Mateo se convenció de que el naualli no era el jefe del culto al Jaguar.
—Lo hemos estado vigilando durante semanas. Si tramara algo, a estas alturas ya lo sabríamos.
Yo no opinaba lo mismo. Mateo no quería investigar al naualli porque estaba cansado y aburrido de estar en aquel lugar. Poco a poco fui sabiendo más acerca de por qué Mateo tenía cuentas pendientes con la justicia. José me confió que a Mateo no lo habían pillado vendiendo libros profanos como a los otros miembros del grupo de actores. Más bien, sus dificultades estaban relacionadas con el juego. En un momento de exaltación, había acusado a un joven de hacer trampa en una partida de cartas. Ambos desenvainaron sus espadas e instantes después el joven cayó muerto al suelo de la cantina. Si bien existía una prohibición oficial de batirse en duelo, lo más común era ignorarla; pero, en este caso, el hombre muerto era el sobrino de un miembro de la Audiencia Real, la Corte Suprema con sede en la Ciudad de México, que tenía poder sobre toda Nueva España.
José me contó que Mateo corría peligro de ser arrestado si aparecía en la capital.
Volviendo al naualli, debo decir que ahora yo sentía una gran antipatía por él. Una vez había estado a punto de matarme, y el incidente con el cerdo me había humillado. Además, no quería volver a meter la pata por una buena razón: no sabía cómo me trataría don Julio si fracasaba. ¿Me despacharía a las minas del norte? ¿Al infierno de las Filipinas? ¿O, sencillamente, me haría ahorcar y después me cortarían la cabeza y la empalarían en uno de los portones de la ciudad como advertencia para los demás?
Sumido en la reflexión de estos destinos nada deseables, estuve a punto de tropezar con la joven que había visto previamente con los dos hombres que seguían al naualli al interior de la jungla. Ella estaba de rodillas recogiendo fresas y yo casi caí sobre ella.
—Perdón —dije.
Ella no me contestó, pero se incorporó con su canasto de fresas y lentamente echó a andar hacia la espesura. Antes de desaparecer entre los arbustos, miró hacia atrás como invitándome a seguirla.
En la margen rocosa del río había algunas mujeres indias lavando ropa, y dos hombres fumaban en pipa y jugaban a los dados en el exterior de una choza. Nadie parecía haber reparado en mí. Simulando vagar por allí sin rumbo fijo, me interné entre los arbustos.
La joven siguió la margen del río durante unos diez minutos. Cuando le di alcance, estaba sentada sobre una gran roca, con los pies en el agua.
Yo me senté sobre otra roca, me quité las sandalias de una patada y me refresqué los pies en el agua.
—Mi nombre es Cristo.
—Y yo soy María.
Podría haberlo adivinado. María era el nombre cristiano más común para las mujeres indias porque era un nombre que oían cuando iban a la iglesia. Ella era, quizá, un par de años menor que yo: debía de tener unos quince o dieciséis. Tuve la impresión de que no era muy feliz.
—No pareces muy contenta, muchacha. —Era demasiado mayor para que yo la llamara muchacha y yo era demasiado joven para llamarla así, pero estar cerca de una mujer joven me hacía convertirme en un auténtico «macho»… al menos en mi opinión.
—Me casaré dentro de pocos días —dijo.
—Entonces deberías celebrarlo. ¿No te gusta el hombre con el que vas a casarte?
Ella se encogió de hombros.
—No es bueno ni malo. Se ocupará de mí. Eso no es lo que me hace sentirme desgraciada, sino que mi hermano y mi tío son muy feos. No tengo la suerte de otras chicas de la aldea, que tienen hombres apuestos en la familia.
Sus palabras hicieron que yo enarcara las cejas.
—¿Y por qué te importa tanto el aspecto de tu tío y de tu hermano? Si no vas a casarte con ellos…
—Desde luego que no. Pero mi padre está muerto y yo tengo que hacer ahuilnema con ellos.
Casi me caigo de la roca.
—¿Qué? ¿Tendrás ahuilnema con tu hermano y tu tío?
—Sí. Ellos siguen la tradición antigua.
—No conozco ninguna tradición azteca que permita el incesto —repuse, acalorado. Un acto como ése sería considerado un sacrilegio entre los aztecas.
—Nosotros no somos mexicas. Nuestra tribu es más antigua que la que tú llamas azteca. Y aquí, en esta aldea, nuestros mayores nos obligan a practicar las costumbres antiguas.
—¿Y qué costumbre es ésa, que te obliga a acostarte con tu tío y con tu hermano?
—No me acostaré con los dos. Como no tengo padre, el acto debe realizarlo un pariente del sexo masculino. Los mayores decidirán si será con mi tío o con mi hermano, antes de que se celebre la ceremonia del matrimonio.
—Dios mío, ¿te acostarás con tu tío o con tu hermano después de la boda? ¿Y cuándo lo harás con tu esposo?
—No antes de la noche siguiente. ¿En tu pueblo no tienen esa costumbre?
—Por supuesto que no, es una costumbre blasfema. Si los sacerdotes se enteraran, los hombres de tu aldea serían castigados con severidad. ¿No has oído hablar del Santo Oficio de la Inquisición?
Ella negó con la cabeza.
—Nosotros no tenemos sacerdotes. Para poder asistir a la Iglesia cristiana debemos caminar durante casi dos horas.
—¿Y qué finalidad tiene esa costumbre vuestra?
—Es para asegurar que nuestro matrimonio no ofende a los dioses. Los dioses disfrutan de las vírgenes, ésa es la razón por la que las doncellas son inmoladas en su honor. Si mi marido se acostara con una virgen, nuestro matrimonio sería ofensivo para los dioses y ellos podrían hacernos daño.
En la mente de la gente de una aldea pequeña y aislada, donde parecía que los espíritus y los dioses los rodeaban permanentemente, la idea de desflorar a una mujer joven antes de tener ahuilnema con su marido no resultaba ilógica.
—Por tu cara, veo que nuestra costumbre no te gusta nada —dijo ella.
Pensé que era una costumbre bárbara, pero no quería ofender a la muchacha que debía vivir con esa práctica.
—¿Qué opinas tú de acostarte con tu tío o con tu hermano?
—Los dos son muy feos. Hay otros hombres en la aldea con los que no me importaría tener ahuilnema, pero no con esos dos. —Salpicó agua con los pies—. No me importaría hacer ahuilnema contigo.
Ayyo. Esa costumbre sí la entendía.
Encontramos un lugar más mullido sobre la hierba y nos quitamos la ropa. Nuestros cuerpos eran jóvenes y flexibles. Yo estaba muy ansioso y mi jugo viril fluyó antes de que estuviera listo, pero ella acarició con suavidad mi tepuli y éste volvió a crecer. Y otra vez más.
Después de satisfacer momentáneamente nuestros deseos, le hice más preguntas acerca de las «viejas costumbres» que se practicaban en la aldea. Sabía que sus parientes varones estaban relacionados con el naualli. Por temor a asustarla, dejé que hablara acerca de las viejas tradiciones en general antes de tocar el tema de los sacrificios.
—Hay una pirámide que fue puesta ahí por los dioses antes de que hubiera gente en este valle —dijo ella—. Cuando el naualli viene, los hombres de la aldea van hasta allí y dan sangre a la manera antigua.
—¿Cómo dan esa sangre? —pregunté, manteniendo un tono casual.
—Les cortan los brazos y las piernas y, a veces, su tepuli. Una vez al año le extraen la sangre a otro. Este año le tocó a un enano.
Procurando que mi voz no revelara el entusiasmo que sentía, pregunté:
—¿Cuándo sacrificaron al enano?
—Anoche.
¡Santa Madre de Dios! Estaba en lo cierto con respecto al enano. Con suave persuasión, convencí a la muchacha de que me mostrara el templo en el que aquel hombre había sido inmolado.
Me condujo a lo más profundo del bosque tropical. Cuanto más nos internábamos en él, más densa se hacía la vegetación. La mayor parte de los antiguos monumentos de los indios habían sido devorados por la jungla. Los sacerdotes españoles sabían si un templo seguía en uso si había sido limpiado de los arbustos de la jungla.
Hacía una hora que caminábamos cuando, de pronto, ella se detuvo y señaló:
—Está allí, a unos cien pasos. Yo llego hasta aquí.
Y echó a correr de regreso a la aldea. No la culpé. La tarde estaba bien avanzada, pronto anochecería y el cielo estaba oscuro y cubierto de nubes negras que presagiaban lluvia. Dentro de nada empezaría a llover y luego la oscuridad sería total. A mí me hacía tan poca gracia como a ella estar en la jungla al anochecer.
Me deslicé lentamente hacia la pirámide y mantuve los ojos y los oídos bien abiertos. Ahora que la muchacha se había ido y el cielo se oscurecía, mi coraje y mi entusiasmo comenzaban a desvanecerse. Había dado por sentado que, si había habido un sacrificio la noche anterior, no necesariamente tenía que haber alguien ahora allí. ¿O quizá sí? Tal vez era sólo una expresión de deseo.
Cuando el templo piramidal apareció frente a mis ojos, me detuve y escuché. No oí nada aparte del viento fresco que mecía las hojas de los árboles. El hecho de saber que se trataba del viento no logró reducir mis temores de que cada crujido de una hoja fuera producido por el contacto con un hombre jaguar.
Los lados del templo estaban cubiertos de enredaderas, pero los escalones de piedra que conducían a la cima estaban limpios. Era un poco más pequeño que el templo que había visto en la ciudad del festival del Día de los Muertos, y había alrededor de veinte escalones hasta la plataforma superior donde se ofrecían los sacrificios.
Cuando me acerqué a la pirámide había empezado a lloviznar. Al llegar al primer escalón, la lluvia ya era torrencial. Un pensamiento relativo a la lluvia comenzó a molestarme en un rincón de la mente, pero se desvaneció cuando empecé a subir.
Cuando había ascendido las tres cuartas partes de la escalinata, desde la parte superior sentí que caía un chorro de agua. Observé el líquido y, con alarma y horror, descubrí que tenía el color de la sangre.
Di media vuelta, bajé corriendo los escalones y tropecé cuando ya casi había llegado abajo. Perdí el equilibrio y caí al suelo. Me levanté de inmediato y eché a correr a toda velocidad, como la noche en que me perseguía un hombre jaguar. Corrí como si todos los perros rabiosos del infierno estuvieran mordisqueándome los talones.
Cuando llegué a nuestro campamento, mojado y embarrado, la noche estaba tan negra como los ojos del naualli y no encontré a nadie allí. Sin duda Mateo y José habían decidido pasar esa velada lluviosa jugando a las cartas en la cantina. Y probablemente las aves le habían dicho al Sanador que debía quedarse en la choza de su amigo, el intérprete de sueños.
Sin siquiera un fuego para calentarme, me instalé debajo de un árbol, envuelto en mantas mojadas, temblando, con mi cuchillo en la mano, listo para apuñalar a cualquiera que me atacara. El pensamiento relativo a la lluvia que me había estado molestando allí, junto al templo, de pronto se hizo claro. La sequía había terminado. Tláloc, el dios de la lluvia, debió de haberse sentido muy complacido con el sacrificio que le habían ofrecido.
La lluvia seguía cayendo a la mañana siguiente, cuando conduje a Mateo y a José hasta el templo. Yo montaba en las ancas del caballo de Mateo. No quise subir a la pirámide, así que me quedé abajo y sostuve las riendas del caballo y también de la mula de José, mientras ellos subían.
—¿Es algo terrible de ver? —les grité—. ¿Le arrancaron el corazón?
Mateo asintió.
—Sí, le arrancaron el corazón y dejaron aquí su cuerpo. —Se agachó y después volvió a incorporarse—. ¡Toma! Compruébalo tú mismo.
Y me arrojó algo que aterrizó cerca de mis pies. Era el cadáver de un mono.
Mateo bajó por los escalones del templo y yo retrocedí para escapar de su furia. Él blandió hacia mí un dedo acusador.
—Si acudes a mí con alguna otra tontería, te cortaré la nariz.