A la mañana siguiente, me alegré de poder quitarme la ropa de español y de ponerme los harapos de un lépero. De un curandero indio conseguí una pizca del polvo que el Sanador había usado para hincharme la nariz. Había dejado de bañarme desde que don Julio me había asignado la misión y ni siquiera me lavaba las manos. Sin embargo, tendría que haberme revolcado en una pocilga durante una semana para recuperar el auténtico aspecto de un lépero.
Estaba impaciente por poner a prueba mis antiguas habilidades de mendigo y sufrí una inmediata decepción cuando una persona tras otra pasaron junto a mí sin siquiera depositar una moneda en mi sucia mano. No podía hacer contorsiones con las extremidades. No sólo podrían reconocerme, sino que con la falta de práctica había perdido bastante elasticidad.
Ni el llanto, los gritos, las súplicas o los gemidos me permitieron hacerme con una moneda. México era una ciudad como Veracruz, aunque veinte veces más grande y supuse que eso me daría veinte veces más oportunidades para la estafa. Pronto comprendí que eso meramente incrementaba el número de veces en que recibiría golpes o patadas.
Tal vez soy yo, pensé. Ser un lépero era como ser un caballero: no se trataba de la ropa que uno usaba ni de la manera en que uno hablaba o caminaba, sino de la forma en que pensaba. Yo ya no pensaba como un lépero, y eso lo notaban las personas a las que me acercaba.
Dispuesto a intentarlo de nuevo, vi un lugar perfecto para mendigar en una taberna cerca del mercado. Las tabernas servían a los visitantes, y era más probable que esos visitantes abrieran su cartera. Rápidamente, un tabernero gordo me echó a la calle, y acto seguido vi a un lépero corpulento y furioso, listo para abrirme la panza con su cuchillo por haber invadido su territorio.
Me alejé de prisa y decidí seguir el consejo de don Julio. Me movería en las calles entre la gente, en especial entre los africanos y los mulatos, y mantendría los ojos y los oídos bien abiertos.
En Veracruz hay tantos africanos y mulatos por las calles como indios y españoles. Ciudad de México no tenía un porcentaje tan elevado de negros, pero su presencia era significativa. En las casas, los criados de piel negra eran más preciados que los de piel marrón, y los de piel blanca eran muy poco frecuentes. Ninguna dama de alcurnia podía llamarse así salvo que tuviera por lo menos una doncella de procedencia africana.
Y la burocracia española, que los clasificaba a todos según su sangre y su lugar de nacimiento, diferenciaba tres clases de africanos. Los bozales eran negros nacidos en África; los ladinos eran los negros «socialmente asimilados» que habían vivido en otros dominios españoles, como las islas del Caribe, antes de llegar a Nueva España; los negros criollos eran los nacidos en Nueva España.
Hasta la Iglesia había abandonado a los africanos pobres. A diferencia de sus intentos afiebrados de salvar el alma de los indios, poco hacía para instruir al africano en el cristianismo. A los africanos y a los mulatos les estaba vedado el sacerdocio.
Fray Antonio creía que, deliberadamente, a los africanos no se les enseñaba el mensaje de Cristo de que todos éramos iguales ante los ojos de Dios.
Incluso más que los indios, los africanos continuaron con sus prácticas religiosas, a menudo extrañas, algunas de las cuales habían aprendido en el continente negro y otras las habían adquirido aquí: brujería, adoración de objetos extraños, maldad. Seguían a su propio grupo de sanadores, a sus hechiceros y tenían sus propios ritos paganos, no muy distintos de los de los indios.
Encontré a una mujer africana que vendía pócimas de amor desde donde se encontraba sentada, sobre una manta junto a la pared de un edificio. Removía la pócima con el dedo índice de un hombre ahorcado… ¡me recordó a Flor Serpiente! Me apresuré para dejarla atrás, decidido a no donar un trozo de mi órgano viril a su cuenco.
Se dice que los bozales, nacidos en África y traídos aquí a bordo de los barcos portugueses de esclavos, son mucho más dóciles que los ladinos traídos del Caribe o los criollos nacidos aquí. Sin amigos ni hogar ni familia, perseguidos y capturados como animales por los cazadores de esclavos, obligados a padecer hambre, embrutecidos en las entrañas de los barcos de esclavos y después golpeados por los perversos amos de esclavos en el Nuevo Mundo, los africanos fueron deshumanizados para hacerlos trabajar como animales.
Ningún grupo grande de africanos se reunía en las calles, y tuve que moverme entre los grupos más pequeños de dos o tres personas. El virrey había prohibido que los africanos se reunieran en la calle o en grupos de más de tres. El castigo por una primera ofensa era de doscientos latigazos, mientras la mano izquierda del esclavo era clavada al poste de flagelación. Por una segunda ofensa: la castración.
Incluso en ocasión del funeral de un esclavo, sólo se permitía que cuatro esclavos varones y cuatro esclavas mujeres se reunieran para velar al muerto.
Casi todos los criados que vi eran negros criollos. Ninguno tenía el «fuego» que se espera de un esclavo recién desembarcado de un barco y todavía no sometido al yugo de la esclavitud. Lo que oí en sus conversaciones iba desde cierto desprecio divertido hacia sus amos blancos hasta un odio virulento contra ellos.
Don Julio había dispuesto que yo trabajara un día en un obraje. Éstos eran pequeñas fábricas, por lo general no más grandes que el establo de una hacienda, en los que se elaboraban productos nada costosos: ropa tosca y barata de lana y otras cosas por el estilo, bienes que no competían con las finas importaciones procedentes de España.
Los dueños de los obrajes hacían contratos con las autoridades para coger prisioneros. Un prisionero arrestado por un delito menor era vendido entonces al dueño del obraje por las autoridades durante un tiempo específico. Una sentencia de tres o cuatro años por robar algo de poco valor o no pagar una deuda era algo muy habitual.
Se creía que el sistema presentaba grandes ventajas. El funcionario que vendía al prisionero le había comprado su cargo a la Corona. Esa venta lo ayudaba a recuperar su inversión, y el prisionero se ganaba su subsistencia. Permitía, además, que los dueños de los obrajes produjeran mercancías baratas sin dejar de obtener grandes ganancias. La mayor parte de esos operarios estaban encadenados a su lugar de trabajo durante todas sus horas de vigilia, y sólo se los soltaba para comer y hacer sus necesidades.
Algunos eran esclavos que no estaban encadenados, sino que pasaban sus días descargando materia prima y cargando productos ya elaborados o haciendo recados para recoger comida o provisiones. Investigué un obraje en busca de rumores, pero al cabo de varias horas comprendí que era inútil. El dueño y sus capataces mantenían a los operarios trabajando todo el tiempo y a toda velocidad. Me marché y seguí merodeando por las calles.
Vi a Ramón de Alva caminando por la galería de la plaza principal. Junto a él había un joven más o menos de mi edad y al principio supuse que debía de tratarse del hijo de De Alva, pero después me di cuenta de que físicamente no se parecía a él. Caminaban como depredadores, la vista fija en su próxima víctima, y estudiaban el mundo con mirada fría. Los seguí mientras recordaba con intriga el comentario de Mateo en el sentido de que algún día Ramón me diría por qué me quería muerto.
El hombre más joven me recordó a alguien, pero no pude aferrar ese recuerdo: cada vez que intentaba traerlo a la mente, se me escapaba. Al ver el escudo de armas en las puertas del carruaje supe quién era aquel joven: se trataba de Luis. La última vez que lo había visto era el candidato a casarse con Elena en Veracruz. Todavía tenía las cicatrices de la cara, resultado de la viruela o de alguna clase de quemadura. Era bien parecido a pesar de esas cicatrices, aunque le conferían un aspecto más vulgar.
Movido por un impulso, seguí el carruaje. En medio del denso tráfico, no avanzaba a más velocidad que un peatón veloz. Quería saber dónde vivía el joven. No sólo estaba involucrado con Ramón sino que, además, estaba emparentado con la anciana.
La casa palaciega frente a la que se detuvo el carruaje ostentaba el mismo escudo de armas sobre la pared de piedra, cerca del portón principal. La casa estaba cerca de la Alameda, en una calle en la que se agrupaban los palacios más elegantes de la ciudad. Era obvio que Luis pertenecía a una de las familias más encumbradas de Nueva España.
Observé bien la casa, decidido a investigarla a fondo, y me volví para marcharme cuando el carruaje terminó de entrar y el guardia de la calle ayudó a bajar a sus ocupantes. Otro carruaje se detuvo allí en el momento en que ya comenzaba a alejarme, así que me detuve y simulé mirar algo que había en el suelo con la esperanza de que en él viajara la anciana y de que yo tuviera oportunidad de mirarla.
En lugar de entrar en la finca, el carruaje se detuvo junto al portón principal y una mujer joven descendió de él sin ayuda. Me acerqué, con la intención de practicar con ella mi habilidad como mendigo, y de pronto ella se volvió y me miró.
¡Santa Madre de Dios! ¡Estaba frente a un fantasma!
Los últimos años transcurridos desde la última vez que la había visto no la habían convertido en alimento para los gusanos, sino que la habían transformado en una mujer hecha y derecha. ¡Y qué mujer! ¡Bella! Con la belleza que creó Miguel Ángel cuando Dios le guió su mano para que pintara a los ángeles.
Boquiabierto, me tambaleé hacia ella con las rodillas flojas.
—¡Pensaba que habías muerto!
Un pequeño grito brotó de sus labios al ver que corría hacia ella con mi disfraz de lépero.
—¡No! ¡No! Soy yo… de Veracruz. Me dijeron que habías muerto.
El guardia del portón se me acercó con un látigo.
—¡Mendigo asqueroso!
Me propinó un golpe en el antebrazo. Antes de salir en mi misión callejera para descubrir a insurrectos violentos, me había puesto el protector metálico en el antebrazo que Mateo me había recomendado. Inmovilicé el látigo con el antebrazo derecho, di un paso adelante y golpeé al guardia en la cara con el metal de mi antebrazo izquierdo.
El conductor del carruaje de Elena se apeó de un salto y oí ruido de pasos procedente del patio. Después de rodear el vehículo, eché a correr por la calle a toda velocidad.
Volví a casa para afeitarme la barba y cambiarme el sombrero y la camisa harapientos por otros igualmente sucios antes de volver a la calle para continuar con mi investigación. Dentro de algunos días mi nariz volvería a ser de su tamaño natural, pero no me reconocerían; buscarían a un lépero barbudo. Darían por sentado que había intentado atacar a Elena. Un lépero que atacaba a un gachupín era enviado a las minas de plata; una sentencia de por vida en uno de los trabajos más duros que existían… eso, sí no lo ahorcaban antes.
Deseé haber golpeado la cara de Luis en lugar de la del guardia. Pero me excitaba más haber encontrado a Elena que el creciente peligro que corría.
¡Está viva!, pensé, y mi corazón latió con más fuerza.
¿Por qué me habría dicho el criado que había muerto? ¿Se habría tratado tan sólo de un error… o el retrato no era de Elena? Repasé mentalmente una y otra vez el recuerdo del cuadro y decidí que existía bastante parecido entre Elena y la muchacha del retrato, pero no más que el que cabía esperarse entre dos hermanas. Al margen de cuál era la solución del misterio, lo cierto era que Elena estaba viva.
¿Cómo podía un mestizo, alguien más despreciable que un perro callejero, más sucio que un cerdo, alguien perezoso y más repugnante que las ratas que se comen a sus propios hijos, reclamar a una belleza española prometida a un noble? ¡Ay de mí! De pronto se me ocurrió que tal vez ya estaba casada con Luis. Si era así, lo mataría y me casaría con su viuda.
Pero ella me había visto en las calles como un lépero. ¿Acaso nunca podría librarme de esa horrible apariencia externa? Con los pies sucios, las manos sucias, la cara sucia, el pelo sucio y desgreñado, sin bañarme, ¿cómo podría conseguir que una belleza española de ojos oscuros como Elena me amara, si siempre seguiría siendo el marqués de los Mendigos?
La única manera de poder estar con ella en la misma habitación sería que yo poseyera riqueza y poder.
Mentalmente comencé a barajar ideas acerca de cómo hacerme rico. Mateo también había condenado nuestra falta de dinero y había hablado de la época en que él ganaba mucho dinero vendiendo libros deshonestos.
Amigos, tendría que vender muchos libros deshonestos para amasar una fortuna. Pero, al igual que Hércules, que sacaba mierda de los establos, cuando ese trabajo sucio terminara habría una recompensa.
Después de pasar todo el día en las calles escuchando una extraña mezcla de dialectos de esclavos, llegué a la conclusión de que los africanos de la ciudad estaban muy inquietos. Una joven criada había sido asesinada a golpes por una española ya mayor, que creía que su marido tenía relaciones sexuales con la muchacha. La mujer española no castigó a su marido por haber forzado a la criada a tener relaciones y, desde luego, las autoridades tampoco procesaron a la mujer por matar a la muchacha.
Oí varias veces las palabras «rana roja», como si se tratara de un lugar de encuentro, y pronto llegué a la conclusión de que podía ser una pulquería.
Regresé a la casa de don Julio y encontré a Mateo dormido en una hamaca, a la sombra de los árboles frutales. A juzgar por el montón de cosas que había en el suelo cerca de la hamaca, daba la impresión de que se había pasado el día bebiendo vino y fumando esos excrementos de perro.
—Sé dónde se reúnen en secreto los esclavos; en una pulquería llamada La Rana Roja.
Mateo bostezó y se desperezó.
—¿Y me despiertas de un maravilloso sueño para decirme eso? Acababa de matar a dos dragones, había conquistado un reino y le estaba haciendo el amor a una diosa cuando me has interrumpido con tu parloteo.
—Perdóneme, don Mateo, caballero de la Cruz de Oro de Amadís de Gaula, pero para agradecerle a don Julio la comida que me ofrece, por no mencionar su hospitalidad, obtuve una información vital casi a costa de mi vida. Esta noche debemos investigar a los africanos rebeldes que se reúnen en un lugar llamado La Rana Roja.
Mateo bostezó, bebió un buen trago de una botella de vino, chasqueó los labios y se echó hacia atrás.
—Yo le alquilé ese establecimiento al dueño para las noches siguientes, con la ayuda de la Recontonería. Ofrecemos pulque gratis a los esclavos. Si eso no les suelta la lengua, nada lo hará. El dueño se mostró muy servicial. Ni siquiera un canalla que regenta pulquerías ilegales para los esclavos quiere una rebelión… eso sería muy malo para sus negocios.
Mateo volvió a luchar contra dragones y a rescatar hermosas princesas. Yo me fui a mi cuarto y me encontré con Isabela. Simulando estar interesado en los escudos de armas, le describí el de Luis y le pregunté si conocía a esa familia. Me contestó que era la familia de don Eduardo de la Cerda y su hijo Luis. Isabela era un verdadero depósito de chismes y rumores, y muy pronto confirmé que Luis y Elena estaban a punto de comprometerse.
Lo cual significaba que, si me daba prisa, podía matar a Luis sin convertirla en viuda.