Abandoné la Casa de los Siete Ángeles, helado y deprimido. Mateo me esperaba en el patio. Se sentó en el borde de la fuente y empezó a juguetear con su daga. Su rostro me contó la historia de su mala suerte.
—He perdido el caballo. Cuando la madame descubra que está rengo, enviará a sus secuaces a que me corten mis partes pudendas, me las metan en la boca y me cosan los labios.
Mateo advirtió mi abatimiento. Lo que me había ocurrido era demasiado horrible para contarlo, demasiado siniestro para compartirlo hasta con un buen amigo, demasiado infame incluso para mí.
Me palmeó la espalda.
—No te sientas tan mal. Dime la verdad. ¿No se te ha levantado la garrancha, eh? No te preocupes, amigo. Tal vez esta noche no se te levantó, pero te juro que mañana, cuando una mujer pase a tres metros de ti, se te saldrá de los pantalones y se deslizará dentro de ella.
Llegó la mañana y me quedé en mí cama dura y mi cuarto hediondo, negándome a salir de allí con la esperanza de que el miasma de los establos me matara. Había encontrado a mi madre y, después… ¡no! Era demasiado espantoso para pensarlo. Ella no me había visto desde que yo era muy pequeño. Hoy era apenas un joven desconocido de barba para ella, pero un buen hijo habría reconocido a su propia madre. Al igual que Edipo, estaba condenado y maldito, había sido engañado por los dioses, y lo único que merecía era que me clavaran agujas en los ojos y pasar el resto de mis días como un mendigo ciego, atormentado por mis pecados.
A mediodía envié a un criado a la Casa de los Siete Ángeles para averiguar el precio de la libertad de Miaha. El criado volvió con la noticia de que la mujer había huido durante la noche, sin pagarle a la madame la deuda que tenía con ella.
No tendría sentido buscarla por las calles de la ciudad: Miaha no era tan tonta como para huir del burdel y quedarse en la ciudad. Además del horrible acto que habíamos cometido, mi aparición en su vida debió de haberle traído de nuevo a la mente los problemas que nos habían alejado de la hacienda cuando yo era pequeño. Como india, ella podía desaparecer para siempre en el interior de la tierra.
Entre las muchas cosas que me dijo fray Antonio, aseguró que yo no tenía madre. A partir de esas palabras, supuse que lo que quería decirme era que María no era mi madre. Pero anoche ella me había reclamado como su hijo. ¡Ay de mí!, me sentía tan, tan desdichado.
A última hora de la tarde del día siguiente, Mateo me llevó a la Alameda.
—Los caballos de don Julio están bien para tirar de un carruaje o trabajar con ganado, pero no podemos montar animales como esos en la Alameda. Todos se burlarían de nosotros.
—¿Entonces qué haremos?
—Caminaremos, como si nuestros criados se hubieran quedado cuidando de nuestros caballos mientras nosotros estiramos las piernas.
—Quizá las señoritas no advertirán nuestra pobreza.
—¿Cómo? ¿Qué una mujer española no sabe cuánto oro hay en la bolsa de un hombre? ¿Acaso Dios no sabría quién es el hombre que asesinó al papa? He dicho que caminaríamos, no que conseguiríamos engañar a nadie.
Caminamos por aquel parque fresco, la vista fija en los maravillosos caballos y en las mujeres sin igual. ¡Cuánta envidia me producía todo! Nacer y crecer nadando en plata y oro, en lugar de entre harapos y paja. Yo había elegido la mejor ropa que don Julio me había dado y una espada, también regalo suyo. Lo que en la hacienda me había parecido una espada afilada con una empuñadura elegante en forma de canasta, en la Alameda era poco más que un cuchillo de cocina. Mi confianza comenzó a abandonarme al sospechar que la gente notaba la existencia del lépero debajo de mi ropa.
Por mucho que me considerara un pavo real, siempre había algo que traicionaba mi falta de educación. Incluso mis manos me delataban. Las manos de los hombres orgullosos de la Alameda eran tan suaves y delicadas como las de una mujer. Probablemente ni siquiera se habían molestado en ponerse nunca un par de pantalones de montar. Mis manos estaban duras y llenas de callos por trabajar con el ganado. Yo las mantenía cerradas con la esperanza de que nadie notara que las había usado para desempeñar un trabajo honesto.
Al ver mi ropa ordinaria y la falta de un caballo, las miradas de las mujeres se desplazaban por encima de mí como si fuera invisible. Pero Mateo atraía su atención por gastados que estuvieran los tacones de sus botas o por deshilachados que estuvieran los puños de su casaca. Había en él una arrogancia, no la altanería de un dandi, sino un aura de peligro y excitación, que le decía a una mujer que era un bribón capaz de robarle el corazón y las alhajas, pero dejándola con una sonrisa en la cara.
Advertí que algunas de las mujeres, y también los hombres, llevaban máscaras y también antifaces que sólo cubrían la mitad superior de la cara.
—La moda causa furor —me explicó Mateo—. Nueva España va siempre varios años por detrás de Europa. Las máscaras eran moda hace diez años, cuando yo luchaba en Italia. Muchas mujeres incluso las usan para dormir, untadas con aceite, en la creencia de que eso les quita las arrugas de la cara.
Mientras caminábamos, Mateo me dijo que ya había empezado a trabajar en la investigación para don Julio.
—Me puse en contacto con el hombre que él dijo que trabajaba para la Recontonería. Es un hombrecillo extraño, no parece en absoluto un asesino implacable o un pícaro, sino más bien alguien que cuenta ovejas y anota los kilos de lana para un comerciante. Don Julio dice que simplemente es un intermediario para varios notables de la ciudad a quienes pasan, en última instancia, los pesos procedentes de las pulquerías ilegales, los prostíbulos y el control del mercado.
Mateo seguía describiéndome sus negociaciones con el hombre para adquirir una pulquería, cuando vi una figura que me resultó familiar. Ramón de Alva estaba erguido en lo alto de su montura, un hombre grande sobre un caballo grande. Al principio me asusté y me encogí al verlo, pero en seguida me enderecé. Ya no era un pícaro en las calles de Veracruz, sino un caballero español con una espada sujeta a la cadera.
A Mateo no se le escapaba nada, de modo que siguió la dirección de mi mirada.
—Ramón de Alva, la mano derecha de don Diego de Vélez, uno de los hombres más ricos de Nueva España. Se dice que De Alva es tan rico como Creso y, también, el mejor espadachín de la colonia… aparte de mí, por supuesto. ¿Por qué miras a ese hombre como si quisieras clavarle tu daga en las entrañas?
En ese momento, De Alva se detuvo junto a un carruaje. La mujer que viajaba en él llevaba un antifaz, pero reconocí el carruaje. Era Isabela, que reía alegremente por algo que De Alva le había dicho, y continuaba con su galanteo y con su traición a don Julio delante de todos los notables de la ciudad.
Alguien rió con disimulo junto a mí. Un grupo de jóvenes hidalgos observaban el flirteo entre De Alva e Isabela. El que se había reído llevaba una casaca dorada y pantalones de montar con adornos rojos y verdes que lo hacían parecer una ave de la jungla.
—Mira a De Alva con la esposa del converso —dijo el canario—. Todos deberíamos permitir que nos acaricie el pene a la manera de las víboras. ¿Para qué otra cosa sirve la esposa de un converso?
Me abalancé contra el pájaro amarillo, le pegué un puñetazo en la cara y él se tambaleó hacia atrás.
—Eres una mujer —le grité, sabiendo que era el peor insulto que se le podía hacer a un hombre—, y te usaré como tal.
Él refunfuñó algo y se llevó la mano a la espada. Yo busqué la mía, ¡y mi mano se topó con la empuñadura de canasta! Apenas había logrado sacar la mitad de la espada cuando ya tenía la del pájaro amarillo contra mi garganta.
Una espada brilló entre nosotros y golpeó la espada del pájaro. Mateo continuó su ataque con velocísimas embestidas que hirieron el brazo del hidalgo. La espada del individuo cayó por tierra y entonces sus amigos desenvainaron las suyas. Mateo en seguida los atacó y muy pronto los tres huyeron.
Desde el otro extremo de la Alameda se oyó la corneta de los soldados del virrey.
—¡Corre! —gritó Mateo.
Eché a correr detrás de él hacia una zona residencial. Cuando ya no se oían los perseguidores, caminamos en dirección a la casa de don Julio.
Mateo estaba más enojado de lo que yo lo había visto jamás y me mantuve en silencio, avergonzado por mi derrota. Él me había advertido que no hiciera el tonto con una espada elegante, pero yo no le hice caso y ahora habría muerto desangrado en la Alameda si no hubiera sido por la rapidez y la habilidad de Mateo como espadachín.
Cuando estábamos cerca de la casa de don Julio y su cara ya no tenía los colores de la Montaña que Humea cuando escupe fuego, murmuré mis disculpas:
—Me advertiste con respecto a la empuñadura de canasta. Pero yo estaba más ocupado en parecer un dandi que en ser el espadachín que tú me enseñaste a ser.
—Que traté de enseñarte a ser —me corrigió—. Te advertí que, como espadachín, eras hombre muerto. No estoy enfadado por tu estúpido intento con la espada. Estoy furioso por la posición en que dejaste a don Julio.
—¿A don Julio? ¡Pero si yo estaba defendiendo su honor!
—¿Estabas defendiendo su honor? ¿Tú? ¿Un mestizo que está a pocos pasos de las cloacas? ¿Tú defiendes el honor de un caballero español?
—Ellos no sabían que yo era mestizo. Creen que soy es-pañol.
Mateo me agarró del cuello.
—Me importa un bledo si eres el marqués de la Valle en persona. El código de hombría exige que un hombre libre su propia batalla por una mujer —dijo, y me pegó un empujón.
—No entiendo qué he hecho mal.
—Has puesto en peligro a don Julio.
Yo todavía estaba en la luna.
—¿Cómo es posible que defendiendo su honor lo haya puesto en peligro?
—Precisamente al poner en juego su honor, pedazo de lépero asqueroso. Don Julio no tiene un pelo de tonto, él sabe perfectamente que su esposa se abre de piernas ante De Alva, y también delante de otros. En realidad, su matrimonio no existe; él se mantiene alejado de la ciudad para no caer en deshonra.
—¿Y por qué no hace nada al respecto?
—¿Qué quieres que haga? Ramón de Alva es un maestro espadachín. Fue criado con una daga entre los dientes. Don Julio es un hombre de letras; su arma es la pluma. Si se enfrenta a De Alva es hombre muerto. Y no es sólo De Alva. Si no se tratara de él, serían otros hombres. O algún idiota que lo llama converso como si fuera un leproso.
»Don Julio es un hombre honorable. Y también valiente. Pero es inteligente y elige con quién pelear porque no es tonto. Cuando tú atacas a alguien en su nombre, no sólo creas una enemistad sangrienta, sino que pones al descubierto la intriga entre Isabela y De Alva, con lo cual obligas a don Julio a tomar cartas en el asunto.
Decir que me sentía conmocionado y hundido por mi estupidez sería quedarme corto.
Mateo suspiró.
—Las cosas no son tan graves como te las he descrito. Tú no dijiste cuál era la razón por la que atacaste a ese hombre, y eres nuevo y desconocido en la ciudad. Reconocí a uno de sus amigos como el hermano de una dama con la que he entablado amistad. Mañana le diré a ella que atacaste a su hermano porque lo confundiste con el hombre que le cantaba canciones de amor a tu enamorada. Sin decir tu nombre, le contaré que te equivocaste y que lamentas el incidente. Eso no impedirá que el hombre herido te mate si te encuentra, pero al menos protegerá a don Julio.
Llegamos a la casa y nos detuvimos un momento para disfrutar del fresco del jardín, mientras Mateo encendía una de esas hojas de tabaco que los indios envolvían alrededor de excrementos.
—Vi más cosas en tu cara cuando miraste a De Alva que durante su flirteo con Isabela. Vi odio, el odio que se siente hacia alguien que ha violado a tu propia madre.
Hice una mueca ante esa referencia a las madres.
—Yo ya conocía la aventura entre Isabela y De Alva. —Le relaté entonces en voz baja lo que había presenciado en el patio de la hacienda de Vélez, y Mateo soltó una maldición que, si llegaba a cumplirse, haría que Isabela ardiera para siempre en las llamas del infierno.
—Entonces, ¿es eso? ¿La aventura de ese hombre con Isabela?
—Sí.
—Eres un lépero mentiroso. Dime la verdad antes de que te corte los testículos y se los dé de comer a los peces de la fuente.
Derrotado, me senté en el borde de la fuente y le conté a Mateo toda mi historia; bueno, casi toda. Omití lo de María y el prostíbulo. Había tenido todas esas cosas como embotelladas durante tanto tiempo que brotaron a borbotones, en un torrente de palabras mientras me estrujaba las manos: la extraña vendetta de la vieja de negro, el que me dijeran que mi padre era un gachupín, el interrogatorio por parte de Ramón de Alva, el asesinato de fray Antonio y la persecución de mi persona.
Cuando terminé, Mateo llamó a un criado y le dijo que nos trajera vino. Después encendió otra de esas pestilentes hojas de tabaco.
—Supongamos por un momento que tu fraile estaba en lo cierto, que tu padre era un gachupín. —Se encogió de hombros—. En Nueva España hay miles de bastardos mestizos, mulatos, incluso algunos con sangre china de mujeres traídas en el galeón que viene de Manila. Un bastardo, aunque sea de pura sangre, no puede heredar de su padre a menos que sea reconocido y convertido en heredero. Si ése fuera el caso, no habrías sido criado por un cura suspendido de sus funciones, que vive en los albañales de Veracruz.
—Yo opino lo mismo. Por ley, no tengo ningún derecho y ni siquiera soy considerado humano. La razón por la que De Alva quiere matarme sigue siendo un misterio para mí, del mismo modo que no entiendo por qué alguien querría respirar el humo hediondo de la hoja de una planta.
—El tabaco de alguna manera es un consuelo para mí cuando no hay una mujer cerca que me acaricie. —Se puso en pie, se desperezó y bostezó—. Mañana debes volver a las calles y convertirte de nuevo en un lépero. Y yo tengo que comprar una pulquería.
Por lo general, Mateo daba siempre tantos consejos —casi siempre equivocados—, que el hecho de que no me ofreciera una solución al problema de Ramón de Aíva me dejó… vacío.
—¿Qué opinas, Mateo? ¿Por qué mató De Alva al fraile y quiere matarme también a mí?
—No lo sé, Bastardo, pero lo averiguaremos.
—¿Cómo?
Me miró fijamente como si le hubiera preguntado de qué color eran las enaguas de su hermana.
—Pues, ¡se lo preguntaremos!