Profundamente interesado en mis raíces españolas, con frecuencia interrogaba a Mateo durante nuestros viajes acerca de la historia de España y la conquista del Imperio azteca. Con el fin de entender a Cortés y la conquista, pronto me di cuenta de que debía saber más acerca de mis raíces indias. Había aprendido mucho cuando la tejedora de flores me envió a caminar con los dioses. En mi conversación con Mateo supe no sólo todo lo referente a la conquista, sino también más con respecto a los aztecas.
Mi admiración por doña Marina, una muchacha india que fue la salvadora de Cortés, no sólo se nutría de lo mucho que me apenaba la manera en que ella había sido abandonada, sino porque el fraile solía decirme con frecuencia que, al igual que la doña, mi madre era una princesa azteca.
Supe mucho acerca de doña Marina y de Cortés de labios de Mateo. De hecho, había oído esos nombres anteriormente, en especial el del gran conquistador pero, al igual que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los nombres eran más legendarios que reales.
Me enteré de que Tenochtitlán padeció la misma suerte que las otras ciudades y aldeas de Nueva España después de la conquista: el carácter indio fue destruido y el nombre se cambió a Ciudad de México. La ciudad todavía era el corazón palpitante de la región, pero los templos aztecas habían sido reemplazados por catedrales.
Si bien los aztecas dominaban el corazón de la preconquista de Nueva España desde Tenochtitlán, no sólo había notables diferencias entre las culturas indias, sino también un gran odio. Ninguna cultura india estaba tan sedienta de sangre como la de los aztecas. Ellos libraban guerras por el botín, conquistaban y esclavizaban otras culturas por el tributo, pero el objetivo principal de las guerras y del tributo no eran la gloria, las tierras ni el oro: eran los corazones humanos.
Durante el sueño creado por la tejedora de flores, yo había aprendido que mis antepasados aztecas tenían un pacto con sus dioses: les ofrecían sangre a los dioses y éstos los bendecían con lluvia para los sembrados. Cuanta más sangre les daban a los dioses, cuantos más corazones les arrancaban a las víctimas del sacrificio mientras sus corazones estaban aún tibios y latían, más favorecían los dioses a los aztecas.
El dominio de los aztecas se remontaba a alrededor de cien años antes del desembarco de Cortés, en 1519, en la costa del mar Oriental. La historia de cómo los conquistadores vencieron a veinticinco millones de indios con unos quinientos y picos soldados, dieciséis caballos y catorce cañones me ha sido contada infinidad de veces; los sacerdotes hablan de ese milagro casi con tanta reverencia como cuando se refieren al nacimiento de mi homónimo Jesucristo. Pero muchas veces, cuando oigo a un español relatar la historia de la conquista, advierto que ellos omiten un detalle importante: los aztecas fueron derrotados no sólo por los hombres, los caballos y los cañones de España, sino por una coalición de naciones indias que lanzaron a miles de guerreros contra ellos.
Hoy, España es la fuerza militar más poderosa del mundo, que domina no sólo el continente europeo, sino que dirige un imperio en el que se dice que nunca se pone el sol. Cristóbal Colón plantó las semillas del imperio al descubrir un nuevo continente camino a esas vastas tierras de Asia llamadas Indias. Pero tanto a Colón como a la generación que siguió les importaban más las islas caribeñas. Aunque sabían que había una gran masa de tierra al oeste, más allá de esas islas, era poco lo que se había explorado varias décadas después del descubrimiento realizado en 1492.
Uno de los hombres que siguió inmediatamente después de Colón había sido enviado a estudiar leyes en una universidad, pero prefirió cambiar la pluma por la espada.
Hernán Cortés nació en Medellín, provincia de Extremadura, España, en 1485, siete años antes de que Colón zarpara para el Nuevo Mundo. Creció en una atmósfera de relatos de gloria y aventura, a medida que cada vez más historias de riquezas y de conquista se conocían de boca de los primeros exploradores. Por cierto, las islas del Caribe, que representaban las primeras conquistas, eran en realidad pobres en todo excepto en indios, a quienes los conquistadores podían usar como esclavos.
Aunque el Nuevo Mundo no había cumplido todavía con su promesa de tierras cubiertas de oro, Cortés y sus compatriotas seguían soñando con conquistar lugares lejanos. El fraile decía que habían leído demasiadas «novelas de caballerías», en las que un caballero errante encontraba el amor, los tesoros y la gloria. Anteriormente ya he hablado del más famoso de esos libros, el Amadís de Gaula. Amadís era un príncipe al que lo meten en una arca al nacer y lo depositan en el mar porque su madre no podía revelar quién era el padre. El príncipe crece, se enamora de una princesa y tiene que salir al mundo como caballero errante y ganarse la mano de su amada. Lucha con monstruos, visita islas encantadas y regresa junto a su amor.
Para los hombres jóvenes como Cortés, el Amadís no sólo era una historia, sino una señal enviada por Dios para que aprovecharan «el amor, los tesoros y la gloria» en el Nuevo Mundo, allende los mares.
A los diecisiete años, Cortés abandonó la universidad y consiguió la promesa de un sitio a bordo de un barco cuyo destino era el Nuevo Mundo, pero el destino —y la lujuria de ese hombre joven— le repartió malas cartas. Al escalar una pared de piedra para tener acceso a los aposentos de una mujer con la que tejía una intriga, la pared cedió y él cayó y estuvo a punto de ser sepultado por los escombros.
Demasiado herido para cruzar el océano, pasaron otros dos años, y Cortés tenía diecinueve cuando se le presentó la siguiente oportunidad. Al llegar a la Hispaniola, la isla del Caribe que era la sede principal del gobierno español, fue a ver al gobernador y le dijeron que, gracias a sus conexiones familiares, le otorgarían tierras y un repartimiento de indios para que trabajaran como esclavos. Su respuesta al secretario del gobernador fue que él no había ido al Nuevo Mundo para ocuparse de labores de granja. «He venido por la gloria y el oro, no para trabajar la tierra como un campesino».
Mateo me dijo que este hombre del destino, Hernán Cortés, era de estatura mediana, delgado, pero con un pecho sorprendentemente amplio y unos hombros anchos. Sus ojos, su pelo y su corta barba eran oscuros como los de cualquier español y, sin embargo, su tez era sorprendentemente pálida.
Al principio, no encontró ninguna oportunidad de conquistar mundos nuevos. Si bien se habían descubierto muchas islas caribeñas y la Corona conocía la existencia de una gran masa de tierra, misteriosa, más allá, nadie comprendió que ya existían grandes imperios en lo que habría de convertirse en Nueva España y Perú.
Cortés trabajó impacientemente su tierra y sus indios, pero su temperamento fogoso le hacía meterse constantemente en problemas, casi siempre relacionados con mujeres. Sus aventuras amorosas se convertían en cuestiones de honor, resueltas inevitablemente con espadas, y lo cierto es que él llevó esas cicatrices hasta la tumba.
Durante esa época, Cortés fue acumulando experiencia en luchar contra los indios, sofocar insurrecciones y servir en la conquista de Cuba. A pesar de sus buenos antecedentes militares, se enemistó con el nuevo gobernador de Cuba, Velásquez, después de vivir una aventura romántica con una hija de la poderosa familia Juárez. Cuando Cortés se negó a consumar esa aventura casándose con la muchacha, el gobernador Velásquez lo mandó arrestar y engrillar. Cortés logró liberarse de los grilletes, forzar con una palanca los barrotes y saltar por la ventana de su calabozo. En una iglesia cercana, apeló a la santidad de la Iglesia: la autoridad civil no podía arrestarlo mientras estuviera en la casa de Dios.
El gobernador apostó guardias cerca de la iglesia a la espera de que Cortés saliera. Cuando el joven se descuidó y se animó a dar algunos pasos fuera del terreno de la iglesia, uno de los hombres del gobernador saltó sobre él desde atrás y lo agarró de los brazos hasta que otros guardias se unieron a la reyerta.
De nuevo prisionero, metieron a Cortés a bordo de un barco que zarpaba hacia la Hispaniola, donde sería juzgado por su provocación. Cortés logró de nuevo liberarse de los grilletes y, esta vez, robó un pequeño bote que era remolcado por la popa del barco, remó de vuelta hasta la costa, abandonó el bote y nadó el trayecto que le faltaba, cuando el pequeño bote se volvió ingobernable. Y, una vez más, regresó al santuario de la iglesia.
En lugar de mantener una disputa que no tenía esperanzas de ganar, aceptó casarse con la joven deshonrada, Catalina Juárez, y se reconcilió con el gobernador Velásquez. Después de su matrimonio, Cortés se instaló para trabajar sus tierras con varios miles de indios que le habían sido asignados. A estas alturas, ya tenía una cicatriz en la cara que le habían hecho en un duelo por una mujer.
Tenía treinta y tres años y era un próspero terrateniente cuando llegó la noticia de que una expedición había entablado contacto con una cultura india a lo largo de la costa del Caribe, que más tarde habría de convertirse en Nueva España. La noticia sacudió a los españoles: ¡otras tierras por explorar y saquear! Velásquez organizó una expedición para explorar la zona y Cortés solicitó comandarla. A pesar de los problemas que había tenido con él antes, Velásquez reconoció en Cortés una personalidad temeraria y ambiciosa que ansiaba fervientemente el oro y la gloria.
Cortés en seguida comenzó a organizar la expedición, a reclutar a los hombres, a conseguir las provisiones y las naves necesarias, a vender todo lo que poseía o a pedir préstamos para cubrir gran parte del coste. Velásquez, al ver la seriedad de los esfuerzos de Cortés, comprendió que era más que probable que aquel hombre no sólo triunfaría, sino que reclamaría toda la gloria para sí. Los celos lo llevaron a estar a punto de revocar la autoridad de Cortés, pero justo en ese momento Cortés lo sorprendió al zarpar sin haber completado los preparativos. Velásquez ordenó que lo detuvieran y lo arrestaran, y esa orden persiguió al aventurero cuando fue atracando en un puerto tras otro para reunir más hombres y provisiones. Con frecuencia se veía obligado a utilizar sus cañones para persuadir a las autoridades locales de que no prestaran atención a las órdenes del gobernador.
Finalmente enfiló hacia la zona que debía ser explorada y desembarcó en la costa oeste de Nueva España con 553 soldados, catorce cañones y dieciséis caballos. Les dijo a sus hombres que emprendían una noble empresa que los haría famosos para siempre y que él los conduciría a una tierra más rica que ninguna conocida. «Las grandes cosas sólo se consiguen con un gran esfuerzo —les dijo—. ¡La gloria nunca ha sido la recompensa de los holgazanes!».
El 21 de abril de 1519, Cortés desembarcó en un lugar que él llamó «La Villa Rica de la Vera Cruz». Fue en busca de gloria, de oro y de Dios.
Aparte del celo religioso de los españoles, estaba la idea de que los indios eran culpables de toda clase de vicios. Pero, a los ojos de los españoles, el crimen más atroz cometido por los indios no tenía lugar en el campo de batalla ni en la piedra del sacrificio, sino en la cama. Los españoles continuamente los acusaban de atentar contra la naturaleza, de ese delito innombrable: la sodomía.
A pesar de la opinión de los españoles, la práctica de la sodomía no era universal. Los aztecas la castigaban duramente. Al indio que adoptaba el rol femenino le cortaban las partes viriles y le practicaban un orificio entre las piernas. Luego, por ese agujero le extirpaban las entrañas. Me estremecí al imaginar que alguien cogía un cuchillo, me abría las piernas, me hacía un agujero y por él metía la mano para extraer mis entrañas.
Después de eso, la víctima era atada a una estaca y cubierta con ceniza hasta sepultarle completamente. Entonces se apilaba leña encima y se le prendía fuego.
El castigo para el indio que asumía el papel de varón era más simple: se lo ataba a un tronco y se lo cubría con ceniza, y permanecía así hasta que moría.
¿Cuál de los dos castigos era peor, me preguntaréis? ¿El del que actuaba como mujer o el del que actuaba como varón? Si bien el castigo para el hombre-mujer me ponía la piel de gallina, sin duda él moriría rápidamente por la herida que le causaban. Para el hombre atado y dejado allí para que muriera de una muerte lenta, su dolor y su sufrimiento serían mucho más prolongados. Pero creo que yo preferiría una muerte lenta en lugar de que alguien me practicara un agujero entre las piernas y metiera la mano por él para arrancarme las entrañas.
No todos los grupos de indios prohibían la sodomía, y sólo algunas personas la practicaban. Algunas tribus mayas educaban a sus muchachos para que practicaran la sodomía durante su juventud. Hasta que un muchacho tenía edad suficiente para casarse, los padres adinerados le proveían un compañero varón, un muchachito esclavo, para que satisficiera sus urgencias sexuales. Así, no perseguían a las chicas y permitían a éstas llegar vírgenes al matrimonio.
Balboa, que descubrió el océano Pacífico después de atravesar a pie las junglas de Panamá, encontró que entre los jefes de Quarequa se practicaba la homosexualidad. Cuando descubrió que el hermano del rey y los amigos del hermano usaban ropa de mujer y copulaban entre ellos en secreto, arrojó a cuarenta de ellos a sus perros salvajes.
Una tribu caribeña castraba primero a los prisioneros que eran hombres jóvenes, y después los usaban sexualmente hasta que llegaban a la edad adulta, momento en que los mataban y se los comían. Una conducta aterradora, pero en la actualidad se cuentan muchas historias acerca de la falta de escrúpulos de los cristianos en España, quienes mantenían un comercio de penes y prepucios cristianos con los moros.
He oído decir que los sacerdotes cristianos condenan la sodomía. Les dicen a los indios que, si practican ese delito contra la naturaleza y no se arrepienten, cuando mueran bajarán al infierno unidos a su amante.
El fraile me contó una vez que santo Tomás de Aquino aprobaba la prostitución con el argumento de que salvaba a los hombres de la sodomía.
La sodomía no era el único delito contra natura que los españoles encontraron en el Nuevo Mundo. Algunos indios nobles tenían esposas especiales que eran educadas para utilizar la boca y chupar el pene del marido a la manera de las víboras.
Desde luego, esos pecados de la carne no se reducían a los indios. Fray Antonio me contó que el papa Alejandro VI, de los Borgia de España, tenía cinco hijos. Dio en matrimonio a su hija Lucrecia, cuando ella tenía apenas doce años, a un noble, y después rompió ese matrimonio cuando su hija tenía trece, con el fin de desposarla con otro noble. Cuando esa boda no le produjo las ventajas políticas y financieras que el papa esperaba, ordenó anular el casamiento basándose en la impotencia del marido… a pesar del hecho de que su hija estaba embarazada. Nada intimidado por esas trivialidades, en una bula el buen papa afirmó que su hijo, el hermano de Lucrecia, era el padre de la criatura, y después, en otra, sostuvo que él mismo era el padre del hijo que su hija llevaba en el vientre. Pobre Lucrecia… su siguiente marido fue el hijo del rey de Nápoles, pero su hermano, movido por los celos, lo estranguló con sus propias manos.
Se dice que el buen rey Felipe III, que ocupó el trono de España y Portugal durante casi toda mi vida, tuvo treinta y dos hijos de diferentes consortes. Esa cantidad de hijos supera la de la mayoría de los reyes aztecas.