Tres días después, la hechicera se cobró su deuda. Vino en mitad de la noche y me llevó a la jungla, a un lugar donde en una época mis antepasados aztecas ofrecían muchachos en sacrificio a sus dioses.
Ella estaba cubierta de pies a cabeza con una capa. La seguí con aprensión. No podía verle las manos, pero le asomaban los dedos de los pies, cada uno de los cuales tenía sujeta una garra. Con temor, me pregunté qué más habría debajo de esa larga capa.
Sentí cierto alivio al ser llevado a esta inefable aventura, aunque se me erizaran los pelos de la nuca. Fray Antonio y Miaha habían discutido en varias ocasiones desde el incidente con el mayordomo, y cada vez me hicieron alejarme para que no pudiera oír lo que decían. No necesité oír esas palabras para saber que, de alguna manera, yo era el origen de esa controversia.
Durante una hora seguí a Flor Serpiente hacia la jungla, hasta que llegamos a una pirámide que estaba prácticamente cubierta de enredaderas y otras plantas de la selva. Yo no había estado antes en un antiguo santuario azteca, pero conocía la existencia de ése por habladurías que circulaban en la aldea.
El fraile había prohibido a todo el mundo que acudiera a ese santuario, y descubrir a cualquiera rindiendo culto en él era considerado una blasfemia.
Bajo el resplandor de la media luna, Flor Serpiente ascendió como un gato de la jungla la rampa con escalones y me esperó cerca de la piedra grande y plana del altar. Se quitó la capa de junco y yo me quedé boquiabierto al ver lo que llevaba debajo. Una falda de piel de víbora le cubría la parte de abajo del cuerpo. Por encima de esas serpientes colgantes tenía los pechos desnudos, plenos y turgentes. De entre sus pechos desnudos pendía un collar de manos diminutas y corazones. Forcé la vista en la oscuridad y no pude comprobar si las manos eran de monos o de bebés.
El templo tenía una altura de quince metros —minúsculo en comparación con muchos de los grandes templos aztecas de los que yo había oído hablar—, pero me pareció enorme a la luz de la luna. Cuando nos aproximamos a la parte superior, temblé. Allí, miles de criaturas habían sido sacrificadas a manos de aztecas furiosos.
Ella vestía como una Coatlicue, una Mujer Serpiente, la diosa terrenal que es la madre de la luna y las estrellas. Algunos aseguran que el espeluznante collar que usa la Coatlicue contiene las manos y los corazones de sus propios hijos, a quienes ordenó matar cuando la desobedecieron.
Estábamos en el lugar preciso para esos actos tenebrosos. Allí era donde se mataba a esas criaturas, se las sacrificaba en ofrenda a Tlaloc, el dios de la lluvia. Las lágrimas de esos niños simbolizaban la lluvia y, cuanto más lloraban, más posibilidades había de que la lluvia nutriera los maizales que producían vida.
—¿Por qué me has traído a este lugar? —pregunté y apoyé la mano en el cuchillo de hueso que llevaba encima—. Si quieres mi sangre, bruja, te costará conseguirla.
Su risa estridente cortó el aire.
—No es tu sangre lo que deseo, jovencito. Bájate los pantalones.
Atemorizado, retrocedí e instintivamente cubrí mi parte viril.
—Muchachito tonto, esto no te dolerá.
Sacó un pequeño fardo y una copa de arcilla de debajo de la capa de junco y se quitó la sagrada gamuza que usaba para sanar. A esos elementos agregó el hueso de la costilla de un animal y vació una bolsa de cuero crudo en la copa. Se arrodilló sobre la piedra del sacrificio y comenzó a moler su contenido con el hueso.
—¿Qué es eso? —pregunté mientras me arrodillaba junto a ella.
—Un trozo de corazón seco de jaguar.
Cortó una pluma de águila y la depositó en la copa.
—El jaguar tiene poder y el águila se remonta por los cielos. Las dos habilidades son necesarias si un hombre quiere satisfacer a su mujer y tener muchos hijos. —Esparció un polvo fino y oscuro dentro de la copa—. Esto es sangre de serpiente. Una serpiente es capaz de desarticular sus mandíbulas, expandir su vientre y devorar algo varias veces mayor que su tamaño. Un hombre necesita el poder expansivo de una serpiente para llenar el agujero de su mujer y satisfacerla. —Con mucho cuidado revolvió la mezcla.
—Yo no beberé eso.
Su risa retumbó en la noche de la jungla.
—No, tontito, no es necesario que bebas esto para adquirir su poder. La poción es para otro hombre al que ya no se le agranda el tepuli para complacer e impregnar a su mujer.
—¿No puede hacer bebés?
—Ni bebés ni placer para él ni para su mujer. La poción hará que su tepuli crezca bien largo y bien duro.
Sus ojos salpicados de motitas doradas me provocaron escalofríos: su oscuro poder me consumió. Me tumbé de espaldas sobre la piedra del sacrificio mientras ella me desataba el cinturón de soga. Me bajó los pantalones para que mis partes pudendas quedaran expuestas. No sentí ninguna vergüenza. Si bien yo todavía no me había acostado con una muchacha, había observado a don Francisco en la choza con mi madre y sabía que su garrancha crecía cuando le chupaba los pechos.
Ella me, acarició el pene con suavidad.
—Tu joven jugo lo hará fuerte como un toro cuando se acueste con su mujer.
Su mano era fuerte, y su ritmo, seguro. Un calor intenso rodeó mis extremidades y sonreí.
—Disfrutas de que una mujer te toque tu parte masculina. Ahora debo obtener tu jugo como un ternero que mama leche de su madre.
Puso su boca sobre mi garrancha; estaba caliente y húmeda, y su lengua poseía una tremenda energía. Mi garrancha estaba cada vez más ansiosa y necesitada de esa succión, y la empujé más hacia adentro en su boca. Comencé a sacudirme hacia arriba y hacia abajo mientras sentía mi interior ardiendo y trataba de empujar mi garrancha cada vez más adentro en su garganta. De pronto empecé a bombear con un ritmo propio mientras mis jugos explotaban en su boca.
Cuando el ritmo cesó, ella se inclinó hacia un lado y escupió el jugo en la copa de arcilla que contenía el resto de los ingredientes. A continuación volvió a rodear mi órgano con su boca y a lamer el jugo que se había deslizado por un costado, para meterlo también en la copa.
—Ayyo, muchacho-hombre, tienes suficiente jugo para llenar el tipili de tres mujeres.