SESENTA Y DOS

Puebla de los Ángeles era la ciudad más grande en la que yo había estado. Para Mateo era pequeña en comparación con la Ciudad de México.

—México es una verdadera ciudad, no una aldea provinciana excesivamente desarrollada como Puebla, Veracruz y Oaxaca. Es un lugar majestuoso. Algún día, Bastardo, te llevaré allí y disfrutaremos de la mejor comida y de las mujeres más hermosas. En México hay un prostíbulo en donde no sólo hay muchachas de piel blanca y piel marrón, sino también una de piel amarilla.

Me impresionó que en un prostíbulo pudiera haber una china. Yo había visto mujeres de piel amarilla en la feria celebrada por la llegada del galeón de Manila, y me había preguntado cómo sería sin ropa.

—¿Las mujeres chinas están hechas como el resto de las mujeres?

Él me miró de reojo.

—No, por supuesto que no. Todo está al revés.

Me pregunté qué querría decir eso. ¿Acaso todo lo que por lo general estaba delante de una persona lo tendría detrás una china? No hice la pregunta en voz alta para no poner más en evidencia mi ignorancia.

Acampamos a las afueras de Puebla, en la misma zona en que los mercaderes y los magos indios habían convergido. No vimos a los naualli entre ellos.

Acompañé al Sanador y a los demás a la plaza del centro de la ciudad, donde tendría lugar el festival de la cosecha. Aunque Mateo no considerara Puebla una gran ciudad, a mí me pareció enorme. Tal como me habían contado de Ciudad de México, Puebla también estaba enclavada a una cierta altura por encima de la línea de la costa, en una amplia planicie flanqueada a lo lejos por montañas. Mateo dijo que su arquitectura era similar a la de la gran ciudad de Toledo, en España.

—Una de las más excelentes voces de la poesía murió en las calles de Puebla —me había dicho antes Mateo, cuando la ciudad apareció a la vista—. Gutierre de Cetina era un poeta y espadachín que luchó en Italia y en tierras alemanas por el rey. Vino a México después de la conquista a instancias de su hermano. Por desgracia, su poesía era mejor que su es grima. Lo mató en un duelo un rival de amores. Dicen que fue abatido después de estar parado junto a la ventana de la mujer, cantando loas a sus ojos con este poema: «Ojos claros y serenos».

Ojos claros, serenos,

si de un dulce mirar sois alabados,

¿por qué si me miráis, miráis airados?

Si cuanto más piadosos,

más bellos parecéis a aquel que os mira,

no me miréis con ira

por que no parezcáis menos hermosos.

¡Ay, tormentos rabiosos!

Ojos claros, serenos,

si así me miráis,

miradme al menos.

Ayudé al Sanador a instalarse en la plaza principal. En seguida atrajo a una multitud de indios, así que no fue necesario que yo simulara una recuperación milagrosa. Recorrí la plaza, incapaz de concebir que hubiera una ciudad mucho mayor que Puebla. ¿Cómo serían la Ciudad de México y las grandes ciudades de España?

Mateo me llamó.

—Bastardo, la diosa de la fortuna te sonríe. En la ciudad hay una compañía de teatro. Iremos a ver su representación. ¿Cuántos pesos tienes, compadre?

Después de que Mateo me vació los bolsillos, yo lo seguí con ansiedad. Nunca me había explicado por qué él y su grupo de actores se encontraron en el lado opuesto de la justicia del rey. Imaginaba que tendría algo que ver con que los hubieran pillado vendiendo libros deshonestos y profanos que habían introducido de contrabando en el país. Por su intento de venderle a fray Juan un libro romántico de aventuras que estaba en la lista de los libros prohibidos del Santo Oficio supe que Mateo hacía ese tipo de cosas. Pero para que los otros fueran embarcados hacia Manila y él estuviera amenazado de ir a la cárcel, bueno, debían de haber vendido algo más que libros románticos.

Alejándonos de la calle principal, caminamos algunas manzanas hacia el lugar donde se representaría la comedia. Yo había esperado encontrar una «pared» de mantas circundando una pequeña zona, pero el escenario era mucho más elaborado. Un solar rodeado por sus tres lados por edificios de dos plantas se había transformado en un corral de comedias, en un teatro.

Contra la pared de una casa, un escenario de madera estaba elevado cerca de un metro sobre el suelo. A ras de suelo, a izquierda y derecha, había zonas cerradas con mantas.

—Vestuarios para los actores y las actrices —dijo Mateo. En muchos sitios había troncos para que la gente se sentara, y algunas personas traían bancos de sus casas. Las ventanas, los balcones y los tejados de las casas adyacentes servían de palcos desde los que las personas de alcurnia miraban el espectáculo. El escenario no estaba protegido del viento ni de la lluvia—. Si lloviera con demasiada intensidad, suspenderían la función —me explicó Mateo.

—De modo que esto es un corral de comedias —le dije a Mateo, muy impresionado por su tamaño. Varios cientos de personas podían ver el espectáculo.

—Esto es un teatro provisional —dijo—, pero es similar a los corrales que hay en toda España. La diferencia radica en que allí por lo general, hay un toldo sobre el escenario para protegerlo del sol y de la lluvia, e incluso toldos o techos sobre algunos sectores reservados para los espectadores. El escenario está un poco más elevado y es más amplio, y los vestuarios son más sólidos. Los espacios vacíos situados junto a edificios son el mejor lugar para crear un teatro porque ya hay paredes en sus tres lados. En algunas de las grandes ciudades, como Madrid y Sevilla, se han construido edificios permanentes con paredes y techos de madera. Como es natural, no pueden estar tan cerrados como una casa, porque hace falta un poco de luz.

—¿Conoces a esos actores? —le pregunté a Mateo.

—No, pero estoy seguro de que ellos han oído hablar de Mateo Rosas de Oquendo.

Si no lo conocían, no me cabía ninguna duda de que lo conocerían muy pronto.

—El grupo simula ser español, pero por el acento de sus integrantes me doy cuenta de que no lo son. Sospecho que son italianos. Todo el mundo quiere presentarse en los escenarios españoles. Es bien sabido que nuestras obras de teatro y nuestros actores son los mejores del mundo. Esta obra fue escrita por mi amigo Tirso de Molina. El burlador de Sevilla es una comedia en tres actos.

—¿Cómo la que pusiste en escena en… —tartamudeé—, en Sevilla? Estuve a punto de decir en la feria. Mentalmente había decidido que Mateo sabía que yo era el chiquillo de la feria de Jalapa, pero el asunto siguió siendo un secreto no verbalizado entre nosotros.

Ese teatro provisional se erigía majestuoso ante mis ojos. La única obra de teatro que yo había visto, aparte de las que se representaban junto a las iglesias durante las fiestas religiosas, era la de la feria de Jalapa, donde una loma cubierta de hierba y algunas mantas hacían las veces de teatro. Allá, el público estaba formado por rudos arrieros y comerciantes itinerantes, pero por los balcones y los tejados vi que aquí gente mucho más educada había venido a ver la obra.

Mateo quería sentarse en un balcón o en el tejado, pero no había ningún sitio libre. Fuimos a la pared más alejada, la opuesta al escenario. Allí había bancos disponibles por algunas monedas más, y nos pusimos de pie encima de ellos para ver mejor la función.

Cerca del escenario estaban los que Mateo llamaba el vulgo, las personas vulgares.

—Los mosqueteros son los piojos del teatro —dijo Mateo—. Cuando entran en un corral, de pronto un carnicero o un panadero que firman su nombre con una X son expertos en comedias. Hombres cuya única actuación ha sido mentirle a su esposa de pronto se creen tan capaces de criticar el trabajo de un actor, como un inquisidor hace con las negaciones de un blasfemo.

La obra empezó en una habitación del palacio del rey de Nápoles. Un actor que señaló una tela colgante sobre la cual había pintada una puerta elaborada nos dijo que estábamos en el palacio italiano del rey de Nápoles. El actor dijo que era de noche y que Isabel, una duquesa, aguardaba en una habitación oscura la llegada de su amante, el duque Octavio.

—Qué hermosa —comentó Mateo, refiriéndose a la actriz que interpretaba a Isabel.

Llegó el protagonista de la obra: su nombre era donjuán. Entró en la habitación con la cara oculta tras su capa y simuló ser el duque Octavio. Cuando los guardias del palacio los apresaron a los dos, don Juan se jactó de haber engañado a Isabel y de haberle hecho el amor haciéndole creer que él era el duque Octavio.

Los mosqueteros, agrupados cerca del escenario, les gritaron insultos a los actores y se metieron con su acento. Se habían percatado de lo mismo que Mateo: que los actores tenían acento italiano. Si bien la obra transcurría en Italia, la zona estaba bajo el control del rey español y se suponía que la mayor parte de los personajes eran también españoles. Un integrante del vulgo era el que más gritaba y el más agresivo. Estaba familiarizado con la obra porque la había visto en el Corral del Príncipe, en Madrid, o al menos eso dijo. Durante el tiempo que duró la representación estuvo gritando correcciones a las frases que, en su opinión, cambiaban los actores.

Mateo hizo una mueca frente al ruido que armaban los mosqueteros.

—Ningún autor ni tampoco ningún actor ha dejado de ser víctima de esta chusma.

Pero la representación continuó. La broma de don Juan arruina a la señora Isabel y donjuán huye de Nápoles. Su barco zozobra y las olas lo arrastran a la costa, cerca de una aldea de pescadores, donde es llevado a la choza de Tisbea, una mujer pescadora. Cuando la joven lo ve, en seguida se enamora de él. Y, mientras él yace inconsciente en sus brazos, ella dice:

—Joven galante y apuesto de noble rostro, te lo suplico, vuelve a la vida.

Con un cambio de ropa y una peluca de otro color, Tisbea es interpretada por la misma actriz que anteriormente había encarnado a Isabel.

Don Juan le dice, mientras yace en sus brazos, que se ha enamorado locamente de ella.

—Mi muchacha campesina, ojalá Dios hubiera permitido que me ahogara en el mar, para no tener que sufrir la locura de mi amor por ti.

Convencida por donjuán de que, aunque él es de alcurnia y ella apenas es una muchacha campesina, su amor es verdadero, Tisbea accede a su petición de compartir una cama matrimonial. Tan pronto don Juan ve su deseo satisfecho, él y su criado huyen de la aldea montados en unos caballos que le roban a Tisbea.

Tisbea, angustiada por esa traición, exclama:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Me quemo! Haced sonar la alarma, amigos, mientras de mis ojos brota agua. Otra Troya está en llamas. ¡Fuego! Que el amor se compadezca de una alma en llamas. El caballero me engañó con su promesa de matrimonio y mancilló mi honor.

El mosquetero que se consideraba especialista en la obra corrió hacia el escenario.

—¡Mujer estúpida! ¡Ése no es el discurso correcto! —Y le arrojó un tomate a la actriz.

Mateo se movió con la velocidad de un felino de la jungla. Primero se encontraba de pie junto a mí y, al instante siguiente, estaba ya sobre el escenario empuñando su espada. Agarró al mosquetero y lo hizo girar. El bruto lo miró, azorado, y buscó su daga. Mateo lo golpeó en la cabeza con la empuñadura de la espada y el hombre se desplomó.

Mateo se dirigió a la audiencia, rasgando el aire con su espada:

—Yo soy don Mateo Rosas de Oquendo, caballero del rey y autor de comedias. No habrá más disturbios mientras esta hermosa señora de mirada serena —se volvió y le hizo una reverenda a la mujer— pronuncia su discurso. —Luego movió la cabeza hacia el hombre inconsciente que tenía a sus pies y dijo—: Yo lo mataría, pero un caballero no ensucia su espada con la sangre de un cerdo.

De los balcones y el tejado sonaron aplausos. El vulgo permaneció en silencio.

Mateo volvió a hacer una reverencia a la actriz, que le lanzó un beso.

Al regresar a Sevilla, don Juan mantiene su conducta escandalosa. Traicionando a un amigo, engaña a otra joven haciéndole creer que él era su amante. La mujer grita pidiendo auxilio cuando descubre el engaño. Su padre, don Gonzalo, acude en su ayuda y don Juan lo mata en una lucha con espadas.

A pesar de la tragedia, donjuán, guiado por demonios, incapaz de ser el caballero honorable que debería ser por derecho de nacimiento, continúa con sus intrigas y sigue engañando a las mujeres para que le entreguen su honor.

Pero su caída llega, no a manos de los vivos sino de los muertos. Don Juan se acerca a la estatua del desaparecido don Gonzalo. Burlándose de ese monumento de piedra, don Juan tira de la barba de la estatua e invita a cenar a don Gonzalo. Curiosamente, la invitación es aceptada.

En una escena de truculento horror, don Juan y el espectro de piedra del padre muerto comen juntos. La cena tiene lugar en una iglesia oscura y la mesa es la lápida de una tumba.

Después de comer un plato de arañas y víboras, que bajan con vino agrio, don Gonzalo dice que todas las deudas se deben pagar algún día:

Ten presentes a los que Dios ha juzgado

y castigado por sus delitos.

El día de la venganza llega

cuando las deudas de este mundo se pagan.

Al principio, el arrogante don Juan desafía al fantasma y no parece tener miedo. Pero cuando el fantasma lo coge de la mano, el fuego del infierno se apodera del seductor. Con el estampido de un trueno, se nos dice que la tumba ha sido tragada por la tierra, y que se ha llevado consigo a don Juan y al fantasma. Sin embargo, en este caso los actores caen al suelo y tanto ellos como la tumba son cubiertos con mantas. Y el trueno es el redoble de un tambor.

Cuando la obra terminó, yo estaba impaciente por regresar al campamento para hablar de ella con Mateo, pero él tenía otros planes. Se retorció los bigotes y me dijo que regresara solo.

—Tengo que resolver unos asuntos —dijo, y seguí sus ojos hacia el escenario, donde la actriz coqueteaba con él con la mirada.

Regresé solo al campamento y comí fríjoles alrededor de una fogata, mientras Mateo, caballero y autor, yacía en brazos de una actriz y probaba las delicias del cielo. Ay, había otra razón para mi melancolía. Esa obra acerca del escandaloso don Juan era precisamente la que aquella belleza de ojos oscuros llamada Elena había escondido debajo del asiento del carruaje el día en que me salvó la vida.