Don Julio apostó hombres en los caminos principales de la zona y envió a otros a la selva en busca del naualli. Cada tanto, Mateo se unía a la persecución a caballo, pero casi siempre lo consideraba una pérdida de tiempo.
—Ese demonio conoce bien la zona y tiene seguidores por todas partes. Nunca lo encontraremos.
En opinión de don Julio, el naualli no abandonaría el lugar sin vengar antes su derrota.
—De lo contrario, nunca volvería a ser respetado. —Don Julio dijo que vengar ese fracaso implicaría matar a un español, un mestizo o un indio que cooperaba con los españoles.
Estábamos condenados a quedarnos para siempre en aquella tierra de indios atrasados. Así era como Mateo describía la situación. Encontraba poco consuelo en el vino y en los viajes a la cantina de una aldea próxima, donde jugaba a las cartas con los mercaderes ambulantes.
El Sanador pasaba mucho tiempo sentado en nuestro campamento, fumando en pipa y contemplando el cielo. Otras veces charlábamos acerca de dónde se encontraban las aves que gorjeaban cerca de nosotros.
Confieso que estaba preocupado por el Sanador. Mostraba poco interés en ofrecer sus servicios cuando alguien se lo pedía desde alguna aldea vecina. Cuando le pregunté por qué, me contestó que «estaba haciendo acopio de su medicina».
Ayyo. Eso me inquietó. Sospeché que él creía que el naualli deseaba hacerme daño y usaría su magia para luchar contra él. Yo no quería que el Sanador sufriera por tratar de protegerme.
Me quedé en el campamento un par de días hasta que cayó en mis manos un tesoro.
¿Un tesoro?, os preguntaréis. ¿Quizá una copa de esmeraldas o una máscara de oro? No, amigos, no se trataba de un tesoro de valor material. Mateo había conseguido un ejemplar de El lazarillo de Tormes. Ese libro era el hermano mayor del Guzmán de Alfarache, el relato acerca del pícaro a quien yo tanto admiraba y que confiaba en emular. El hecho de que ese libro, al igual que el Guzmán, figurara en el índice de libros prohibidos por la Inquisición en Nueva España hacía aún más apetecible su lectura.
Mateo me contó que se decía que el autor del Lazarillo era don Diego Hurtado de Mendoza, un hombre que había estudiado para el sacerdocio, pero terminó como administrador del rey y embajador de los ingleses. Sin embargo, mucha gente no creía que Mendoza fuera el verdadero autor. «Mendoza se convirtió en gobernador de Carlos V del estado italiano de Siena. Fue un soberano despiadado y arrogante que tiranizó al pueblo, hasta el punto que trataron de asesinarlo. Sospecho que alguien, quizá uno de sus criados, había escrito el libro y que Mendoza se lo robó e hizo que su nombre figurara como el del autor, sólo por vanidad».
Me llevé el libro a una colina que estaba junto al río. El sol había calentado las rocas y allí me senté a leer. A medida que se iban desgranando las aventuras del Lazarillo, en muchas partes el relato me pareció tan sombrío que bien podría haberlo escrito un tirano.
Lázaro, que así se llamaba, tenía antecedentes no muy distintos de los de Guzmán. Era el hijo de un molinero que trabajaba en las márgenes del río Tormes. Lamentablemente para Lázaro —al igual que para Guzmán—, su padre era un pelagatos. Después de haber sido pillado estafando a sus clientes, lo enviaron como conductor de mulas a las guerras de los moros y terminó perdiendo allí la vida.
La madre de Lázaro regentaba una posada, pero no era muy buena como mujer de negocios. Terminó liándose con un moro que era ayuda de cámara de un noble. Dio a luz a un hijo del moro, una criatura de tez oscura que representó un escándalo para la madre de Lázaro y una condena para el moro cuando el noble descubrió que le estaba robando para mantener a su familia secreta. El moro fue «azotado hasta que de su carne brotaron gotas de grasa hirviente».
Incapaz de mantener a su familia, la mujer hizo que Lázaro acompañara en calidad de aprendiz a un mendigo ciego. El viejo en seguida empezó a darle a Lázaro lecciones de vida. Antes de abandonar la ciudad, hizo que lo llevara junto a la estatua de piedra de un toro. Entonces le dijo a Lázaro que acercara el oído al toro para que oyera un ruido extraño que procedía de su interior. Cuando el ingenuo muchacho lo hizo, el ciego le golpeó la cabeza contra la piedra y, después, se echó a reír por la broma que le había gastado. «Eres un bribonzuelo. Deberías saber que el ayudante de un ciego tiene que ser más astuto que el mismísimo demonio».
Mientras leía, llegué a creer que aquel ciego malvado era el diablo en persona. Pero Lázaro llegó a admirar su grosería y a entender lo que le estaban enseñando. «No tengo plata ni oro para darte, pero puedo contarte mi experiencia, que siempre te permitirá vivir, pues aunque Dios me ha creado ciego, me ha dotado de facultades que me han servido mucho en el transcurso de mi vida».
Pero Lázaro no había conocido nunca a un viejo cascarrabias tan avaro y perverso. «Me permitió casi morir a diario de hambre, sin preocuparse por mis necesidades; y, a decir verdad, si yo no me hubiera ayudado con sagacidad y dedos ágiles, habría cerrado mi cuenta por inanición».
La vida se transformó en una batalla cotidiana de ingenio entre aquel hombre tacaño y el muchachito hambriento y ansioso por llenarse la panza. El viejo guardaba el pan y la carne en una bolsa de lino que mantenía cerrada con una arandela y un candado. Lázaro practicó una pequeña abertura en una costura del fondo y muy pronto comenzó a disfrutar de aquel festín. Aprendió a esconder en su boca las limosnas que le arrojaban al pordiosero y a robar vino haciendo un agujero en el fondo de la jarra del mendigo y a taparlo después de nuevo con cera. Cuando el anciano pilló al muchacho bebiendo de la jarra, lo golpeó en la cara con ella.
A lo largo del tiempo, Lázaro sufrió muchos abusos y desarrolló un odio terrible hacia el ciego. Se vengó llevándolo por los caminos más escarpados y a través de los barrizales más profundos. Finalmente, decidió abandonar a aquel tirano y, harto de todas las palizas y privaciones que había tenido que sufrir, Lázaro condujo al ciego a un lugar donde era necesario que el viejo saltara por encima de un arroyo angosto. Ubicó al anciano en un lugar donde seguro tropezaría con un pilar de piedra. El ciego dio un paso atrás y después saltó «con la ligereza de una cabra» y chocó contra el pilar. El golpe lo dejó inconsciente.
A partir de ese momento, el desafortunado Lázaro pasó de las manos de un amo malo a otro. En un relato humorístico, Lázaro se convirtió en criado de un caballero que estaba en la ruina. Gracias a un plan astuto tras otro, ¡el sirviente Lázaro se encontró proveyéndole a ese caballero su pan de todos los días!
Durante un tiempo sirvió a un par de artistas estafadores que urdieron un plan que tenía que ver con los edictos del papa llamados «bulas». Uno entraba en una iglesia y alegaba haber recibido bulas pontificias que podían curar las enfermedades. Luego un guardia entraba también en la iglesia y lo acusaba de ser un impostor. A continuación el guardia se desplomaba al suelo como si hubiera sido víctima de una muerte repentina. Entonces el hombre de las bulas colocaba uno de los papeles sobre la cabeza del guardia y éste se recuperaba. Al ver el «milagro», los que estaban en la iglesia se apresuraban a comprar los edictos bendecidos.
La buena vida le llegó a Lázaro finalmente cuando se casó con la sirvienta de un arcipreste. En la comunidad se rumoreaba que se trataba de un matrimonio de conveniencia porque la mujer era la amante del sacerdote, pero Lázaro, a quien la fortuna le sonreía gracias a las donaciones del sacerdote, sacó partido de la situación. Cuando su esposa falleció, una vez más la desgracia se abatió sobre él, pero con respecto a estas dificultades, le dice al lector que «sería una tarea demasiado cruel y severa que pretendiera contarlo».
En realidad, la lectura de Lázaro no me resultó tan amena como la de Guzmán. El libro no era largo ni las aventuras tan excitantes, pero los lamentos de Lázaro, incluyendo la negrura del corazón de tantas de las personas con las que se cruzó, pueden haber representado una visión más realista del mundo.
Cuando terminé de leer el libro quedé con la vista muy cansada, así que me eché hacia atrás y cerré los ojos. Desperté al oír que una piedra rebotaba un poco por encima de mí. Me sobresalté muchísimo.
La piedra la había lanzado la muchacha que me había conducido hasta los Caballeros del Jaguar. Estaba en la ladera de la colina, un poco más arriba que yo. Cuando levanté la vista y la miré, en seguida se dio media vuelta y sólo pude tener una visión fugaz de sus facciones.
—¡Espera! —grité—. ¡Tenemos que hablar!
La seguí. La habíamos estado buscando después de la desaparición del naualli, pero no pudimos encontrarla. Mientras la seguía, decidí que esta vez no caería en una trampa tendida por ella. Si desaparecía entre los arbustos, regresaría al campamento a buscar a Mateo. Si es que él se encontraba allí.
No había avanzado más de cien pasos cuando se detuvo.
Siguió dándome la espalda mientras yo me acercaba. Cuando giró la cabeza, no vi a una muchacha joven, sino a un demonio. El naualli le había arrancado la piel de la cara, a la manera de los sacerdotes aztecas que desollaban a sus víctimas y después usaban su piel. El naualli llevaba la cara y la ropa de la muchacha.
Me gritó y se abalanzó sobre mí, con su cuchillo de obsidiana en alto. En su filo todavía había sangre de la muchacha.
Desenvainé mi propio cuchillo aunque sabía que tendría muy pocas posibilidades de éxito. La hoja de mi cuchillo era mucho más pequeña y él era un asesino enloquecido. Retrocedí y comencé a blandir mi cuchillo. Yo era más alto que el naualli y tenía los brazos más largos, pero él estaba completamente fuera de sí. Movía su cuchillo de un lado a otro salvajemente, sin importarle si yo le hería. Su arma me cortó en el antebrazo y me tambaleé hacia atrás. El talón se me enganchó en una piedra, trastabillé, resbalé y caí en una pequeña grieta. En la caída golpeé contra unas rocas afiladas que se me clavaron en la espalda y mi cabeza terminó estrellándose contra una piedra.
La caída me salvó la vida, porque quedé fuera del alcance de aquel loco. Él permaneció de pie junto a la grieta. Profirió un alarido espeluznante, volvió a levantar bien alto el cuchillo y se preparó para caer sobre mí.
Alcancé a ver un movimiento por el rabillo del ojo. El naualli también lo vio, así que se dio media vuelta y preparó su arma.
El Sanador se acercaba al naualli sacudiendo una enorme pluma de color verde vivo.
Quedé petrificado y le grité al Sanador que se detuviera. Aquel pobre anciano no tenía ninguna oportunidad contra aquel demonio con un cuchillo, y menos con una pluma como única arma. Comencé a trepar por un costado de la grieta, mientras seguía gritándole al Sanador que se detuviera.
Mis movimientos eran frenéticos y resbalaba y caía treinta centímetros cada sesenta que lograba subir. El Sanador sacudió la pluma frente al naualli y éste blandió su cuchillo frente al Sanador y luego se lo hundió en el estómago hasta la empuñadura.
Por un momento, los dos ancianos permanecieron totalmente inmóviles, como dos estatuas de piedra que se abrazan; el Sanador con la pluma en la mano, el naualli apretando la empuñadura del cuchillo. Lentamente se separaron y, al hacerlo, el Sanador cayó de rodillas y el naualli se alejó.
Conseguí salir de la grieta y me puse en píe. Cargué contra el naualli, pero me detuve, estupefacto. En lugar de ponerse en posición para recibir mi ataque, se alejó dando saltos y se quitó la cara de la muchacha. Sonrió, y bailó y rió.
A continuación levantó de nuevo el cuchillo y se lo clavó en su propio corazón.
Entendí entonces por qué el Sanador había sacudido una pluma frente a la cara del naualli. La pluma estaba impregnada con yoyotli o con algún otro polvo preparado por la tejedora de flores.
El Sanador estaba tendido de espaldas en el suelo. Tenía la camisa llena de sangre. Me arrodillé junto a él con un enorme pesar.
—Iré a buscar ayuda —dije, aunque sabía que era inútil.
—No, hijo, quédate conmigo. Es demasiado tarde. Esta mañana he sentido la llamada del uactli, el pájaro de la muerte.
—No…
—Ahora iré al lugar adonde han ido mis antepasados. Soy un hombre viejo y cansado y es un largo viaje. —Lentamente su voz se fue apagando y la respiración lo abandonó mientras yo lo sostenía entre mis brazos y lloraba.
En una ocasión me había contado que él procedía de las estrellas. Y yo lo creí. Había en él una espiritualidad, una especie de alejamiento de este mundo. Yo no tenía dudas de que él había viajado a la Tierra desde las estrellas, y de que a ellas regresaría.
Al igual que el fraile, el Sanador había sido un padre para mí. Como hijo suyo, era mi deber prepararlo para ese viaje.
Tuve que dejarlo e ir a buscar ayuda para poder llevar su cuerpo a un lugar apropiado para el entierro que celebraríamos. Cuando regresé al campamento, tanto don Julio como Mateo estaban allí.
—He recibido un mensaje de un indio —me anunció don Julio—. Me ha dicho que el Sanador lo había enviado un par de días antes. El mensaje decía que el naualli había muerto cuando trató de atacarte. Yo he venido en seguida aquí y Mateo me ha dicho que no sabía nada al respecto.
—Es porque eso acaba de suceder —expliqué. Y les hablé de la lucha con el naualli y de la pluma que había «matado» al mago.
—¿Cómo podía saber el anciano que esa pelea tendría lugar antes de que ocurriera? —preguntó Mateo.
Me encogí de hombros y sonreí con tristeza.
—Se lo dijeron las aves.
El Sanador no iría al Mictlán, el Lugar Oscuro del más allá. Había muerto en combate como un guerrero. Iría al paraíso del Cielo Oriental.
Con la ayuda del intérprete de sueños, preparé el cuerpo del Sanador; le puse sus mejores ropas, su capa de plumas exóticas y su fabuloso tocado. Amontoné madera y coloqué el cuerpo del Sanador encima de la pila. A los lados del cuerpo puse una provisión de maíz, fríjoles y semillas de cacao para que pudiera alimentarse durante su viaje al Cielo Oriental.
Su perro amarillo no se separó de su lado durante todos estos preparativos. Maté al perro con la mayor suavidad posible y lo deposité a los pies del Sanador, para que pudiera guiarlo.
Cuando los preparativos estuvieron listos, encendí la leña. Y me quedé de pie junto a la pira cuando la madera comenzó a arder. Las llamaradas y el humo se elevaron hacia la negra noche. Me quedé allí hasta que la última columna de humo, la última esencia del Sanador, ascendió hacia las estrellas.
Don Julio y Mateo vinieron por la mañana al lugar del funeral. Mateo llevaba un caballo que don Julio dijo que yo debía montar.
—Tú te vienes con nosotros —anunció don Julio—. Has sido un ladrón y un mentiroso, un joven bribón y un viejo en el conocimiento de las maldades de los hombres. Ha llegado el momento de que tengas una vida distinta, la de un caballero. Monta el caballo, don Cristo. Vas a aprender los modales de un caballero.