Tres días después recibí, en el taller, instrucciones de dirigirme en seguida a casa. Sabía el significado de ese mensaje: el centinela que Mateo había apostado le había dicho que Isabela acababa de recibir una nota en la que se le decía que se reuniera con Ramón de Alva.
Mateo me esperaba con todo lo necesario para llevar a cabo el plan. Él nunca se ponía nervioso, pero por una vez su ansiedad se manifestó. No se le habría movido ni un pelo si hubiera tenido que enfrentarse al más grande espadachín de Europa, pero envenenar a una mujer lo aterrorizaba.
—¿Le pusiste la hierba en la sopa? —preguntó.
Un poco de sopa era lo único que Isabela comía antes de salir de su casa para tener relaciones sexuales con De Alva. Ya comerían en abundancia después de haber satisfecho su lujuria.
—Sí. ¿Estás seguro de que surtirá efecto?
—Completamente seguro. Dentro de pocos minutos a Isabela le dolerá tanto el estómago que tendrá que llamar a un médico. Y enviará a su criada a decirle a De Alva que no podrá acudir a su cita de amor.
—Si esto no sale bien, te desollaré como el hechicero naualli desollaba a la gente y usaré tu piel para hacerme un par de botas.
Fui a comprobar cómo estaba Isabela. Cuando me acercaba, la criada salía de su habitación. Antes de que ella terminara de cerrar la puerta, vi a Isabela en la cama, doblada sobre sí misma. Sus gemidos hicieron que mi corazón saltara de gozo. Sólo se sentiría mal durante algunas horas, y confieso haber estado tentado de ponerle suficiente veneno como para matarla.
—¿Tu señora está enferma?
—Sí, señor. Tengo que ir a buscar al médico —dijo la criada, y se alejó velozmente.
—La criada ha dicho que iba a buscar al médico. Sospecho que de allí irá directamente a casa de De Alva para pasarle el mensaje.
Mateo y yo salimos de la casa y caminamos por la calle hacia un coche que nos estaba esperando. No era un vehículo elegante, sino el carruaje de un mercader de poca monta que se alegró mucho de recibir tres libros prohibidos a cambio de ceder su vehículo por una noche.
Una vez en el interior del coche nos pusimos unas capas y unas máscaras que nos cubrían toda la cara, del tipo de las que se usaban en la Alameda y en algunas fiestas. Mateo aguardó en el interior del carruaje, y yo, en la calle, mientras la criada se acercaba. Cuando estuvo bastante cerca, .simulé toser y sacar después un enorme pañuelo que sacudí para que el polvo que tenía la tela le diera en la cara.
Ella siguió caminando y tratando de sacudirse el polvo con la mano.
Subí al coche y miré hacia atrás mientras avanzábamos por la calle empedrada.
La criada se tambaleaba.
El mismo comerciante que me había vendido la hierba que había enfermado a Isabela me había suministrado también yoyotli, el polvo alucinógeno que hacía perder el juicio a las víctimas de los sacrificios y que el Sanador había usado una vez conmigo.
Algunos minutos más tarde, el carruaje se alejaba, dejándonos a Mateo y a mí frente a la casa de Ramón de Alva.
Entramos por el portón sin vigilancia y nos dirigimos directamente a la puerta principal. Tiré de una cuerda que hacía sonar una campana en el interior. Su sonido era casi tan fuerte como el del campanario de una iglesia. Minutos después, la casera abrió la puerta.
—Buenas tardes, señora —dijo.
Sin pronunciar una sola palabra, puesto que no hacía falta responderle a una sirvienta, yo, la pareja amorosa de De Alva y Mateo, mi criada, entramos en la casa.
Llevábamos ropa de mujer y usábamos máscaras.
No podríamos haber engañado a De Alva ni por un instante.
No podríamos haber engañado a un pirata tuerto, situado a un tiro de mosquete de nosotros.
Pero engañamos a una anciana que era medio ciega y casi sorda.
La vieja sirvienta nos dejó al pie de la escalera que conducía a los dormitorios y se alejó, sin duda sorprendida por el tamaño de la nueva amante de De Alva.
La alcoba seleccionada para la cita fue fácil de encontrar: estaba iluminada con velas, la ropa de cama se acababa de cambiar y por todas partes había vino y dulces.
Hicimos nuestros preparativos y nos sentamos a esperar.
—Recuerda, De Alva es un famoso espadachín —dijo Mateo—. Si llega a desenvainar su espada, lo mataré. Pero él te matará a ti antes de que yo pueda hacerlo.
Ah, Mateo, siempre dispuesto a alentar a un amigo. Y tan veraz. ¿Acaso no decía siempre que, como espadachín, yo era hombre muerto?
Las ventanas del dormitorio daban al patio de abajo. Vimos a De Alva llegar en su carruaje, cruzar el patio y desaparecer debajo del pasillo cubierto que conducía a la puerta principal. Dos de sus hombres se quedaron en el patio.
Yo estaba sentado de espaldas a la puerta, frente a una pequeña mesa cubierta con vino y dulces. Nos habíamos quitado las ropas de mujer, excepto la capa con capucha que yo todavía llevaba puesta para parecer una mujer de espaldas cuando De Alva entrara en la estancia. Tenía la espada en la mano, al igual que mi corazón. Le tenía menos miedo a De Alva que a las revelaciones que tal vez poseía acerca de mi pasado.
La puerta se abrió detrás de mí y oí sus pesados pasos cuando entró.
—Isabela, yo…
De Alva tenía los instintos de un felino de la jungla. Lo que alcanzó a ver de mí desde atrás en seguida lo alertó y se llevó la mano a la espada.
Pegué un salto de la silla y empuñé mi espada, pero antes de que pudiéramos empezar a luchar, Mateo lo golpeó en la nuca con el mango de una hacha. De Alva cayó de rodillas y Mateo volvió a golpearlo, no lo suficiente para hacerlo perder el conocimiento pero sí para aturdirlo. En seguida nos abalanzamos sobre él con una soga y le atamos las manos a la espalda. Mateo anudó otra soga alrededor de una lámpara redonda, grande como la rueda de un carruaje, que colgaba del techo. Con una daga contra el cuello de De Alva, logramos colocarlo debajo del candelabro. Con el otro extremo de la soga que colgaba del techo hicimos un nudo corredizo con el que rodeamos la cabeza de nuestro prisionero.
Juntos levantamos a De Alva tirando de la soga hasta que quedó con los pies en el aire. Puse una silla debajo de sus pies para que pudiera apoyarse en ella y no se ahorcara.
Cuando terminamos, De Alva quedó de pie sobre la silla, con las manos atadas a la espalda y la soga alrededor del cuello. Mateo le dio una patada a la silla y De Alva se meció y trató de respirar desesperadamente; la lámpara crujió y del techo cayó un trozo de estuco.
Yo volví a poner la silla debajo de sus pies.
Como no era mi intención matarlo a menos que fuera necesario, además de la máscara, me había metido piedras en la boca para disimular mi voz.
—Mataste a un hombre bueno en Veracruz hace casi siete años, un fraile llamado Antonio, y además trataste de matar a un muchachito que Antonio había criado. ¿Por qué lo hiciste? ¿Quién te convenció de que lo hicieras?
Su voz fue una cloaca de furia que vomitaba inmundicias.
Le di una patada a la silla que tenía debajo de los pies y De Alva se balanceó, con la cara completamente roja. Cuando su rostro se convulsionó de dolor y casi se puso negro por el estrangulamiento, volví a colocar la silla.
—Cortémosle los testículos —dijo Mateo. Y con la espada le tocó la entrepierna para estar seguro de que el hombre había entendido sus palabras.
—Ramón, Ramón, ¿por qué nos obligas a convertirte en una mujer? —pregunté—. Sé que mataste al fraile por encargo de alguien. Dime quién te lo ordenó y podrás seguir usando este lugar como tu prostíbulo privado.
Más inmundicia brotó de su boca.
—Sé que uno de vosotros dos es aquel muchachito bastardo —jadeó—. Yo me acosté con tu madre antes de matarla.
Me acerqué a él para patearle de nuevo la silla y, en ese momento, De Alva me pegó una patada en el estómago. Su bota se me clavó justo debajo del esternón y me cortó la respiración y, por un momento, la vida. Me tambaleé hacia atrás y caí de espaldas al suelo.
El impulso, fruto de la patada, hizo que De Alva se balanceara, ya sin estar apoyado en la silla. El enorme candelabro se desprendió cuando una parte del techo cayó al suelo. Una tormenta de escombros y de polvo me cegó.
Mateo gritó y vi la forma oscura de De Alva pasar corriendo junto a mí y, después, el ruido de madera rota cuando se lanzó de cabeza contra los postigos cerrados de la ventana. Oí cómo su cuerpo caía contra los azulejos de la parte cubierta del patio. Luego aulló pidiendo ayuda.
Mateo me cogió del brazo.
—¡Vamos, date prisa!
Lo seguí hasta la salita contigua y de allí al balcón. En la mano llevaba la soga con que habíamos colgado a De Alva. Ató la soga alrededor de una columna, la lanzó hacia un lado y se deslizó hacia abajo por ella sosteniéndose con las manos y los pies. Yo lo seguí antes de que él tocara el suelo, agradecido de que no fuera la primera vez que Mateo se veía obligado a abandonar rápidamente un dormitorio perseguido por una amenaza.
Después de deshacernos de la ropa y de las máscaras y de reanudar nuestro papel de trabajadores de don Julio, nos sentamos en una taberna y jugamos al primera, un juego de cartas en el que Mateo se distinguía por su habilidad para perder dinero.
—Bastardo, esta noche nos hemos enterado de algo muy interesante… además de que De Alva es un hombre pesado.
—¿A qué te refieres?
—A que él mató a tu madre.
Yo nunca había conocido a mi madre y no tenía ninguna imagen real de ella, pero el hecho de que aquel hombre asegurara haberla violado y asesinado suponía más clavos para su ataúd. Esa afirmación, aunque a mí me pareciera una burla, aumentaba el misterio que rodeaba mi pasado. ¿Qué tenía que ver De Alva con mi madre? ¿Por qué habría tenido que matar un gachupín a una muchacha india? Y lo más extraño de todo: sabía fehacientemente que él no la había matado, que ella seguía aún con vida.
—Pasará mucho tiempo antes de que podamos atrapar nuevamente a De Alva —dijo Mateo—. Si es que alguna vez lo logramos.
—¿Crees que él nos relacionará con Isabela?
Mateo se encogió de hombros.
—No lo creo. La conclusión será que Isabela y la criada se intoxicaron con algún alimento en mal estado. Pero para estar seguro de que no exista ninguna conexión, mañana iré a Acapulco.
El galeón de Manila debía llegar de Extremo Oriente. Qué tenía que ver su entusiasmo por la llegada del galeón con sus tesoros, procedente de la China, las islas de las Especias y la India con el hecho de que De Alva descubriera la identidad de sus atacantes era otro misterio para mí. En mi opinión, sincera pero malpensada, Mateo iba a Acapulco sólo para divertirse.