hombres.

Los poemas eran, una vez más, visiones de amor que conmovieron mi alma romántica, bien oculta detrás de mi áspera alma de lépero. Dejé de lado una obra de teatro deshonesta, de la cual había estado revisando la tipografía realizada por Juan, y comencé a componer los caracteres para los poemas. No obtenía ganancias con esos libros de poemas, pero qué placer poder soltarse en las imágenes de amantes entregados a una pasión ardiente. Al imprimir sus trabajos de pasiones honestas sentí que, de alguna manera, reparaba los trabajos de menor calidad —y menor moralidad— que imprimía sólo para ganar dinero. Era mucho trabajo para mí componer la tipografía de todas las obras del poeta, pero me resultaba muy satisfactorio hacerlo.

Al componer las letras, pensé en la obra de teatro que subrepticiamente publicábamos. En realidad, imprimíamos más obras de teatro que libros. Si bien las comedias rara vez se representaban en Nueva España, eran más leídas que los libros.

Se me ocurrió que se podía ganar dinero más de prisa y con mayor facilidad representando las obras que vendiendo ejemplares impresos. Esas obras no habían alcanzado en Nueva España el mismo nivel de popularidad y de ganancias que tenían en la Península, porque las que el Santo Oficio aprobaba para las colonias eran comedias costumbristas insípidas o de tenor religioso. La sola presentación al Santo Oficio de una obra de teatro como las que imprimíamos, para obtener permiso para ponerla en escena, obtendría como resultado nuestro arresto inmediato.

Me pregunté si no habría una obra que pudiéramos presentar que tuviera éxito y que, al mismo tiempo, mereciera la necesaria aprobación. Un grupo de actores había venido a la ciudad a presentar una obra en un descampado ubicado entre la Casa de la Moneda y las residencias, pero sólo duró en escena unas pocas representaciones. Presencié esa obra mientras Mateo estaba en Acapulco y me resultó una interpretación nada interesante de Fuenteovejuna, de Lope de Vega. Me habían advertido que las tijeras del censor le habían quitado el corazón a ese trabajo brillante de Lope y que un «familiar» estaría entre el público con una copia censurada para asegurarse de que los diálogos suprimidos no aparecían en la representación. A esto se sumaba que los actores no tenían bien ensayados sus parlamentos; oí decir que tampoco se habían puesto de acuerdo acerca de la obra que iban a presentar y quién encarnaría los papeles principales. Fue triste ver aquella obra maravillosa y conmovedora de labios de personas incapaces de captar la esencia del personaje que interpretaban.

Ninguna nación había creado jamás un dramaturgo tan prolífico como Lope de Vega. Cervantes lo llamó monstruo de la naturaleza porque era capaz de escribir obras de teatro en horas y tal vez había creado un par de cientos de ellas. Fuenteovejuna era un cuento conmovedor, coherente con los otros grandes trabajos de Lope que demostraban cómo los hombres y mujeres españoles de todas las clases sociales pueden ser respetables. Yo había leído una copia auténtica de la obra, pasada de contrabando a la colonia bajo los vestidos de una actriz.

El título de la obra, Fuenteovejuna, era el nombre de la aldea donde tenía lugar la acción. Una vez más, un noble trataba de deshonrar a una muchacha campesina, compro metida con un joven labriego de la aldea. Laurencia es la muchacha, pero es inteligente y tiene muchos recursos. Sabe qué es lo que busca ese noble, el comendador, cuando él le envía a sus emisarios con obsequios. El comendador se pro pone deshonrarla y deshacerse de ella después de gozar de la joven. Como dice Laurencia, acerca de los hombres en general: «Cuántas raposerías, con su amor y sus porfías, tienen estos bellacones; porque todo su cuidado, después de damos disgusto, es anochecer con gusto y amanecer con enfado».

Es una muchacha de lengua afilada. Otro personaje la describe así: «Apostaré a que la sal la echó el cura con el puño».

Cuando el comendador vuelve triunfante de la guerra, la aldea lo recibe con obsequios. Pero en realidad lo que él quiere es beneficiarse de Laurencia y de otra muchacha campesina. Forcejeando con un criado del comendador que trata de meterla por la fuerza en una habitación donde él planea aprovecharse de ella, Laurencia dice:

—¿No basta a vueso señor tanta carne presentada?

—La vuestra es la que le agrada —responde el criado.

—Reviente de mal dolor.

El comendador encuentra a Laurencia en el bosque y trata de llevársela por la fuerza, pero Frondoso, un labriego que está enamorado de ella, coge la ballesta que el comendador había dejado en el suelo y detiene al caballero hasta que la muchacha escapa.

El comendador está furioso por la forma en que la muchacha se le resiste. «¡Qué cansado villanaje! ¡Ah! Bien hayan las ciudades, que a hombres de calidades no hay quien sus gustos ataje; allá se precian casados que visiten sus mujeres».

Habla de mujeres con su criado y se refiere a las que se le entregan sin resistirse. «A las fáciles mujeres quiero bien y pago mal. Si éstas supiesen, ¡oh, flores!, estimarse en lo que valen».

El cruel hidalgo toma por la fuerza y a su antojo a las muchachas de la aldea, pero Laurencia consigue escabullirse. El comendador se presenta en su boda, manda arrestar a Frondoso, su novio, y se lleva a Laurencia y la golpea cuando ella se resiste a ser violada.

Laurencia regresa junto a su padre y a los aldeanos y los llama «ovejas» por permitir que el comendador viole a las muchachas de la aldea. Les dice a los hombres que, una vez que el comendador haga ahorcar a Frondoso, mandará colgar a todos los hombres sumisos de la aldea. «Y yo me huelgo, medio hombres, por que quede sin mujeres esta villa honrada, y torne aquel siglo de amazonas».

Laurencia empuña una espada, agrupa a las mujeres de la aldea y les dice que deben tomar el castillo y liberar a Frondoso antes de que el comendador lo mate. Le dice a otra mujer: «Que adonde asiste mi gran valor, no hay Cides ni Rodamontes».

Las mujeres derriban la puerta del castillo, lo toman por asalto y se enfrentan al comendador justo cuando éste está a punto de hacer que cuelguen a Frondoso. Entonces los hombres de la aldea entran con sus armas para ayudar a las mujeres. Pero una dice:

—Los que mujeres son en las venganzas, en él beban su sangre.

Frondoso dice:

—No me vengo si el alma no le saco.

Las mujeres atacan al comendador y a sus hombres.

—¡Entrad, teñid las armas vencedoras en estos viles! —ordena Laurencia.

Lope de Vega tuvo el coraje literario de poner espadas en las manos de las mujeres. Sospecho que ésa es la razón por la que el público, compuesto en su mayor parte por hombres, no apreció la obra tanto como yo.

Otro gran punto moral de la obra es la manera en que los habitantes de la aldea se mantienen unidos cuando se los juzga por la muerte del comendador ante el rey y la reina, Fernando e Isabel. Al ser interrogados y torturados para que revelen quién fue el autor de la muerte del hidalgo, cada uno de los aldeanos, por turnos, nombra al culpable: Fuente ovejuna. La aldea misma ha hecho justicia con sus propias manos.

Enfrentados a una situación imposible, el rey y la reina dejan impune la muerte del comendador.

A juzgar por las pocas localidades vendidas para ver la obra, no me cupo ninguna duda de que los actores no habían logrado conmover al resto de la ciudad.

La idea de poner en escena una comedia rondaba por mi mente desde la época en que comencé a imprimir clandestinamente obras ofensivas. Pero, por mucho que luchaba con ese pensamiento, siempre me sentía bloqueado por saber cómo reaccionaría Mateo. Seguro que él insistiría en que presentáramos algún estúpido relato de hombría… si tenía que sentarme y soportar otra obra en la que un español de bien mata a un pirata inglés que ha violado a su esposa…

Habría estado dispuesto a presentar una obra escrita por Belcebú si con ello hubiera ganado dinero, pero a pesar de su falta de mérito artístico, las obras de teatro de Mateo tenían la desventaja adicional de ser un desastre financiero.

Esa noche volví a casa con la idea de poner en escena una obra que nos proporcionaría grandes ganancias, pero sin despertar las iras de la Inquisición. Excitado, cogí un ejemplar de la Historia del Imperio romano, de Montebanca, y lo leí a la luz de una vela mientras aspiraba los dulces aromas del establo de abajo. A medida que el imperio se volvía más decadente, su tela social y moral se pudría debajo de un mal líder tras otro y los emperadores tuvieron que buscar cosas nuevas con las que divertir al pueblo en la arena; a la gente ya no la entretenía ver a gladiadores matándose entre sí, por lo que pronto fueron pequeños ejércitos los que luchaban, y hombres los que se enfrentaban a bestias salvajes. Lo que más me interesó de las luchas entre gladiadores fueron las batallas marítimas, en las que la arena se inundaba con agua y los gladiadores luchaban a bordo de barcos de guerra.

Medio adormilado, me pregunté cómo sería posible inundar un corral de comedias, que por lo general era poco más que un solar entre casas, para poner en escena un combate entre gladiadores.

Desperté en mitad de la noche con la certeza de que ya tenía la arena inundada.

Al cabo de dos semanas, Mateo regresó de Acapulco. Estaba de mal humor y no tenía ninguna cicatriz a la que adjudicarle el nombre de una mujer.

—Los piratas hundieron el galeón de Manila. Hice el viaje para nada.

—Mateo, Mateo, amigo mío, mi compañero de armas, he tenido una revelación.

—¿Acaso has caminado sobre el agua, amigo?

—¡Exactamente! Acabas de adivinarlo. Vamos a poner en escena una comedia… sobre el agua.

Mateo puso los ojos en blanco y se dio un cachete en la cara.

—Bastardo, me parece que has estado inhalando un poco de ese polvo que le roba la mente a las personas.

—No, he estado leyendo historia. En ocasiones, los romanos inundaban la arena y presentaban batallas de gladiadores sobre barcos de guerra.

—¿Planeas presentar esta comedia en Roma? ¿El papa te ha cedido San Pedro para que la inundes?

—Qué poco confías en los genios. ¿Acaso no has mirado a tu alrededor y has visto que la Ciudad de México está rodeada de agua? Por no mencionar la docena de lagunas que se encuentran en el interior y alrededor de la ciudad.

—Explícame mejor todo esto.

—Arriesgamos la vida por una ganancia efímera imprimiendo obras de teatro y libros deshonestos para luego venderlos. Se me ocurrió que podríamos poner en escena nuestra propia comedia y amasar una fortuna.

A Mateo se le iluminaron los ojos.

—¡Yo escribiré esa comedia! Un pirata inglés viola a…

—¡No! ¡No! ¡No! Todos, desde Madrid a Acapulco ya han visto esa obra. Tengo una idea para una comedia.

Su mano rozó su daga.

—¿Acaso no quieres que yo escriba esa obra?

—Sí, desde luego, pero basándote en un argumento diferente. —Afortunadamente, eso necesitaba muy poco diálogo, así que agregué en voz baja, más bien para mí—: ¿Cuál es el momento más importante de la historia de Nueva España?

—La conquista, por supuesto.

—Además de los famosos caballos en cuyos descendientes inviertes tu dinero, Cortés tenía una flota de barcos de guerra. Como México, Tenochtitlán, era una isla con calzadas elevadas que podía ser fácilmente defendida por los aztecas, Cortés tuvo que atacar la ciudad desde el agua. Mandó cortar madera y vigas y construir una flota de trece embarcaciones; las equipó con mástiles, aparejos y velas. Mientras se preparaban los barcos, él empleó a ocho mil indios para que cavaran un canal por el que se podía botar los barcos hacia el lago.

Mateo, desde luego, conocía la historia mejor que yo. Cortés puso a doce remeros a bordo de cada embarcación, junto con doce ballesteros y mosqueteros, un total de alrededor de la mitad de los conquistadores y su ejército. Ninguno de los conquistadores quería ser remero, de modo que él tuvo que obligar a los hombres con experiencia en el mar a manejar los remos.

Equipó cada barco con un cañón tomado de los navíos que lo habían llevado a Nueva España y puso las embarcaciones bajo el mando de capitanes. Se nombró a sí mismo almirante de la flota y dirigió un ataque sobre la ciudad, mientras el resto de sus fuerzas y de sus indios aliados atacaban la calzada elevada.

La flota formada por pequeños barcos de guerra se topó con una armada azteca de más de quinientas canoas que transportaban miles de guerreros. Cuando la distancia entre las dos flotas se acortó, Cortés supo que todo se perdería si el buen Señor no les regalaba una brisa fresca que impulsara sus barcos a la batalla con tanta velocidad que no permitiera que el enorme número de las canoas de guerra de los aztecas los superara.

Y la mano de Dios intervino en la batalla. Se levantó una brisa que envió a los barcos de Cortés contra la armada azteca con una ferocidad sólo igualada por la de los propios conquistadores.

—¿De dónde sacarás el dinero para pagar trece barcos y quinientas canoas, por no mencionar varios cientos de conquistadores y cinco mil guerreros aztecas?

—Sólo necesitamos un barco de guerra y dos o tres canoas. Una barcaza lacustre puede convertirse en un barco de guerra con sólo añadir algunas líneas falsas de madera y un cañón también de madera. Los indios con las canoas se pueden conseguir por unos pocos pesos cada noche.

Mateo estaba tan nervioso como un jaguar en busca de una presa. Se paseó por la habitación, imaginándose ya el hombre que se ganó un imperio.

—Cortés sería el protagonista —dijo—, que lucha con la fuerza de diez demonios y mata a una docena, ¡no!, a cien enemigos y exhorta a sus hombres a no darse por vencidos y, en sus momentos de mayor desesperación, de rodillas le suplica a Dios que haga soplar el viento.

—Como es natural, sólo un excelente actor como tú podría desempeñar el papel del conquistador.

—En la ciudad hay una compañía de actores, varados aquí, y sus estómagos se achican más cada día —dijo Mateo—. Ellos podrían trabajar por un lugar donde dormir y un poco de vino y de comida hasta que nuestro barco esté listo.

Todos los asuntos que requerían un juicio artístico los dejaría en manos de quien había actuado en Madrid frente a la realeza. Yo me ocuparía de los asuntos mundanos: hacer construir el barco, imprimir los folletos y vender las entradas.

Y, loado sea el Señor, reunir suficiente dinero para convertirme en el caballero que siempre había querido ser.

Los preparativos para la obra resultaron ser más sencillos de lo que había imaginado. La oficina del virrey y el Santo Oficio estaban más que dispuestos a permitir la presentación de una obra que ensalzaba a Dios y la gloria de los conquistadores españoles. Todas las negociaciones las hice personalmente en calidad de ayudante de una imprenta pagado por el autor ficticio de la obra. Por nuestra conexión con don Julio, decidimos no utilizar nuestros verdaderos nombres.

Tarde, por la noche, mientras imprimía folletos que anunciaban la obra, oí que un paquete caía por la rendija de la puerta trasera y una vez más corrí al callejón.

El poeta estaba casi al final del callejón cuando una figura oscura saltó de pronto frente a él. El poeta gritó y corrió de vuelta hacia mí.

El grito de una mujer.

Aterrado, mirando hacia atrás, de donde esperaba el ataque, el poeta prácticamente corrió a mis brazos. Cogí la máscara y se la quité.

—¡Elena!

Ella me miró con los ojos abiertos de par en par.

—¡Tú!

Giró sobre sus talones, corrió una vez más por el callejón y pasó a toda velocidad junto a Juan el lépero, a quien yo había apostado allí.

Con razón las palabras del poeta habían inflamado tanto mi corazón: ¡fluían del corazón y de la mano de la mujer que yo amaba! Que Elena fuera la autora de los poemas fue una absoluta sorpresa para mí. Que fuera capaz de escribir poesía, en cambio, no me sorprendió. Desde muy jovencita había hablado de disfrazarse de hombre para escribir poesía.

El trabajo penoso y monótono de componer topográficamente los poemas se había visto recompensado por un momento en que los dos permanecimos de pie, a pocos centímetros el uno del otro.

¿Qué quiso decir ella cuando exclamó: ¡Tú!? ¿Sorpresa de ver nuevamente al lépero que la había abordado en la calle? ¿O me había reconocido como el joven de Veracruz? Jugué con esa palabra, «tú», y la escuché mentalmente como si ella la estuviera pronunciando una vez más, a veces con tono de familiaridad, otras veces con un deje de desprecio.

Finalmente suspiré, comprendí que mis esperanzas de cortejar a Elena algún día eran más fantasiosas que las batallas que Mateo libraba con dragones y me senté con los papeles que ella había traído.

En realidad, no eran poemas, sino una obra de teatro llamada Beatriz de Navarra. Se trataba de la historia de una mujer con un marido celoso. Él sospechaba que ella le era infiel después de encontrar lo que parecía ser una carta de amor.

Decidido a pillar a los dos amantes in fraganti, espía cada movimiento de su esposa. Él había amado de veras a su mujer y el amor entre ambos había sido apasionado antes de que él comenzara a sospechar que ella le era infiel. Pero, carcomido por los celos, él la trata con frialdad pero mantiene para sí sus dudas para poder así pillarla con las manos en la masa. Su esposa trata de acercársele, pero él la rechaza.

Mientras acecha junto a la puerta del dormitorio de su esposa, oye que ella le dice a alguien cuánto lo ama y para ello usa un lenguaje sumamente erótico. Enfurecido, el marido echa la puerta abajo, En la habitación encuentra sólo a su esposa y da por sentado que su amante ha huido. Todavía enardecido, seguro de que su mujer lo ha traicionado, desenvaina su espada y le atraviesa el corazón.

Tumbada en el suelo, y mientras la vida se le escapa lentamente por la herida que tiene en el pecho, ella le susurra a su marido que siempre le ha sido fiel, que lo ama y que había inmortalizado ese amor en un poema. Había tenido miedo de mostrárselo porque él le había prohibido incluso leer poesía, y mucho menos escribirla.

Después de que ella lanza su último suspiro, él levanta de la mesa los papeles que ella había estado escribiendo. Al leer el poema en voz alta comprende que las palabras que había oído desde el otro lado de la puerta no iban dirigidas a un hombre que se encontraba en su habitación, sino a un amante en su corazón: ella había estado leyendo el poema en voz alta.

El marido había dudado de ella porque no pensaba que una mujer fuera capaz de volcar su corazón en un papel, en un poema. Las mujeres nunca tenían la inclinación ni la necesidad de internarse en la literatura.

Desolado y transido de dolor por haber derramado la sangre de su bienamada, se arrodilla junto a ella y le suplica perdón, y después se clava la daga en el corazón.

¿La obra me conmovió porque había sido escrita por cierta jovencita que me había salvado la vida en un carruaje y anhelaba recibir una educación? Tal vez, pero el lenguaje, las palabras del poema de amor que Beatriz le escribió a su marido también me resultaban muy atractivas. Elena, la poeta, tenía un talento extraordinario para poner en boca de los amantes palabras que resultaban punzantes, provocativas y, sí, de un erotismo que titilaba en el oído y en partes privadas.

Otra de las ideas que me rondaban la cabeza y el alma y hacía que los perros del infierno me mordisquearan los talones era una idea incluso más descabellada que los relatos de Mateo. Yo pondría en escena una obra que les resultaría atractiva a Hornero y a Sófocles. Con el dinero ganado gracias a la espectacular batalla marítima de Cortés, produciría la obra de Elena; no con su verdadero nombre, por supuesto, sino con uno que inventaría para protegerla. Y tendría que pensar en la manera de hacerle saber que el pobre muchachito lépero al que ella había ayudado le había pagado su deuda confiriéndole una gloria eterna, pero en el anonimato.

Desde luego, tendría que engañar al Santo Oficio y al virrey para poder presentar la obra y no dejar que Mateo supiera que yo había robado dinero para representar la obra de otra persona. Si lo supiera, él haría realidad su amenaza de desollarme y frotarme sal sobre la carne viva.

Amigos, yo no tenía nada que perder. Sencillamente reemplazaría el dinero desviado de nuestra obra con el de las entradas vendidas para la obra de Elena.

Sólo de pensar en todos los sacrificios que tendría que hacer por amor hizo quedarme sin aliento cuando releí la obra.