Durante un tiempo no tuvimos vivienda y deambulamos de iglesia en iglesia mientras el fraile buscaba comida, techo y un santuario para nosotros. Puesto que todavía no había cumplido los doce años, yo no era muy consciente de la desdicha que se había abatido sobre nosotros, aparte de las ampollas que tenía en los pies de tanto caminar y el vacío que notaba en mi estómago cuando no había suficiente comida para llenarlo. Por las conversaciones que alcancé a oír entre el fraile y sus hermanos en la iglesia, don Francisco había acusado al fraile de haber violado su fe y sus deberes al impregnar a una india doncella. Incluso a esa edad, fue un duro golpe para mí oír que la mujer en cuestión era Miaha, y que se dijera que yo era el fruto de ese pecado.
El fraile no era mi padre, de eso estaba seguro, aunque yo lo amaba como si lo fuera. En cierta ocasión, cuando el fraile estaba atontado por el vino, algo bastante frecuente en él, me juró que mi padre era un gran gachupín, un importante portador de espuelas; pero cuando el néctar de los dioses se apodera de su mente, el fraile tiende a decir muchas cosas.
Me dijo que era cierto que había metido su pene en Miaha, pero que él no era mi padre. Y embrolló incluso más el misterio de mi nacimiento con un enigma, al afirmar que Miaha no me había dado a luz.
Cuando estaba sobrio, se negaba a confirmar o a negar sus desvaríos de borracho.
El pobre fraile. Amigos, creedme cuando os digo que era un hombre excelente. Bueno, de acuerdo, no era perfecto. Pero no le tiréis piedras. Cometió algunos pecados mortales, sí, pero sus pecados no hicieron daño a nadie sino sólo a sí mismo.
Un día de gran tristeza para el fraile fue suspendido de sus funciones sacerdotales por un obispo de la Iglesia. Aquellos que reciben cuentos malévolos en sus oídos y después los escupen por la boca presentaron muchos cargos contra él, frente a pocos de los cuales él se molestó en defenderse, pero hubo también muchos para los que no tenía defensa. Yo percibí su tristeza. Su mayor pecado había sido amar y preocuparse demasiado por los demás.
Aunque la Iglesia rescindió su autoridad sacerdotal para recibir confesiones y dar la absolución, no pudieron impedirle atender las necesidades de la gente. Finalmente encontró su vocación en Veracruz.
¡Veracruz! La ciudad de la Cruz Verdadera.
La Ciudad de los Muertos es lo que los españoles pronto llamaron Veracruz, cuando el temido vómito negro vino como un viento venenoso desde el Mictlán, el infierno de los dioses aztecas, y mataba a la quinta parte de la población todos los años.
El vómito brotó de los pantanos durante los abrasadores meses de verano; su miasma fétido se elevó de las aguas venenosas y flotó sobre la ciudad, junto con hordas de mosquitos que atacaban como la plaga de ranas de Egipto. El aire pútrido era la ruina de los viajeros que descendían de los barcos de la flota del tesoro y se dirigían a las montañas a toda prisa, con ramilletes de flores apretados contra la cara. Aquellos que eran atacados por esta lúgubre enfermedad sufrían fiebres y terribles dolores en la cabeza y la espalda. Muy pronto la piel adquiría un tinte amarillento y vomitaban sangre oscura y coagulada. Su único alivio era la tumba.
Creedme, amigos, cuando os digo que Veracruz es una brasa ardiente arrojada del infierno, un lugar donde el implacable sol tropical y el feroz viento del norte convirtieron la tierra en una arena que desolló la carne de los huesos. Los vapores ponzoñosos de los pantanos, esas aguas estancadas entre las dunas, se mezclaron con el hedor de los esclavos muertos —arrojados al río para evitar el coste del entierro—, con el fin de crear un olor a muerte peor que el de la laguna Estigia.
¿Qué podíamos hacer en ese infierno sobre la tierra? ¿Qué el fraile se casara con alguna viuda solitaria, no una viuda que cambiara su lecho blanco por uno de paja después de la muerte de su marido, sino una que tuviera una viudez dorada y nos permitiera vivir a lo grande en su elegante casa? No, eso nunca. Mi compadre, el fraile, absorbía los problemas de los demás como las sanguijuelas que los barberos usan para chupar la mala sangre de la gente. No fue precisamente en una casa elegante donde terminamos, sino en un cobertizo con el piso de tierra.
Para el fraile era la Casa de los Pobres. Para él era tanto la casa de Dios como las más imponentes catedrales del cristianismo. Era un cuchitril largo y angosto de madera. Las tablas que formaban las paredes y el techo eran finas y estaban podridas por las terribles lluvias, los vientos y el calor. La arena y el polvo soplaban hacia adentro y todo el lugar se sacudía cuando soplaba el viento del norte. Yo dormía sobre paja sucia, junto a rameras y borrachos, y dos veces al día me sentaba junto al fuego para conseguir una tortilla de fríjoles. Esta sencilla comida era todo un festín para aquellos que sólo conocían la vida en la calle.
Arrojado a las calles de la ciudad más terrible de Nueva España, a lo largo de los siguientes dos años, los golpes y las imprecaciones me convirtieron de un muchachito de una hacienda en un lépero, un leproso de las calles. Mentir, robar, hacer la vista gorda y mendigar fueron algunas de las habilidades que adquirí.
Confieso que no fui para nada un muchachito santo. No cantaba himnos religiosos, sino que gritaba por las calles pidiendo limosna. «¡Una caridad para este pobre huérfano de Dios!», era mi canción.
Con frecuencia me cubría de tierra, ponía los ojos en blanco y doblaba los brazos en contorsiones obscenas, todo menos dislocármelos, con el fin de que los tontos me dieran algo. Yo era un pillo con la voz de un mendigo, el alma de un ladrón y el corazón de una puta del puerto. Medio español, medio indio, me sentía orgulloso de llevar los nobles títulos tanto de mestizo como de lépero. Pasaba los días descalzo y mugriento, mendigando dinero sucio de los nobles con ropas de seda quienes, cuando bajaban la vista y me miraban, sonreían con desprecio.
No me tiréis piedras, como hizo aquel obispo con el pobre fraile cuando lo despojó de su ministerio. Las calles de Veracruz eran un campo de batalla en el que se podía encontrar riquezas… o la muerte.
Al cabo de un par de años, la nube oscura que se había cernido sobre nosotros en la hacienda desapareció de pronto. Yo ya había cumplido los catorce, cuando la sombra de la muerte volvió a cruzarse en nuestro camino.
Fue un día en el que hubo en las calles tanto muerte como riquezas.
Yo me había retorcido y contorsionado, mendigando cerca de la fuente que hay en el centro de la plaza principal de la ciudad; y aunque mi copa para limosnas permanecía vacía, no estaba demasiado desanimado. Más temprano, esa misma mañana, trabajosamente me había internado en la lectura de La divina comedia, de Dante Alighieri. Eh, no penséis que leo ese libraco por placer. El fraile insistió en que no abandonara mi educación y como nuestra biblioteca era tan limitada, no me quedaba más remedio que leer los mismos libros una y otra vez. El sombrío viaje de Dante, guiado por Virgilio, por los círculos descendentes del infierno, hasta Lucifer en el fondo del abismo, no era demasiado distinto del bautismo que yo recibí cuando me arrojaron a las calles de Veracruz. Pero todavía no encontraba respuesta a la pregunta de si algún día yo sería purgado de mis pecados y entraría en el paraíso.
Al fraile le había prestado ese poema épico fray Juan, un joven sacerdote que se había convertido en su amigo secreto a pesar de la caída en desgracia del fraile con la Iglesia. A partir de entonces, fray Juan participó en mi educación secreta. Esa mañana, cuando terminé de recitar el poema en mi italiano nada fluido, la cara de fray Antonio se iluminó y comenzó a vanagloriarse de mis logros con el conocimiento, y fray Juan estuvo de acuerdo. «El bebe el conocimiento igual que tú bebes ese espléndido jerez que yo traigo de la catedral», dijo fray Juan.
Desde luego, mi erudición era un secreto conocido sólo por los frailes y por mí. El castigo por enseñarle esas cosas a un lépero era la cárcel y el potro de tortura. Si nuestro secreto se hubiera filtrado, podríamos habernos convertido en el entretenimiento del día.
Porque era un entretenimiento. Ese día, la mitad de la ciudad se había congregado, con sus atuendos del sábado —acompañados por chiquillos, vinos finos y comestibles costosos—, para presenciar una flagelación. Excitados ante la perspectiva de ver sangre, todos tenían las mejillas encendidas y malicia en los ojos.
Un supervisor, que iba vestido con un chaquetón de piel de ante de color beige, pantalones de montar de cuero y botas negras hasta las rodillas, ponía en fila de a seis a treinta prisioneros atados y andrajosos y los cargaba en carros de la prisión con jaulas y tirados por mulas. El hombre tenía una barba negra, llevaba un sombrero de fieltro sucio, bien encasquetado, y tenía la mirada malévola. Usaba indiscriminadamente el látigo y puntuaba sus golpes con sangrientas imprecaciones:
—Subid, miserables hijos de bestias de tiro y de putas. Subid o maldeciréis a las madres que nunca conocisteis, hijos de puta asesinos, ladrones y enclenques.
Ellos avanzaban pesadamente bajo su látigo, con los dientes apretados, hacia sus prisiones móviles.
Esos hombres iban camino de las minas de plata del norte, pero en su mayoría no eran «hijos de puta asesinos, ladrones y enclenques»; en su mayoría eran sólo deudores, que habían sido vendidos como peones por sus acreedores. En las minas, deberían pagar su deuda con trabajo. Al menos, ésa era la ilusión. De hecho, cuando la comida, el alojamiento y el transporte se sumaban a esa deuda, la cuenta aumentaba irremediablemente.
Para la mayoría, las minas eran una sentencia de muerte.
Casi todos los prisioneros eran mestizos. El alcalde de la ciudad —el comandante de la ciudad puesto por el virrey— mandaba barrer periódicamente las calles y encerrar en la cárcel a los léperos. Desde allí eran transportados a las minas del norte.
Yo podría ser uno de ésos, pensé como un desagradable presagio.
El alcalde vendía a esos infortunados a las minas del norte, llenaba sus arcas y, según los gachupines, reducía así el infame hedor de la ciudad.
Perturbado, observé a los prisioneros mestizos. En una época los indios habían representado la totalidad de la fuerza de las minas, hasta que la esclavitud y la enfermedad los habían matado en cantidades alarmantes. El fraile creía que noventa y cinco de cada cien habían sido aniquilados, y que el rey en persona finalmente había prohibido que se los redujera a la esclavitud. Pero su decreto no tuvo mucho efecto. Miles de mestizos siguieron muriendo en túneles, fundiciones y hoyos, por no hablar de los sembrados de caña y las fábricas de azúcar. Otros sucumbían en los obrajes, pequeñas fábricas a menudo dedicadas al hilado y teñido del algodón, donde eran encadenados a sus lugares de trabajo.
El rey podía decretar lo que se le antojara, pero en las junglas y las montañas, donde no había leyes, los hacendados ejercían una dominación brutal.
La multitud gritaba y tres guardias arrastraban a un esclavo fugitivo hacia el poste de flagelación para recibir los cien azotes obligatorios. Después de amordazarlo y de atarlo al poste, el sargento de la guardia se situó a la distancia requerida, y el látigo de cuero trenzado restalló. La sangre asomó y le desnudaron la espalda; las costillas y la espina dorsal eran increíblemente blancas bajo la carne desollada. Se levantaron copas de vino y la multitud atronó con su aprobación. A pesar de la mordaza, los gritos del hombre se oyeron por encima del rugido del populacho.
El látigo se elevó y cayó, se elevó y cayó, y yo aparté la vista.
Finalmente, el azote número cien.
—Son piojos —dijo un hombre que yo tenía cerca. La voz pertenecía a un mercader, cuyo abdomen prominente y exquisita indumentaria hablaban de gran opulencia, buena comida y vinos especiales. Su delicada esposa, vestida con sedas y al abrigo del sol por un parasol sostenido por un esclavo africano, se encontraba junto a él.
—Estos léperos de la calle procrean como chinches —añadió ella y mostró su desdén con un movimiento de la cabeza—. Si el alcalde no los barriera de las alcantarillas, tropezaríamos con ellos a cada paso.
El hombre era un gachupín, un portador de espuelas, nacido en España y representante de los intereses de la Corona. Los gachupines nos espoleaban constantemente: cada vez que deseaban nuestras mujeres, nuestra plata, nuestra vida.
El rey sintió que los criollos, los españoles pura sangre nacidos en Nueva España, estaban demasiado lejos para merecer su confianza, razón por la cual envió a peninsulares para mandar sobre ellos.
Oí una segunda conmoción. Un muchachito impertinente, un lépero de las calles, aporreó a un buitre con una roca, y le rompió el ala derecha. Una docena de léperos pilludos, de no más de nueve o diez años, se unieron a él y ataron al pájaro mutilado a un árbol. Cuando estuvo bien sujeto, comenzaron a golpearlo con una vara.
Aquel pájaro enorme y feo de más de sesenta centímetros de altura y de metro y medio de ancho con las alas desplegadas había sido atraído por el olor de la sangre del prisionero. Lo mismo les había sucedido a sus camaradas, una docena de los cuales volaban en círculos sobre la plaza. Cuando el gentío se dispersó, iniciaron un lento descenso. Por desgracia, ése había bajado demasiado pronto.
Uno de los chiquillos tenía un brazo torcido y era como una imagen especular del ala rota del buitre. Yo había oído en las calles que el Rey de los Pordioseros, que les compraba los bastardos a las prostitutas, le había dislocado el codo a ese joven mendigo para incrementar su valor en las calles. Fray Antonio desechó esos comentarios como «meros rumores falsos» y describió al Rey de los Pordioseros como «un mendigo desafortunado». Se refería a los chiquillos y a las muchachitas léperos, no como «piojos» y «sabandijas», sino como «hijos del Señor», puesto que pocos de nosotros sabíamos quién era nuestro padre. Concebidos en una violación o por culpa de la lujuria desenfrenada de una ramera, éramos despreciados por todos, salvo por Dios.
Sin embargo, los gachupines nos odiaban y, finalmente, de ellos era el dominio. El alcalde colgó a ese «mendigo desafortunado», el Rey de los Pordioseros, en la plazuela, y después lo desmembró en cuatro. Sus miembros fueron después exhibidos por encima del portón de la ciudad.
Cualquiera que hubiera sido su disputada paternidad, el pilludo tullido empalaba ahora las partes pudendas del buitre en un arpón para pescar.
Yo se lo arranqué de las manos.
—Inténtalo de nuevo —dije y se lo sacudí delante de la cara—, y te clavaré este arpón en los cojones.
Los chiquillos, más jóvenes y más bajitos que yo, en seguida se echaron atrás. Así era la vida en las calles de Veracruz. El poder lo era todo. De manera rutinaria, cuando nos despertábamos encontrábamos a nuestros compañeros más allegados muertos en las calles o en una cárcel transitoria de camino a las minas.
Desde luego, a mí me iba mejor que a la mayoría. Tenía paja sobre la que dormir y raciones de casas de beneficencia para comer. Además, el fraile me había educado, poniendo en riesgo su vida. Gracias a él y a sus libros, logré conocer otros mundos.
Soñé con la caída de Troya y con Aquiles en su carpa, y no con la tortura de los pájaros.