SETENTA Y NUEVE

—Nos vamos todos a la ciudad —nos informó don Julio cierto día.

Mateo y yo intercambiamos miradas de sorpresa.

—Recoged todas vuestras pertenencias. Les diré a los criados qué deben llevarse de las cosas de casa. Cristo, tú supervisarás el embalaje de los libros de la biblioteca y de otros artículos que te indicaré. Mateo y yo partiremos mañana a la ciudad. Tú vendrás con mí hermana y mi sobrina cuando lo hayas recogido todo. Tendrás que contratar más mulas para llevar la carga. Inés y Juana viajarán en el carruaje hasta donde sea posible y, luego, en una litera.

—¿Cuánto tiempo estaremos en la ciudad? —preguntó Mateo.

—No lo sé. Quizá para siempre. Tal vez nos enterrarán allí.

Yo nunca había visto a don Julio tan serio e introspectivo. Debajo de su sobria actitud de desaprobación intuí ansiedad y urgencia.

—¿Qué ocurre, don Julio? —pregunté—. ¿Acaso doña Isabela está enferma?

—Mi esposa todavía está suficientemente sana como para gastar dos pesos por cada peso que yo gano. No, no se trata de ella. El virrey ha reclamado mi presencia allí. Las fuertes lluvias de las últimas semanas han provocado inundaciones en algunas zonas de la ciudad.

—¿Qué ha pasado con el túnel de drenaje? —preguntó Mateo.

—No sé qué ha sucedido. Demasiada agua para el túnel, derrumbes; no lo sabré hasta que lo inspeccione. Yo diseñé ese túnel para que soportara fuertes lluvias.

Si bien me sentía preocupado por el problema de don Julio con el túnel, me fascinó la idea de ir a esa gran ciudad. Los años pasados en la hacienda me habían convertido en todo un caballero —o al menos, eso pensaba yo—, pero la hacienda era un lugar de ganado y maíz. ¡México! Su solo nombre parecía vibrar de excitación en mis oídos.

Por una mirada de don Julio comprendí que él había barajado la idea de que yo me quedara en la hacienda. También yo temía las negras sombras de mi pasado, pero habían pasado tantos años que ya no miraba constantemente hacia atrás. Además, ¡ya no era un muchachito mestizo, sino un elegante caballero español!

Mateo también estaba impaciente por volver a la vida de ciudad. Era más segura para él. Don Julio dijo que el miembro de la audiencia que le habría causado problemas a Mateo había regresado a España. Pero el entusiasmo que sentíamos se vio atemperado por nuestra preocupación por don Julio. Esa misma noche, después de la cena, Mateo expresó en voz alta algunos de mis propios temores.

—Está más preocupado de lo que aparenta. La orden del virrey debe de ser seria. El túnel ha sido el proyecto más costoso de la historia de Nueva España. Sabemos que don Julio es un gran hombre, el mejor ingeniero de Nueva España… así que el túnel debe de ser una maravilla.

Mateo me tocó el pecho con la punta de su daga.

—Pero, Bastardo, confiemos en que el túnel que don Julio diseñó sea el mismo túnel que construyeron.

—¿Crees que no se hizo bien el trabajo?

—Yo no creo nada… de momento. Pero vivimos en una tierra en la que los cargos públicos son vendidos al mejor postor y en la que una mordida compra cualquier favor de un gobierno oficial. Si el túnel falla y la ciudad sufre serios daños, ni el virrey ni sus subordinados aceptarán la culpa. Y, ¿quién mejor para soportar toda la culpa que un converso?

Quince días después de la partida de don Julio y de Mateo inicié mi viaje hacia la ciudad montado a caballo, con una caravana de mulas detrás. En mi impaciencia, hice que los criados lo embalaran todo rápidamente; pero si bien yo avanzaba a la velocidad de un jaguar, Inés arrastraba los pies como un prisionero camino del cadalso. La perspectiva de vivir con Isabela la irritaba. Ella no quería abandonar la hacienda; pero, incluso con una servidumbre leal de indios, don Julio temía por la seguridad de dos mujeres españolas solas.

—Preferiría ser asesinada por unos bandidos a dormir en la misma casa que esa mujer —declaró Inés.

Yo, en cambio, habría dormido bajo el mismo techo que el diablo con tal de conocer México.

Les dije a Inés y a Juana que se apresuraran con sus preparativos, mientras Inés ponía una excusa tras otra por la lentitud con que los hacía. Cuando estuvo todo listo, partimos: dos mujeres, yo y una caravana de mulas y criados. Había estado tres años en la hacienda. Había llegado allí como un mestizo paria y me iba como un caballero español. Sabía montar a caballo, disparar, manejar una espada, ¡e incluso comer con tenedor! No sólo era capaz de arrear el ganado sino que había aprendido también el milagro de cómo el sol y el agua nutrían la tierra.

Otra etapa de mi vida estaba a punto de comenzar. ¿Qué me tendrían reservado los dioses esta vez?