Cuando Isabela regresó a la ciudad, don Julio se llevó consigo a Mateo para llevar a cabo una misión secreta y yo me quedé en la casa, aburrido y muerto de celos.
—Quedas a cargo de la hacienda mientras yo esté ausente —me dijo don Julio—. Es una tarea muy importante para alguien tan joven… e impetuoso.
Le dije que quería ir con ellos, pero don Julio no escuchó mis súplicas.
Mientras ayudaba a Mateo a cargar su equipo sobre un caballo, él me habló de la misión que debían llevar a cabo.
—A don Julio no le interesan los crímenes ordinarios que asolan el país, pequeños bandoleros que le roban la cartera a un obispo o mercaderías a un comerciante. El informa directamente al Consejo de Indias en España. Allí le asignan misiones donde existen amenazas para el orden público o para el tesoro del rey.
Yo ya sabía eso acerca de don Julio; me enteré por la época en que perseguíamos a los Caballeros del Jaguar. Y, poco a poco, fui llegando a la conclusión de que precisamente su situación de converso era una de las razones por las que la Corona lo utilizaba. Así era más fácil controlarlo, puesto que siempre tenía la espada del judaísmo colgada sobre su cabeza.
—Se dice que algunos piratas planean atacar las reservas de plata que aguardan la llegada de la flota del tesoro. Mi trabajo será recoger información en las posadas, donde los hombres beben demasiado y alardean frente a las cantineras y las prostitutas. Con monedas bien colocadas y besos bien puestos, las mujeres repiten lo que han oído.
—¿Adónde vais?
—A Veracruz.
Comprendí que no me llevaban con ellos porque a don Julio le preocupaba la posibilidad de que alguien me reconociera en Veracruz. Una vez más, mi pasado se interponía entre nosotros, aunque nunca hubiéramos hablado de ello. Hasta que Mateo o don Julio sacaran a relucir el tema, yo no pensaba incomodarlos ni abrumarlos con mis problemas. Por darle cobijo a alguien buscado por asesinato podían meterlos en la cárcel… conmigo, como compañero.
El ataque pirata sólo resultó ser otro rumor de los que rodeaban siempre a la flota del tesoro. Mateo llegó a casa con otra cicatriz. Ésta se llamaba Magdalena.
Nunca le hablé a Mateo de la cita de Isabela con Ramón de Alva. Sentía demasiada vergüenza por don Julio como para compartir esa información, incluso con Mateo. También sabía que, si se lo decía a Mateo, él mataría a De Alva. Y la muerte de ese hombre no sólo era algo que me correspondía a mí, sino que tenía miedo de enfrentar a Mateo con el hombre que se decía era el mejor espadachín de la Tierra. Mateo habría insistido en luchar con él para restablecer el honor de don Julio. Yo, en cambio, no tenía ninguna intención de luchar honradamente con él.
Pronto aprendí que la hacienda marchaba sola, y que mis intentos de hacer que funcionara con mayor eficiencia casi siempre hacían que los indios bajaran su ritmo de trabajo o incluso dejaran de trabajar. En lugar de seguir haciendo el ridículo, me retiré a la biblioteca para aumentar mis conocimientos y aplacar mi aburrimiento durante el mes que Mateo y don Julio estarían ausentes.
Según don Julio, me empapaba de conocimientos como una esponja. «Te estás convirtiendo en un hombre del Renacimiento —me había dicho en una ocasión—, un hombre que no sólo tiene conocimientos de una disciplina, sino de muchas».
Ese día, mi cara se encendió como el sol del mediodía. Don Julio sí era un auténtico hombre del Renacimiento: poseía conocimientos de arte, literatura, ciencia y medicina. Podía arreglar un brazo roto, explayarse acerca de las guerras del Peloponeso, citar la Divina comedia de Dante, trazar un mapa de la tierra o el mar con estrellas y planetas. Yo me sentía tremendamente orgulloso de don Julio, cuyas dotes como ingeniero lo habían convertido en el diseñador del proyecto del gran túnel que era una de las maravillas del Nuevo Mundo.
Alentado por don Julio, devoré libros como una gran ballena que de un trago engulle todo un banco de peces. Evidentemente fray Antonio ya me había dado muchas lecciones de los clásicos, historia y religión. Pero la biblioteca del fraile era pequeña, en ella había menos de tres docenas de ejemplares. La de don Julio, en cambio, era una de las bibliotecas privadas más grandes de Nueva España y contenía más de mil quinientos libros. Era como el cuerno de la abundancia para una persona con un apetito insaciable de conocimientos.
Leí y releí no sólo las grandes obras que había en la biblioteca del fraile —muchas de las cuales también estaban en la de don Julio—, sino también libros prácticos como el tratado de medicina del padre Agustín Farfán, los trabajos del gran farmacéutico Mesué, el médico árabe del siglo IX en la corte de Harun-al-Raschid en Bagdad, los secretos de la cirugía revelados por el español Benavides, la historia de los indios de Sahagún y la historia de la conquista de Bernal Díaz del Castillo.
La biblioteca estaba repleta de trabajos de Galeno, de ciencia aristotélica y de los médicos árabes; escritos de los filósofos griegos, de los legisladores romanos y los poetas y artistas del Renacimiento: tomos sobre ingeniería y el cosmos. Algunos de los trabajos más fascinantes eran los relativos a la técnica quirúrgica de ponerle una nariz a una persona después de que le había sido rebanada, la historia de esa pecaminosa enfermedad francesa llamada sífilis, y las técnicas quirúrgicas de guerra de Ambroise Paré.
En Italia, un cirujano había desarrollado un procedimiento para reemplazar la nariz de las personas a quienes se la habían cortado. Don Julio me había dicho que el cirujano se había visto motivado por la situación en que se había encontrado una mujer de Génova cuya nariz había sido rebanada por unos soldados furiosos por la resistencia que ella presentó a la violación que estaban cometiendo.
Gaspare Tagliacozzi, el cirujano italiano, murió por la época en que nací yo. Había estudiado un método quirúrgico hindú, en el que un trozo de la piel de la frente era llevado hacia abajo y trabajado para que tuviera forma de nariz. La parte superior de esa piel, todavía sujeta a la frente, se dejaba así hasta que la parte de la nariz crecía sobre la carne. Los hindúes habían desarrollado ese arte por necesidad: muchas mujeres de la India perdían la nariz por infidelidades reales o imaginadas.
El método hindú dejaba una gran cicatriz, de forma piramidal, sobre la frente del paciente. Tagliacozzi desarrolló un método en el que se utilizaba la misma cantidad de piel, pero obtenida de debajo del antebrazo. El antebrazo es móvil, por lo que se construía un marco alrededor de la cabeza de la persona para sostener el antebrazo contra la zona de la nariz hasta que el trozo suelto de piel del antebrazo se unía a la carne para formar una nueva nariz.
También realizaba operaciones similares para reparar orejas, labios y lenguas.
En cuanto a la joven mujer de Génova cuya defensa de su virtud le causó la pérdida de la nariz, se dice que la operación fue un rotundo éxito, aunque, en climas fríos, su nariz adoptaba una tonalidad más bien púrpura.
Tagliacozzi relata sus técnicas en De Chirurgia Curtorum Per Insitionem, publicado un par de años antes de su muerte, un ejemplar del cual, en versión española, encontró su camino a la biblioteca de don Julio.
Una de las peores infecciones aparecidas en la faz de la Tierra es llamada por lo general sífilis o enfermedad francesa. Se dice que la enfermedad recibió su nombre del pastor Siphylus, quien insultó a Apolo; el dios, furioso, hizo que Siphylus contrajera una odiosa enfermedad que se propagó como un relámpago.
La sífilis se ha abatido sobre el corazón de cada hombre y cada mujer del Nuevo y del Viejo Mundo. Adquirida a través de la copulación, muchos hombres se la contagiaron a sus esposas. Los sacerdotes nos sermonean diciendo que la sífilis es xina enfermedad del pecado, puesta en la Tierra por Dios para castigar a los promiscuos, pero ¿qué pecado comete una mujer inocente que se contagia de esa terrible afección porque su marido, sobre el que ella no tiene ningún control, se la transmite después de haberla recibido de una ramera o de una aventura amorosa?
Para aquellos que no la detectan y la tratan en sus etapas iniciales, esa enfermedad no tiene cura, salvo la muerte. Para algunos, la muerte llega con lentitud; va carcomiéndoles la vida. Para otros, la muerte llega piadosamente de prisa… aunque con mucho dolor. Una de cada dos personas que se contagia muere de esta enfermedad.
El tratamiento es terrible, a medida que las horribles y dolorosas úlceras y comezones comienzan a cubrir el cuerpo de la persona infectada. Cuando las llagas están presentes en el cuerpo, introducen al enfermo en un barril o tonel con mercurio. Con frecuencia se utiliza un tonel empleado por lo general para salar la carne con el fin de que dure más tiempo. Ese recipiente debe ser del tamaño suficiente para contener el cuerpo de un hombre, de modo que es utilizado para eliminar la enfermedad por medio del sudor o para fumigar allí al sifilítico. El contenido del recipiente, paciente y mercurio en polvo o líquido, se calienta.
Se dice que la cura mata a tantas personas como la enfermedad. Muchos de quienes sobreviven a esa cura quedan con temblores en las manos, pies y cabeza, además de espantosas muecas y sonrisas que parecen de calaveras.
Don Julio me contó que los alquimistas, que eran quienes les suministraban el compuesto de mercurio a los barberos y a otras personas que realizaban los tratamientos, finalmente hicieron realidad su sueño de convertir el mercurio en oro merced al tratamiento de la sífilis.
Algunos sostienen que los hombres de Colón llevaron a Europa la temida enfermedad desde América. A su regreso a España, muchos de ellos eligieron convertirse en mercenarios y se apresuraron a unirse al rey Fernando de Nápoles, quien defendía su reino contra el rey Carlos de Francia. Después de la caída de Nápoles, los españoles entraron al servicio del rey francés y transmitieron la enfermedad a Francia. Debido a su pronto contagio en el ejército francés, se ganó el apodo de «enfermedad francesa».
Los indios niegan que la enfermedad sea originaria del Nuevo Mundo y aseguran que la trajeron los españoles y que mató a tantos indios como la peste y el vómito.
¿Quién puede saberlo? Tal vez las dos partes tengan razón… los caminos del Señor son inescrutables.
Hubo otra maravillosa historia de medicina que también me fascinó: la del cirujano francés del campo de batalla, Ambroise Paré. Paré fue otro hombre que murió no mucho antes de mi nacimiento.
Cuando Paré era un joven cirujano del ejército, la manera habitual de detener la hemorragia de una herida de bala era cauterizarla con aceite hirviendo. El polvo negro utilizado en los cañones y las armas más pequeñas era considerado venenoso; el aceite hirviendo era aplicado para eliminar ese veneno, detener el sangrado y curar la herida. La aplicación de aceite hirviendo en una herida resultaba extremadamente dolorosa para los soldados que ya tenían fuertes dolores.
Durante un período de muchas bajas, Paré se quedó sin aceite y decidió improvisar: aplicó un emplasto hecho con yemas de huevo, esencia de rosas y trementina. Para detener la hemorragia tomó la decisión radical de cerrar las arterias dañadas con una costura. Para su gran sorpresa y la de los cirujanos que trabajaban alrededor de él, casi todos sus pacientes sobrevivieron, mientras que la tasa de mortalidad de aquellos a los que se les aplicó aceite hirviendo fue excepcionalmente alta.
Al igual que muchos héroes de la medicina y de la ciencia, Paré no fue proclamado héroe inmediatamente. Procurando dar su parte a la Inquisición, siempre negó haber curado a los hombres. Para evitar ser acusado de estar aliado con el demonio, después de cada tratamiento decía: «Yo vendé su herida; fue Dios quien lo curó».
Fue de Paré que don Julio aprendió la técnica de extraer una bala de mosquete o una flecha con la persona en la misma posición en que estaba cuando el objeto penetró en su cuerpo.
Pero, ay, ése es el precio de la fama y del éxito: cuando la fama de Paré aumentó, algunos cirujanos envidiosos trataron de envenenarlo.
Después de leer todo lo referente a las habilidades y los conocimientos de Paré y de ver cómo don Julio aplicaba la medicina, me sorprendió la manera milagrosa en que fray Antonio era capaz de practicar la cirugía con los escasos conocimientos de anatomía que poseía y con utensilios de cocina en lugar de con instrumental quirúrgico. Sin duda el Señor le guiaba las manos.
Pensando en los milagros realizados por el fraile, recordé el relato de otro milagro médico. Un granjero llamado Roberto, que sufría de gangrena en la pierna izquierda, entró en coma a la puerta de una iglesia. En su estado de inconsciencia, soñó que los santos se le aparecían para llevarlo a un hospital. Los santos le amputaron la pierna por debajo de la rodilla e hicieron lo mismo con un paciente que había muerto y que se encontraba en una cama contigua. Le cosieron después al granjero la pierna del muerto. Cuando, al día siguiente, Roberto despertó, descubrió que tenía dos piernas sanas.
Al regresar a su casa del hospital, Roberto les contó a su familia y a sus amigos el incidente. Cada vez que les decía que había sido objeto de un milagro, que los santos en persona le habían cosido la pierna de un muerto para reemplazar la que le habían amputado, todo el mundo se mofaba de él. Y, cuando lo hacían, él se arremangaba el pantalón para demostrar la veracidad de su historia.
Una de sus piernas era blanca y la otra, negra.
El hombre de la cama contigua era un africano.