Me llevaron por la jungla, con las manos y los pies atados a un palo largo que se extendía por encima de sus hombros. Estaba tan atado como aquel cerdo del naualli. También iba amordazado, para que no pudiera gritar pidiendo ayuda. Al principio sólo tuve una vaga conciencia de que me estaban transportando, pero pronto fui plenamente consciente de ello. La intención del golpe había sido atontarme, no abrirme la cabeza. No me querían inconsciente; lo que planeaban no les daría placer si yo no estaba despierto para darme cuenta de ello.
Me depositaron en el suelo al llegar frente al templo. El naualli se irguió sobre mí. Llevaba una máscara de piel humana, la cara de alguna víctima anterior cuya piel había sido arrancada para que el sacerdote pudiera usarla. La cara era la de un desconocido, pero los ojos crueles y diabólicos y los labios burlones eran los del naualli.
Los hombres que lo rodeaban vestían como Caballeros del Jaguar; sobre sus cabezas llevaban las mandíbulas de las bestias y sus caras estaban ocultas por máscaras de piel de jaguar.
Les grité que eran unos cobardes, que se escondían detrás de máscaras para llevar a cabo sus repugnantes acciones, pero mis palabras salieron como un refunfuño a través de la mordaza.
El naualli se arrodilló junto a mí. Abrió una pequeña bolsa y de ella sacó una pizca de algo. Uno de los caballeros se arrodilló detrás de mí e inmovilizó mi cabeza con sus rodillas, mientras el naualli ponía la sustancia que había sacado de la bolsa en uno de los orificios de mi nariz. Estornudé y, cuando inspiré, él espolvoreó una cantidad frente a mi nariz.
De pronto fue como si un fuego me consumiera el cerebro, algo no muy distinto de la sensación que experimenté cuando la tejedora de flores de Teotihuacán me envió por los aires hacia los dioses. El fuego cedió y se transformó en una sensación agradable y cálida de bienestar y amor por todas las cosas.
Me quitaron la mordaza y cortaron las sogas que me ataban. Me ayudaron a incorporarme y yo me puse en pie riendo. Todo lo que me rodeaba, los atuendos indios, el templo, incluso la hierba, brillaba con colores hermosos y vivos. Pasé un brazo alrededor de los hombros del naualli y lo abracé. Me sentía muy bien, era feliz.
Los caballeros me rodearon, figuras anónimas con sus capas, tocados y máscaras. Me revolví para tratar de impedir que me agarraran por los brazos. Cuando lo hice, vi la espada desenvainada de uno de ellos, una hoja de acero como la de los españoles. Traté de cogerla, pero el caballero me apartó la mano. Me aferraron los brazos y me condujeron hasta los escalones de piedra. Yo los seguí de buena gana, casi con impaciencia, feliz de estar con mis amigos.
Mis pies parecían tener vida propia, algo así como un cerebro que yo no controlaba, y trastabillé y caí al tratar de subir por la escalera. Mis amigos me sostuvieron por los brazos y me ayudaron a ascender cada peldaño.
Mi voluntad había sido capturada por el mismo polvo de la tejedora de flores; pero en mi mente, a pesar de mi alegría, yo sabía que algo terrible me esperaba en la cima de aquel templo. De pronto recordé un relato extraño, una de esas historias anteriores a la conquista que había oído mientras esperaba a Mateo a la puerta de alguna cantina. Una muchacha india a punto de ser sacrificada fue más inteligente que las demás, quienes no sólo se entregaban voluntariamente a esa inmolación sino que lo consideraban todo un privilegio. Ella les dijo a los sacerdotes que la preparaban que, si la sacrificaban, le diría al dios de la lluvia que no permitiera que lloviera. Los sacerdotes, supersticiosos, la dejaron ir. Reí en voz alta frente a la idea de decirle al naualli que, si yo era sacrificado, le diría al dios de la lluvia que no hiciera llover sobre la tierra.
Una vez en la cima, me solté para poder admirar la maravillosa vista de la selva desde allí arriba. Reí gozosamente frente a aquellos hermosos colores y el increíble brillo de los diferentes matices de verde y marrón. Un pájaro cantor pasó volando sobre mi cabeza, un verdadero arco iris de plumas amarillas, rojas y verdes.
Mis amigos volvieron a reunirse alrededor de mí y trataron de cogerme de los brazos. Yo me aparté y empecé a bailotear y a reírme de sus intentos de agarrarme. Cuatro de ellos me apresaron y dos me cogieron de los brazos y me empujaron hacia atrás. Cuando caí, me levantaron de nuevo y me transportaron hasta la piedra del sacrificio.
Me colocaron sobre el bloque curvo de piedra, para que mi cabeza y mis pies quedaran más bajos que mi pecho.
Un pensamiento sombrío se agitó en mi mente y me dijo que algo iba mal, que lo que aquellos hombres pensaban hacerme no era nada bueno. Luché para liberarme, pero fue inútil; estaba tumbado de espaldas, con el cuerpo arqueado, completamente prisionero.
El naualli revoloteó encima de mí, cantando una oda a los dioses mientras cortaba el aire con un cuchillo de obsidiana. Bajó la daga hasta mi pecho, me cortó la camisa y la desgarró hacia atrás. Luché con todas mis fuerzas, pero no podía mover los brazos ni las piernas. De pronto por mi mente cruzó la imagen de un hombre que era sacrificado, su pecho abierto por una hoja afilada como una navaja y un sacerdote azteca que metía la mano en él, le arrancaba el corazón y lo sostenía en alto mientras todavía latía.
El cántico del naualli se volvió más intenso y sonó como el aullido de un felino de la jungla. Percibí la acalorada anticipación y la desesperación sanguinaria de los que me rodeaban. El naualli cogió el cuchillo con las dos manos y lo elevó por encima de su cabeza.
Uno de los hombres que me sostenían un brazo de pronto lo soltó. Vi el resplandor de una espada. El naualli trastabilló hacia atrás cuando la espada del hombre avanzó hacia él. La hoja afilada no alcanzó al naualli, pero sí a uno de los hombres que me sostenían una pierna. Las demás manos me soltaron cuando el caos estalló en la cima de la pirámide. Espadas de madera con afiladísimos bordes de obsidiana cortaron el aire. La espada de acero dio cuenta de las demás.
Desde abajo de la escalinata del templo brotaron gritos y disparos de mosquetes.
Rodé de la piedra del sacrificio y caí al suelo. Cuando, mareado, logré ponerme en pie, los Caballeros del Jaguar que no habían resultado heridos huyeron del que tenía la espada de acero.
Cuando el último caballero huyó, el espadachín se volvió, me miró y me saludó con la espada.
—Bastardo, tú sí sabes cómo meterte en líos.
Mateo se quitó la máscara y me sonrió. Y yo le devolví la sonrisa.
Don Julio subió por los escalones.
—¿Cómo está el muchacho?
—El naualli lo drogó con algo; aparte de tener esa sonrisa estúpida, parece que está bien.
—El naualli ha escapado —señaló don Julio—. Mis hombres lo persiguen, pero él se mueve con más rapidez que un felino de la selva.
—Es que es un felino de la selva —dije.
Igual que a un cordero que es conducido al matadero. Pronto descubrí que así era como me habían tratado.
De nuevo en nuestro campamento, Mateo, José, don Julio y sus otros dos hombres bebieron vino y celebraron mi rescate.
—Sabíamos que te habías convertido en una molestia para el naualli —dijo don Julio—. Despertaste sospechas cuando soltaste a ese cerdo, pensando que era el enano desaparecido. No cabe duda de que el naualli sí sacrificó al enano. Pero tendremos la certeza absoluta después de interrogar a los seguidores que capturamos.
—Eh, chico, tienes suerte de que sea tan buen actor. Dejé inconsciente a uno de los guardias y me puse su ropa. Vestidos, todos teníamos el mismo aspecto, así que me incorporé al grupo para arrancarte el corazón.
—¿No hay noticias del naualli? —pregunté.
—No, ninguna. —Don Julio sonrió y sacudió la cabeza—. Ese demonio debe de haberse transformado en jaguar para eludir a mis hombres. Desapareció a pie mientras mis hombres lo seguían montados a caballo.
—De modo —dije, pensando en voz alta— que tú sabías que el naualli tenía intención de capturarme.
—Fue sólo una cuestión de tiempo —dijo Mateo—. Un muchachito mestizo que mete la nariz en sus actividades secretas. Los indios detestan a los mestizos casi tanto como nosotros, los españoles. Así que librarse de ti en la piedra del sacrificio habría servido a dos propósitos.
Les sonreí a don Julio y a Mateo. Estaba furioso con ellos porque habían estado a punto de permitir que me mataran, pero no podía expresar mi enojo porque no me habría servido de nada. De todos modos, no pude evitar demostrar mi descontento.
—A lo mejor actuaron demasiado de prisa para salvarme la vida. Si hubieran aguardado a que el naualli me arrancara el corazón, tal vez habrían logrado capturarlo.
—Es probable que tengas razón —observó don Julio—. No olvides eso, Mateo, la próxima vez que tú y el muchacho estéis cerca del naualli. Si esperas a que ese demonio le arranque el corazón al chico, tendrás la oportunidad de cortarle la cabeza al naualli.
Don Julio habló sin que su rostro revelara si lo decía en serio o en broma. Pero una cosa era segura: no terminaríamos con el naualli hasta que lo capturásemos o lo matásemos.
También Mateo pilló la idea.
—Don Julio, no me diga que debo quedarme en esta zona hasta que encontremos a ese hijo de puta. Necesito ir a una ciudad donde haya gente de mi clase, música, mujeres…
—Problemas —repuso don Julio—. ¿No es eso lo que sueles encontrar en las ciudades? Estás en esta misión porque has pasado demasiado tiempo de tu vida en esas pocilgas de iniquidad, donde los juegos de cartas y las mujeres fáciles elevan la temperatura de tu sangre. Esta misión es buena para ti. Aire fresco, comida campesina…
Mateo no se sintió más complacido de haber sido exiliado a las islas del Caribe de lo que me sentí yo cuando descubrí que, literalmente, había sido elegido como cordero para que el naualli me devorara.