SESENTA Y CUATRO

Al día siguiente tuvimos noticias de que el naualli había sido visto en una aldea cercana.

El Sanador y yo acudimos allí para realizar el truco de la víbora; Mateo y José, para venderles guitarras a los españoles que vivían en la zona.

La aldea resultó ser incluso más grande que aquella en la que nos habíamos detenido: era más una ciudad pequeña que una simple aldea. De camino a la choza del mago, me enteré de que él era un intérprete de sueños. Durante el trayecto, el Sanador me contó el sueño más famoso de la historia azteca. Tenía que ver con la hermana de Moctezuma, que se levantó de entre los muertos para profetizar la conquista española.

La princesa Papantzin era la hermana de Moctezuma. Tenía una relación muy estrecha con él y era su amiga y su fiel consejera. Cuando murió repentinamente, Moctezuma quedó desolado. Por el afecto que sentía hacia ella y por el vínculo que los unía, la hizo sepultar en una tumba subterránea en unos terrenos pertenecientes al palacio. Después de la ceremonia de la inhumación, la entrada a la tumba se cubrió con una gruesa losa de piedra.

A la mañana siguiente, muy temprano, una hija de Moctezuma vio a la princesa sentada junto a una fuente del patio del palacio. Corrió a decírselo a su institutriz quien, después de asegurarse de que, efectivamente, era la princesa Papantzin, fue a despertar a toda la casa.

Moctezuma ordenó que llevaran a la princesa a su presencia, y ella le contó un extraño relato. Explicó que se había sentido mareada y se desmayó. Y que, cuando despertó, estaba en una tumba oscura. Logró salir y empujar lo suficiente la losa de piedra como para salir al jardín. Descansaba cuando la muchacha la vio.

Antes de este acontecimiento, se decía que la princesa padecía una enfermedad que la hacía desmayarse y no despertar durante varios minutos. Al parecer, esta vez ese desmayo había durado mucho más tiempo del habitual y pensaron que estaba muerta.

Moctezuma estaba feliz por la resurrección de su hermana, pero su alegría no duró mucho. Ella le contó que había soñado que caminaba con los muertos en el más allá y ellos la llevaron a la costa del mar Oriental. Allí, vio embarcaciones más grandes que la casa de un noble, tripuladas por hombres extraños. Esos hombres tenían los ojos y el pelo claro y la piel blanca. Se llamaban Hijos del Sol y dijeron que procedían de la Casa del Sol, más allá del mar Oriental.

Cuando desembarcaron, su líder no era un hombre común y corriente, sino un dios ataviado con vestiduras de oro. Su escudo brillaba con el fuego del sol. «Soy Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada —dijo—. He venido a reclamar mi reino».

Ayyo, pobre Moctezuma. Tal como había sucedido en el sueño de su hermana, Hernán Cortés desembarcó en Veracruz. Con razón palideció de miedo cuando le dieron la noticia de que unos hombres extraños, de cara pálida y brillante armadura, habían llegado del mar Oriental. Al tratar con Cortés, la indecisión de Moctezuma se debía a su convicción de que se enfrentaba a un dios.

El Sanador y el intérprete de sueños hablaban y fumaban y llenaron tanto de humo la pequeña choza del mago que me vi obligado a esperar fuera. Además de la noticia de que el naualli estaba en la zona, me enteré de otro hecho interesante antes de salir a respirar aire fresco: un enano había desaparecido de una aldea vecina. El enano era el hijo mayor de una anciana viuda. Había estado bebiendo pulque con un vecino y desapareció cuando regresaba a su casa.

—Se cree que Tláloc se llevó al enano —dijo el intérprete de sueños.

A Tláloc se le echa la culpa de muchas cosas cuando hay sequía, pensé.

Tláloc era el dios sediento que concede la lluvia. Su nombre significa «El que Hace Crecer la Vida». Cuando se sentía feliz, el maíz y los fríjoles crecían altos y los estómagos estaban llenos. Cuando estaba enojado, dejaba que los sembrados murieran a causa de la sequía o los inundaba con demasiada agua. Los comerciantes habían mencionado que las criaturas pequeñas eran inmoladas a él, porque sus lágrimas parecían gotas de lluvia. Como las estatuas de los dioses con frecuencia eran bajas, los enanos eran especialmente favorecidos por los dioses como sacrificio.

El clima trabajaba en favor del naualli. Cuantas más personas temían una sequía y la hambruna que seguiría, más se preocupaban en satisfacer a los antiguos dioses.

Deambulando por allí mientras esperaba al Sanador, vi a una joven rolliza de aproximadamente mi misma edad. Ella me sonrió de una manera que me hizo aletear el corazón. Le devolví la sonrisa y, cuando me dirigía hacia ella, dos hombres salieron de la choza de la que ella había aparecido. Vieron que le tenía echado el ojo a la muchacha y los dos me dirigieron una mirada tan poco cordial que me di media vuelta.

Sabían que yo no era indio. Mi altura y mi musculatura eran más propias de un español o un mestizo. Y mi barba lo hacía evidente. Pocos indios tenían barba y aquellos a los que les aparecía un poco de vello facial se lo arrancaban. Los aztecas consideraban el vello corporal una prueba de casta inferior. Las madres frotaban agua caliente de lima en la cara de los bebés para impedir que les creciera pelo.

—Entra en la choza —le dijo a la muchacha el hombre de más edad.

Ella me miró de reojo antes de obedecerlo.

Caminé un poco más sin rumbo fijo y, de pronto, al rodear una casa, me di cuenta de que estaba detrás de los hombres que supuse eran el padre y el hermano de la chica. Reduje la marcha para permitir que se distanciaran. No habíamos avanzado mucho cuando vi, más adelante, a un hombre que me pareció que era el naualli. Estaba hablando con cuatro hombres. Los cinco dieron media vuelta y se internaron en la jungla. Los dos hombres que iban delante de mí los siguieron.

Avancé incluso más despacio mientras trataba de decidir qué debía hacer. Estaba seguro de que el naualli había desaparecido en la jungla con los hombres para realizar un sacrificio. ¿Qué otra explicación había? Lo más probable era que hubieran drogado al enano y se propusieran arrancarle el corazón sobre la piedra del sacrificio.

Mateo y José habían ido a una ciudad más grande para jugar a las cartas, un pasatiempo que yo había descubierto era uno de los muchos vicios de Mateo.

Maldiciendo mi mala suerte y mis buenas intenciones, mis pies me llevaron sin que yo lo decidiera al lugar donde vi que los hombres desaparecían en la selva. No había avanzado unos metros en la espesura cuando me encontré cara a cara con uno de los indios, que desenvainó un enorme cuchillo. Yo retrocedí. Oí a otros hombres que se movían entre los arbustos. Muerto de pánico, giré y eché a correr hacia el lugar donde se encontraban el Sanador y el intérprete de sueños.

Mateo no regresó al campamento hasta la mañana siguiente. Siempre llegaba de las partidas de cartas y de las juergas con el aspecto de un animal salvaje.

Le hablé de mis sospechas acerca del enano mientras él bebía un trago de su odre y se metía en su saco de dormir.

—Lo más probable es que el enano fuera sacrificado anoche.

—¿Cómo lo sabes? ¿Sólo porque ha desaparecido? ¿Eso lo convierte en víctima de un sacrificio?

—Yo no he vivido las experiencias como soldado y viajero que has tenido tú —dije para halagarlo—, pero incluso a mi joven edad me he topado con muchas cosas bien extrañas. He presenciado anteriormente un sacrificio, y estoy seguro de que otro tuvo lugar anoche.

—Ve a buscar el cuerpo. —Se cubrió la cabeza y, así, puso fin a la conversación.

Ayya ouiya!, yo no era ningún tonto. Conduciría a Mateo y a una tropa de soldados a la jungla para encontrar el cuerpo, pero no estaba dispuesto a hacerlo solo. Avancé por el camino de tierra, dando patadas a las piedras, cuando vi delante de mí al naualli. Estaba acampado con otro hombre a pocos minutos de nuestro campamento. Entré en la espesura y encontré un lugar en el que podía sentarme y espiar el campamento.

Después de que los dos hombres abandonaron su campamento y enfilaron hacia la aldea, salí de mi escondite y lentamente eché a andar en la misma dirección. Al acercarme al campamento vi un fardo en el suelo: una manta india atada con cuerdas.

¡El fardo se movía!

Seguí caminando, con la vista fija al frente. Pero mis piernas se negaron a llevarme más lejos. Sabía que el enano estaba en ese fardo. Haciendo de tripas corazón, giré sobre los talones, avancé y saqué mi cuchillo. Y empecé a correr.

Me arrodillé junto al bulto y empecé a cortar las sogas.

—¡Te estoy liberando! —le dije al enano atrapado, primero en español y después en náhuatl. Él comenzó a luchar para soltarse, incluso mientras yo cortaba las sogas.

Cuando hube cortado la última soga, tiré de la manta. Un cerdo me miró y chilló.

Me quedé estupefacto mientras el animal se ponía en pie para escapar. Me abalancé sobre él y lo agarré con los dos brazos para evitar que huyera. El cerdo empezó a soltar aullidos capaces de despertar a los muertos en el Mictlán. Finalmente resbaló de entre mis manos y corrió hacia la jungla. Yo me puse en pie para seguirlo, pero fue inútil. Había desaparecido.

El alboroto había atraído una atención nada deseable. El naualli regresaba junto con varios hombres.

Corrí hacia nuestro campamento.

¡Ay de mí! Para evitar que me arrestaran por ladrón de cerdos, Mateo tuvo que darme sus ganancias del juego. Eso puso de muy mal humor a mi pícaro amigo, y yo pasé el día lejos del campamento para impedir que su bota se me clavara en el trasero.