En uno de esos maravillosos actos del destino que con tanta frecuencia parecieron despejarle el camino, Cortés tuvo la gran suerte de tomar posesión de una muchacha esclava que había nacido princesa. Doña Marina, como la llamaron, había nacido en la provincia de Coatzacoalco, en el límite sureste del Imperio azteca. Su padre, un cacique rico y poderoso, murió cuando ella era muy joven. Su madre se casó de nuevo y tuvo un hijo. Y concibió la inicua idea de asegurar para su hijo la herencia que le correspondía a Marina.
Por consiguiente, simuló que Marina estaba muerta, pero secretamente la entregó a unos mercaderes ambulantes de Xicallanco. Al mismo tiempo, aprovechó la muerte de la hija de una de sus esclavas para sustituir con ese cuerpo el de la suya propia, y celebró sus exequias con fingida solemnidad. Los mercaderes vendieron a la muchacha india al cacique de Tabasco, quien se la entregó a los españoles como tributo.
Curiosamente, mi propia infancia habla tanto de las intrigas y tribulaciones de doña Marina que, si bien mis antepasados indios la consideraban una traidora, ella se ganó un lugar especial en mi corazón del que ya os he hablado.
Cortés había desembarcado en la costa y había encontrado la cultura india, pero pronto descubrió que estaba muy cerca de un vasto imperio gobernado por un poderoso emperador. Necesitaba desesperadamente información de los indios que encontraba y también aliados porque, solo, con apenas algunos cientos de hombres, no tenía posibilidades de vencer a un gran imperio.
Aparte de sus encantos —iba a convertirse en amante de Cortés y madre de su hijo, don Martín—, doña Marina tenía un talento especial para los idiomas. No sólo hablaba la lengua de los indios a los que había sido vendida como esclava, sino también su lengua nativa azteca, el náhuatl. Y muy pronto aprendió suficiente español como para actuar de intérprete y negociadora con los líderes indios con los que Cortés se puso en contacto.
Y sus experiencias de mujer noble a esclava y, finalmente, a amante del líder español, le permitieron apartar a Cortés del peligro. Fue ella la que se percató de que cincuenta indios enviados aparentemente como delegados de paz a Cortés eran, en realidad, espías y asesinos. Cortés ordenó que les cortaran las manos y los envió de vuelta a sus jefes como ejemplo de cómo lucharía él contra la traición.
Fue también Marina quien actuó de intérprete cuando Cortés finalmente llegó a Tenochtitlán y se presentó ante Moctezuma II. El emperador, cuyo título imperial era Venerado Portavoz, fue informado por sus mensajeros del desembarco del español. A su vez, Cortés se enteró de que el soberano de ese vasto imperio se encontraba en una ciudad dorada ubicada en un alto valle, lejos de las abrasadoras arenas de la costa del Caribe.
Los escribas aztecas dibujaron escritura ideográfica para que el emperador pudiera ver cuál era el aspecto de los españoles. Principalmente, lo que llenó de temor los corazones de los indios fueron los caballos de los españoles. En México no había animales de carga: ni caballos ni mulas ni burros y ni siquiera bueyes. Los caballos, extraños y aterradores para los indios, les producían tanto miedo como los cañones. Veían al caballo y a su jinete moverse al unísono, como si éste fuera parte del animal, y daban por sentado que se trataba de dioses montados sobre esas bestias temibles.
Pero las semillas de la destrucción azteca no comenzaron con el desembarco de Cortés, sino cientos de años antes, en una ciudad, un momento y un lugar en que los aztecas eran bárbaros nómadas que usaban pieles de animales y comían carne cruda. Al ver la escritura ideográfica, Cortés quedó profundamente trastornado. Cuando Cortés llegó, Moctezuma tenía cincuenta y dos años, y la noticia del desembarco le recordó una década de creciente miedo y recelo y, para los indios en general, la culminación de varios cientos de años de mito: el regreso de Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada.
Ay, pobre Moctezuma. Fue una víctima de sus propios miedos, en especial cuando su hermana le habló de su sueño de muerte, en el que ella veía el regreso de una leyenda. Esa leyenda, desde luego, era la de la Serpiente Emplumada. La historia de Quetzalcóatl tenía tantas dosis de amor, asesinato, traición e incesto como si hubiera sido escrita por Sófocles para entretener a los antiguos griegos.
Quetzalcóatl nació en un año Uno-Caña. Esa fecha se convertiría posteriormente en la más importante de la historia india. Él gobernó sobre Tula, la mitológica ciudad tolteca del oro y el placer que yo visité en mi sueño. Gran soberano, erigió prodigiosos templos y encargó que los artesanos crearan esculturas, alfarería, libros con escritura ideográfica y otras obras de arte que glorificaron la ciudad. También fue un rey bondadoso que prohibió los sacrificios humanos y sólo permitió el sacrificio de serpientes y mariposas.
Quienes favorecían el sacrificio humano temieron que Quetzalcóatl ofendiera a los dioses al no ofrecerles sangre. Fraguaron su destrucción, para lo cual necesitaron la ayuda de tres malvados magos. Esos magos lograron que Quetzalcóatl se emborrachare con octli, la bebida de los dioses, ahora llamada pulque. En su estado de embriaguez, mandó llamar a su hermosa hermana. Más tarde, cuando despertó, vio a su hermana desnuda junto a él y comprendió que se había acostado con ella como lo habría hecho con una esposa.
Apenado y horrorizado por su pecado, Quetzalcóatl huyó de la ciudad dorada y se internó en el mar Oriental con algunos de sus seguidores sobre una balsa construida con serpientes entrelazadas. Posteriormente subió al cielo, se convirtió en el Señor de la Casa del Amanecer y, luego, en el planeta que los españoles llaman Venus. Era un vehemente ojo en el cielo, que custodiaba las tierras de los indios y aguardaba el día en que volvería para reclamar su reino. Y estaba escrito que regresaría en un año Uno-Caña.
Durante una década anterior a la llegada de los españoles, una serie de señales ominosas habían despertado el miedo en el corazón de los indios a medida que se aproximaba el año Uno-Caña: en el cielo había aparecido un cometa luminoso, una serie de terremotos había sacudido la tierra y el poderoso volcán Popocatépetl, la Montaña Humeante, había escupido fuego desde las entrañas del infierno.
Uno de los acontecimientos más aterradores fue el ocurrido en las aguas del lago de Texcoco, que rodeaba Tenochtitlán. Sin aviso previo ni lluvia excesiva, de pronto las aguas del lago se elevaron como levantadas por una mano gigantesca, cayeron sobre la ciudad-isla y se llevaron por delante varios edificios.
El fuego siguió a la inundación cuando una de las torres del gran templo de Huitzilopochtli, en Tenochtitlán, de pronto comenzó a arder sin causa aparente y siguió ardiendo a pesar de todos los intentos por extinguir el fuego.
Tres cometas se vieron cruzando el cielo nocturno. Después, no mucho antes de la llegada de los españoles por el mar Oriental, una extraña luz dorada se encendió en el este. Brilló como un sol de medianoche y se elevó con la misma forma piramidal de un templo azteca. Los escribas registraron que los incendios ardieron de tal manera que parecía «que recibieran poder de las estrellas». Fray Antonio me contó que, en opinión de los eruditos de la Iglesia, ese evento había sido una erupción volcánica, pero algunos de los volcanes más altos y más violentos del mundo se encontraban por encima del valle de México y cabría pensar que los aztecas eran capaces de distinguir una erupción volcánica del fuego procedente del cielo.
Al mismo tiempo que la pirámide dorada de la noche, se oyeron voces apagadas y gritos lastimeros, como si anunciaran alguna calamidad extraña y misteriosa.
Moctezuma quedó aterrado por esas apariciones en los cielos y por el sueño de muerte de su hermana. Cuando Cortés desembarcó, en la rueda del calendario se acercaba el año Uno-Caña. Moctezuma supuso que Quetzalcóatl había regresado para reclamar su reino. Desde luego, a esas alturas, Tula, la ciudad de Quetzalcóatl, era una ciudad abandonada de templos fantasma de piedra, destruidos por ejércitos invasores bárbaros, entre ellos los aztecas, cientos de años antes; pero Moctezuma pensó que podía pagarle tributo a Quetzalcóatl en bienes y corazones humanos por la forma en que los aztecas habían caído sobre Tula y la habían devorado.
En lugar de arrojar a los recién llegados al mar con su abrumadora fuerza, Moctezuma, presa del miedo y la superstición, envió a un embajador para saludar a Cortés y ofrecerle obsequios y, al mismo tiempo, prohibirle acercarse a Tenochtitlán.
Entre los obsequios, Moctezuma le devolvió a Cortés un yelmo español que éste le había enviado. El yelmo estaba repleto de oro. También había dos grandes discos circulares de oro y plata, tan grandes como ruedas de carros. Sin embargo, la visión de esos obsequios dorados no aplacó a Cortés y a sus hombres, sino que elevó su codicia hasta límites insospechados.
Pero existía una gran amenaza entre ellos y los tesoros de los aztecas. Los españoles comprendieron que no se enfrentaban a un caudillo tribal, sino al monarca de una gran nación, en tamaño y población mucho más grande que la mayoría de los países europeos. Mientras que los españoles los aventajaban en cuanto al armamento —las flechas y las lanzas de los indios rebotaban contra sus armaduras—, los indios eran muy superiores en número, por lo que cualquier ataque concertado por los aztecas hubiera tenido éxito sencillamente porque eran una fuerza muchísimo mayor.
El coraje de sus hombres vaciló y Cortés, desesperado porque Velásquez no obtendría su premio, hizo algo que sólo podría hacer un hombre ávido de oro y gloria, quemó sus naves.
Ahora sus hombres sólo tenían una alternativa: luchar o morir. Un puñado de marineros y soldados, alrededor de seiscientos en total, se encontraron varados en la playa de espaldas al mar. Para sobrevivir debían derrotar al ejército de un imperio compuesto por millones de personas.
Se podría culpar a Cortés en muchos niveles. Era un donjuán, amo de esclavos, un rival despiadado, un hombre sin respeto por la autoridad. Pero tomó una decisión temeraria, valiente y genial, que le permitió ganar un reino. Quemar las naves para convertirse a sí mismo y a sus hombres en ratas acorraladas que se enfrentaban a una guerra en inferioridad de condiciones, haber eludido el destino de un hombre común y corriente que habría enviado barcos para pedir refuerzos… ése era el acto de un hombre muy hombre, propio de Alejandro Magno en Tiro, de Julio César en Munda, de Aníbal, que cruzó los Alpes con elefantes.
Otra astuta táctica de Cortés fue trabajar sobre el odio que los otros indios sentían hacia los aztecas, a quienes pagaban tributo.
Utilizando a doña Marina como su intérprete y mentora, Cortés convenció a los estados indios que habían estado pagándoles a los aztecas tributos en riquezas y víctimas de sacrificio de que se aliaran con él. Las legiones aztecas eran temidas casi tanto como las romanas o las de Gengis Kan, que habían sembrado el pánico entre los pueblos conquistados, que se vieron obligados a pagarles tributo.
Esa estrategia tuvo éxito. Cortés avanzó sobre Tenochtitlán; junto a sus hombres marchaban alrededor de diez mil indios, los ejércitos de los totonacas, los tlaxcaltecas y otras naciones ansiosas por servirse de los españoles para vengar incontables agresiones por parte de los aztecas.
Incluso con esos indios aliados de los españoles, los aztecas seguían siendo la fuerza guerrera más poderosa del Nuevo Mundo. Si no hubiera sido por esa burla del destino que hizo que los indios creyeran que la llegada de Cortés por la costa oriental cumplía todos los requisitos de la leyenda de Quetzalcóatl, Moctezuma habría reunido un ejército que habría caído sobre las débiles fuerzas españolas y sus ejércitos indios, aterrorizando precisamente a esos indios con el miedo al temido Jaguar y a los Caballeros del Águila, quienes habían jurado no darse por vencidos jamás en combate. La indecisión de Moctezuma le costó, primero, su reino y, después, la vida. Permitió que los españoles entraran en su ciudad sin oponer resistencia.
Uno de los conquistadores, Bernal Díaz del Castillo, escribió una historia de la conquista antes de que yo naciera. Entre los clérigos de Nueva España circulaba un manuscrito sobre esa historia, y fray Antonio me hizo leerla para que supiera la verdad acerca de cómo los españoles habían venido a Nueva España. La descripción que hacía Díaz de la ciudad era la cristalización final del sueño de Cortés y de sus hombres de encontrar un reino fabuloso, como el del Amadís de Gaula. Díaz escribió que, cuando los hombres vieron Tenochtitlán por primera vez, comprendieron que habían llegado a una ciudad dorada:
Cuando vimos tantas ciudades y aldeas construidas en las aguas del lago y otras ciudades grandes en tierra seca, y esa calzada elevada que conducía a la Ciudad de México, quedamos maravillados y dijimos que era como las cosas encantadas relatadas en el libro de Amadís, debido a las enormes torres, los templos y los edificios que se elevaban del agua y eran de mampostería. Y algunos de los soldados preguntaron incluso si lo que veíamos no era un sueño.
Después de permitir que los españoles entraran en su ciudad, Moctezuma, hecho prisionero en su palacio por sus «invitados», trató de dirigirse a su pueblo. Aunque muchos se hincaron de rodillas, sobrecogidos por su augusta presencia, algunos se mofaron de él diciendo que los hombres blancos lo habían convertido en mujer, que ahora sólo servía para amamantar bebés y amasar maíz. La multitud comenzó a arrojarle piedras y flechas, y Moctezuma cayó al suelo.
Estaba tan mortalmente herido en el alma como lo estaba en el cuerpo por la forma en que los suyos lo habían traicionado. Sabía que él les había fallado. Los españoles trataron de curarle las heridas, pero Moctezuma se quitó las vendas. Rehusó sobrevivir a su desgracia. Agonizando, rechazó ser bautizado en la fe cristiana y le dijo a un sacerdote, que estaba arrodillado junto a él: «Apenas me quedan unos instantes de vida, por lo que no traicionaré ahora la fe de mis padres».
Una serie de catastróficos desastres tuvo lugar después de la conquista española. Primero fue la destrucción de la sociedad india a medida que todo lo que ellos habían conocido y venerado era pisoteado por los conquistadores. Lo que se demolió no fueron sólo edificios de piedra, sino la propia estructura de la sociedad; del mismo modo que el nacimiento, el matrimonio y la muerte giran alrededor de la Iglesia cristiana, todos los aspectos de la vida del indio giraban alrededor de los sacerdotes y los templos de su fe. Esos templos fueron arrasados y en su lugar se construyeron otros pertenecientes a la nueva fe, que fueron administrados por sacerdotes que hablaban una extraña lengua.
La segunda gran catástrofe la constituyeron las plagas que se abatieron sobre los indios apenas llegaron los españoles. Terribles epidemias de enfermedades que hacían que la piel de los indios hirviera y que sus órganos se marchitaran fueron el vengativo obsequio del Dios español. Los sacerdotes cristianos dijeron que las enfermedades que habían matado a nueve de cada diez indios en Nueva España hasta varias generaciones después de la conquista eran el fuego y el azufre con que Dios castigaba a los indios por su conducta libertina.
El tercer desastre fue la codicia. El rey español dividió las mejores zonas de Nueva España en dominios feudales llamados encomiendas: concesión de un permiso para recaudar tributos de los indios para cada uno de los conquistadores.
En algún lugar a lo largo del retorcido camino en que toda la estructura de su sociedad fue destruida, los indios perdieron la imagen de sí mismos como un pueblo grande y poderoso.
Ahora yo veía a personas que en una época edificaron maravillosas ciudades y perfeccionaron las ciencias y la medicina, sentadas con la mirada perdida frente a chozas con el techo de paja, raspando la tierra con unos palillos.