La hacienda Vélez y su casa principal eran más grandes que las de don Julio. Ante mis ojos de lépero, la casa se erigía como un palacio. En el camino, Isabela me había dicho que el hacendado, don Diego Vélez de Maldonado, era un gachupín muy importante de Nueva España.
—Se comenta que algún día será virrey —dijo.
Don Diego no estaba en la hacienda, pero Isabela me aseguró que ella se veía con él frecuentemente en México. Al parecer, juntarse con gente notable era muy importante para ella.
—Habrá familias de otras dos haciendas vecinas —dijo—. La reunión está organizada por el mayordomo de las propiedades de don Diego. Podrías aprender mucho si te sentaras a sus pies y lo escucharas. No es sólo el mayordomo de don Diego, un hombre que brilla en todas las facetas del comerció, sino que además está considerado el mejor espadachín de Nueva España.
Llegamos a la casa grande a última hora de la tarde. En cuanto el carruaje se detuvo, fuimos recibidos por varias mujeres quienes, como Isabela, eran esposas e hijas de los dueños de otras haciendas. Sus maridos las siguieron.
Yo estaba aburrido, cubierto de polvo y agarrotado por el largo viaje. Me presentaron a don esto y a doña aquello, pero ninguno de sus apellidos se me grabó en la memoria. Isabela había permanecido en un estado de casi hibernación durante la mayor parte del viaje y revivió justo cuando el vehículo se detuvo frente a la casa.
Sin mucho entusiasmo, me presentó como el joven primo de don Julio. No lo expresó en voz alta pero por su tono se notaba que detestaba tener en casa a otro de los parientes pobres de su marido. En cuanto ella dio a entender la miserable situación económica en que me encontraba, la cordial atención de que era objeto por parte de las madres de pronto se trocó en miradas de desaprobación y las sonrisas de sus hijas se volvieron tan frías como la piel de una rana. Una vez más, había hecho que me sintiera como una basura.
¡Ah, doña Isabela, qué mujer! Con razón don Julio había caído en las redes de su astucia… y ahora permanecía lejos de ella el mayor tiempo posible. Mateo asegura que algunas mujeres son como viudas negras: también ellas tienen vientres hermosos, pero devoran a su pareja. E Isabela era una verdadera maestra en el arte de tejer telarañas.
No me sentí tan deprimido como se habrían sentido algunos parientes pobres; interiormente reía frente al hecho de que la gran dama había sido escoltada por un lépero. Hasta que oí una voz procedente del pasado:
—Cómo me alegro de verte, Isabela.
La vida es un camino sinuoso para algunos de nosotros, que describe curvas junto a despeñaderos peligrosos y vertiginosos precipicios, con rocas afiladas en el fondo.
La Iglesia nos dice que en la vida podemos elegir, pero a veces me pregunto si los antiguos griegos no tendrían razón, en el sentido de que existen dioses juguetones —y a veces perversos— que entretejen nuestro destino y hacen estragos en nuestra vida.
¿De qué otra manera se podría explicar que yo lograra escapar de mi enemigo cinco años antes, que huyera de su daga y de sus asesinos, para encontrarme ahora en la misma casa que él?
—El primo de don Julio.
Isabela me presentó con tanto desprecio que Ramón de Alva, el hombre que le segó la vida a fray Antonio, prácticamente ni siquiera me miró. Isabela no sabrá nunca lo agradecido que le estoy por ello.
Nos dieron tiempo para refrescarnos y sacudirnos un poco la ropa antes de cenar. La noticia de mi falta de recursos debió de haber llegado antes que yo, porque la habitación que me asignaron era un cuarto de servicio, más pequeño que el ropero de la mayoría de los caballeros. Era un lugar oscuro, repleto de cosas, insoportablemente caliente y bien perfumado con el olor de los establos que había debajo.
Me senté sobre la cama con la cabeza gacha y reflexioné sobre mi destino. ¿Ramón de Alva me reconocería si yo lo miraba directamente a los ojos? Mi instinto me decía que no. Ahora tenía cinco años más, una serie importante de años que me llevó de la adolescencia a la edad adulta. Llevaba barba. Y le había sido presentado y vestía como un caballero español y no como un pilludo lépero.
Las posibilidades de que me reconociera eran muy pocas. Pero cualquier posibilidad, por pequeña que fuera, me hacía temblar el corazón dentro del pecho. Mi mejor táctica sería mantenerme alejado del peligro.
Había comprobado ya que todos los invitados eran amigos de Isabela en la ciudad, y en ese momento hacían su visita anual a sus haciendas. Sólo nos quedaríamos allí una noche y partiríamos de regreso por la mañana muy temprano para llegar cuando todavía fuese de día. Lo único que debía hacer era permanecer lejos de la vista de Ramón de Alva las pocas horas que duraría la cena y las copas y la conversación social intrascendente que seguiría.
Saltarme la cena equivaldría a estar a salvo de Ramón de Alva y de la posibilidad de que él me trinchara con su espada delante de todos los invitados. Un ingenioso plan comenzó a desplegarse en mi mente: me sentiría demasiado descompuesto como para asistir a la cena.
Por medio de un criado mandé decirle a doña Isabela que tenía el estómago revuelto por el viaje y que le solicitaba permiso para quedarme en mi habitación. Desde luego, le dije al criado que, si ella insistía, asistiría a la cena.
Instantes después, el criado regresó con la respuesta de Isabela: ella se las arreglaría muy bien sin mí.
Estaba muerto de hambre y le pedí al criado que me trajera un plato de comida. Él me miró, sorprendido, y entonces le dije que tenía un trastorno estomacal que se curaba con comida, pero que el médico me había dicho que debía comer tumbado.
Me desplomé en la cama y le di las gracias a san Jerónimo por haberme otorgado su merced.
Había jurado vengarme de aquel hombre, pero ése no era el momento ni el lugar para hacerlo. Cualquier cosa que hiciera contra él afectaría a don Julio y a Mateo. Si bien estaba ansioso por enfrentarme a ese hombre, aunque me costara la vida, mi sentido común me decía que traer miseria a la vida de mis amigos no era la mejor manera de agradecerles lo bondadosos que habían sido conmigo. Nueva España era un lugar muy grande, pero la población española no era demasiado numerosa en comparación con la tierra. Ramón de Alva volvería a aparecer en mi vida. Tendría que esperar a que se presentara la oportunidad de matarlo sin destruir a quienes me habían tratado con tanta benevolencia.
Me quedé dormido con olor a estiércol en la nariz y el sonido de la música de la fiesta en los oídos. Cuando me desperté, varias horas más tarde, me senté en la habitación a oscuras. Ya no se oía el murmullo de la gente. Miré la luna y calculé que había dormido hasta pasada la medianoche.
Tenía sed y salí del cuarto en busca de agua; avancé sigilosamente por miedo a despertar a alguien y atraer la atención hacia mí.
Antes había visto un pozo en un pequeño patio junto al jardín principal de la finca, donde se encontraba estacionado nuestro carruaje. Sin duda el pozo se utilizaba para los establos, pero a lo largo de mi vida había bebido cosas peores que agua de establo.
Después de bajar por la escalera hasta el patio, me detuve para respirar unos instantes el aire fresco de la noche. Siempre tratando de no hacer ruido, me acerqué al pozo y saqué agua de él. Cuando mi sed quedó saciada, me eché un cubo de agua por la cabeza para refrescarme.
La perspectiva de regresar a aquel cuarto tan caluroso no era precisamente tentadora: estaba tan caliente y húmedo como el sudor de un indio. Una alternativa era nuestro carruaje. Allí había más aire y un asiento que no era más duro que el jergón de paja del cuarto. Subí al carruaje. Tuve que apretujarme sobre el asiento, pero al menos podía respirar.
El sueño comenzaba a nublarme la mente cuando oí susurros y una risita. Temiendo revelar mi presencia en el vehículo si me movía con demasiada rapidez, lentamente fui incorporándome y me senté para espiar hacia afuera.
Dos personas habían entrado en el pequeño patio. Mis ojos ya se habían adaptado a la oscuridad, así que en seguida pude identificarlas por su ropa, Isabela y Ramón de Alva.
El muy sinvergüenza la tomó entre sus brazos y la besó. Los labios de él se fueron deslizando hasta el pecho de Isabela, y luego le apartó el corpiño para que esos pechos blancos que yo había visto aquella vez quedaran expuestos.
Ramón se comportó con ella como un perro en celo. La tiró al suelo y le arrancó la ropa. Si yo no hubiera visto que ella lo había acompañado voluntariamente a ese lugar, y que disfrutaba de esa conducta agresiva, habría sacado mi daga y saltado sobre él para impedir que la violara.
La ropa interior de Isabela voló por el aire cuando él se la quitó. Cuando esa zona oscura entre la reluciente blancura de sus muslos quedó expuesta, él se bajó los pantalones y la montó. Le introdujo el pene entre las piernas y los dos empezaron a moverse y a jadear.
Lentamente me recosté hacia atrás y me encogí de miedo cuando los muelles del carruaje crujieron. Cerré los ojos y me tapé las orejas con las manos para no oír los ruidos animales procedentes del patio.
Mi corazón sangró por don Julio. Y por mí.
¿Qué cosa tan terrible había hecho yo para que ese perverso hombre de negro apareciera de nuevo en mi vida?
A la mañana siguiente recibí un puñado de tortillas de la cocina en lugar de reunirme con los invitados para el desayuno. Al bajar al gran salón de la casa vi un retrato en la pared que me hizo detenerme y mirarlo fijamente.
La persona del cuadro era una joven muy hermosa, de alrededor de doce años, no todavía en plena madurez sino en esa etapa que oscila entre la infancia, la adolescencia y la juventud.
Estaba seguro de que la muchacha del retrato era Elena, la misma que me había sacado a escondidas de Veracruz. Mientras contemplaba la tela recordé que, en el carruaje, las mujeres de más edad se habían referido a su tío como «don Diego».
¡Santa María! Con razón me había topado con la bestia de Ramón de Alva. En el carruaje se dijo que De Alva era un empleado de su tío.
El parecido entre la muchacha del cuadro y mi salvadora era demasiado grande como para que fuera un error. Un criado pasó cerca de mí y le pregunté:
—¿Esa joven es la sobrina de don Diego?
—Sí, señor. Una muchacha muy hermosa. Falleció de viruela.
Salí de la casa y me dirigí al carruaje con lágrimas en los ojos. Si De Alva se hubiera cruzado en mi camino, me habría abalanzado sobre él y le habría cortado el cuello con mi daga. Aunque eso no tenía sentido, culpaba a De Alva incluso de la muerte de Elena. Para mí, él me había arrebatado a dos personas que yo amaba y estaba deshonrando a una tercera. Una vez más juré vengarme algún día de aquel hombre de una manera que no perjudicara a don Julio ni a Mateo.
Ahora mi corazón sabía por qué esta tierra llamada Nueva España era una tierra de tragedia y lágrimas, tanto como de alegría y canciones.