La casa de don Julio en la ciudad, si bien no tan majestuosa como un palacio, era más imponente que la de la hacienda. Al igual que la mayoría de las mansiones elegantes de la ciudad, tenía un jardín con hermosas flores y fuentes, enredaderas que cubrían pasadizos cuya sombra brindaba frescura aunque el sol estuviera bien alto en el cielo, un enorme establo para los carruajes y los caballos y, desde luego, en la casa principal, una inmensa escalinata.
Un criado me condujo a mi habitación… que se encontraba encima del establo, era muy calurosa y olía a estiércol. Mateo hizo una mueca.
—Mi cuarto está al lado del tuyo. Doña Isabela quiere que sepamos cuál es nuestro lugar.
Don Julio nos aguardaba en la biblioteca, dando instrucciones a los criados de cómo desembalar y ordenar sus libros en los estantes. Lo seguimos hasta una salita. Él permaneció de pie al dirigirse a nosotros.
—La ciudad ha sufrido daños por las inundaciones durante las fuertes lluvias debido a que se produjeron hundimientos y derrumbes que atoraron el túnel. Del mismo modo que sucede con un caño, un túnel sólo conducirá tanta agua como quema en su parte más estrecha.
Más para mí que para Mateo, que ya poseía ciertos conocimientos con respecto al proyecto del túnel, continuó explayándose sobre el tema.
La ciudad está emplazada sobre un lago o sobre lo que mucha gente creyó que era una serie de cinco lagos intercomunicados. El lago se encuentra situado sobre una planicie, en lo más profundo de un vasto valle, rodeado de montañas, muchas de las cuales tienen una legua de altura. Tenochtitlán estaba originariamente construida sobre una isla saturada de humedad y lentamente se fue expandiendo gracias a los jardines flotantes que echaron raíces en ese lago poco profundo. Como la ciudad estaba tan baja con respecto al nivel del agua, los aztecas construyeron un complejo sistema de canales y diques para proteger la ciudad de las inundaciones.
Casi desde la época de la conquista, la ciudad comenzó a sufrir inundaciones periódicas. Los indios creían que esas inundaciones tenían un origen espiritual. En venganza por la profanación de los dioses aztecas, Tláloc, el dios de la lluvia sediento de sangre, provocaba precipitaciones torrenciales que amenazaban la ciudad. Para construir una ciudad grande justo encima de Tenochtitlán, los españoles deforestaron las laderas cubiertas de árboles. Se decía que solamente el palacio de Cortés absorbió cerca de diez mil árboles.
Con las laderas libres de vegetación, el agua comenzó a caer en cascadas de las montañas, arrastrando consigo tierra que fue llenando los lagos y haciendo subir el nivel del agua. Las primeras inundaciones llevaron a la reconstrucción de los diques de los aztecas. Pero el lecho del lago se fue llenando paulatinamente de más tierra procedente de las laderas de las montañas y los diques ya no podían contener ese nivel de agua cada vez mayor.
—Cada década, desde la conquista, se han visto lluvias torrenciales e inundaciones en la ciudad —dijo don Julio—. La mayor parte del valle quedó cubierto de agua durante una temporada inusualmente lluviosa y la ciudad prácticamente quedó despoblada… Sólo el coste de reedificar una ciudad entera nos impidió trasladar la Ciudad de México a tierras más altas.
Hacía tiempo que se preveía la construcción de un canal y un túnel a través de las montañas para drenar el agua de lluvia antes de que la ciudad se inundara. A don Julio, famoso por su habilidad como ingeniero, se le encargó el diseño del proyecto.
—Como sabéis, yo tracé los planos para el proyecto: un canal de casi diez kilómetros desde el lago de Zumpango a Nochistongo, seis kilómetros y medio de los cuales atravesarían las montañas.
—¿Y esos planos se respetaron? —preguntó Mateo.
—Mis especificaciones determinaban el tamaño y la posición del canal y del túnel. Pero en lugar de apuntalar el túnel con vigas sostenidas por hierros, cubiertas con ladrillos reforzados con mampostería, las paredes del túnel se hicieron con ladrillos obtenidos con una mezcla de barro y paja, similares a los que se utilizan para construir una casa. —En la cara de don Julio apareció una expresión de pesar—. No conocíamos la constitución de la montaña, que resultó ser propensa a los hundimientos. Yo no participé de la construcción en sí misma, pero me dijeron que muchos indios murieron al excavar el túnel. Sus gritos amortiguados me acosarán cuando arda en el infierno por la parte que me corresponde de este desastre.
Lamentablemente para los indios, la montaña no estaba formada por rocas, sino por tierra suelta. Yo había oído decir que cincuenta mil indios habían muerto excavando el túnel, pero en lugar de aumentar la preocupación y la culpa de don Julio con ese dato, me limité a apartar la mirada.
—Como sabéis, este año ha llovido mucho, no tanto como en el pasado, pero por encima del nivel normal de precipitaciones. Y se produjo una inundación menor.
Sentí un alivio instantáneo.
—¡Una inundación menor! Entonces la situación no es tan terrible como creíamos.
—Es aún peor. A causa de los derrumbes, el túnel no pudo transportar el agua que estaba por encima del nivel normal. Y si llegara a producirse una tormenta fuerte, es posible que toda la ciudad quedara inundada.
—¿Qué se puede hacer, entonces? —preguntó Mateo.
—Justamente, en eso estoy trabajando. Ya hay un ejército de indios sacando los escombros de los derrumbes y poniendo ladrillos de mampostería y vigas de madera. Pero cuando re-construimos un sector se produce un hundimiento a pocos metros.
—¿Y qué podemos hacer nosotros? —preguntó Mateo.
—Por el momento, nada. Necesito saber más acerca de cómo se construyó el túnel, y no necesito vuestra ayuda para hacer esas pruebas. Pasarán meses antes de que averigüe algo concreto, e incluso entonces es posible que nunca logre determinar con exactitud qué fue lo que salió mal. Pero si lo que sospecho es cierto, necesitaré que me echéis una mano. Mientras tanto, he recibido una comisión del Consejo de Indias para que investigue una posible insurrección contra la autoridad de su majestad.
»El virrey se ha puesto en contacto con el Consejo y ha requerido asistencia con respecto a los rumores de conspiración por parte de africanos, esclavos, mulatos y personas similares con el fin de rebelarse, matar a todos los españoles y elegir su propio rey de Nueva España.
Mateo se mofó de la noticia.
—Esos rumores corren desde el día en que llegué a Nueva España. Nosotros, los españoles, les tenemos miedo a los africanos porque nos superan en número.
Don Julio sacudió la cabeza.
—No es tan fácil descartar una rebelión. Varias veces en el pasado los africanos se han levantado en contra de sus amos, han quemado plantaciones y asesinado a sus dueños. Cuando en una plantación se rebelaba un grupo, otros que trabajaban cerca se unían a él. Por fortuna, las insurrecciones siempre han podido sofocarse, brutalmente, en una etapa temprana, antes de que los africanos tuvieran tiempo de unirse para ofrecer resistencia a los soldados enviados a corregir la situación. Una razón es que nunca tuvieron un líder capaz de unirlos a todos en un ejército organizado. Pero ese hombre existe, y las noticias de sus logros se han propagado como el fuego entre los negros hasta conferirle casi la autoridad de un dios.
—Yanga —dijo Mateo.
—¡Yanga! —Estuve a punto de saltar de la silla.
—¿Qué te ocurre, Cristo? ¿Por qué te sorprende ese nombre?
—Bueno… una vez oí hablar de un esclavo llamado Yanga, un prófugo. Pero eso fue hace muchos años.
—Este Yanga es un prófugo, creo que de la zona de Vera-cruz; pero es posible que Yanga sea un nombre común entre los africanos. Estuviste encerrado en la hacienda tanto tiempo que no tuviste oportunidad de escuchar todas las historias sobre ese hombre. Este tal Yanga, concretamente, escapó de una plantación. Se dirigió a las montañas y a lo largo de varios años reunió a otros prófugos, que ahora llamamos cimarrones, los suficientes como para formar un pequeño grupo de bandoleros que saqueaban los caminos que unían las poblaciones de Veracruz, jalapa y Puebla.
»Yanga asegura haber sido un príncipe en África. Sea esto o no cierto, posee un gran talento para la organización y la lucha. Se dice que, en la actualidad, su banda está integrada por más de cien hombres, que tienen una aldea en las montañas. Cuando las tropas del virrey finalmente llegaron a la aldea, después de sufrir muchas bajas, los hombres de Yanga prendieron fuego al poblado y desaparecieron en la jungla. Pocas semanas después tenían otra aldea en lo alto de las montañas, desde la que aterrorizaban los caminos que había debajo.
»Tienen una reputación temible, no sólo entre nosotros, los españoles, sino también entre los indios. Roban mujeres indias y realizan lo que ha dado en llamarse “matrimonios de montaña”, en los cuales las mujeres son forzadas a casarse con ellos. Recientemente, un mercader, su hijo y sus indios fueron atacados cerca de Jalapa por los cimarrones. Los esclavos fugitivos se apoderaron de una caja fuerte que contenía más de cien pesos. El joven hijo del comerciante murió en el ataque, le cortaron la cabeza, junto con algunos de los indios varones. A varias de las mujeres indias se las llevaron. Se dice que uno de los cimarrones arrancó a un bebé de brazos de su madre, le destrozó la cabeza aplastándola contra una roca y después se llevó a la mujer montada en un animal de carga robado.
»Se suponía que este ataque había sido realizado por los hombres de Yanga, pero a Yanga se le echa la culpa de tantos ataques que debería haber estado en tres lugares al mismo tiempo. Por otra parte, los relatos del salvajismo de los cimarrones aumentan día a día, hasta el punto de que uno se pregunta si serán o no verídicos. Aproximadamente al mismo tiempo en que ese ataque se producía cerca de Jalapa, una hacienda cercana a Orizaba también fue atacada y en ese asalto perdieron la vida el mayordomo español y varios indios. Los que sobrevivieron dijeron que, después de que el mayordomo se desplomó, un esclavo le abrió la cabeza con un machete y después se arrodilló, recogió la sangre con las manos y se la bebió. Como es natural, también ese ataque fue atribuido a Yanga.
Todos nos quedamos en silencio durante un momento. Por supuesto, confié en que el Yanga de los cimarrones no fuera el Yanga que yo había liberado, pero recuerdo que el dueño de la plantación comentaba que el esclavo aseguraba haber sido príncipe en África. Aunque se tratara del mismo hombre, yo no tenía remordimientos de conciencia por sus actos. Los que habían creado a los cimarrones eran los hacendados codiciosos, no yo.
Don Julio fijó la vista en un rincón del cielo raso y apretó los labios. Cuando habló, fue como si me hubiera leído el pensamiento.
—Parece que el Señor nos devuelve el doble de los males que sembramos. Los hombres españoles superan en número a las mujeres españolas en una relación de veinte a uno en Nueva España, de ahí que las necesidades sexuales de los hombres se centren en las mujeres nativas. Los esclavos varones también tienen necesidades sexuales, y el número de los hombres africanos es también mayor que el de las esclavas mujeres en una relación de veinte a uno. Las únicas mujeres capaces de solucionar esa desproporción son las indias. Nosotros denostamos a los hijos de esas uniones: las de los españoles y las esclavas, como menos que humanas, no porque no caminan ni hablan ni piensan como nosotros, sino porque, en el fondo de nuestro corazón, sabemos que nuestra codicia por los tesoros del Nuevo Mundo es lo que ha infligido esas iniquidades.
»La segunda generación de pobladores del Nuevo Mundo ya comenzaba a sufrir rebeliones de esclavos. Los africanos de propiedad de Diego Colón, hijo del Descubridor, se rebelaron y mataron a españoles en la isla Hispaniola. Sin embargo, varios miles de esclavos fueron importados a partir de entonces. ¿No había ninguna lección que aprender de este comienzo poco auspicioso con la esclavitud?
»Pero, basta de filosofía. No necesito filósofos, sino hombres que puedan salir a investigar. Cristo, hace muchos años fuiste ladrón y mendigo. ¿Todavía posees esas habilidades?
—Podría robarle a una viuda su último peso si usted lo necesitara, don Julio.
—Es posible que la misión que te encomiende sea más difícil y peligrosa que robarles a las viudas. Quiero que vuelvas a caminar por las calles como un lépero. Mantendrás los ojos y los oídos bien abiertos mientras te mezclas con los africanos. Escucha sus conversaciones, observa lo que hacen. Necesito saber si este rumor de revuelta es tan sólo una baladronada fruto de unas lenguas aflojadas por el pulque o si se está gestando una auténtica rebelión.
—Yo he tratado con africanos en Veracruz. Y esa experiencia me dice que los que están en esta ciudad difícilmente compartirían sus inquietudes con un lépero.
—No espero que confíen en ti. Sólo que te mantengas alerta. La mayor parte de esos africanos y mulatos hablan entre sí una lengua viciada porque no existe un lenguaje único que compartan todos. Hablan un poco de distintas lenguas africanas, algo de español y palabras recogidas de los indios. Tú entenderás mejor lo que dicen que Mateo o yo.
—Pero ¿no sería mejor que contratara a un esclavo o a un mulato para que se mezclara con ellos y le informara después de qué es lo que dicen? —pregunté.
—Eso ya lo hice. Mateo se encargará de varios a los que les hemos pagado para que nos informen. Pero el virrey no creerá la palabra de un africano. Tampoco la de un lépero que, a sus ojos, es menos digno de confianza incluso que un esclavo. Sólo escucharía a un español, y yo tengo dos: mi joven primo y un capataz de mi hacienda.
—Además de controlar a los africanos que contrató, ¿de qué otra manera puedo ayudarlo en esta investigación? —le preguntó Mateo a don Julio.
—Mantén a Cristo con vida. Él es nuevo en la ciudad y tengo miedo de que sus instintos de supervivencia de lépero se hayan desgastado tanto como las paredes del túnel. Además, debes pensar en entrar en el negocio del pulque.
—¿Del pulque?
—¿Qué crees que beben los africanos? ¿Finos vinos españoles?
—Pero sería ilegal que un esclavo bebiera pulque —este comentario estúpido provino de mí, y como respuesta recibí una mirada entre divertida e incrédula de cada uno de ellos.
—El asesinato, el bandolerismo y la insurrección también son ilegales —murmuró don Julio.
—Y también lo es un lépero desagradable —dijo Mateo—. Sin embargo, en las calles, y en esta casa, hay esa basura. Pero, don Julio, ¿qué tiene pensado con respecto a ese asunto del pulque?
—Hay dos cosas infalibles para cerrarle los ojos a un hombre y soltarle la lengua: una mujer y el alcohol. Ambas cosas pueden encontrarse en una pulquería. He oído decir que en la ciudad hay alrededor de mil pulquerías, si se tiene en cuenta a todas las viejas que venden pulque con jarras a la puerta de su casa. No cabe ninguna duda de que muchas de ellas sirven exclusivamente a los africanos de forma clandestina. Quiero que alquiles uno de esos establecimientos, o que lo compres si fuera necesario. Descubrirás otros y enviarás a nuestros africanos contratados para que vayan allí a beber y a escuchar.
—¿Y cómo lo voy a hacer para localizar un lugar así?
—Cristo pronto se enterará de su existencia por habladurías en la calle, pero hay una manera más fácil. En esta ciudad, la mayoría de las ganancias ilícitas pasan por nuestras manos, las de los españoles. Te daré el nombre de una persona, un español, aparentemente muy respetable. Sin duda él podrá hacer los arreglos necesarios para que consigas una pulquería.
—¿Está asociado con la Recontonería? —pregunté.
Don Julio sacudió el cabeza, atónito.
—Llevas una hora en la ciudad y ya conoces el nombre de la organización que controla casi toda la corrupción. Bueno, ya no me preocupa la posibilidad de que hayas perdido tus habilidades de bribón.
Cuando Mateo y yo nos disponíamos a salir de la habitación, don Julio preguntó:
—¿Qué os parecen vuestras habitaciones? Isabela las ha elegido especialmente para vosotros.
Mateo y yo intercambiamos una mirada.
—Muy buenas, don Julio. Excelentes.
Él se esforzó por impedir que en sus labios se dibujara una sonrisa.
—Debéis estar agradecidos de que se encuentren encima del establo, y no dentro de él…