OCHENTA Y TRES

Mateo se frotó las manos con fervor cuando nos dirigimos a nuestras majestuosas habitaciones situadas sobre el establo.

—Aventura, intriga, quién puede saber lo que esta misión nos deparará, amigo. Huelo en el aire romance y peligro, los encajes de una mujer y una daga en el cuello.

—Lo que vamos a investigar es una revuelta de esclavos, Mateo, no los amoríos de un duque.

—Mi joven amigo, la vida es aquello en lo que uno la convierte. Mateo Rosas de Oquendo puede fabricar un anillo de oro con la cola de un cerdo. Esta noche te llevaré a un lugar donde podrás sacudirte el polvo de tu garrancha. Has estado acostándote durante tanto tiempo con indias aldeanas que has olvidado lo que es trotar la nariz entre los pechos de una mujer que no huele a tortillas y a fríjoles.

—¿Qué lugar es ése, Mateo? ¿Un convento de monjas? ¿Los aposentos de la esposa del virrey?

—Una casa de putas, naturalmente. La mejor de la ciudad. ¿Tienes algunos pesos, amigo? Allí tienen un juego de cartas llamado «primera» en el que soy un maestro. Coge todo tu dinero, disfrutarás de todas las mujeres de la casa e igualmente volverás a casa con los bolsillos llenos.

Me encantó la camaradería de Mateo. ¡Él sí era un amigo! No sólo iba a llevarme a disfrutar de las maravillas del cuerpo de una mujer, sino que se aseguraría de que mis bolsillos estuvieran llenos cuando regresara a casa.

Sin embargo, había momentos en que tenía ganas de abofetearme, cuando me sumergía en el entusiasmo que sentía Mateo por la vida y el amor. Momentos en que debía recordar que durante la vida de Mateo había pasado suficiente dinero por sus manos como para llenar una de las naves del tesoro del rey… sin que nadie más le pusiera los dedos encima.

El primer indicio de que aquella noche no sería tan extraordinaria como me había prometido lo recibí cuando me pidió dinero camino de la casa de juegos y de prostitución.

—Como depósito y ganancia —me dijo—. Conozco ese juego de cartas tanto como la cara de mi madre.

Nueva España, igual que la Vieja España, es un país muy cristiano. Nuestra piedad y nuestra rectitud son florecientes. Nuestros conquistadores portaban la espada y la cruz. Nuestros sacerdotes desafiaron la tortura y el canibalismo para traer la Palabra a los paganos. Pero también somos personas muy lujuriosas, llevamos romanticismo en nuestro corazón y tenemos cierto sentido práctico cuando se trata de asuntos relacionados con la carne. Por tanto, no nos parece nada contradictorio tener en la ciudad tantos prostíbulos como iglesias.

Mateo me aseguró que la Casa de los Siete Ángeles era la mejor.

—Tienen mulatas del color de la leche con chocolate, cuyos pechos son fuentes en las que los dioses ansiarían poder beber, y cuyo lugar rosado es tan dulce y jugoso como una papaya madura. Esas mujeres han sido criadas como los mejores caballos… cuidando la forma de sus caderas, la curva de sus pechos, la longitud de sus piernas. Cristo, Cristo, nunca conociste mujeres así cuando estabas con el Sanador.

—¿También hay mujeres españolas?

—¿Mujeres españolas? ¿Qué mujer española estaría en un prostíbulo? ¿Acaso debo cortarte el cuello para enseñarte a respetar a las mujeres de mi país? Por supuesto que no hay mujeres españolas, aunque algunas de esas casas pertenecen a mujeres españolas, que las regentan con el permiso de sus maridos. Una prostituta española recibiría cientos de propuestas de matrimonio en su primer día en Nueva España. Hay algunas indias para los que no tienen suerte en las mesas de juego, pero no se pueden comparar con las mulatas.

Un africano casi tan imponente como el portón de la Casa de los Siete Ángeles nos hizo pasar después de que Mateo le dio un real de mi dinero. Memoricé la arrogancia con que Mateo se mofó de él y la forma despectiva en que le arrojó la moneda, como si el dinero le creciera en los bolsillos como la pelusa.

En la recepción de la casa había cuatro mesas de juego, con hombres apiñados alrededor de ellas.

—Date una vuelta por ahí y elige a la puta que más te excite. Yo trabajaré con tus pesos para que podamos tener las mejores mujeres.

Las mujeres de la casa se encontraban en una habitación ubicada a la izquierda. Estaban sentadas sobre bancos acolchados con almohadones de seda roja. Otro esclavo, casi tan corpulento como el de fuera, custodiaba la entrada. Se podía mirar pero no tocar hasta haber concretado los arreglos económicos pertinentes.

Mateo no había mentido con respecto a la calidad de aquellas mujeres. Eran mulatas como yo no había visto jamás, mujeres cuyas piernas podían rodear la cintura de un hombre y casi llegar al cielo raso cuando él las montaba. A un lado había varias muchachas indias, de naturaleza más delicada que las chicas que yo conocía, que habían desarrollado brazos y piernas fuertes de tanto trabajar en los campos y preparar tortillas, pero para mí eran lo que el pulque es en comparación con un fino vino español. Ya había probado el pulque y era hora de que probara otras bebidas embriagadoras.

Algunas de las mujeres llevaban la cara cubierta por antifaces. Yo no sabía si esos antifaces tenían la finalidad de copiar la moda de las señoras adineradas o si los llevaban porque pensaban que sus caras eran menos atractivas que sus cuerpos.

Una de las mujeres enmascaradas, una india, me sonrió. Sospeché que ella llevaba el antifaz porque era mucho mayor que el resto de las chicas; probablemente tenía cerca de cuarenta años, demasiado mayor para estar en un prostíbulo, aunque su carne fuera todavía firme y razonablemente atractiva. Tenía un cuerpo agradable, pero carecía del erotismo de las demás mujeres.

Le pregunté al vigilante acerca de ella.

—Es una esclava, fue vendida a la madame por el magistrado después de ser arrestada por robo.

Los criminales eran vendidos como castigo severo; los hombres, incluso a las minas, pero me sorprendió que pudieran vender a una mujer para que se dedicara a la prostitución.

—Ella eligió esto —dijo el vigilante—. Podría haber cosido ropa en el taller del obraje, pero prefirió la prostitución porque aquí se le permite guardar las propinas que le dan los clientes y el trabajo es menos pesado. A su edad, le habría ido mejor en una casa con sólo putas indias. El dueño de este establecimiento la conserva aquí sólo por una razón… para los hombres que pierden en las mesas de juego.

Señalé entonces a una mulata particularmente lujuriosa, a quien me proponía montar y cabalgar con ella como si fuera uno de los famosos catorce caballos de Cortés.

—Ésa es la que probaré tan pronto como mi amigo termine de jugar.

—Muy buena elección, señor. Es la mejor puta de la casa, pero también es la más cara… y por lo general a mí me pagan una pequeña cantidad porque es mi esposa.

—Por supuesto —dije, tratando de no parecer provinciano al sentirme un poco escandalizado por el hecho de que aquel hombre alquilara a su esposa.

Complacido por haber elegido y feliz con la perspectiva de acostarme con una cremosa diosa del amor, busqué a Mateo en las mesas. Al acercarme, él se puso de pie con una expresión torva en la cara.

—¿Qué sucede?

—San Francisco no ha guiado las cartas para mí esta noche.

—¿Cómo te ha ido?

—He perdido.

—¿Has perdido? ¿Cuánto?

—Todo.

—¿Todo? ¿Todo mi dinero?

—Cristo, no hables tan alto. ¿Quieres avergonzarme?

—¡Te mataría!

—No se ha perdido todo, mi joven amigo. —Tocó la cruz que yo llevaba, la que fray Antonio me dijo que era el único recuerdo de mi madre. Le había quitado el falso colorido para revelar su belleza—. Este fino collar nos dará suficientes pesos para permitirme jugar de nuevo.

Le pegué un manotazo en la mano.

—Eres un tunante y un sinvergüenza.

—Es cierto, pero de todos modos necesitamos conseguir dinero.

—Vende tu caballo, el que montó Cortés.

—No puedo. La bestia está renga, como lo estará el bribón que me lo vendió cuando lo encuentre. Pero me pregunto si la madame no me daría algunos pesos por él. Ella podría vendérselo a los indios como carne.

Me aparté de él tan furioso que, si hubiera tenido el coraje —y la locura— suficiente, habría desenvainado la espada y le habría pedido que saliera.

El vigilante se encontraba todavía junto a la puerta del harén. Le mostré un anillo de plata con una pequeña piedra roja que había comprado en uno de mis viajes con el Sanador.

—Se trata de un anillo muy poderoso; le trae suerte al que lo lleva.

—Entonces déselo a su amigo, que juega a las cartas.

—No, bueno, es que él no sabe cómo emplear la magia. El anillo vale diez pesos. Se lo daré a usted por permitirme pasar un rato con esa belleza de piel atezada. —Mi lengua rehusó referirse a ella como su esposa.

—El anillo vale un peso. Puede pasar quince minutos con una chica de un peso.

—¡Un peso! Eso es un robo. Vale por lo menos cinco.

—Un peso, diez minutos.

Estaba desesperado. Necesitaba el aroma del perfume de una mujer en la nariz como un ramillete de flores, para que me hiciera más llevadera la noche en que debía oler estiércol en mi cuarto de la casa de don Julio. Además, yo había robado ese anillo después de negarme a pagar un peso por él.

—Está bien. ¿Qué chica?

Me señaló a la india de más edad, la mujer enmascarada que había elegido la prostitución en lugar de coser en un taller.

—Su nombre es María.

—Eres un muchacho bien parecido. ¿Tienes más dinero? —jadeó.

Me tumbé de espaldas sobre una cama dura y ella comenzó a saltar sobre mí como si montara un caballo después de que el animal hubiera pisado carbón encendido.

—Oh, eres una bestia —¡jadeo!, ¡jadeo!—, tienes el pene de un caballo, la fuerza de un toro —¡jadeo!, ¡jadeo!—. ¿Cuánto dinero me pagarás si hago que tu jugo fluya dos veces?

Sólo teníamos diez minutos y, si bien yo era capaz de hacer explotar jugo de mi parte viril en cuestión de segundos, necesitaba durar la totalidad de los diez minutos para amortizar el valor de mi peso. Ella habló sin parar desde el momento en que me quité los pantalones de montar, en su mayor parte acerca de cuánto dinero más recibiría de mí. A pesar de que modestamente me jactaba de ser uno de los grandes amantes de Nueva España, tenía la impresión de que ella estaba más interesada en el tamaño de mi billetera que en las preciosas joyas que llevaba en mis pantalones.

—Eres un muchacho fino y bien parecido. Es una pena que no tengas más dinero.

Ella dejó de jadear. Faltaba poco para que terminaran los diez minutos.

—¡Más! ¡Necesito más! Me he estado reprimiendo y ahora necesito gastarlo.

—¿Tienes un peso más? —preguntó ella.

—¡No tengo nada!

Comenzó a mecerse de nuevo y asió la cruz que yo llevaba al cuello.

—Un collar precioso. Estoy segura de que la madame te permitiría estar conmigo toda la noche a cambio de esto.

—¡No! —Le aparté la mano de un manotazo. Comenzaba a sentir que mi pene se ponía más y más duro, listo para terminar—. Perteneció a mi madre —gemí y empecé a empujar.

—Tal vez Dios quiere que lo tenga yo. Mi propio hijo tenía uno igual.

—Entonces pídeselo a él.

—Hace años que no lo veo. Vive en Veracruz —dijo, entre jadeos.

—Yo vivía en Veracruz. ¿Cómo se llama tu hijo?

—Cristóbal.

—Mi nombre es Cristo…

Ella se frenó en seco y me miró. Suspendí mis acometidas y yo también la miré. Dos ojos oscuros detrás del antifaz me miraron. El volcán que tenía entre las piernas sacudía todo mi cuerpo, listo para entrar en erupción y verter su lava dentro de la mujer.

—¡Cristóbal! —gritó.

Bajó de la cama de un salto y salió corriendo de la habitación. Yo me quedé allí, aturdido, mientras mi volcán se encogía lentamente. María. El nombre cristiano de mi madre era María.

Me puse la ropa trabajosamente y salí del cuarto en busca de Mateo. Mi mente y mí cuerpo eran presa de una creciente sensación de espanto.