OCHENTA Y SIETE

Tarde, esa noche, me despertó un ruido en la calle y en la casa. En seguida supuse que habían atacado la mansión. Don Julio había vuelto al túnel y se había llevado a Mateo, dejándome como dueño de la casa, al menos de nombre, pues Isabela rara vez me permitía entrar en la parte principal del edificio.

Cogí mi espada y encontré a Isabela, a Inés, a Juana y a la servidumbre reunida y aterrada.

—¡Los esclavos se han sublevado! —Exclamó Isabela—. Todo el mundo ha huido al palacio del virrey en busca de protección.

—¿Cómo lo sabe?

Inés, el pequeño pájaro nervioso, aleteó y anunció que todos nosotros seríamos asesinados, después de que las mujeres fueran violadas.

—La gente ha oído que un ejército de esclavos corría por las calles y ha cundido el pánico —dijo Juana.

Aferrando una caja de caudales, Isabela les dijo a los criados que la siguieran a la casa del virrey y que la protegieran.

—¡Necesito sirvientes que lleven una litera para Juana! —le dije.

Pero no me prestó atención y se fue, llevándose con ella a los criados asustados, incluso a los criados africanos, que temblaban de miedo por la revuelta de los esclavos.

Me cargué a Juana a la espalda, con sus piernecitas alrededor de mi cintura, y abandoné la casa con ella y con Inés. La gente pasaba por la calle caminando con mucha prisa, mujeres con sus joyeros y hombres con espadas y cajas fuertes. Por todas partes se oía la noticia de que un vecindario tras otro había sido completamente arrasado, de que todo el mundo había sido asesinado a manos de esclavos rebeldes, que ahora cortaban a sus víctimas en pedacitos y realizaban espantosos ritos sobre sus restos.

¿En qué nos habíamos equivocado Mateo y yo? ¿Cómo era posible que hubiéramos juzgado tan mal la intención de los esclavos? Aunque la ciudad sobreviviera, don Julio y nosotros, sus dos espías de confianza, terminaríamos decapitados.

En momentos como ése salían a la superficie mis instintos de lépero, y lo primero que pensé fue que debía conseguir un caballo veloz para salir de la ciudad: no por miedo a los esclavos, sino para ir lo más rápidamente posible al túnel a advertirles a don Julio y a Mateo que nos habíamos equivocado y que era preciso huir. No habría tenido ningún problema en dejar a Isabela y a Inés en manos de los esclavos, pero no podía abandonar a la pobre Juana.

Toda la ciudad parecía haber acudido a la plaza principal. Hombres, mujeres y criaturas que lloraban, la mayoría, como nosotros, en ropa de cama, le pedíamos a gritos al virrey que sofocara la rebelión.

Desde un balcón del palacio, el virrey pidió silencio. En distintos lugares de la plaza, algunos fueron repitiendo las palabras del virrey.

—Hace una hora, una piara de cerdos que eran traídos a la ciudad para ser vendidos en el mercado se escaparon y comenzaron a correr por las calles. La gente oyó el ruido que hacían y creyó que se trataba de un ejército de esclavos.

Permaneció un momento en silencio.

—Vuelvan a sus casas. No hay ninguna rebelión.

Entre los pueblos más primitivos, los grandes momentos de la historia son recordados y narrados una y otra vez durante la noche, alrededor de una fogata. Los pueblos civilizados plasman los acontecimientos en un papel y transmiten así su historia a sus descendientes.

La noche en la que los habitantes de la Ciudad de México creyeron que tenía lugar una revuelta de esclavos porque oyeron a un grupo de cerdos correr por las calles fue inmortalizada en miles de periódicos y registrada por historiadores en la universidad. De lo contrario, ¿cómo podría alguien creer que los habitantes de una de las ciudades más grandes del mundo fueran capaces de comportarse de manera tan estúpida?

Si las cosas hubieran terminado ahí, los hijos de nuestros hijos y su descendencia se habrían reído a carcajadas frente a la imagen de los grandes caballeros y las damas de la ciudad corriendo por las calles en ropa de cama, aferrados a sus joyeros y a su dinero. Pero el español es un animal orgulloso, un conquistador de imperios, un saqueador de continentes, y no soporta una humillación sin desenvainar su espada y derramar sangre.

Se le exigió al virrey que se ocupara del «problema» de los esclavos. El informe de don Julio, que decía que en la taberna se había elegido un rey y una reina y que se hablaba de rebelión, se tomó como prueba de que dicha rebelión era inminente. Era preciso que el virrey hiciera algo para calmar los temores y compensar la vergüenza.

La Audiencia, el más alto tribunal de Nueva España, presidido por el virrey, ordenó el arresto de treinta y seis africanos cuyos nombres habían sido registrados en la pulquería la noche en que Mateo y yo los emborrachamos. De esos arrestados, cinco hombres y dos mujeres fueron hallados culpables de insurrección en seguida y colgados en una plaza pública. Después, les cortaron la cabeza y las colgaron a la entrada de las calzadas elevadas y de la plaza principal. Los otros fueron severamente castigados: los hombres, azotados y castrados; las mujeres, golpeadas hasta que la sangre fluía libremente y los huesos de la espalda brillaban.

Yo no asistí a los ahorcamientos y a las flagelaciones, aunque la mayoría de los integrantes de la nobleza de la ciudad sí lo hicieron. Sin embargo, tuve la mala suerte de toparme con el rey Yanga y la reina Belonia, quienes me siguieron con la mirada cuando crucé la plaza principal. Por fortuna, sus cabezas empaladas no podían girar en las estacas y, así, pude alejarme de su mirada acusadora.

Mateo salió hacia Veracruz para mandarle una carta a un viejo amigo de Sevilla, que se ocuparía de la compra de los libros prohibidos por la Inquisición. Enviaría la carta en uno de los barcos que, para evitar a los piratas, viajaban velozmente entre Veracruz y Sevilla alternándose con la gran flota del tesoro.

Para obtener una lista de lo que pensamos que les resultaría atractivo a los compradores, consultamos el índice de los libros prohibidos por la Inquisición, el Index Librorum Prohibitorum.

Mateo se centró en las novelas de caballerías. Yo, en cambio, le aconsejé que pidiéramos algunos libros para las mujeres casadas con hombres aburridos, que viven pasiones no correspondidas; libros en los que el protagonista es viril pero sus manos son suaves y fuertes al mismo tiempo, y en cuyos brazos la mujer encuentra toda la pasión que jamás podría imaginar.

Para las personas que preferían las orgías romanas seleccioné dos libros que habrían hecho enrojecer al mismísimo Calígula.

Además, elegimos un libro sobre horóscopos, sobre cómo realizar hechizos y dos de los tomos científicos que don Julio secretamente deseaba tener en su biblioteca.

Aunque no todos los libros estaban prohibidos en España, todos ellos figuraban en la lista de los vedados en Nueva España, basándose en la teoría de que podían contaminar la mente de los indios. Por lo visto, no se había tenido en cuenta cuántos indios podían permitirse el lujo de comprar un libro y cuántos sabían leer algo aparte de su nombre. Por cierto, pocos indios estaban en condiciones de leer siquiera la lista de los libros prohibidos.

Y os preguntaréis, ¿cuál era el motivo de prohibir la importación de libros para impedir que los indios que no sabían leer los leyeran? Pues la verdadera razón era controlar las lecturas y los pensamientos, no de los indios, sino de los colonos. Permitir que los criollos dieran rienda suelta a sus pensamientos podría estimular pensamientos contrarios, como en los Países Bajos, donde los holandeses y otros luchaban contra la Corona por diferencias religiosas y de otro orden.

Incluso usando los barcos veloces, tuvimos que esperar más de seis meses para recibir la primera remesa de libros. Don Julio se pasaba todo el día supervisando los trabajos en el túnel, con alguna visita ocasional a la ciudad para hablar con los hombres del virrey acerca de los obreros y los materiales que necesitaba para realizar el trabajo.

Nos dejó a Mateo y a mí a merced de nuestros vicios, y en cuanto llegaron los libros nos pusimos manos a la obra. El hombre que solía vender libros prohibidos había abierto una imprenta cerca de la plaza principal y del edificio de la Inquisición. Su taller había sido abandonado, y su viuda pronto descubrió que no había compradores para el negocio. La de impresor no era una profesión muy popular en cualquier parte de Nueva España. En la colonia no se podían imprimir libros porque el rey le había otorgado el derecho exclusivo para venderlos a un editor de Sevilla. Los impresores del Nuevo Mundo sólo podían imprimir documentos requeridos por los mercaderes y material religioso para los frailes. El hecho de que su imprenta estuviera ubicada tan cerca del edificio de la Inquisición y de que su último dueño hubiera sido quemado en la hoguera significaba que nadie estaba demasiado dispuesto a comprar ese negocio.

Antes de que los libros llegaran, Mateo había acordado con la viuda del impresor que le alquilaría el taller a cambio de un porcentaje de nuestras ganancias.

—Es una tapadera perfecta —dijo Mateo.

—¡Pero está prácticamente en la puerta de la Inquisición!

—Precisamente por eso. El Santo Oficio sabe que nadie sería tan tonto como para regentar un negocio prohibido justo enfrente de sus narices.

—¿No era eso lo que hacía el último impresor?

—Ese hombre era un borracho y un estúpido. Se suponía que debía enviar una caja con folletos religiosos a un convento de Puebla y otra caja con libros prohibidos a su socio. Por desgracia, esa noche había bebido suficiente vino como para ponerse bizco cuando marcó las cajas. Así que ya puedes imaginarte qué recibieron las monjas…

Me pregunté qué habría pensado él cuando los miembros de la Inquisición le mostraron la caja que se suponía contenía libros religiosos y, en cambio, contenía libros escritos por el mismísimo diablo. Si el impresor hubiera sido un lépero, habría demostrado estupor frente a ese descubrimiento y espanto al comprobar que Lucifer era capaz de transformar oraciones en lujuria.

—Todavía no entiendo para qué necesitamos ese taller de imprenta —dije.

—¿Cómo piensas vender los libros? ¿Montando un tenderete en la plaza y exponiéndolos allí? La viuda tiene una lista de clientes a quienes el impresor les vendía el material. Y los clientes saben cómo ponerse en contacto con la imprenta.

Mientras Mateo se ocupaba de comunicarse con los antiguos clientes del impresor, yo estaba fascinado con el mecanismo llamado prensa de una imprenta. Me intrigaba no sólo la historia de la imprenta, sino cómo se utilizaba una imprenta para poner palabras en un papel.

Sin revelarle a don Julio mis motivos, inicié con él una conversación acerca de la historia de la imprenta. Él me dijo que las palabras —y la escritura ideográfica como la que usaban los egipcios y los aztecas— originariamente se grababan en piedra o se marcaban sobre cuero con un tinte. Si bien los aztecas y los egipcios utilizaban corteza de árboles y papiro para fabricar el papel, los chinos conocían métodos mejores, que los árabes conocieron a través de los prisioneros chinos capturados en la batalla de Talas en el año 751. Los árabes extendieron este conocimiento de la manufactura de papel a lo largo del mundo islámico, y los moros lo llevaron a España, donde ese arte fue pulido. Los chinos fueron quienes perfeccionaron el arte de imprimir con el uso de caracteres móviles.

Don Julio me explicó que los chinos habían sido artífices de muchas maravillas. Su sociedad era tan sorprendente que, cuando Marco Polo regresó de sus tierras y les contó a sus camaradas europeos las cosas que había visto, lo llamaron mentiroso.

—Pero los chinos, al igual que los aztecas, eran prisioneros de sus propias técnicas de escritura —dijo don Julio—. La escritura ideográfica de los aztecas y los miles de trazos empleados por el pueblo chino no se prestan con facilidad a ser impresos. Fue un alemán llamado Gutenberg quien utilizó las técnicas chinas de caracteres móviles y papel para imprimir una gran cantidad de libros. Ya hacía esto cuarenta o cincuenta años antes de que Colón descubriera el Nuevo Mundo.

Mientras que, en un principio, los chinos habían utilizado arcilla endurecida con fuego para fabricar los caracteres, los que se empleaban actualmente para imprimir eran una mezcla de plomo, estaño y antimonio, una combinación alquimista de metales suficientemente maleable como para poder fundirla y moldear letras con ella, pero también con la suficiente rigidez para realizar miles de impresiones en papel antes de gastarse. Los caracteres se formaban vertiendo el plomo fundido en moldes realizados con una mezcla especial de hierro duro.

—Otro paso importante en la imprenta fue el empleo de códices en lugar de rollos de papel —continuó don Julio—. Los rollos de papel eran difíciles de manejar y de imprimir sobre ellos. Cuando los impresores inteligentes cortaron los rollos en hojas para unirlas después por un lado, tal como se hacen ahora los libros, esas hojas se podían hacer correr por una prensa de impresión.

»La venta y la fabricación de libros no son considerados trabajos honrados —siguió diciendo don Julio, que me sorprendió al contarme que en una época había tenido un taller de imprenta—. Lo utilizaba para publicar mis hallazgos científicos acerca de la geografía de Nueva España y la industria minera. Puedes encontrar esos trabajos en mi biblioteca. Vendí la imprenta cuando descubrí que mi impresor iba allí por las noches a imprimir libros deshonestos que les enseñaban a las personas cómo tener relaciones sexuales con animales. Fue arrestado por la Inquisición y, por suerte, había impreso esos libros cuando yo estaba en España y, por consiguiente, no pudo involucrarme a mí. Vendí la imprenta inmediatamente por un precio miserable, feliz de no haber sido quemado en la hoguera con las páginas escandalosas utilizadas para encender el fuego.

Me dijo asimismo que el virrey consideraba que la impresión y la venta de libros, que por lo general se hacía en el mismo lugar, era una profesión vulgar.

Y que la Inquisición mostraba un interés especial por las personas que imprimían libros y otros documentos. Los obispos con frecuencia lo llamaban el «arte negro» y con ello no se referían tan sólo al color de la tinta. La Iglesia desaprobaba la lectura de libros, salvo los necesarios para la formación religiosa y los que eran un ejemplo de moralidad, lo cual, desde luego, es la razón por la que las novelas de caballerías como el Amadís de Gaula estaban prohibidas en Nueva España.

La Inquisición prestaba particular atención al negocio de la impresión en Nueva España y decretó que no estaba permitido imprimir ni vender ningún libro sin previa autorización de la Iglesia. Como el rey les había vendido los derechos de impresión del Nuevo Mundo a los editores de Sevilla, eran pocos los libros que se podían publicar incluso antes de que la Inquisición penetrara en ese terreno. Incluso era posible que uno se metiera en problemas por imprimir trabajos religiosos, porque se consideraba una herejía que la doctrina cristiana apareciera en cualquier otro idioma que no fuera latín. Incluso la traducción de la Biblia al náhuatl era confiscada. La Iglesia quería asegurarse el control de lo que el indio leía, del mismo modo que insistía en que la Biblia no fuera traducida al español.

El permiso para publicar debía obtenerse de la Inquisición, y el nombre del obispo que otorgaba el permiso debía figurar en la primera página del libro, junto con cualquier otra información que se incluía en el colofón: título del libro, nombre del autor, nombre del editor y, a veces, una o dos frases de alabanza a Dios.

Don Julio me había dicho que esta primera página tenía su origen en la época en que los escribas medievales plasmaban su nombre, la fecha en que habían terminado el trabajo y, con frecuencia, un comentario acerca del libro o una oración breve al final. Él tenía varios trabajos medievales en su biblioteca, y me mostró las inscripciones al final de los códices.

Su biblioteca también contenía el primer libro impreso en el Nuevo Mundo. La breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana fue publicada en 1539 por Juan Pablos, un editor italiano, para Juan de Zumárraga, el primer obispo de la Ciudad de México.

—Es el primer libro del que tenemos noticia —dijo don Julio—, pero siempre aparecen pillos capaces de imprimir las confesiones sexuales de su madre y venderlas por unos pocos pesos.

Los comentarios de don Julio acerca de los picaros que apenas ganaban «unos pocos pesos» resultaron ser proféticos. Mateo y yo pronto descubrimos que, después de pagarle al editor del libro y al intermediario de Sevilla, los costes de la aduana y de los funcionarios de la Inquisición en dos continentes, a la voraz Recontonería de la colonia y a la viuda que nos vendió el derecho de ser delincuentes en el local de su marido, casi no nos quedaba nada de dinero para nosotros.

Eso puso a Mateo de muy mal humor y lo empujó a la bebida, la lujuria y las peleas. El fracaso de mi primer proyecto delictivo a gran escala y, con él, mi sueño de convertirme en un hidalgo que por lo menos podía estar de pie en la misma habitación que Elena sin ser azotado, me dio que pensar. Mi estado de ánimo depresivo empeoraba cada vez que pensaba en lo que había sucedido con aquella mujer llamada María. Me negaba a pensar que pudiera ser mi madre. Tal como lo dijo el fraile, yo no tenía madre. Ese estado de ánimo me acompañó al taller de impresión.

Durante un tiempo examiné la prensa y experimenté con ella en el taller que habíamos alquilado. Los libros me habían convertido en algo más que en un paria social, al menos para fray Antonio, Mateo y don Julio. Los libros contenían tanto poder, tantos pensamientos, tantas ideas y conocimiento, que había llegado a pensar que había algo divino en su construcción, que tal vez adquirían su existencia en medio de una llamarada de luz y de fuego celestiales, tal como imaginaba que los Diez Mandamientos habían llegado a manos de Moisés.

Fue para mí una gran emoción sentarme frente a la prensa, coger las seis letras que formaban la palabra «C-R-I-S-T-O», colocarlas en la caja y sujetarla con una de las dos planchas metálicas de la prensa, poner algunas gotas de tinta sobre las letras con un cepillo, deslizar una hoja de papel y acercar la otra plancha de la prensa para que las letras y el papel quedaran bien aplastados.

¡Santa María! Cuando vi mi nombre impreso, fue algo parecido a lo que Dios había hecho por Moisés: acababa de crear un trabajo que podría ser transmitido por los siglos de los siglos, algo acerca de mí que podrían leer las generaciones futuras, aparte de la inscripción en la lápida de mi tumba. Me emocioné tanto que se me llenaron los ojos de lágrimas.

Después de eso, me puse a jugar con la prensa y a experimentar con los distintos tipos de letras hasta convertirme en algo parecido a un especialista. Todo ello dio su fruto cuando desperté a Mateo para contarle el plan que se me acababa de ocurrir.

Él salió de sus sueños y de la cama con una daga en la mano, pero volvió a acostarse después de amenazarme con cortarme en pedacitos con la parte roma de la hoja.

—He encontrado un modo de hacer fortuna.

Él gruñó y se frotó la frente.

—Ya no me interesa ganar una fortuna. Un verdadero hombre puede obtener un tesoro con su espada.

—Mateo, he pensado que, si los trabajos por los que gas-tamos tanto dinero para importarlos de la Península se imprimieran aquí, nuestra ganancia sería mucho mayor.

—Y si el rey te ofreciera a su hija y Castilla entera, podrías llevar ropa elegante y alimentarte con la mejor comida.

—No es tan difícil. Hemos importado ejemplares de algunos de los mejores libros indecentes disponibles en España. Si los imprimiéramos nosotros, nos ahorraríamos el gasto que supone traerlos.

—¿Acaso uno de los caballos de don Julio te dio una coz en la cabeza? Se necesita una prensa para imprimir libros.

—Tenemos una prensa.

—Hay que saber cómo funciona.

—He aprendido a usarla.

—Se necesitan operarios.

—Puedo comprar uno de los que se envían a los obrajes.

—Alguien que pueda arder en la hoguera si la Inquisición nos descubre.

—Buscaré a uno que sea realmente estúpido.

Elegimos un pequeño libro de obscenidades tan disparatadas como nuestro primer proyecto. Casualmente, el nombre de nuestro empleado era Juan, igual que el que imprimió el primer libro en Nueva España. No era tan estúpido como me habría gustado, pero lo compensaba con su codicia. Había sido sentenciado a cuatro años en las minas de plata y el hecho de haber sido derivado a un taller de imprenta le había salvado la vida: el promedio de vida en las minas era de menos de un año para aquellos condenados a trabajos forzados.

Era mestizo y lépero como yo, pero a diferencia de mí, que había alegado ser un caballero, él representaba la teoría de que los léperos son el producto del exceso de pulque.

El hecho de que yo le hubiera salvado la vida al evitar que lo enviaran a las terribles minas del norte no hizo que me cobrara afecto, porque era un animal de la calle. Sin embargo, como yo sabía perfectamente cómo funciona la mente de un lépero, no sólo su avaricia, sino su lógica corrupta, en lugar de pagarle con la esperanza de que no se escapara sino que permaneciera fiel a la sentencia que le había sido impuesta, de vez en cuando le daba oportunidad de que me robara.

Uno de los beneficios más importantes con que contaba, además del hecho de que su lista de delitos y su temor a ir a las minas lo obligaban a cierto grado de obediencia —si no lealtad— para conmigo, era que no sabía leer ni escribir.

—Así no sabrá qué es lo que estamos imprimiendo. Le dije que eran ejemplares de las vidas de los santos y tengo un grabado de los estigmas de san Francisco que utilizaremos en todos nuestros libros.

—Si no sabe leer ni escribir, ¿cómo dispondrá las letras? —preguntó Mateo.

—Él no lee los libros para los que ubica los caracteres; simplemente duplica las letras del libro con letras de la bandeja de caracteres. Además, yo me ocuparé de gran parte de esa tarea.

El primer libro que publicamos en Nueva España, a pesar de no poseer el tono solemne de los trabajos del obispo Zumárraga sobre la doctrina cristiana y de que habría sido considerado escandaloso por las personas respetables, tuvo un gran éxito.

Mateo quedó muy impresionado con el montón de ducados que obtuvimos después de pagar nuestros gastos.

—Hemos despojado al autor de su parte, al editor de sus ganancias, al rey de su quinta parte, a los funcionarios de aduana de su pellizco… Cristo, eres un pillo muy astuto. Debido a tu talento como editor, permitiré que publiques mi propia novela, Crónica de los muy notables Tres Caballeros de Sevilla que derrotaron a diez mil moros aulladores y a cinco monstruos horripilantes y sentaron al legítimo rey en el trono de Constantinopla y reclamaron un tesoro más cuantioso que el de cualquier rey de la cristiandad.

La consternación se reflejó en mi rostro.

—¿No quieres publicar una obra maestra de la literatura que fue proclamada obra de los ángeles en España y vendida con mucho más éxito que cualquiera de las novelas que esos tontos de Lope y Cervantes escribieron jamás o, mejor dicho, me robaron?

—No es que no quiera publicarlo, es que no creo que nuestro pequeño taller pueda hacerle justicia a…

La daga de Mateo apareció debajo de mi barbilla.

—Imprímelo.

Hacía varios meses que estábamos en el negocio cuando recibimos la primera visita de la Inquisición.

—No sabíamos que estaban en el negocio de la impresión —me dijo un hombre con cara de pescado que usaba el uniforme de «familiar» de la Inquisición. Su nombre era Jorge Gómez—. No han presentado su material al Santo Oficio para obtener el permiso necesario para imprimirlo.

Yo había preparado con mucho cuidado una primera plana y expuesto el «libro» sobre los santos que estábamos imprimiendo. Me disculpé profusamente y le expliqué que el dueño del taller estaba en Madrid para obtener los derechos exclusivos para imprimir y vender en Nueva España material centrado en los santos.

—Nos dejó a Juan y a mí aquí para que preparáramos todo lo referente a la impresión con el fin de que, cuando él regresara con la licencia real, pudiera presentárselo al virrey y al Santo Oficio.

Una vez más le expresé mi pesar y le prometí una copia gratuita del libro cuando hubiéramos completado su impresión.

—¿Qué otra cosa imprimen ustedes cuando el dueño está ausente? —preguntó el familiar de la Inquisición.

—Nada. Ni siquiera podemos imprimir el libro completo sobre los santos hasta que nuestro amo vuelva con suficiente papel y tinta para terminar el trabajo.

Los «familiares» no eran sacerdotes, sino sólo «amigos» del Santo Oficio, voluntarios que colaboraban con los inquisidores. En realidad, usaban la cruz verde de la Inquisición y actuaban como guardias civiles secretos que realizaban servicios que iban desde actuar como guardaespaldas para inquisidores a entrar por la fuerza en algunas casas en mitad de la noche para arrestar a los acusados y arrastrarlos a la mazmorra del Santo Oficio.

Esos «familiares» eran temidos por todos. Su reputación era tan terrible que de vez en cuando el rey se servía del temor que despertaban para impedir que aquellos que lo rodeaban se desviaran y no continuaran siéndole leales.

—Como comprenderá, les está prohibido imprimir cualquier libro u otros trabajos sin obtener antes la autorización pertinente. Si se llegara a descubrir que están involucrados en alguna impresión ilícita…

—Por supuesto, don Jorge —dije, recompensando con ese título honorífico a un campesino cuyo contacto más cercano con ser refinado era pisar el estiércol del caballo de un caballero—. Si quiere que le sea franco, tenemos tan poco que hacer hasta el regreso del dueño que, si hubiera algún trabajo sencillo de imprenta que pudiéramos realizar para el Santo Oficio, estaríamos más que encantados de hacerlo.

Algo se movió en lo más profundo de los ojos del familiar. Ese movimiento, que me habría resultado imposible describir en ese momento pero que he llegado a identificar como un levísimo ensanchamiento del círculo interior del ojo, es una reacción que pocas personas advierten, salvo los comerciantes exitosos y los léperos también exitosos.

El nombre común para ese fenómeno es codicia.

Había estado pensando en una manera de ofrecerle la «mordida» oficial, pero no sabía cómo hacerlo. Algunos de esos familiares tenían fama de ser tan fanáticos que le negarían a su propia madre la misericordia del garrote y dejarían que ardiera lentamente en la hoguera, de los pies a la cabeza. Sin embargo, le había ofrecido el «don Jorge». Algo es algo.

—El Santo Oficio necesita la colaboración de ciertos trabajos de imprenta. En una ocasión utilizamos los servicios del impresor que ocupaba este mismo local, pero resultó ser una herramienta del demonio.

Me santigüé.

—Tal vez yo pueda ayudarlos hasta que mi señor regrese…

Él me llevó a un lado para que Juan no pudiera oír lo que tenía que decirme.

—¿Ese mestizo es un buen cristiano?

—Si no tuviera la sangre impura, sería sacerdote —le aseguré. Él había dado por sentado que yo era español y, desde luego, eso me convertía en defensor de la fe, a menos que demostrara lo contrario.

—Volveré más tarde con dos documentos de los que necesitaré copias para los sacerdotes y las monjas de toda Nueva España. Su contenido cambia de vez en cuando y es preciso ponerlo al día. —Entrecerró los ojos y me miró fijamente—. Con el fin de poder descubrir a los blasfemos y a los judíos, todo lo referente al Santo Oficio debe permanecer en secreto. Cualquier indiscreción en este sentido equivaldrá a hacer el trabajo del demonio.

—Desde luego.

—Usted debe jurar mantener el secreto y no revelar jamás lo que ha impreso.

—Por supuesto, don Jorge.

—Hoy mismo le traeré los documentos. Estos documentos requieren un gran número de copias, y se le pagará a usted una modesta recompensa para cubrir el coste de la tinta. El Santo Oficio le proporcionará el papel.

—Gracias por su generosidad, don Jorge.

Y eso fue todo. Él recibiría del Santo Oficio el coste total de la impresión y sólo me pasaría a mí lo suficiente para pagar los gastos que me permitirían seguir en el negocio. Y, sin duda, el resto no terminaría en una caja para limosnas para los pobres.

¡Ah, las bajezas y las intrigas de los hombres! Si bien esta clase de intrigas se esperan de cualquier funcionario del gobierno, cabría esperar que quienes sirven a la Iglesia actuaran de manera bien distinta para con Dios.

—¿Qué son esos documentos?

—La lista de las personas sospechosas de ser blasfemas y judías —respondió—, y el índice de los libros prohibidos por el Santo Oficio.