Todos los días, los hombres de la aldea salían a caballo a cuidar el ganado o, a pie, a trabajar en los campos. Algunas mujeres se quedaban para alimentar a sus hijos y preparar tortillas, mientras que otras subían por la colina para cocinar y limpiar la gran casa. Mateo se convirtió en un capataz de los indios vaqueros, y yo aprendí a arrear ganado. Después de una lección dolorosa, también aprendí a ponerme a cubierto de un toro que perseguía a una vaca.
Los que vivían en la Ciudad de México o incluso en Veracruz dependían para su protección del virrey y de su ejército, pero el brazo del virrey se extendía poco más allá de las grandes ciudades y los caminos principales. Los hacendados debían protegerse a sí mismos, y sus haciendas eran tanto casas como fortalezas. Las paredes estaban hechas de la misma mezcla de ladrillos y barro que las chozas de los indios, pero eran mucho más gruesas y altas. Para protegerse de los saqueadores —bandas de mestizos, indios fugitivos y españoles renegados—, las paredes debían ser lo suficientemente gruesas como para que un tiro de mosquete no pudiera perforarlas y lo suficientemente altas como para que nadie pudiera escalar por ellas. Se utilizaban vigas para sostener las paredes y los techos del edificio interior, pero había poca madera a la vista; lo único visible era la piedra y los ladrillos de barro.
En el interior de las paredes, las viviendas en forma de L ocupaban los dos tercios del espacio; un pequeño establo y un gran patio completaban la zona encerrada entre paredes. Los caballos, excepto los que eran de propiedad personal del hacendado, y todos los bueyes usados para trabajar en la hacienda estaban encerrados en corrales cerca de la aldea. En el exterior de la aldea había también graneros y talleres donde se fabricaba prácticamente todo lo necesario para la hacienda: desde herraduras para los caballos hasta cuero para los arreos y arados para trabajar los campos.
Los árboles del patio eran frondosos, las enredaderas verdes y las flores trepaban por las paredes y lo salpicaban todo de color, salvo los adoquines.
Fue a este lugar, a una fortaleza, una aldea, un pequeño reino feudal, al que fui para ser transformado de mestizo-oruga en mariposa española.
Don Julio me enseñaba ciencias, medicina e ingeniería, pero su enfoque era el de un profesor erudito: análisis serenos y libros para leer, como si estuviera en la universidad. Mi otro profesor era un demente.
Mateo era mi mentor para todo lo que me convertiría en un «caballero» fuera del ámbito de la cultura: montar a caballo, esgrima, uso de la daga, tiro con mosquete, baile, cortejo y hasta cómo sentarme a la mesa y comer con cuchillo, tenedor y plato, todo de plata. Tuve que luchar con mi instinto de llenarme el buche con la mayor cantidad de comida y en el menor tiempo posible, por miedo de que la siguiente comida no apareciera con la rapidez con que mi estómago lo requería.
Si bien Mateo poseía el aspecto externo de un caballero, carecía del temperamento sereno y la paciencia de don Julio. Me recompensaba con moretones cada error que cometía.
Pasaron dos años antes de que tuviera la oportunidad de conocer a Isabela, la esposa de don Julio, y cuando eso sucedió no resultó ni mucho menos tan placentero como conocer al resto de la familia. Con todo respeto, la describiría como una mujer hermosa pero hueca, dulcemente perfumada pero grosera y, en resumen, una medusa con una cabellera de serpientes que convertía en piedra a quienes la rodeaban.
Don Julio no tenía hijos, pero sí una familia. Su hermana Inés, un par de años mayor que él, y Juana, su sobrina.
La hermana me recordaba a un pequeño pájaro nervioso, que picoteaba aquí y allá, siempre mirando por encima del hombro por sí aparecía un depredador. Era una figura sombría: siempre vestía con el negro de una viuda. Supuse que eso se debía a la muerte de su marido, pero tiempo después me enteré de que ella había elegido ese color cuando su marido huyó con una sirvienta meses antes de que naciera la hija de ambos. Nunca volvió a tener noticias de él.
Juana, la hija, era cuatro años mayor que yo. Tenía más vitalidad que su madre, que seguía llorando la pérdida de ese canalla. Por desgracia, si bien la mente de Juana era aguda y su sonrisa ancha, nuestro Creador no la había dotado de un cuerpo igualmente valioso. Era sumamente delgada y de huesos frágiles. Varias veces se le habían roto los huesos de las extremidades y no habían soldado correctamente bien, por lo que quedó casi inválida. Caminaba con la ayuda de dos bastones.
A pesar de la debilidad de su cuerpo, mantenía una actitud alegre hacia la vida y poseía una inteligencia que me resultaba sorprendente. A mí me habían educado en la creencia de que los límites de una mujer eran los hijos y la cocina. Enterarme de que Juana no sólo sabía leer y escribir sino que compartía con don Julio un conocimiento de los clásicos, de medicina y de cuestiones relativas a los fenómenos físicos del mundo y del cielo fue de gran importancia para mí. Me hizo pensar en aquella jovencita que me permitió esconderme en su carruaje y habló atrevidamente de disfrazarse como un varón para poder tener acceso a una mayor educación.
La amplitud y la profundidad de las enseñanzas de don Julio también modificaron mi manera de ver las cosas. Él me hizo comprender que el mundo era un lugar mucho más excitante de lo que jamás había imaginado. Fray Antonio me había contado que, hacía más de cien años, antes de la conquista de los aztecas, en Europa había florecido una gran era en la que habían renacido conocimientos y aprendizajes hacía mucho olvidados. Había producido hombres como el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros, que fundó la Universidad de Alcalá, y Leonardo da Vinci, en Italia, que no sólo era pintor, sino también ingeniero militar y había diseñado fortificaciones y máquinas de combate mientras estudiaba el cuerpo humano de manera más profunda que cualquier hombre de medicina.
Don Julio, al igual que Leonardo, era un hombre polivalente. Pintaba, estudiaba las plantas y los animales de Nueva España, sabía más de medicina que la mayoría de los médicos, trazaba mapas, no sólo de montañas y valles, sino de las estrellas y los planetas, y era ingeniero.
Su habilidad como ingeniero era tan grande que el virrey le había encargado la tarea de diseñar un gran túnel para evitar las inundaciones de la capital mexica. La ciudad había sido construida en una isla en medio del lago Texcoco. Cuando llovía mucho, había peligro de que se inundase y, algunos años, las aguas anegaban la ciudad. El túnel fue construido para desviar las aguas fuera del lago e impedir así que la ciudad se inundara. Fue el más grande proyecto de ingeniería de Nueva España y de la totalidad del Nuevo Mundo.
Pero ¡ay de mí!, ese proyecto terminaría por sumirnos en una tragedia.
Era preciso justificar mi presencia en esa familia. No podía seguir fingiendo que era indio con don Julio y su familia alrededor. Aparte de lo evidente del color de mi piel y mis facciones, ahora me estaba saliendo la barba. Los indios tenían poco pelo en la cara. Mateo trató de convencerme de que me afeitara, diciéndome que las muchachas preferían una cara bien afeitada contra la que pudieran frotarse. Pero yo ya me había despojado de mi disfraz de indio para convertirme en español. Me dejé barba. Entre los caballeros estaban de moda las barbas cuidadosamente recortadas, en especial las barbitas en punta con bigote, pero yo mantuve mi barba espesa y larga para ocultar mi cara. Además, pensaba que me hacía parecer más sabio y de más edad.
Juana, la sobrina de don Julio, me gastaba bromas acerca de la barba y me preguntaba de qué crimen —o de qué mujer— me estaba escondiendo.
Don Julio no dijo nada con respecto al tema de mi barba. Asimismo, mantuvo un silencio idéntico con respecto al muchachito mestizo de Veracruz al que buscaban por haber cometido diversos crímenes. Don Julio y Mateo siguieron tratando el tema como lo habían hecho siempre: en silencio.
Yo sospechaba que don Julio sabía mucho más de lo que decía. En una ocasión, cuando corrí a la biblioteca de la casa grande de la hacienda para hablar con él, don Julio estaba de pie frente a la chimenea mirando un trozo de papel. Cuando me acerqué, arrojó el papel al fuego. Mientras ardía, alcancé a ver que era un antiguo anuncio de recompensa por un mestizo conocido como Cristo el Bastardo. Afortunadamente Cristo era la abreviatura de Cristóbal, un nombre muy común entre los españoles y los indios.
Como ya he dicho, yo creía que don Julio me había integrado en su familia en parte porque él también llevaba sangre impura. Cierto día, cuando yo defendía mi vida ante Mateo mientras él me enseñaba a luchar con una espada, le pregunté por qué llamaban judío a don Julio.
—Los familiares de don Julio eran originariamente judíos portugueses. Para poder permanecer en Portugal poco después del descubrimiento del Nuevo Mundo, muchos judíos se convirtieron al cristianismo. Las dos clases de conversos, los que se convertían voluntariamente y los judíos que sólo se convertían en apariencia, eran aceptados por el dinero que pagaban por su sangre judía hasta que el rey Felipe de España heredó el trono de Lisboa. Cuando las presiones aumentaron, muchos conversos y judíos ocultos, o marrano, vinieron a Nueva España. Don Julio vino aquí hace más de veinte años y, desde entonces, ha traído con él a muchos miembros de su familia. Con frecuencia se sospecha que los conversos siguen siendo judíos en secreto. Y aunque la conversión al cristianismo haya sido verdadera, a los ojos de la mayoría de la gente llevan en la sangre una mancha, no importa cuánto tiempo haga que se haya convertido su familia.
Yo sabía, por fray Antonio, algo de la suerte corrida por los judíos y los moros en España. Casi al mismo tiempo que Colón zarpaba de España para descubrir el Nuevo Mundo, el rey Fernando y la reina Isabel ordenaron a los judíos abandonar la Península.
—Antes de ese destierro —dijo Mateo—, los judíos y los moros no sólo eran los comerciantes más ricos, sino también las personas más educadas de la península Ibérica. A menudo eran los médicos y los comerciantes de las ciudades. Pero todos los judíos y los moros de España y Portugal se veían obligados o bien a convertirse al cristianismo o bien a marcharse del país. Y, cuando se iban, no se les permitía llevarse su oro ni sus joyas. Mi sangre cristiana me viene de lejos, pero simpatizo con los judíos y los moros que debieron enfrentarse a la muerte o al exilio por sus creencias religiosas.
Además, como alguien cuya sangre se consideraba impura, también yo encontré comprensión en mi corazón por las personas que no tenían cómo demostrar la pureza de su sangre. Con mi conocimiento de idiomas, literatura y medicina, si yo hubiera sido indio, don Julio podría haberme puesto como ejemplo de lo que los pueblos indígenas eran capaces de lograr; algo así como un salvaje noble y erudito, pero domesticado. Pero, como mestizo, portador de sangre impura, no sólo no divertiría a los gachupines, sino que los enfurecería.
Don Julio podría haber hecho que yo mantuviera mi disfraz de indio o, quizá, que lo revirtiera al mestizo que en realidad era. Pero él sabía que yo nunca podría mejorar ni exhibir los talentos y los conocimientos que él reconocía en mí, así que me convertí en un español.
Don Julio me presentó como el hijo de un primo lejano que vino a quedarse con él cuando mis dos padres murieron víctimas de la peste. Él era un gachupín, un portador de espuelas, por lo que la gente dio por sentado que yo también había nacido en la península Ibérica.
Un día era un paria social y, al siguiente, un portador de grandes espuelas.